Otra vuelta sobre las vueltas de César Aira - Rafael Arce

 

[Agradezco a Pablo Farrés y a Bruno Grossi, con los que discutí, en momentos diversos, los puntos centrales de este ensayo. Temo que algunas ideas son, directamente, de ellos, y que las cité sin comillas]


        La crítica literaria puede hacer suya la lección de Aira sobre el ready-made. Cuando una lectura aparece como un acontecimiento, capta las fuerzas de una situación epocal y las hace coagular. Por esta razón, esa lectura hace época: no se presenta como un esfuerzo individual, sino como la cristalización de un sentido que de repente parece ir de suyo. Una lectura que hace época se muestra como necesaria. Hace jugar las fuerzas activas y reactivas en torno a una obra y les otorga un sentido que excede la invención del crítico. El gesto tiene la potencia de lo impersonal, porque lo que se presenta como necesario nunca puede ser resultado del esfuerzo individual, sino el punto de cristalización de las fuerzas. Todo lo que debe hacer uno es “firmarlo”. Solo la crítica débil, las lecturas obvias, burocráticas, individuales, subjetivas, se pueden atribuir un texto, pero nunca firmarlo.

Hace veinte años, Las vueltas de César Aira de Sandra Contreras resultaba una intervención necesaria y, como diría Borges, acaso fatal. Se trataba de la cristalización de una serie de intervenciones en la forma de una lectura que transformaba los textos de Aira en una obra. El libro surge de la tesis doctoral que Contreras comienza en enero del 2000. La época de su intervención es entonces los años noventa, durante los cuales la obra de Aira comienza a ganar lectores y sumar lecturas críticas, pero también detractores y suspicaces. Veinte años después, esta obra se encuentra en vías de canonización, y el libro de Contreras contribuyó no poco a la situación actual. A fines de los años noventa, todavía estábamos debatiendo el valor de esta obra, discusión que hoy parece saldada. Esta apreciación no pretende tener ningún respaldo estadístico. No se trata de eso. Es más bien un clima de época. La candidatura de la obra de Aira al premio Nobel en los últimos años bastaría para demostrarlo. Ésta ni se nos hubiera pasado por la cabeza a comienzos de siglo.

De lo que se trataba entonces no era, como quiso Martín Kohan, de recuperar las categorías de obra y de autor, sino más bien de volver obra la obra, de efectuar esa operación solo en apariencia tautológica que Aira explica en “Exotismo”: la transformación del mundo en mundo. En esta operación, la lectura crítica (no cualquiera y no en cualquier sentido) se vuelve parte de la obra o, mejor, en esta operación la crítica ya se había vuelto parte de la obra: pues no se suma a ésta como un texto sobre otro, sino que surge de ella (de la obra) y también la vuelve posible (a la obra). Tratándose de Aira, la operación resultaba tanto más potente porque lo que parecía discutirse no era la calidad (qué tan buena o no, que tan artística o no, era la obra) sino directamente su validez: los suspicaces no le restaban más o menos valor, sino que directamente se preguntaban si era verdadera o era un fraude. Pocos entendieron que esta vacilación formaba parte del enigma de la obra o, para decirlo de otro modo, esta vacilación es la que, para Aira, plantea todo arte verdadero, como lo expresa Lu Hsin, el protagonista de Una novela china:

 

–A mi juicio, lo que propone Chen con la ambigüedad de su destreza, es nuestra compresión. Se supone que al fin de una larga o breve deliberación ante sus obras, deberíamos llegar a una compresión: es real, o es un fraude. Pues bien, en un sentido u otro, nuestra conclusión será incomunicable, por cuanto la comprensión misma es incomunicable.  Y no me refiero a una pedagogía… Lo incomunicable lo es para con uno mismo. De ahí que somos nosotros mismos los que no comprendemos nuestra comprensión (25).


Los términos en los que se planteaba eran, entonces, absolutos. Más allá del clima de época, los lectores de nuestros días siguen manifestando, en este sentido, una alternativa sin matices: los que leemos a Aira somos fervorosos y devotos, mientras que los que no lo hacen la rechazan sin medias tintas, les parece un adefesio o una impostura. Es otro costado de aquel dilema decisivo. Si ha sido resuelto, queda entonces el gusto individual, que se sigue manifestando en términos contundentes, sin medias tintas. Podría pensarse este dilema apelando a esa idea de Theodor Adorno de participación. Para Adorno, la obra de arte moderna plantearía esta alternativa. Cito el Seminario 1958/1959:

 

O se está dentro de una obra de arte, se participa de ella en un sentido vivo, con lo cual nunca se formula verdaderamente la pregunta por el sentido de la obra de arte o por el sentido de esta obra de arte; o de lo contrario […] se está fuera del círculo de influencia que presenta el arte y se le lanza una mirada desde afuera a la obra de arte (82).

 

En efecto, con Aira, o se está adentro o se está afuera. El ensayo de Contreras hizo cristalizar las fuerzas de participación: la elección del punto de vista de la obra se impuso, entonces, como necesario. La participación debía subrayarse, debía ser doble o, de nuevo, tautológica, puesto que adoptaba la forma no solo de la lectura crítica, sino también de la lectura de la autolectura de la obra misma: nada de distancia crítica sino todo lo contrario, sumersión en la obra, suspensión momentánea de la incredulidad. La ironía, el chiste, el doblez que caracterizan la retórica airiana eran trampas que podían ser desarmadas con la estrategia más simple y por lo tanto la más eficaz: creerle todo.

La adopción del punto de vista de la obra implicó tomar al pie de la letra la lectura que Aira hace de las vanguardias históricas. Para Contreras, es una perspectiva y una perspectiva absoluta. Veinte años después, el gesto nos parece, de nuevo, ineludible. Para los suspicaces, el escritor que se presenta como un vanguardista de la etapa heroica genera un plus de sospecha acerca de su autenticidad. Pues su concepción del arte y de la literatura y su “singular interpretación de las vanguardias” (16), como la llama Contreras, podían tener todo el aire de una coartada. ¿No será la “literatura mala” una invención para justificar lo injustificable? Aunque la literatura de Aira parecía volver irrelevante la distinción entre autenticidad e inautenticidad, había que demostrar que su obra era la de un auténtico vanguardista. Había que mostrar que sus ideas acerca del arte y la literatura eran una sola cosa con la obra, que sus lecturas del surrealismo, de Duchamp, del expresionismo, de la experimentación con el azar en la Nueva Música de la década del cincuenta, del exotismo, de Raymond Roussel y de Lautréamont como proto-vanguardistas, tenían una correlación en sus novelas y novelitas. Para decirlo con Roland Barthes, había que evaluar (es decir, escribir): había que captar esa trasmutación de los valores o, mejor, ser parte de ella, y descubrir (inventar) lo nuevo, que por el hecho de serlo no podía ser más que bueno, es decir, auténtico.

Hoy la situación parece ser otra. Con más de cien relatos publicados, fiel a sí misma, editada en grandes firmas pero también en editoriales independientes, la obra de Aira se nos aparece de repente en su volumen, en su monumentalidad (traducido a términos airianos: en su monstruosidad). Hace cincuenta años que Aira hace lo mismo, haciendo cada vez algo distinto. Ya hay una marca Aira, una huella en escritores jóvenes, una herencia, un magisterio. ¿Qué fue de esa idea de que no importa la obra, sino el proceso? Desde luego, sigue vigente. La descendencia de la lectura de Contreras, por su parte, muestra su fuerza. No obstante, ya no es tan obvia. ¿No se nos ha vuelto La liebre, casi sin que nos demos cuenta, un clásico? Y el proceso, la acción, la actividad, ¿no se volvió, en suma, la obra? ¿No es ese el famoso continuo? Aira sigue escribiendo, porque dejar de publicar sería permitir una coagulación mortífera, solo admisible (o ineludible) con la muerte del escritor. La lectura de Contreras es más productiva que nunca, pero la situación permite hoy hacer jugar otras fuerzas.

Esas fuerzas ya actuaban hace veinte años, hacían su juego en los mismos textos de Contreras, en su libro y en sus artículos, así como en textos críticos afines. Más todavía: están en las mismas ideas de Aira sobre la vanguardia. Hoy nos proponen esta perplejidad: ¿qué proceso? Pero no porque esa lectura no sea ya válida, sino porque nuestro tiempo es el de la presencia indisimulable de la Obra. Una Obra que se cierra sobre sí misma con una autonomía tan contundente que de modo súbito se nos manifiesta como otra cosa: como el último gran avatar del modernismo literario argentino.

Semejante presencia permanece inaparente una vez que la lectura de Contreras, y otras convergentes, se han vuelto tópicos, carriles cómodos para seguir agregando páginas que, yendo en contra del acontecimiento de la invención crítica, vuelven al Aira vanguardista una imagen cristalizada, una vulgata. Debería considerarse la invención crítica también un procedimiento vanguardista, válido para una sola vez. La obra crítica de Contreras, que volvió obra la obra de Aira y que en el proceso se volvió ella misma obra, merece mejor suerte que la de la reverencia y la cita de autoridad, tan dependientes de los compromisos burocráticos de la crítica académica. Por ejemplo, probar ahora no sólo su resistencia y su vigencia, sino desentrañar algunos puntos problemáticos, pero no para invalidarla, sino justamente para hacerla decir más, o incluso otra cosa, de lo que se propuso demostrar, lo que no va en detrimento de sus tesis, más bien todo lo contrario. Una obra crítica potente permite no sólo leer en ella otros sentidos de los postulados en forma de conjeturas, sino extraer de sus zonas opacas ideas para una lectura distinta, incluso tal vez inconciliable con la misma. Si ahora podemos considerar la Obra de Aira como tal, como mucho más adorniana que duchampiana, esa posibilidad ya estaba, invisibilizada, en el entramado mismo del texto crítico de Contreras.

Un primer punto problemático es la idea de vuelta. La vuelta al relato, y del relato, en la obra de Aira, es, además, una vuelta a las vanguardias de principios del siglo XX en el final de ese mismo siglo. En el contexto posmodernista de los años setenta y ochenta, formado en las diversas manifestaciones de las neovanguardias de los sesenta en Argentina, pero diferente de ellas, Aira se remonta a las vanguardias históricas y se sitúa como si fuera un vanguardista de la primera hora. Este como si es clave, porque permite a Contreras conjeturar acerca de una singular ficción de vanguardia. La recuperación de las vanguardias históricas en un contexto de disolución posmodernista sería, entonces, anacrónica. Pues la vuelta al relato (la historia, la fábula, los acontecimientos, la acción) sería, en principio, o desde determinado punto de vista, contradictoria con la posición vanguardista, ya que de ese contexto de las neovanguardias de los setenta se desprendió una serie de “narrativas de vanguardia” que, de un modo u otro, propusieron principios “antinovelescos”, sean los escritores de la constelación Literal, sea Manuel Puig, sean las narrativas de Juan José Saer o de Ricardo Piglia.

Ahora bien, ¿se trata de una vuelta anacrónica a las vanguardias históricas? Cuando Aira afirma en reiteradas ocasiones que su época sigue siendo “la nuestra”, ¿no se pueden tomar estas afirmaciones literalmente? En la introducción a su libro, Contreras cita dos: la de Alejandra Pizarnik de que el surrealismo “sigue siendo en buena medida nuestro predicamento” (11) y la de “La nueva escritura” de que la época de las vanguardias históricas sigue siendo la nuestra, es decir, la de finales de siglo. Hay muchas otras. Por ejemplo, ésta, también de “La nueva escritura”:

 

En este sentido, entendidas como creadoras de procedimientos, las vanguardias siguen vigentes, y han poblado el siglo de mapas del tesoro que esperan ser explotados (2).

 

Volveré sobre esta cita a propósito de la lectura airiana de Pizarnik. Por ahora, me basta plantear la pregunta: ¿por qué no entender estas afirmaciones en el sentido lato de que la única época artística es la de las vanguardias? ¿No es rebuscado apelar a la vuelta y al anacronismo cuando se puede, simplemente, decir que, para Aira, el tiempo de la vanguardia no terminó, a pesar de las afirmaciones contrarias? Como lo expresa en Alejandra Pizarnik:

 

Pasado el primer estallido, al Surrealismo siempre se lo dio por muerto, y siempre causó extrañeza que siguiera vivo (13).

 

Aira subestima ese “primer estallido”, es decir, el acontecimiento ruidoso de las vanguardias históricas, para poner el acento en su dimensión específicamente artística. Pizarnik utiliza la escritura automática para escribir “buenos poemas”, cuando el predicamento de André Breton era desentenderse del resultado. Lo Nuevo que buscaba la escritura automática era una utopía, porque el cadáver exquisito más desopilante puede “verosimilizarse” en una historia, lo que en la demostración de Aira es una exposición de sus propias novelas:

 

Cualquiera de las frases o versos producido por el procedimiento surrealista […] puede verosimilizarse en un relato, más o menos largo según el grado de absurdo que tenga, pero siempre sin dejar resto. Pueden hacer la prueba ustedes mismos con cualquiera: tomen el cadáver exquisito “original” y más famoso: “El cadáver exquisito tomará el vino nuevo”. Se lo puede reconstruir sin problemas (es cierto que cada uno lo hará a su modo): por ejemplo podemos suponer una cripta donde se han depositado los cuerpos de los caídos en una batalla, o en las orgías sangrientas de un sádico, y en esa cripta hay actividad eléctrica ctónica que reanima a los cadáveres, y éstos tienen sed y descubren que la cripta se comunica con la bodega del castillo, y en la bodega hay vinos añejos y nuevos, y entre los cadáveres los hay de hombres más refinados y más brutales, y el más refinado o exquisito de todos descubre que, contra lo que podría esperarse, el vino nuevo es mejor que el viejo… Pues bien, ahí está: “El cadáver exquisito beberá el vino nuevo” (26-27).

 

Pizarnik “purifica” el surrealismo de sus componentes ideológicos y utópicos, quedándose sólo con lo específicamente artístico, el procedimiento. Esto significa que el Surrealismo, como acontecimiento, tiene menos valor que su “fracaso”, su derrota a manos de la Obra (los surrealistas fueron longevos y prolíficos, a contramano de sus propios programas juveniles). Para una posición posmoderna, las vanguardias históricas fracasaron porque no cumplieron sus programas o porque agotaron su retórica. Para Aira, el fracaso es consustancial a la vanguardia y el verdadero aprendizaje de la vanguardia es la traición a sus programas utópicos e ideológicos. Pues si la vanguardia fue una crítica de la institución artística, seguir esa lección en su literalidad no puede significar más que una aporía: no se puede no traicionar a la vanguardia, porque obedecerla sería institucionalizarla. Los procedimientos eran “mapas del tesoro”: las vanguardias dejaron oculto, escondido para el provecho del futuro, lo verdaderamente valioso. Es en este sentido que Aira dice:

 

Con ese programa, A.P. parece ponerse en el polo opuesto del programa surrealista, pero creo que en realidad lo está asumiendo por dentro, reinventando el Surrealismo desde su núcleo de muerte pre-natal –y diferenciándose de paso de tanto surrealista de retaguardia ilusionado con la supervivencia de viejas utopías (15).

 

Ese “núcleo de muerte prenatal” es el hecho de que el gesto vanguardista no puede llevarse a cabo sin negarse a sí mismo. Veremos en detalle esta cuestión de la “institución”, porque es otro punto opaco de la lectura de Contreras. Por lo pronto, lo que Aira dice es que Pizarnik realiza el programa surrealista cuando lo purifica de sus ilusiones utópicas, mientras que la obediencia ingenua al credo caracteriza al surrealista de retaguardia, que en el horizonte de Aira podría ser la obra de Julio Cortázar (pero no sólo ésta, como se verá).

Ahora bien, cuando Aira define el expresionismo a partir de la lectura de la obra de Roberto Arlt realiza la misma operación: despojado de su contenido ideológico y utópico, el expresionismo se vuelve un puro procedimiento, que se opone simétricamente al impresionismo. Contreras dice que Aira

 

siempre lee y piensa desde la vanguardia: Arlt desde la estética expresionista (“Arlt”), Alejandra Pizarnik desde el surrealismo (Alejandra Pizarnik), Kafka desde Duchamp (“Kafka, Duchamp”), el exotismo desde el ready-made y la invención de Roussel (“Exotismo”)” (13).

 

También afirma que Aira hace una lectura “singular” de las vanguardias históricas. Pareciera que por “singular” Contreras entiende “idiosincrática” o “personal”, una interpretación que prescinde de la teoría. De modo que ese “pensar y leer desde” implica una versión de la vanguardia previa a la lectura. No obstante, considero que la singularidad de Aira estriba en una estrategia diferente que muy bien podemos llamar adorniana.

Por supuesto, esta segunda apelación al pensamiento de Adorno es tácticamente polémica, porque Contreras encuentra en la obra de Saer la vocación adorniana con la que Aira confronta. Más abajo lo examinaré. Por lo pronto, consideremos esta anterioridad de la versión airiana de la vanguardia. En el pensamiento estético de Adorno hay un rechazo visceral a partir de conceptos previos para considerar las obras de arte concretas. Más bien su estrategia consiste en extraer de las obras de arte singulares un esbozo de “teoría estética” del arte moderno. Los únicos “ismos” con los que se ve Aira son el Expresionismo y el Surrealismo (y, llamativamente, Adorno los considera emparentados, pero no me detendré en eso aquí). Aparte de ellos, no se trata nunca del Dadaísmo, sino de Duchamp, de los precursores del surrealismo, del género exótico, considerando también obras singulares (Montesquieu, Voltaire, Loti, Segalen, Roussel) y de Baudelaire. Yo no diría que Aira lee a Arlt desde el expresionismo y a Pizarnik desde el surrealismo, sino que comprende al expresionismo desde Arlt y al surrealismo desde Pizarnik. Son el expresionismo y el surrealismo los que se conceptualizan a partir de la lectura concreta de dos obras singulares. No es casual que se trate de dos escritores argentinos, una poeta y un novelista. Con esto conecta la invención de particularidades absolutas en que para Aira consiste la nacionalidad como experiencia exótica. Se recordará la fábula de Varamo: la escritura del poema de vanguardia vuelve efecto lo que pasó antes. Para la experiencia de Aira, las obras de Arlt y de Pizarnik vuelven al expresionismo y al surrealismo efectos.

Se me permitirá esgrimir un argumento poco conceptual, meramente autobiográfico, pero que puede dar una idea de lo que quiero decir. Antes de leer a Aira, yo había leído acerca del surrealismo, incluidos los autores canónicos que conceptualizaron sobre las vanguardias históricas. Esas teorías no me decían nada, como no me decía nada, o muy poco, la experiencia de Breton. Cuando empecé a leer a Aira, cuando leí muchas de sus novelas y ensayos, creí empezar a comprender lo que quería decir el surrealismo. Pero eso no tiene que ver con que Aira lo “explique mejor” o con que su versión sea más inteligible para un argentino. Se trata de otra cosa. Aira mismo lo sugiere en una suerte de recursividad: Pizarnik comprendió el surrealismo (no Aldo Pellegrini ni Peter Bürger). De nuevo Adorno: o se participa o se “teoriza” desde afuera. Los acontecimientos que llamamos Surrealismo y Expresionismo suceden (y no preceden) a la experiencia airiana de Pizarnik y de Arlt.

Relativizada entonces la idea de “vuelta” a la vanguardia, examinaré un problema conexo. En un contexto de disolución posmodernista, el regreso a las vanguardias históricas no puede más que adoptar la forma de una ficción. Sin embargo, en el contexto argentino, las neovanguardias de la década del sesenta todavía reivindican ese impulso autocrítico. Para Contreras, la vanguardia airiana se distingue también de la de los años sesenta, pues en ella no se trata de un ataque a la institución artística, sino de la puesta en primer plano del proceso artístico por sobre la obra como objeto terminado: el énfasis está puesto en la “reinvención del proceso artístico” (16). En este punto, sigue los ensayos de Aira al pie de la letra. Esta interpretación permite sostener al mismo tiempo los dos impulsos: el vanguardista y el afirmativo. Pues el aspecto negativo de la vanguardia parece tener poco que ver con la afirmación festiva, nietzscheana, que recorre la obra de Aira. Esta depuración de cualquier nota de negatividad será clave para la confrontación con el contexto que la obra de Aira vendría a reducir a la nada: el de las obras de Saer y de Piglia. Dice Contreras:

 

Pero si Aira es el anti-Saer y el anti-Piglia no lo es sólo porque explícita o indirectamente haya confrontado con sus proyectos literarios sino porque su literatura, más allá de la virulencia o la ironía de la confrontación, viene a refutar la estética y la ética de la negatividad que postulan estas literaturas. Negatividad que –como una específica herencia de la vanguardia de los 60– se ha convertido en valor canónico del sistema literario argentino contemporáneo. Valor canónico: esto es, aquí, forma que circula como un valor representativo –naturalizado, institucionalizado– en los debates contemporáneos sobre el poder de la literatura y la función del escritor (27, la última cursiva es mía).

 

Si la negatividad se ha institucionalizado y circula como valor canónico, no se comprende bien por qué la vanguardia airiana no sería entonces, como lo fueron las vanguardias históricas, un ataque a la institución. Tal vez la clave esté en cómo entendamos la palabra. Contreras sugiere que la institución, para las vanguardias históricas, era el Arte. ¿Se trata de una cuestión de envergadura? ¿De abstracción? Aquí habría que introducir las salvedades necesarias que distinguen los procesos de institucionalización de nuestras literaturas latinoamericanas en relación (diferida, mimética, exportadora, imperfecta) con las europeas. Habría que diferenciar, antes que nada, institucionalización de autonomía, que a menudo se confunden. Voy a ensayar una conjetura muy provisoria que merecería un detallado análisis conceptual.

En Argentina, la institucionalización de la literatura se lleva adelante cuando se autonomiza el campo literario (y habría que distinguir también, lo que tampoco se hace, entre autonomía de campo y autonomía artística), esto es, entre 1880 y 1916. Es decir, cuando los escritores se vuelven profesionales y dejan de escribir como políticos y hombres de acción. La institucionalización cristaliza en la figura de Leopoldo Lugones (al que Aira llama, en la entrevista de Nouvelles Impressions du Petit Maroc, “el no escritor por excelencia” [74]). La versión criolla de la vanguardia histórica, el martinfierrismo, se erige contra Lugones y contra el Modernismo, es decir, contra un “ismo” que es argentino solo por su carácter epigonal. Tenemos una institución literaria pero, ¿tenemos realmente una autonomía? No es seguro, puesto que también se afirma que los grandes textos literarios del XIX son los “heterónomos” (los clásicos), que Sarmiento es mejor escritor que Lugones y que José Hernández es mejor escritor que Eugenio Cambaceres. Recordemos lo que dice Aira en una célebre conferencia (puede encontrarse en YouTube): Amalia es la primera novela argentina, pero José Mármol no es nuestro primer novelista. Nuestro primer novelista es Arlt. Nuestro primer escritor es Borges. Nuestra primera poeta es Pizarnik. En la Argentina, el país de la representación, el mundo de las inversiones, la autonomía viene después de la vanguardia. Es la martinfierrista la que constituye una ficción de vanguardia. Una verdadera vanguardia argentina solo puede acontecer después de Borges. Y, claro, si esta vanguardia es la de un novelista, solo después de Saer.

Esta “inversión” (palabra clave para Aira) explica que la vanguardia y la autonomía vayan juntas, en una dialéctica no resuelta o, dicho en otros términos, que los procedimientos de vanguardia reactiven el proceso artístico para producir obras: no solo porque Pizarnik utilice la escritura automática para escribir “buenos poemas” y porque Arlt encuentre el procedimiento expresionista escribiendo novelas; más aún, y como lo expone con elocuencia su ensayo “La cifra”, porque la misma obra de Borges es la de un vanguardista que, lejos de destruir la Literatura, pone los procedimientos de vanguardia al servicio de la invención de una obra deslumbrante, al punto tal de que lo vanguardista se convierte en un “motivo” de la obra (¿no es Pierre Menard una versión borgiana de Duchamp?).

Vuelvo a la cita de Contreras. Dejando de lado a Piglia, hay que distinguir en la obra de Saer entre su autonomía y la institucionalización de la negatividad como valor literario. Cito de nuevo a Contreras:

 

De esa “exploración de la negatividad” que sostiene con tenacidad adorniana, Saer deriva para el arte de la narración una poética “antinovelesca” –porque la narración, entendida primordialmente como un “modo de relación del hombre con el mundo”, exige hoy, para Saer, una sustracción a las convenciones del género –y una moral del fracaso –en el desmigajamiento del relato, dice Saer, está el punto más alto de la tradición narrativa del siglo XX… (27)

 

Volveré sobre el problema de la poética antinovelesca. Me interesa aquí la sugerencia de que en la obra de Saer el adornismo parece un programa, porque se sostiene con tenacidad a lo largo del tiempo (y en efecto lo es). La institucionalización de la negatividad como valor literario es algo de lo que participa el mismo Saer como escritor. Sucede que hacer de la negatividad un programa es contrariarla, como es contrariar el impulso vanguardista obedecerlo reverencialmente. La negatividad no puede predicarse. Como ensayista, Saer es mucho menos dialéctico de lo que Adorno le habría pedido si lo hubiese leído. Este programa de la negatividad es en sí mismo poco dialéctico. Me detengo ahora en la descripción que hace Contreras de la afirmación airiana:

 

Según lo entiendo, la clave de la operación está en la singular interpretación que, mediante un mecanismo que es propio y que la define, la literatura de Aira hace, en este caso, de la estética vanguardista: una transmutación –al nivel de las operaciones formales y del impulso ético que la anima, y en el sentido nietzscheano, deleuziano, del término– de la negatividad en afirmación. La huella de esa negatividad –porque no se trata, simplemente, de afirmar en lugar de negar sino de elevar la negación más allá de sí misma hasta un poder de afirmar– queda en el continuo como experiencia de lo diferencial (22).

 

Volveré sobre este impulso nietzscheano. En cuanto a la cita exacta, “elevar la negación más allá de sí misma hasta un poder de afirmar” es una expresión que, por más que relea una y otra vez, no puedo comprender (admito que el problema puede ser mío: tal vez esté pensando en términos dialécticos, lo que sería mucho más adorniano-hegeliano que nietzscheano). Es innegable que la ética airiana es afirmativa y que la Stimmung de esta obra es la felicidad. Eso es parte del programa y, en consecuencia, de las intenciones del escritor. Pero es el mismo Aira el que repite que las intenciones no cuentan. En cuanto a la emergencia de su obra a comienzos de los ochenta y su “reducción a la nada” del contexto negativista saeriano-pigliano, no se puede más que estar de acuerdo: pero esa es una operación que desborda ampliamente las intenciones del escritor, por más que su inteligencia lo hayan hecho casi un visionario. Contreras le otorga al escritor poderes que le sustrae a la obra, con lo cual no le hace justicia, pues lo que cuenta es la obra y tal vez ahora recién podamos verlo. Porque si la negatividad se había convertido en los ochenta en un valor institucional, entonces había perdido su poder de contestación, para decirlo con Maurice Blanchot: que la cultura (y eso es la literatura desde el punto de vista de la institución: cultura) se haya apoderado de la negatividad, al punto de volverse “criterio de literaturidad”, significa que la ha convertido en afirmativa.

Como más arriba en la “vuelta”, se puede simplificar el razonamiento de Contreras, pues no queda claro qué quiere decir elevar la negación más allá de sí misma. Si la negatividad es un valor institucional, pues entonces es afirmativa. La negatividad se afirma como valor. La melancolía se afirma como Stimmung de la literatura auténtica, porque los años de la dictadura cívico-militar le imprimen al problema su coloratura también adorniana, en relación con el planteo de escribir después del horror. En consecuencia, si la irrupción (pero esa irrupción solo podemos leerla de modo retrospectivo) de la obra airiana se produce bajo el signo de la afirmación nietzscheana, en toda su potencia de revitalización y de felicidad festiva, ella opera pues negativamente. La afirmación contesta (niega) el valor institucional de la negatividad (afirmado). La negación no se vuelve afirmación, sino que la afirmación se vuelve negativa por un contexto cultural “negativista”.

La conclusión es convergente con la idea de que para Aira el tiempo de la vanguardia es nuestro tiempo: su impulso destructivo (que Contreras debe sustraerle para que haya coherencia en el contraste con la negatividad saeriana) es esta afirmación festiva que hace irrisión (ironía, humor, frivolidad) del valor cultural de la negatividad adorniano-saeriana.

Contreras debe, en el mismo movimiento, despegar el gusto airiano por el relato de la estética posmodernista. Es el otro gesto necesario de su intervención: no solo hacer de Aira un verdadero vanguardista, un “buen vanguardista” (cuando, por el contrario, para ser un vanguardista hay que serlo mal: siendo, por ejemplo, un adorniano, o haciendo obra), sino arrancarlo de una adscripción al posmodernismo que parece no sentarle nada mal. La vuelta del relato no debe entonces confundirse con un gesto posmodernista. Ahora bien, esta afirmación de un “optimismo inherente al relato” también puede pensarse como reacción anti-saeriana o, de modo más general, anti-antinovelesca. Así lo sugiere el célebre “Novela argentina: nada más que una idea”, reseña con la que Aira se presenta en sociedad en la literatura argentina, aun antes de haber publicado un solo relato.

Se ha hecho mucho hincapié en el ataque a Respiración Artificial con el que finaliza la reseña y que sirve a Contreras para establecer este par Piglia-Saer como “estética de la negatividad”. Incluso Ricardo Strafacce, en su biografía de Osvaldo Lamborghini, afirma que ese examen de la novela argentina de fines de los setenta no es más que un rodeo para despistar del verdadero objetivo de Aira, su presa mayor. Sin embargo, ese examen arroja mucho más. Aira examina la “retaguardia de la vanguardia” en una serie de novelas argentinas antes de descartar también la solución realista de Jorge Asís. Constituyen la estela de Rayuela que, en este texto, Aira, de modo provocativo, valora positivamente, puesto que, por lo menos, la novela de Cortázar fue un intento “personal e irrepetible (las citas son de La ola que lee):

 

La complicación insensata que hace ilegibles a tantas de estas novelas es un efecto, precisamente, de su falta de pasión. Se escribe por escribir, y en la errancia consiguiente se extravían autor y lectores (23).

¿Por qué tanta complicación? ¿Será por sadismo? ¿Por incompetencia? ¿Por qué esa prosa siempre confusa? ¿Por qué intercalar párrafos vacuos y charlatanes (entre el “qué tal” y el “bien”, veinte renglones de galimatías sobre la angustia, Flaubert, el tango, los griegos, lo inimaginable)? (24) 

Es difícil justificar estas novelas ante el lector potencial. Las contratapas, esos santuarios del ditirambo a pesar de todo, intentos patéticos de hacer de la necesidad virtud, de coagular como novelas, con alguna palabrita salvadora, lo que no es más que caos o mezquina grafomanía, abundan en términos como “polifacético”, “muñecas rusas”, “galería de espejos”, y por supuesto “antinovela” (25). 

A partir de Rayuela la narración en tercera persona languideció en la Argentina hasta extinguirse por completo. Todas las novelas comentadas aquí, y todas las demás, están escritas en primera persona, con lo que el “yo” narrador deja de ser un recurso estilístico para volverse el lenguaje obligado de la novela. La primera persona es un báculo tanto para la organización de la materia narrativa como para el mantenimiento de un tono que sin ella se volvería muy arduo. Hoy en día existen escritores de cuarenta o cincuenta años, con varias novelas o libros de cuentos publicados, que se llevarían la sorpresa de su vida si se vieran obligados a escribir no página de narración directa en tercera persona: no sabrían, literalmente, por dónde empezar. Y escribir toda una novela sin el socorro de la oscilación de la memoria y el humor de un protagonista-narrador es algo que jamás se les pasaría por la mente (28). 

Un escollo para los que intentan el best-seller en la Argentina es la convención inflexible según la cual una novela debe ser desagradable, difícil de leer, repugnante en todos los planos (30).

 

La “antinovela” no es, a comienzos de los ochenta, para Aira, la de Saer (puesto que en el mismo texto hace su elogio), sino la falsa disonancia (para tomar otra noción de Adorno) de los imitadores de Rayuela. La vuelta al relato, entonces, es una operación negativa respecto de esta antinovela, que es la asimilación de la pedagogía de la vanguardia que realizó Cortázar. Poco después, Aira publica Ema, la cautiva, escrita en tercera persona, en tiempo lineal, cuya rareza no pasa por las fáciles destrucciones de esa retaguardia de la vanguardia. De modo que, aun antes de que la negatividad pigliano-saeriana se convirtiera en un valor institucional, la falsa disonancia de la presunta vanguardia novelística de los setenta ya circulaba como una suerte de código. Los procedimientos de la novela de vanguardia, destructivos, negativos de la forma novelesca, constituían casi un género literario. Se habría tratado de una negatividad degradada, transformada en contraseña, convertida en receta. De modo que un verdadero gesto de vanguardia, a comienzos de los ochenta, parece sugerir Aira, es escribir en tercera persona, sin monólogo interior, sin saltos temporales, sin cambios de puntos de vista, sin hermetismo, sin complejidad, sin montaje y sin elipsis: también sin sufrimiento y sin política. ¿No es ésta una postura eminentemente negativa? Incluso se le pueden restituir los presuntos valores adorniano-saerianos que nos acostumbramos a considerar como lo contrario de Aira: el esfuerzo y el trabajo. Pues bien: a comienzos de los ochenta, Aira dice no a las facilidades de la vanguardia. Escribir una novela de vanguardia, dice Aira, es fácil: es disponer de un código, de un género, de la contraseña cortazariana. Esa disponibilidad vuelve sospechosa la misma obra de Cortázar, porque una obra, en el sentido airiano y también adorniano, no se presta a la codificación, como lo deja claro otro pasaje del mismo texto:

 

Rodolfo Rabanal en Un día perfecto (Pomaire, 1978) se propone, ¡y con cuánto trabajo!, escribir una novela de Onetti: su error consiste en que Onetti no es una técnica sino una textura valorizada por un talento poético-novelístico único (27).


Solo Cortázar es una técnica. Como en el expresionismo de Arlt y el surrealismo de Pizarnik, Aira piensa a partir de la experiencia concreta de los textos, de las texturas. La depuración absoluta de todas esas facilidades se realiza de una vez en los comienzos de la obra y no se traiciona jamás. Hoy intuimos que lo “vanguardista” de esta obra es irreductible y es una particularidad absoluta: el valor de la vanguardia es algo que hay que inventar cada vez.

Volver a narrar, retornar al relato “puro”, tiene mucho de tabula rasa, de partir de cero, de un despojamiento que es también la estrategia de Saer. Para el Aira de comienzos de los ochenta, se trata de una ascesis: una purificación del lastre seudovanguardista de su formación. No es un dato menor que Saer comience a publicar a fines de los cincuenta y Aira a comienzos de los ochenta. Esta diferencia generacional implica negatividades diferentes, posiciones diversas, tácticas encontradas, pues lo que en uno es invención, para el otro se vuelve institucionalización.

Es cierto lo que dice Contreras: la perspectiva de Aira iguala las obras de Saer y de Piglia, tan desiguales en cuanto a su valor. Pero hay que ir más lejos: las iguala también con esa vanguardia de retaguardia de los años setenta. No por ser “negativas”. Subrayo que no intento refutar las tesis de Contreras, sino darles una torsión que las lleve en un sentido diferente. Cuando Aira escribe sobre Saer (en “Zona peligrosa”), con la ambivalencia de quien valora una obra, pero no comparte (no participa de) su ética, se refiere a las “arideces de la lectura” (67) de su etapa más experimental, la de El limonero real y Nadie nada nunca. Para Aira, Glosa y El entenado son superiores porque Saer va perfeccionando “su costado thriller” (68). Esta superioridad es discutible. Y Aira lee con lucidez las cuatro novelas de Saer. El limonero real y Nadie nada nunca no pueden compararse con esas novelas falsamente disonantes en las que Aira incluyó a Respiración Artificial. No obstante, comparten la dificultad, la aridez, la complicación, lo antinovelesco. La calidad es secundaria, como en la comparación que realiza en “Exotismo” entre Mme. Crisantemo de Pierre Loti y Macunaíma de Mário de Andrade. Son realmente incomparables, están en ligas diferentes, porque la vanguardia saeriana es auténtica. Hasta podría afirmarse que son lo mejor de Saer, porque esa “vuelta al relato” de El entenado parece traicionar el programa adorniano.

No obstante, para Aira comparten esa aridez. Contreras engancha a Saer con Piglia mediante el dístico Nadie nada nunca-Respiración Artificial (ambas de 1980) pues las dos comparten la “poética de la negatividad”. Pero, llevando más lejos la propuesta del mismo Aira, podría pensarse diferente: Nadie nada nunca se engancha (injustamente) de esa retaguardia de la vanguardia por la aridez, por la dificultad, por la complejidad. Que la vuelta al relato sea vanguardista porque la aridez narrativa se volvió código lo prueba el mismo Saer cuando restituye, a su vez, el gusto por narrar con El entenado y comienza a perfeccionar su costado thriller. Y si, como bien lo probó Julio Premat, la Stimmung fundamental de la obra de Saer es la melancolía, resulta significativo que a El entenado le siga Glosa, una novela sobre la felicidad, y que posteriormente se escriba Lo imborrable, una comedia. Por supuesto que la felicidad de Glosa es la perdida, la que es inatrapable porque es la del instante, y la comedia de Lo imborrable es negra. Pero es un dato más que se puede sumar a esa metamorfosis de la misma obra saeriana, cuyas notas de felicidad solo se daban al modo de minúsculas epifanías.

Hoy se nos aparece más homogénea, paradójicamente, la obra de Aira. La misma Contreras ha sugerido la traición al programa adorniano del Saer final (en su ensayo “Saer en dos tiempos”), más específicamente en su novela final y póstuma, La grande (también lo sugiere Sergio Chejfec). Uno podría arriesgar que, desde El entenado, la obra de Saer experimenta de otro modo con lo “novelesco” (géneros, realismos, intrigas), pues abandona lo que Aira llama “la vía heroica de las arideces de la lectura” (67) y ese giro pudo llevar directo a la “novela” que es La grande. No es forzado decir que en nuestros días la obra de Aira parece más autónoma (más adorniana) que la de Saer. Sin embargo, para pensarlo con las paradojas que hemos hecho jugar, podría también conjeturarse que fue el modo en el que Saer, obedeciendo a una intuición curiosamente airiana, se sustrajo a su vez a la “identificación adorniana” que él mismo había propiciado. Lo probaría que a partir de ese viraje pueden contarse tanto novelas logradas (El entenado, Glosa, La ocasión, La pesquisa) como fallidas o discutibles (Lo imborrable, Las nubes, La grande). No importa, porque Saer no es el objeto de este ensayo. Pero la mirada retrospectiva acentúa la paradoja: el Saer setentista, el de El limonero real, La mayor y Nadie nada nunca, se nos aparece como más vanguardista que la obra de Aira completa, cuya fidelidad a sí misma, a lo largo de casi cincuenta años, desde Las ovejas, fechada en 1970, hasta Vilnius, fechada en 2020, la ha vuelto cabal, desmesurada y reconocible, monstruosa y familiar. Borges decía que era decididamente monótono. He aquí un valor saeriano, adorniano. ¿La cantidad no importa? Después de cincuenta años y más de cien novelas, la monotonía de Aira no puede más que parecernos cristalina.