El cuerpo alienado y la potencia imaginativa - Federica Arnoldi
(Traducción:
Francisco Magallanes)
Inventé
los horrores, y los ejecuté a sangre fría.
Sade
citado por Pierre Klossowski
Absolutamente
impublicable, parece hecho a propósito para vos
¿Es
una obra tuya?
No.
De un amigo.
Alberto
Laiseca
Se ingresa en el mundo despiadado de Las brigadas de Ariel Luppino a través del
horror y el éxtasis. Se necesitan unas treinta horas para disolver los cuerpos
de los detenidos en los tambores de ácido muriático, le explica El Milico al
Industrial y su esposa, mientras los acompaña a visitar los sótanos donde se
practican torturas y amputaciones. Treinta son las palabras del íncipit que, en
la traducción de Francesco Verde, guían al lector italiano hacia la fórmula
inaugural que lo mantendrá hipnotizado en cada página, inmovilizándolo,
concentrado como preso de un hechizo, o de un cuento de hadas aterrador. “Sacar
la piel, trocear la carne, desmembrar las vísceras, hundir el cuchillo, la
sangre calentita entre los dedos…” (p.9)
Es a través de un rito poético que se
desciende al infierno del Centro de Detención, donde las brigadas tienen el
poder de perpetrar con impunidad los crímenes más crueles. Estos soldados
preparados para hacerle frente a una emergencia sanitaria causada por una
misteriosa enfermedad infecciosa transmitida por las ratas “Vestían de negro y
usaban jinetas y boinas y tenían una calavera tatuada en el antebrazo, con una
llamarada de fuego que le brotaba de la boca y alcanzaba el dorso de la mano.”
(p.98)
La víctima, el yo sin nombre que narra y
expone los hechos, es quien oficia el ritual poético con el cual se accede a la
dimensión fantástica –aunque verosímil, teniendo en cuenta la historia del
Siglo XX–, de una Buenos Aires donde
rige el estado de excepción. Él inicia al lector en los mecanismos de un
sistema feroz en que la guerra contra las ratas revela las características
monstruosas del poder, liberando, a través de una narración que adhiere siempre
a su punto de vista, el obsceno goce de la tortura.
Obligado a una penitencia que no conduce a
ninguna rehabilitación, si bien se mueve en los territorios de la distopía, lo
suyo también es, y sobre todo, el dominio del cuento de hadas, porque lo narra
organizando los elementos sin escatimar en lo indescriptible, -lo inconfesado
que baja a compromisos con la cultura- que aflora sin límites de una realidad
aterradora, que causa gritos de horror y muecas de asco.
Este narrador autodiegético, de quien
conocemos sus ambiciones -“Por aquella época yo andaba con un original bajo el
brazo, como un fantasma. La idea que tenía era delirante, absurda, pero por eso
mismo alucinada: una novela anti–saeriana que nadie quería publicar.” (p.82)-
puede pasearse por los pasillos y las celdas del Centro porque se ganó la
confianza de El Milico. El precio que tiene que pagar es llevar a cabo una
serie de tareas horribles y alienantes, que incluye participar en las sesiones
de tortura, vigilar los cuerpos de las niñas violadas, limpiar la sangre del
piso y las paredes de acero del cuarto donde se rellenan los cuerpos,
participar de las redadas, y hacer inteligencia sobre sus compañeros. De la
obligación de estas tareas surge la posibilidad de un punto de vista
privilegiado, desde el cual testificar lo que está sucediendo, y darle una
forma narrativa a los abusos de El Milico. Este último ostenta el monopolio de
la violencia: dispone de los cuerpos de los detenidos y sus órdenes son
proféticas, porque los juicios que salen de su boca son fruto de una
arbitrariedad que detenta el poder de la vida y la muerte.
El Milico es omnipotente, cada una de sus
palabras es una sentencia y todo lo que dice se vuelve realidad, capaz de
deformar la ley según su capricho. El criterio con el cual sanciona las
sentencias es inescrutable, conforme a un orden propio que responde a una
exasperación superyoica del orden del cual él está a cargo: no le alcanza con
erradicar a las ratas, ambiciona una nueva era y tiene un plan secreto, de la metódica
recuperación de Malvinas a la “purificación del fuego.”
Rey, patriarca, madrastra, cuco, monstruo,
El Milico transforma las relaciones estructurales de dominación en leyes
naturales, paseándose por el Centro con el quita-penas
en la mano. Se ríe de modo
traicionero, tiene uñas postizas y un jabalí que come carne humana como
mascota. Emerge de la fábula, aquella del narrador autodiegético, que, teniendo
conexiones con el cuento de hadas, lo vuelve un recurso expresivo mezclado con
una tradición literaria compuesta por personajes carnavalescos y terroríficos
de la concentración del poder.
Inventa apodos, puede jugar con la palabra
porque sus discursos tienen el efecto mágico de transfigurar la producción de
la realidad. Es el tirano de un mundo de sustancia fantástica, dentro de un
tiempo infinito que no es más del juego sino de la tortura, que se multiplica
en el teatrino de la muerte montado en el segundo capítulo.
En este reino de cuento de hadas donde se
sacrifican niños para entregar sus órganos a los propietarios, la voz
narradora, el cuerpo alienado que puede narrar porque está siempre en el medio
de la barbarie, recurre a una dimensión espacio-temporal que nunca se dirige a
un desenlace liberador de los personajes.
El largo flashback del
encuentro entre el narrador y la mujer que conoció en la fiesta de fin de año –“ella”
– sirve para encorvar el arco temporal con el fin de volverlo circular. Por lo
tanto la narración se trepa al cuento de hadas para después abandonarlo porque,
a diferencia del cuento de hadas, no existe liberación en este mundo gobernado
por el miedo. Lo que está constantemente en acción, de principio a fin para
luego volver a empezar, con el retorno, hacia el final, del narrador y de
“ella” a la jaula, es la coexistencia de un orden, aquel del estado de
emergencia, y de su constante inversión. Se trata de la suspensión carnavalesca
del presunto rigor militar –“La soldadesca se paseaba por la ratonera con los
pantalones bajos, como pingüinos.” (p.14)–
y la pérdida progresiva de la palabra con el consiguiente delirio de la
insensatez, como consecuencia del contagio de la enfermedad transmitida por las
ratas.
Del acmé, en el flashback, de la
percepción de la circularidad del tiempo
–circularidad que es característica también de la práctica de la
tortura, porque la habilidad del torturador radica en llegar a un paso de la
ejecución sin que esta nunca suceda– hay una importante anticipación en la
descripción de la violencia sobre el cuerpo de la mujer del carrero, en el que
el verbo “morder” se repite veintisiete veces. (p.13)
La repetición del verbo en los cuentos de
hadas, generalmente en tiempo presente o en pretérito imperfecto, indica el
largo desarrollo de una acción. Sin embargo, la insistencia con que “morder” está
reiterado traslada el escamoteo retórico del cuento de hadas a la historia de
terror: acá la repetición múltiple, de hecho, asume un fuerte valor icónico
indicando por un lado la incansable labor de la rata, y por el otro la
desesperación de la víctima, exasperando al lector. En este caso, por lo tanto, como se formula
anteriormente, el retorno de los mismos elementos es un preludio al tipo de
estructura temporal sobre la cual se articula la historia. No solo eso, sino
que también anticipa el giro, a nivel temático, del motivo de la palabra, que,
en su última variante, se convierte en parte de la sintomatología de un estado
mórbido que produce una alteración de la sintaxis. Las manchas aparecen en el
cuerpo del narrador al frotar la piel con el dedo mojado de saliva: el foco de
la infección está en la boca y, siendo precisos, el narrador ya está infectado.
Él, como fue señalado, hace experiencia cotidiana del dolor y del cuerpo
alienado, ha sido un ladrón de información, trabajo obtenido gracias a los superpoderes
conferidos por los alienígenas, y, además de esto, es un escritor. Entonces,
además de aceptar las condiciones infrahumanas en las que vive, se ve obligado
a refinar aquello que Pierre Bourdieu llama la “lucidez de los dominados” –“que (…) obliga a la atención y a las
atenciones, a la vigilancia y a la atención necesarias”[i], que no sirve “para
subvertir la relación de dominación”[ii] pero alcanza para evitar
las vejaciones, tratando de predecir los excesos de El Milico–, además de esta aparente
aceptación de lo inmediato, existe su actividad imaginativa. Esa es una
prolongación del aspecto lúdico de la infancia, liberado de la prueba de
realidad. Sin embargo, el narrador no fantasea con mundos posibles, el
contenido fantasmático que lo hace deflagrar lo involucra: “Cada día estaba más
lúcido, desbordaba mi inteligencia supra o in–humana. Una entidad alienígena
estaba en conexión conmigo para aportarme conocimiento” (p.88)
Enredado en su propia megalomanía, –que en
algunos pasajes, como el recién citado, es apuntada por los tonos farsescos con
los que Luppino traza sus convicciones inquebrantables– resuenan, en su manera
de pensar el mundo, los delirios de uno de los más famosos visionarios de la
literatura argentina, Fernando Vidal Olmos, autor del “Informe sobre ciegos”[iii].
Las señales y los indicios que estos dos
personajes, el de Sábato y el de Luppino, ordenan en las propias construcciones
narrativas de la realidad, incluyen también rastros de una experiencia del
mundo que los otros no tardarían en percibir distorsionada. Por supuesto, la
duda, una vez instalada, permanece. Por ejemplo, según ambos, un amante es un
enemigo listo para vestir la ropa de un aliado. Si “la verdad es una forma de
la ficción” (p.145), entonces también “ella” “que hermoseaba el desmundo” (p15),
pero que también podría ser parte de las brigadas, es un disparador
fantasmático para encender el mecanismo narrativo.
El narrador de Las brigadas es, por
lo tanto, un escritor. Para ser precisos, un escritor anti-saeriano. Desciende
de la misma cepa del escritor fracasado de Roberto Arlt[iv] y del novelista atonal de
Alberto Laiseca[v].
De hecho, despotricando contra “los hijos tontos de Saer” (p.139), el escritor
anti-saeriano de Luppino prueba el mismo diabólico placer con el cual el
primero, el escritor fracasado, se burla de los límites de sus contemporáneos.
Del segundo, por el contrario, el novelista atonal comparte la intransigencia
con la que defiende sus descabelladas obsesiones literarias. De ambos
personajes, y en este caso también de sus creadores, hereda “la voluntad de “garrotear”
la tradición argentina.”[vi]
Con su furia de vez en cuando demencial,
el escritor anti-saeriano convencido de que fue secuestrado por alienígenas en trajes
de látex, trama “como un recluso preparado para ver al mundo como “un lugar
sombrío, propicio para elaborar ideas feroces[vii]” Sus intenciones –escribir una novela que nadie publicaría y
seguir luchando contra los descendientes de Juan José Saer (1937-2005), con sus
ornamentaciones, respiración asmática y detalles redundantes– hacen contraste, por absurdo, al delirio de
ambición y poder de El Milico. El plan de este último, de hecho, prevé la
construcción de un rayo catatónico, farsesco desvarío de la historieta que
jaquea de manera definitiva la verosimilitud, y anacrónica idea que deleita el
paladar de los fanáticos de las películas clase B de culto.
Los elementos que Luppino disemina en la
definición del imaginario de las dos figuras en cuestión no son nunca detalles
superfluos (“saerianos” si se quiere). En la marcada, paródica, explicitación
de los detalles que pertenecen a ciertos cómics y cinematografía subyace la
razón de un modo de posicionarse que pertenece a ambos personajes.
De hecho, El Milico y el escritor
Anti-Saeriano están empapados del espíritu de la ciencia ficción: una fe
inquebrantable en la dedicación a una obsesión: la dictadura militar para el
primero, un cierto modo de hacer literatura para el segundo.
Solitarios, ambos están en otra parte. Están
inmersos cada uno en la propia disociación de la realidad, que es una Buenos
Aires apocalíptica reducida a “una isla de cemento sin orillas” (p.162).
La ciudad es así enrarecida y elíptica de
ser la contraparte ambiental de la abstracción del entorno propio de los dos
personajes, que sin trasladar el propio cuerpo del lugar al que fue destinado,
el Centro de Detención, se transfirieron en el delirio.
Por lo tanto, dando poca información
acerca del contexto y la organización social fuera del sistema de procesamiento
de la carne de rata, Luppino por un lado evita la posibilidad de explotar los
elementos involucrados en la lucha para la organización de una sociedad equitativa,
por otro lado evita el riesgo de una representación realista del modelo de una
sociedad distorsionada, entregando al lector una propuesta formal que ofrece
“una vía de escape de impases ideológicos del contenido utópico[viii]”.
También la batalla emprendida por el
escritor anti-saeriano en pos de la modificación del canon argentino de
literatura del siglo XX prevé una concepción del tiempo sin desarrollo lineal.
Está en juego la renovación constante de las coordenadas dentro de las cuales
se producen la aceptación de una propuesta poética y la conquista de la
legitimación de una forma de escribir, proceso que se verifica a través de la
continua construcción y destrucción.
La provocativa bravuconería con la que
selecciona a los compatriotas para leer y calmarla a “ella” y acompañarla en su
sueño suena a parodia del compromiso literario, entendido como declaración de
guerra contra quien ha sido santificado, para poder quitarle las palabras de la
boca, o mejor, para adueñarse de ellas conquistando el derecho de decirlas de
otra manera.
En el dominio de la literatura, fuera del
Centro de Detención, el escritor anti-saeriano es pendenciero, quiere
desencadenar un conflicto directo y agonístico, haciendo de la batalla de
textos un asunto privado. Pone en escena la disputa de la singularidad de un
modelo a través del posicionamiento dentro de un conflicto interpretativo,
entonces “Saer” no significa Juan José Saer, y, quizás, se escribe Saer pero se
lee Soria[ix], vocablo polisémico,
palabra-contenedor a través de la cual es posible ponerle un nombre a la
urgencia.
El narrador se mueve en el oscuro y
peligroso mundo de la ambición, como El Milico, que es “un ser del futuro”
(p.167), mientras que él, el narrador, no tiene pasado y quiere construirse
uno, representándose a sí mismo dentro de un linaje literario cuyos padres
elije. Él es huérfano como el ya citado “novelista atonal” de Laiseca y como
todos los pioneros. Como Apolonio Laponio Iseka “pionero de la navegación en
torbellino”, observa desde el centro “la fuerza del monstruo” como “si
hubiésemos descendido al fondo de la más profunda de las hoyas de Las Marianas[1]” absorbido por su propia
visión.
El escritor anti-saeriano es embajador de
una literatura de anticipación cuyo motor está constituido por la potencia de
una visión. Pero en su caso el carácter anticipatorio es total, porque el original
del que habla, fruto de una idea visionaria que nunca aclara, todavía no fue
publicado, y quizás ni siquiera existe. A menos que sea la novela que apenas
acabamos de leer.
Posfacio de la edición italiana de Las
brigadas (Le brigate de Ariel Luppino, Arcoíris, 2020).
[1] La referencia es del cuento
Viaggio nel tornado, in Alberto Laiseca, Uccidendo nani a bastonate, traduzione
di Loris Tassi e Lorenza Di Lella, Edizioni Arcoiris, Salerno 2016 (pp. 63, 57
e 59).
[i] Pierre Bourdieu, Il dominio maschile,
traduzione di Alessandro Serra, Feltrinelli, Milano 2009, p. 41.
[ii] Ivi, p. 42.
[iii] Es la
tercera parte de la novela Sobre héroes y tumbas del autor argentino
Ernesto Sábato (traducción de Jaime Riera Rehren, Einaudi, Torino 2009). En
estas páginas, Fernando Vidal Olmos narra en primera persona la génesis y el desarrollo
de sus investigaciones sobre las presuntas intrigas que los ciegos, organizados
en un complejo sistema sectario y conspirador, traman por la subyugación de los
hombres y para la dominación del mundo.
[iv] Roberto Arlt,
“Scrittore fallito”, en la antología homónima de los cuentos seleccionados
y traducidos por Raul Schenardi, SUR, Roma 2014.
[v] Alberto
Laiseca, Avventure di un romanziere atonale, del homónimo volumen curado por
Loris Tassi, a quien también pertenece la traducción, Edizioni Arcoiris,
Salerno 2013.
[vi] Loris Tassi,
L’assurdo universo di Alberto Laiseca, ivi., p. 110.
[vii] Ivi., p.
112. Tassi cita Il giocattolo rabbioso di Roberto Arlt.
[viii] Fredric
Jameson, Il desiderio chiamato utopia, traduzione di Giancarlo Carlotti,
Feltrinelli, Milano 2007, p. 267.
[ix] La
referencia es de Los sorias, di Alberto Laiseca, todavía inédita en Italia. Vd.
Loris Tassi, Alberto Laiseca, Los sorias, texto aparecido el 13 de noviembre de
2019 en la revista digital Doppiozero. Ver también a Ariel Luppino, Saer, Aira,
Laiseca: tre momenti della letteratura argentina, en Dossier monográfico
Alberto Laiseca, autor de Los sorias, a cargo di Anna Di Gioia, Luca Mignola e
Alfredo Zucchi, publicado por Crapulaclub.it