El hilo fantasma - Rafael Arce

 

1.

 

Sin vocación para el aforismo, el deseo de fragmento naufraga cuando se vuelve intención. No escribo uno sin que esté pensando en cómo discontinuar el otro (ese pensamiento sibilino contraría su premisa, porque le importa más la continuidad que los heterogéneos). Nada de paso a paso, sino expresión de una rapsodia continua, sorda, que no se pretende ningún estilo (ni de existencia ni de pensamiento), sino más bien debilidad, pereza, procrastinación, indolencia, languidez. Si pudiera, optaría más bien por un tratado. Hecho de fragmentos y todo, pero una summa, pasada la criba de todos los pos. Sin ironía (pero no sin humor). Sin pretensiones (pero no sin ambición). Sin modestia y sin algo todavía peor, falsa modestia.  

Como los pedazos no se pueden juntar, hay que pegarlos en anamorfosis inorgánicas, monstruos de imágenes y pensamientos. La presunta “fragmentación del sujeto” sería una panacea: lo que hay es un bloque opaco de junturas imposibles encajadas por fuerza y arbitrariedad. Peor que la ambigüedad es la ambivalencia (ir, al mismo tiempo, en dos sentidos opuestos). La figura del bloque podría ser la del cuerpo enfermo: movimientos contradictorios que subsisten o coexisten. La enfermedad escasea porque lo habilitado es la exteriorización. Corolario: ya nadie cree en el organismo enfermo, todo está “en la cabeza” (o en la “falta de armonía” o estupideces semejantes). Poderosos y oprimidos, de derecha o de izquierda: todos están igualmente “sanos”, unos porque la enfermedad es vergonzosa, otros porque se “psicoanalizaron”. Habría que padecer, no responder por nuestras heridas, tampoco la cantinela de lo que puede el impoder. Militar la propia locura, ser un freak, volverse místico.

 

2.

 

Mal no vendría una genealogía de la moral en nuestro tiempo. Presiento que lo mejor en estos días es el silencio (o la escritura). Hablarle a otro, interpelarlo, o tan siquiera expresar una idea en voz alta, es exponerse a la sensibilidad (o susceptibilidad) de quien puede sentirse herido. La victimización del otro lo vuelve a uno automáticamente culpable (y no ayuda en nada a las víctimas verdaderas). Cualquier intento de aclaración o diálogo no hace más que empeorar las cosas. Es un triunfo del Sistema que el enemigo esté en todas partes, puesto que de ese modo no está en ninguna.

La paz, el consenso, el acuerdo, lo políticamente correcto, se parecen mucho al otro silencio, el del autoritarismo. La palabra, dirigirme al otro, requiere un mínimo de violencia (la archiviolencia): si no me arriesgo a dañar, no puedo tan siquiera tocar. La comunicación solo puede darse entre dos seres puestos en juego, abiertos, expuestos, heridos. Sería necesario pensar una economía de la violencia: hacer (intentar administrar) el menor daño posible. La intolerancia al dolor es una cancelación a priori del otro.

¿Cómo no va a ser posible, incluso verosímil, una rebeldía de derecha, si hoy cierto progresismo ejerce la policía de las pequeñas infracciones? Es facilísimo ejercer la polémica insípida si primero abro todos los paraguas de la corrección política. Por lo demás, la ética está en retirada, si entendemos por tal un mínimo de coincidencia entre lo que se dice y lo que se hace. Los consecuentes pasan por locos o por fanáticos. Toda la cháchara de la disidencia dentro de los límites de la corrección política solo puede blindar subjetividades yoicas, no importa lo “plurales” que declaremos ser. Los pocos que viven del modo que piensan jamás son correctos (porque para ser correcto hay que vivir según normas ajenas, no según las propias): con un narcisismo más auténtico que la falsa modestia de los iluminados, operan una deflación de sus yoes por exceso (y no, como antaño, por defecto). Toda la cháchara de la disidencia dentro de los límites de la corrección política es solo una apariencia de debate funcional al Nihil de hoy. Por eso los éticos defienden verdades y algunos hasta vuelven a hablar de metafísica. En la era en que el capital global, el entretenimiento digital y la vida virtual nos ha ganado el pluralismo, la disidencia y el perspectivismo, lo verdaderamente contestatario es la creencia.

 

3.

 

Por motivos profesionales, leo, salteado, el libro de Graciela Maturo sobre Leopoldo Marechal. Hace diez años, en la etapa de doctorando, mi estilo de crítica se quería batallador, lo que resultaba bastante energúmeno, además de que me eximía de leer y citar trabajos pertinentes con la coartada del ensayismo. Eso cambió y desde hace unos años, con la idea de que la impersonalidad del ensayo debe atenuar al yo tanto como la autoridad de la cita, y de que el estado de la cuestión no debe ser solo una formalidad burocrática, sino el respeto por quienes escribieron antes, intento no soslayar bibliografía. Lo que no quita que eso implique suplicios en algunas lecturas. De este libro, me dejó pasmado una paradoja. Un marco teórico-metodológico presuntamente hermenéutico, diferenciado de la estela “deconstruccionista” (y en esa bolsa entran unos cuantos gatos de pelajes varios) pero con afiliaciones desconcertantes, que hacían del “marco” una ensalada inutilizable. Pero cuando Maturo lee los textos de Marechal (con erudición y solvencia), y a pesar de que su posición teórico-política está declarada y orienta la interpretación, acumula explicaciones diferentes y ecuménicas de símbolos y de alegorías, se mete con todas las dimensiones, multiplica las entradas y los sentidos. En suma: se ampara en la hermenéutica y desdeña la crítica textualista, pero realiza un sorprendente S/Z.

Aunque este párrafo entre en contradicción con el anterior, me gustaría escribir una crítica en donde pueda elegir, además de mi “objeto”, lo interlocutores con los que quiero discutir y dialogar. Debería poder hacerse un “estado de la cuestión” así: que la elección ya implique una construcción (ese “estado” la implica de hecho). No tanto con textos, como con otros críticos. Los que a uno le interesan, y ni siquiera por sus “objetos” de estudio. Aquellos con quienes pueda ejercerse una economía de la distorsión: provocar el menor malentendido posible.

 

4.

 

El fútbol es una de las pocas experiencias sagradas que nos depara un mundo profano. Tal experiencia no atiende la distinción entre individuo cultivado y pueblo exaltado. Nick Land y El lobo de Wall Street mostraron que Bataille podía ser ganado para la derecha y para el capital, en la teoría y en la práctica, y no perder nada de su valor. Por eso me da tanta risa que algunos cultos y otros tantos iluminados aleguen que el fútbol es un negocio (como si hubiese un afuera del Capital). Por suerte tenemos tipos como Martín Kohan y Juan José Becerra. Si yo fuera presidente, haría vacunar a los deliverys y a los jugadores de fútbol, los verdaderos héroes de nuestra época. En los días más oscuros (son casi todos), sólo me hace feliz leer a Aira y ver a River. La Literatura con mayúscula, el placer individual, y el opio del pueblo, la exaltación colectiva. En El sueño, que transcurre en la Flores de los mil y un mediodías, el protagonista, un joven canillita, sueña que Racing sale campeón. Marcelo Gallardo es el Aira del fútbol, nuestro último mago.