Paraná, una ciudad barroca - Germán Castiglioni

“El Barroco no remite a una esencia, sino más bien a una función operatoria, a un rasgo. No cesa de hacer pliegues. No inventa la cosa: ya había todos los pliegues procedentes de Oriente, los pliegues griegos, romanos, románicos, góticos, clásicos… Pero él curva y recurva los pliegues, los lleva al infinito, pliegue sobre pliegue, pliegue según pliegue. El rasgo del Barroco es el pliegue que va hasta el infinito”. Así definía el filósofo francés Gilles Deleuze al barroco. Pero el barroco no es solo una forma artística de una época determinada, es tanto una configuración del mundo como una potencia creativa y un estilo de vida: la compulsión de plegar y replegar, el vagabundeo zigzagueante que rompe a cada paso la línea recta, la dobla y recurva. Sin duda, los ejemplos provienen primeramente del arte: en el contrapunto la melodía se acompaña a sí misma, se enrosca sobre sí para desplegarse, Bach llega incluso a inscribir como sonidos su propio nombre en la partitura, el pintor se pinta a sí mismo, La Gioconda es el propio Da Vinci devenido su otro, el artista se contempla en su obra, se autoproduce en lo otro de sí. El mundo barroco es el mundo de las curvas, combas y recodos. Una voluminosa cabellera enrulada, muñecas rusas de muñecas rusas, juegos de espejos que se multiplican hasta el infinito.


Torcer lo recto, romper la escuadra. Producir el bucle, rizar la vida. Plegarse sobre sí para desplegarse. Autocontemplarse en lo otro y diferente. ¡Éste es el rasgo propio del barroco! 


No son sus edificios, ni siquiera sus plazas con sus fuentes y monumentos; es la trama urbana, con su peculiar geografía cartográfica, lo que de inmediato convierte a Paraná es una ciudad barroca. Calles que ondulean sin cesar, suben y bajan para volver a subir y bajar, se doblan y recurvan, se fusionan y bifurcan, zigzaguean, se interrumpen y vuelven a nacer. Las cinco esquinas (que son seis) no es más que un ejemplo demasiado obvio; punto de anudamiento y curvatura, torbellino que fuerza a romper una vez más la linealidad rectilínea de sus calles. La ciudad está atravesada por múltiples arroyos que serpentean libremente e interrumpen el curso de las calles, signo emblemático de la capital de una provincia llamada precisamente: Entre Ríos. Por eso es tan difícil a veces orientar a los turistas o visitantes de la ciudad; un paranaense solo podría orientar a otro paranaense. Cualquier ciclista de la ciudad sabe de cálculos y especulaciones para equilibrar las subidas demasiado pronunciadas con la economía del recorrido. Imitando estos arroyos, innumerables pasajes y cortadas se internan en distintas manzanas volviéndolas laberínticas, llenas de recovecos y pasadizos secretos. Por debajo de la tierra, los enigmáticos túneles de la ciudad, verdaderos pliegues subterráneos, pasado inmemorial que vuelve a reanimarse cada vez que alguien cruza el Túnel Subfluvial.


Entre calles que serpentean y se curvan, que se tuercen 90 grados uniendo perpendiculares (p.e. pasaje Falucho o calle Austria), o incluso se enroscan dando vuelta sobre sí misma, hay también un complicado entramado de nomenclaturas que hace mutar continuamente los rótulos de las calles y despista a más de un ambulante. Se destacan aquellas que, como Urquiza, San Martín, el bv. Moreno o av. Ramirez, hacen cambiar (no sin excepciones) los nombres de las calles que interceptan. Pero lo barroco es que incluso estas mismas calles dominantes están implicadas en el juego que abren y hacen posible: Moreno cambia a Mitre cuando la corta San Martín, Urquiza es Vucetich más allá de Ramirez. Se constituye así un verdadero juego de fuerzas entre las calles, el pez gordo se come a los más chicos pero es devorado por un más grande, el truco se retruca, ¡y vale cuatro!, el pliegue en su repliegue se despliega. De sustitución en sustitución, solo av. Ramirez parece sostenerse en pie atravesando la ciudad de un extremo al otro travistiendo todos los nombres. Aún cuando av. de las Américas sea el único caso que logra burlar su autoridad, esta excepción no hace más que confirmar la regla: Ramirez es el verdadero caudillo para las calles mismas, funciona como el oro en el mundo mercantil, es el significante maestro de la trama urbana de Paraná.


La ciudad se emplaza sobre un río del mismo nombre. Un río es ya de por sí algo barroco cuando su curso zigzaguea formando las más diversas siluetas, cuando se curva y retuerce sin punto fijo de gravedad, renegando en cada tramo de cualquier imposición rectificadora. El Paraná es sin duda un río barroco, pero la ciudad de Paraná se asienta a su vez sobre uno de sus más pronunciados recodos. Asentamiento barroco, por tanto.


Los pliegues y repliegues del Paraná, permiten que la ciudad tome distancia de sí misma para poder contemplarse, de modo que se torne un atractivo para ella misma, un goce de su propio ser. Esto es lo que empuja a los paranaenses a recorrer y deambular por las costas del balneario del Thompson. No son sus playas, no es su arena ni sus bares, es la posibilidad que brinda de mirar la propia ciudad, de encontrarse a sí mismo en esa mirada, de gozar de sí. El río no está por tanto como un límite externo o una simple barrera. El río se integra a la ciudad, se abisma sobre ella, y la ciudad se repliega en su río, tiene en él su espejo viviente y su propia alma. Este vínculo íntimo del río y la ciudad es una experiencia vivida cada vez que se camina por la costanera o se navega por las aguas del Paraná. Tal experiencia queda magistralmente plasmada al final del poema “Fui al río...” de Juanele:

 

De pronto sentí el río en mí,

corría en mí

con sus orillas trémulas de señas,

con sus hondos reflejos apenas estrellados.

Corría el río en mí con sus ramajes.

Era yo un río en el anochecer,

y suspiraban en mí los árboles,

y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.

Me atravesaba un río, me atravesaba un río!

 

No puedo comprender el río si lo enfrento como un objeto indiferente, como una masa amorfa o una sustancia inerte. Solo para quien lleva ya en sí mismo el río, para quien el río es parte constitutiva de su vida, sus placeres y costumbres, puede llegar a identificarse con él y dejarse atravesar por su curso. El río ya no es entonces un extraño al que debo controlar o frente al cual temerosamente debo someterme; no se me contrapone más que para revelarme mi propio reverso, mi propia interioridad. En una palabra: el río es mi repliegue; no es solo sustancia, es también sujeto! Esto es lo verdadero en él.


Pero el Thompson no es el único punto de repliegue de la ciudad. La Toma Vieja ofrece un espectáculo aún más imponente, porque se eleva sobre las irregulares barrancas del Paraná. Lo que se contempla desde sus vertiginosos miradores es, nuevamente, el río y la ciudad. Vamos allí para vernos, para que el paisaje nos devuelva nuestra propia mirada. Es la misma ciudad la que goza de sí, la que se refleja dentro de ella misma. Bucle, pliegue, recodo, curva que se encurva y recurva. Los paranaenses no necesitan salir de la ciudad para admirarla, porque ella misma se enrosca, genera sus propios puntos de autocontemplación: el balneario del Thompson, las barrancas de la Toma Vieja, el ex-Hipódromo, el ingreso a la ciudad por Acceso Norte, el parque Varisco, todos son miradores de la propia ciudad, sus puntos de repliegue y autodisfrute.


Esto explica el misterioso placer que genera en los paranaenses viajar a Santa Fe. No es solo la fascinación de internarse más allá de la profundidad del río sin zambullirse en él, es también la panorámica que ofrece de nuestra ciudad desde su ruta, una ruta que en su zigzagueo y ondulación continua no deja de sernos familiar, como si se tratara de un pliegue más de Paraná. Sin embargo, la propia ciudad de Santa Fe es ya nuestra antítesis: no hay barrancas, no hay ondulaciones ni lomadas, escasos arroyos, sus calles son rectilíneas y solo en sus márgenes insinúa cierto arabesco. En general, es la aridez desértica de la planicie. En Santa Fe ¡hasta el río está rectificado!, y cuando hacia el sur recupera su naturaleza oscilante y barroca, se aleja de la ciudad, no queda integrado a ella, sino que es abatido por el inmenso cuadriculado somnoliento y acalorado de las calles santafesinas. El río solo indica su borde y límite, su más allá inaprehensible. Santa Fe no es barroca, es una ciudad clásica, neoclásica. Lo más atractivo de Santa Fe es, por tanto, la vista que en su ruta nos devuelve de Paraná.


Pero también desde distintos puntos de Paraná, incluso desde el centro, puede verse a lo lejos la ciudad de Santa Fe. Sin embargo, esa vista no produce ninguna satisfacción por el objeto contemplado, sino que solo les recuerda a los paranaenses su propia posición privilegiada de observación: es el “estar en la altura” lo que se disfruta. El espectador se vanagloria de sí mismo en su objeto. ¡Es Paraná lo que continuamos gozando al ver en el horizonte a Santa Fe! Este es el repliegue autocontemplativo que vuelve una vez más barroca a la ciudad; de ahí la vanidad de los paranaenses, el recelo de sus pueblos vecinos.


No obstante, la máxima potencia de los pliegues de Paraná se concentra en el parque Urquiza,   erigido como legado y orgullo de los tiempos en que la ciudad era capital de toda la Confederación Argentina. El parque Urquiza es en sí mismo un mundo barroco, una ciudad dentro de una ciudad. Escaleras sinuosas que serpentean sin parámetro ni destino fijo. Calles que se tuercen y retuercen, que dan vueltas formando bucles y rotondas en distintas partes. Un anfiteatro en medialuna se incrusta entre los pliegues de las barrancas, como si hubiera sido engendrado por un repliegue de las mismas. El parque se continúa en el río y el río se continua en el parque, de aquí los cautivantes miradores que no dejan de paralizar a cualquier visitante y hasta a los mismos paranaenses. Pero entre pliegues y repliegues, el parque no solo es la contemplación del río al que hace suyo e incorpora, sino que genera también su propios puntos de autocontemplación. En el llamado corazón del parque, al cual convergen algunas de sus desperdigadas escaleras, él encuentra su propia interioridad y orgullo. Allí las vistas al río están obstruidas por los gigantescos árboles que fuerzan la mirada hacia el parque mismo. Pero no por ello el río, espejo viviente de Paraná, se abandona, sino que renace en la forma de una mansa cascada que decanta finalmente en la costa. En el corazón, el parque Urquiza se torna su propio atractivo y goza de sí mismo. Los miradores que allí emergen solo están para contemplar la cascada y fusionarse con ella. La ciudad entera se refleja en ese acto. Esto hace que el corazón del parque sea también el corazón de la ciudad. Todo paranaense sabe esto, lo siente.


Paraná no cesa de hacer pliegues, lleva el pliegue hasta el infinito. Pliegues en el plano horizontal: las calles curvas, zigzagueantes que se fusionan y bifurcan. Pliegues en el plano vertical: las series de innumerables lomadas que dan al paisaje paranaense y entrerriano su nota característica. Pliegues subterráneos: los misteriosos túneles y la dispersión azarosa de los arroyos y sus vertientes. Pliegues del significante: el entramado de nomenclaturas de las calles y sus transformaciones. Pliegues contemplativos: los distintos puntos de vista desde donde la ciudad se contempla y disfruta de sí. Y el pliegue de los pliegues de los pliegues: el parque Urquiza con los recovecos de su propio corazón. Paraná no cesa de replegarse y desplegarse. Su voz resuena en la serena costa del río, su centro se encuentra en el parque Urquiza, pero la sangre que la recorre y se disemina por todos sus estratos, es el pliegue que va hasta el infinito. Paraná, una ciudad barroca.

  

Viernes 15 de Marzo de 2019

 



Posdata de fines del 2020.

La idea de los pliegues de Paraná me fue sugerida la noche del Jueves 14 de Marzo cuando deambulaba en compañía por el balneario del Thompson. Una conversación sobre la curvatura de las calles y el cambio aparentemente caprichoso de sus nombres fue el motivo inicial.


Pocos meses después me mudé a la ciudad de Santa Fe. Corroboro que es la antítesis de Paraná, pero no por ello es menos laberíntica.


La idealización del Parque Urquiza y sobretodo de la cascada remite a recuerdos de infancia.


Se me ha objetado que no menciono el mate en una descripción de Paraná que pretende adentrarse en su corazón. Se dice que todo paranaense lleva un mate bajo el brazo, desayuna con mate, vive con mate. Esa es la visión al menos, no del todo verosímil, que daría un visitante. Pero precisamente porque soy paranaense estoy excusado de hablar de esa costumbre. Como ha explicado Borges, y se ha repetido innumerables veces, Mahoma tampoco necesitaba mencionar camellos en el Corán, y esa ausencia es la irrefutable prueba de su pertenencia arábica. Estoy tranquilo: se puede ser paranaense sin un mate.