La familia política - Alexandra Kohan

 

Para Jeremías y para Patricio, su papá

 

Venimos de una escena en la que no estábamos

Pascal Quignard

 

   Desde el regreso de la democracia se han producido, y se siguen produciendo, distintos testimonios orientados a recuperar la memoria de lo que ha sucedido durante la dictadura militar en nuestro país entre 1976 y 1983. La falta de información, producto de un plan sistemático de ocultamiento y borramiento de las huellas del Estado criminal por parte de los propios militares; la falta de los cuerpos desaparecidos hasta hoy; la apropiación de bebés que se siguen buscando, dejan abierto un enorme territorio en donde no cesa de intentar escribirse, circunscribirse, precisarse, dibujarse los trazos de un mapa que permita responder, al menos en parte, a una pregunta que podríamos formular de este modo: ¿cómo fue ese horror? Y en “ese” está la cifra del horror de cada quien. De un tiempo a esta parte, los testimonios en primera persona de los sobrevivientes del horror se han ido aquietando a medida que se logró velar por esa memoria y han dejado paso a los testimonios en primera persona de los hijos de los desaparecidos o de los hijos del exilio. Ficciones y documentales han ido poniendo en escena la manera en que los hijos intentaban figurarse la militancia y la lucha revolucionaria de sus padres[1]. En esa heterogeneidad, en esa singularidad que conforma cada una de estas figuraciones, asoman algunas que se destacan por poner el punto de vista en la infancia, en el niño que se encontraba allí: en medio de la lucha revolucionaria de sus padres. Lo visto y lo oído han comenzado a cobrar fuerza de relato en la novela La casa de los conejos, de Laura Alcoba, Una muchacha muy bella, de Julián López y las películas Infancia clandestina, de Benjamín Ávila; La guardería, de Virginia Croatto y El (im)posible olvido de Andrés Habegger. En ellas se intenta escribir, reescribir algo de esa historia. Porque (Lacan) no se trata de la historia como pasado, no se trata de recordar sino, más bien, de reescribir la historia. Y en esa reescritura es que se diferencian la memoria del recuerdo y la puesta en escena de lo que el olvido ha hecho, de lo que se ha hecho con el olvido, de lo que con el olvido se puede hacer.

   Sabemos lo que la consigna “Ni olvido ni perdón” significa en nuestro país: una reivindicación lanzada al Estado a la vez que una resistencia a algunas políticas de gobiernos cuya ideología pretendió en el pasado –y pretende nuevamente hoy– la reconciliación con los responsables de los secuestros, la tortura y las desapariciones. “Ni olvido ni perdón” es una consigna que se precipita, entonces, como resistencia a cualquier política oficial que se muestre dispuesta a olvidarlo todo. A la propuesta del olvido absoluto se resiste por medio de una pretensión ideal de memoria absoluta.

   Cuando en cambio se trata de la trama subjetiva, los hilos que se entrecruzan y se tejen no son los de la memoria absoluta, los del recuerdo absoluto y no pueden sino contar con el olvido. Ahora bien, se trata al mismo tiempo de dirimir qué se hace con la memoria recuperada, porque, como TzvetanTodorov nos ha advertido en Los abusos de la memoria (2000), “sin duda todos tienen derecho a recuperar su pasado, pero no hay razón para erigir un culto a la memoria por la memoria; sacralizar la memoria es otro modo de hacerla estéril”, mostrando que hace falta preguntarse “¿para qué puede servir y con qué fin?”.

   De modo que lo que se suscita, lo hace en la tensión misma entre olvido y recuerdo, entre un recuerdo y otro, entre el recuerdo que posibilita el olvido tanto como el olvido que posibilita el recuerdo. Porque sabemos, con Freud, el modo en que la verdad subjetiva se va a alojar allí en los tropiezos del recuerdo, en los desvíos del relato del sueño, en el fracaso del absoluto recordar. Y porque sabemos con Funes el memorioso de Borges, el modo en que la memoria absoluta y la imposibilidad de olvidar son también la imposibilidad de recordar. Porque sin pérdida no hay recuerdo. De modo tal que, lejos de velar por una memoria que se erija en sacralidad y, de ese modo, impida el recuerdo; lejos de una épica de la memoria, se trata más bien del juego que se hace posible jugar en los intersticios entre olvido y memoria. Cuando de la recuperación de la infancia hablamos, quizás recuperarlo todo y quedar sujetos a una memoria aplastante, agobiante, inhibitoria sea lo otro del recuerdo, sea arrasar con lo que falta, sea la imposibilidad misma de recordar. Porque, tal como señala Walter Benjamin:

Jamás podremos rescatar del todo lo que olvidamos. Quizás esté bien así. El choque que produciría recuperarlo sería tan destructor que al instante deberíamos dejar de comprender nuestra nostalgia. De otra manera la comprendemos, y tanto mejor, cuanto más profundo yace en nosotros lo olvidado. […] La nostalgia que despierta en mí demuestra cuán estrechamente ligado estaba a mi infancia. Lo que busco realmente es ella misma, toda la infancia.

 

   En definitiva lo que el psicoanálisis y la literatura nos enseñan es que no habrá recuerdo de lo que nunca ha sido olvidado, que la memoria no es lo contrario del olvido; que sin olvido lo que cabría es una especie de agobio, de tormento permanente. Porque la imposibilidad de olvidar produce un exceso que conduce a la inhibición, a la paralización, a un quedar doblegados por la memoria absoluta. La imposibilidad de olvidar apunta a hacer del pasado un monumento en el extremo opuesto de la vitalidad que puede suscitar el olvido. Para que “la rumia del pasado”, para que el pasado no insista igual a sí mismo y se convierta en lo que Nietzsche llamó “el sepulturero del presente”, el olvido es lo que hace falta. 

   En ese sentido, lo que aparece en cada una estas narraciones, aunque de manera absolutamente singular, es, no tanto el velar por la memoria, preservarla sino más bien el modo en que de esa memoria, de esos recuerdos que se pretenden recuperar, registrar, narrar, puede empezar a producirse un olvido.  En el caso de La guardería habría que decir: porque se produjo un olvido es que fue posible la narración. Cada una de ellas pone en escena un primer momento de construcción de la memoria para, luego, producir el olvido. Son narraciones que cuentan con el olvido y que cuentan el olvido en su intento de escribirlo. En ese olvido, entonces, se hace posible un recuerdo, se hace posible recordar. En cada una podemos leer el mismo procedimiento: construir un recuerdo para luego tacharlo. Es allí que puede empezar a transmitirse una experiencia. De la necesidad de la memoria absoluta a la contingencia del olvido.

   La guardería de Virginia Croatto y El (im)posible olvido de Andrés Habegger, ponen adelante el modo en que el recuerdo se arma y se desarma, fracasa, tropieza; es fragmentario, es lacunar, es poco fiel: única manera de ser verdadero.  

La guardería, de Virginia Croatto

El pequeño verso está deformado;

sin embargo, en él cabe todo el mundo desfigurado de la infancia.

Walter Benjamin

 

    “Porque todavía/ todavía mi Infancia/ viene a buscarme/ con un galope en las piernas/ y en sus labios / una sonrisa salvaje”.

   Con estos versos de Osvaldo Lamborghini como epígrafe, Virginia Croatto empieza La guardería, el hermoso documental en el que puede verse de qué forma, desde el presente, se elige una familia política a través de la evocación de una infancia. En este caso se trata de los hijos de aquellos que emprendieron la contraofensiva montonera. Esos niños quedaron en la llamada Guardería, en Cuba, al cuidado de los compañeros de lucha de sus padres. Que la guardería era su casa queda dicho sin ambigüedades ni metáforas. A diferencia de Laura Alcoba, que escribe La casa de los conejos (2008) diciendo que si escribe “desde la altura de la niña que fui, no es tanto para recordar como por ver si consigo, al cabo, de una vez, olvidar un poco”, La guardería parece ser un intento de recuperar ciertos recuerdos olvidados. Porque cada uno de los niños que allí estuvieron dan su testimonio. Es el testimonio de los niños, y no el de los adultos que ahora son, lo que Virginia Croatto logra poner en escena. Los que hablan parecen estar recuperando, ahí mismo, los recuerdos de su vivencia infantil. Los están recuperando mientras hablan, mientras piensan, mientras dudan. La infancia de esos adultos que hoy están dando testimonio vuelve ahí, en la pantalla. Ese es quizás uno de los logros más interesantes de la película: que esas infancias acontecen en el instante en que se habla frente a la cámara, y el espectador se convierte en un testigo de ese acontecimiento. Son infancias que acontecen desde las lagunas del olvido. Son infancias fragmentarias y fragmentadas. Son recuerdos chiquitos, sutiles, efímeros, un poco epifánicos. No son infancias que se muestran elaboradas, pensadas o idealizadas. No es eso. Son infancias que vuelven porque Virginia Croatto está ahí para atajarlas. Acaso porque, entre esas infancias que se recuperan y a la vez se escurren, está la suya propia.

El (im)posible olvido, de Andrés Habegger   

En su memoria

se pierden

mis recuerdos.

Ahí

se pierden

como una aguja

no se pierde,

como un lugar

al que no se puede volver

(si es cierto que volvemos a los lugares).

Porque

en el agua derramada

invoco

el amanecer

y

tu muerte

todavía

brilla.

 Denise León

 

 

   "Apropiarse del recuerdo como de un cuchillo y apuntarlo contra él mismo. Apuñalar el recuerdo con el recuerdo. Si es posible". Con este epígrafe de Jenny Erpenbeck, Andrés Habegger empieza el documental que más que un testimonio es un acto performativo: porque el film hace lo que dice, el film construye una memoria que, al final del viaje, posibilita un olvido. La narración transcurre desde el intento de reconstrucción minuciosa para recuperar los recuerdos que el protagonista dice no tener de su padre, hacia la escritura de un olvido posible. Del imposible olvido a un olvido posible. La película no muestra el olvido sino que lo produce.

   Exiliado en México en 1978 con su madre, recibe dos o tres veces la visita de su padre, quien vivía clandestino en Buenos Aires antes de ser secuestrado en el aeropuerto de Río de Janeiro en una misión del Plan Cóndor.  “¿Cómo filmar lo que no está, lo que no tiene forma, lo que falta? Esta película es un intento por recuperar aquellas imágenes perdidas. Esta es la última foto que tengo con mi padre: yo tenía nueve años y nunca más lo volví a ver.” En un comienzo hay una insistencia en volver a los lugares en los cuales estuvo con su padre y del que sabe por unas fotos que tiene. Andrés va en busca de esos lugares para reproducir esas mismas situaciones. Sabemos, con Barthes, que la fotografía se relaciona con la muerte allí donde adquiere su valor siempre y cuando el referente haya desaparecido. Se trata de la ratificación de la muerte, por un lado, y el retorno de lo muerto, por otro; en la fotografía se juega de manera palmaria la dialéctica entre lo imposible y lo posible, entre lo vivo y lo muerto, entre el “esto ha sido” que señala Barthes y el “esto jamás será otra vez”. Del mismo modo, pone en escena “el advenimiento del yo mismo como otro”. Habegger lleva a cabo un procedimiento inversamente fallido. No son pocos los obstáculos que le impiden llegar hasta el lugar de los hechos. Las nuevas construcciones, la policía, el paso de frontera cerrado por el clima, son las evidencias que falsifican, disfrazan un poco lo fatal: la imposiblidad de recuperar lo que ya no está. Porque lo que “la fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez: la fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialemente”, continúa Barthes. La insistencia en ir al lugar de los hechos como modo de que advengan los recuerdos que han sido objeto de una amnesia es más un intento de constatación, de autentificación, que de representación.

   Poco a poco va cobrando protagonismo, en la película, la lectura de un diario que Habegger escribió de chico pero del que tampoco recuerda nada. Las dos o tres visitas del padre fueron minuciosamente registradas en el primer cuaderno de los tres que escribió. Escrito en primera persona, como cualquier diario, pero apelando a una segunda del plural “les digo que…”, el conjunto del diario parece ser, leído desde hoy, un saber anticipado sobre aquello que iba a perderse: no sólo el padre sino el recuerdo sepultado bajo la amnesia. Porque en ese primer cuaderno se detalló cada pequeño gesto, cada movimiento de cada uno de los tres habitantes de la casa. De hecho, en una escena en la que la madre está leyéndolo –ya que ella tampoco recuerda la escritura del diario– le dice riendo: “qué detallista”. Porque son precisamente las situaciones detalladas las que quedan registradas. “mi papá está viendo la TV, ahora estamos viendo la TV”  “Se acabó el papel higiénico. No encontramos más papel higiénico”, “yo estoy viendo la televisión, ya me voy a hacer la comida. No sé qué voy a comer. Voy a comer una chuleta de cerdo con un huevo duro”  “mi mamá está en el baño. Bueno, ya salió” “ya lavé los platos y ordené la cocina” “todo está en orden en la casa”. “son las dos de la tarde, no es muy tarde” La inminencia del horror también está registrada ahí donde el niño refiere que tiene miedo porque su madre no vuelve de trabajar. “son las 9 de la noche, estoy empezando a tener miedo. Mi mamá no llega y tengo un poco de miedo, no mucho. Ya llegó mi mamá, qué suerte, ya no tengo miedo”. “mi papá no llegó todavía, qué raro. Yo estoy viendo televisión. Son las 9 y 25 horas y mi papá todavía no llega y ya empiezo a tener miedo. Mi papá llegó a las 10 de la noche. Recién luchamos con piñas. Dice mi papá que me tengo que acostar porque es muy tarde. Son las 11:45 de la noche. Hoy es miércoles 14 de junio de 1978. Adiós”.

   Habbeger dice “a falta de recuerdos, todo lo que encontraba llenaba huecos, completaba momentos”, llenar los huecos para agujerearlos después, ir construyendo ese agujero para que el borde se recorte y no agobie en su ineluctable presencia. Tal es la travesía por la que es llevado el protagonista.

   Hay un segundo cuaderno –que está perdido– y el tercero, que coincide con la desaparición del padre, es puro garabato y marcas sin sentido. Lo que el diario muestra no es sino lo que la película hace. Y aquí se condensa, quizás, el gesto performativo más sobresaliente. Podría decirse entonces que el diario funciona como una puesta en abismo de la película: se construye el recuerdo minucioso, se registra la memoria, se muestra un primer tiempo de imposible olvido para, en el segundo cuaderno, tacharlo y poner entre paréntesis la partícula “Im”. Desde el registro en bruto, desde el intento de recuperar la exactitud de los acontecimientos, desde no poder dejar de seguir al otro en sus pasos, hacia la posibilidad del olvido. La película es la travesía hacia ese olvido no sin antes registrar lo que no se sabe, lo que se ha olvidado y lo que otros callan; cómo fue que los militares lograron dar con su padre y lo secuestraron. “No termino de entender cómo se filma la ausencia”. En el mismo momento en el que Habbeger viaja para filmar en Río de Janeiro lo llaman de la comisión de la verdad de esa misma ciudad para darle nueva información acerca de su padre. Desde la recuperación –o el intento de recuperaciónû de una memoria absoluta a la posibilidad de recordar –vía un olvido– algo. Ese olvido que es imposible y posible a la vez. ¿No es acaso eso lo que se dice en la carta del tarot interpretada por la madre?: “la torre, una de las cartas más fuertes y más duras que hay. Todo lo que uno tiene armado se cae y se viene abajo. Ahí donde había solidez no hay nada. Hay que cerrar un capítulo porque ese ya se terminó es una cosa que ya no sirve, está derruida, rota, terminada y tratar de armar otra. ¿Entendido? Entendido. No sé bien qué torre se derrumbaba, si una de mi madre, una mía o una versión de la historia. En los intentos por recordar a mi padre, a mi infancia, me pregunto qué recordarán mis hijos de mí y de su propia infancia”. En ese pasaje irrumpe la transmisión en cuanto tal. Podemos decir que no hay transmisión sin olvido. A partir de allí un último pasaje se precipita de manera vertiginosa: de la madre interpretando la carta-letra, a la hija muy pequeña de Habbeger balbuceando el apellido paterno frente a cámara, vía la voz del padre registrada en un grabador, no sin antes volver al D.F. –en donde se reclama por los estudiantes normalistas desaparecidos–  para intentar nuevamente reproducir una foto con el padre en las pirámides de Teotihuacán –“aunque no tengo recuerdos puedo intuir que este fue uno de los momentos más bellos con mi padre. Incorporo un nuevo recuerdo”–; desde la lectura de la última carta que recibió del padre hacia la frase del final que es un condensado, un cifrado, un punto por el que pasa todo, la frase con la que el olvido se escribe: “quizás escribir mi diario era un intento de no olvidar, de dejar constancia. Ahora creo que la forma más eficaz para recordar algo es filmarlo”.

Un olvido posible

Psicoanalizar es hacer posible el olvido.

​Jean Allouch

     

    Ningún niño elige la familia en la que nace ni la infancia que vive. No, al menos, mientras es niño. Porque lo cierto es que, siendo adultos, es posible elegir esa infancia, querer esa infancia, elegir esa familia, querer esa familia. O bien es posible querer deshacerse de todo ello. O querer algunas cosas y deshacerse de otras. En todo caso, algo se hace, cada vez, con ese niño que fuimos, con esa familia que no elegimos, con esa infancia que vivimos. Parafraseando a Lacan diría ¿qué es la infancia? la cosa aún no ha sido comprendida[2]. Georges Perec lo dice así:

 

Mi infancia forma parte de las cosas de las que sé que no sé gran cosa. Está a mis espaldas y, sin embargo, en el suelo en que crecí, que me ha pertenecido, cualquiera que sea mi tenacidad para afirmar que ya no me pertenece más. […] Pero la infancia no es nostalgia ni terror ni paraíso perdido ni Toisón de Oro, sino quizás horizonte, punto de partida, coordenadas a partir de las cuales los ejes de mi vida podrán encontrar su sentido. […] No tengo otra opción que evocar lo que demasiado tiempo llamé lo irrevocable; lo que fue, lo que se detuvo, lo que fue clausurado: eso que sin duda fue para no ser más hoy, pero que fue también para que yo sea todavía.

   En el no ser más hoy y también ser todavía se cifra la articulación entre recuerdo y olvido. Entre la repetición y, como sugiere Allouch, la posibilidad de pasar a otra cosa que “solo podría advenir si uno pasa, una vez más por la cosa del otro”, en ese entre emergen estas películas como lo que Harald Weinrich (Leteo) ubica en Proust: “una poética del recuerdo surgida de las profundidades del olvido”. La novela familiar se va tejiendo con los hilos de una experiencia que es inédita para cada quien. El modo en que la infancia, siempre singular, vuelve una y otra vez al adulto que somos, precipita una historia que se cuenta siempre de la misma manera: como los cuentos que los niños quieren escuchar sin que haya ninguna diferencia entre una noche y otra. La insistencia de lo infantil, la insistencia de la infancia, golpea, aprieta, asfixia, molesta, incomoda; aunque, paradójicamente, esa incomodidad resulta familiar y en esa familiaridad se acomoda el cuerpo. Se tratará, para cada quien, de la manera en que esas piezas pueden, o no, desacomodarse para sacudir una escena que se erige siempre idéntica a sí misma. No estoy hablando de una infancia infeliz. También las infancias felices vuelven, vienen a buscarnos.

 

 

[1] Libros como 76 y Los topos de Félix Bruzzone, Diario de una princesa montonera de Mariana Eva Pérez; películas como Los rubios de Albertina Carri, Papá Iván de María Inés Roqué, M de Nicolás Prividera.

[2] Me refiero al inicio de La equivocación del sujeto supuesto saber. “¿Qué es el inconsciente? La cosa aún no ha sido comprendida”.