La biblioteca del Dr. Moreau - Francisco Vanrell

 

   Una serie de eventos inauditos me introdujo en la vasta mansión del Dr. Moreau. Recuerdo que yo venía huyendo de un grupo de fanáticos, tal vez religiosos, que prometían desollarme vivo o, al menos, diseccionar alguna extremidad de mi cuerpo. ¿El motivo? No lo comprendí en aquel momento, ni tampoco encuentro explicación ahora. Quizás me habían confundido con otro individuo, quizás estaba experimentando el principio de un cuadro esquizofrénico que, afortunadamente, no se ha vuelto a manifestar.

 

   Allí estaba yo, agitado, casi sin aliento, corriendo con todas mis fuerzas, intentando burlar la atención de mis perseguidores mediante estrategias aparentemente inútiles. No habían mordido el anzuelo cuando logré convencer a un vagabundo, rápidamente y por un par de billetes, que debía entregarme su campera marrón desgastada y deshilachada. Tampoco se desorientaron cuando abordé un taxi en la dirección contraria a la que llevábamos. Por más que logré sobornar al chofer con halagos y billetes de alta denominación, sus esfuerzos por seguir mis indicaciones de velocidad y  dirección fueron vanos. Atrás nuestro, un vehículo de similares características copiaba como sombra todos nuestros movimientos. A bordo de él, cuatro integrantes de la comitiva inquisitoria giraban los ojos desorbitados y palmeaban en la espalda a su chofer para que no perdiera de vista las fintas y giros bruscos de mi cómplice involuntario. Finalmente, al dar vuelta en una esquina, le ordené detenerse por completo. Levantó el freno de mano de un tirón, el auto derrapó, arrojé un manojo de billetes en el asiento y salí despedido del taxi, buscando evadirlos con una esperanza tonta: debían demorar unos segundos en la transacción obligada del final del viaje. Aprovecharía ese margen de retraso para escabullirme en la primera grieta que encontrara.

 

   La estrategia no tuvo los resultados esperados, aunque sí había logrado una pequeña victoria: uno de mis perseguidores se quedó atrás (probablemente arreglando cuentas con el taxista), mientras los otros tres no dejaban que me alejara más de veinte metros de ellos. Para mi sorpresa, aún tenía la capacidad de seguir corriendo a una velocidad considerable, volteando cada tanto la cabeza sobre mi hombro para controlar a qué distancia se encontraban los fanáticos. Fue en uno de esos movimientos que alcancé a ver la luz de una posibilidad única. Justo después de que yo pasara delante de una  vivienda, dos hombres salían cargando lo que parecía un gran armario de caoba cubana. Obligados a dar un rodeo para evitar el inesperado obstáculo, los tres perdieron metros preciados en la cercanía a su presa. Por supuesto, la interrupción de su carrera lineal también distrajo su atención por un momento, por lo que no notaron que, mientras ellos esquivaban a los fleteros y aprovechaban para prometerles castigos innombrables por su colaboración con el mal, yo ya estaba escabulléndome por entre las rejas de un derruido palacete de estilo academicista italiano. Por fortuna, había encontrado rápidamente lo que todo aquel que ha estado encerrado entre rejas conoce: siempre hay un par de barrotes que se encuentran a mayor distancia entre sí. Mi complexión delgada había hecho el resto.

 

   Para cuando los extremistas lograron retomar la persecución, y alcanzaron la altura del ruinoso edificio, yo ya estaba protegido tras las matas secas de lo que en algún momento tiene que haber sido un elegante jardín. Cuando estuve seguro que había pasado el tiempo suficiente para que no hubiera posibilidad de que volviesen tras sus pasos a buscarme, salí de mi escondite y fui en busca de la reja-pasadizo. Curiosamente, la separación que me había permitido ingresar ya no existía. Quedé paralizado y sorprendido. No había manera de que hubiera confundido la ubicación del pórtico improvisado, ya que estaba junto a la segunda columna hacia la izquierda de la puerta real de ingreso. No sabía con cuánto tiempo contaba antes de que mis perseguidores repasaran el terreno donde me habían visto por última vez, pero no tenía otra opción que revisar uno por uno los intersticios de la reja, deseando encontrar nuevamente un paso hacia el exterior de la propiedad. Por supuesto que la gran puerta de ingreso estaba debidamente clausurada por una inmensa cerradura de hierro forjado y dos gruesas cadenas con candados. Por otro lado, era impensable sortear la reja por su parte superior. No sólo porque la altura era excesiva para escalarla, sino porque en sus extremos se habían tomado el trabajo de enhebrar un filoso alambre de púas que se veía realmente inexpugnable.

 

   Calculo que la minuciosa tarea de relevamiento me debe haber llevado un par de horas, sin haber obtenido resultado alguno. Vencido por la decepción y por la percepción de un irónico destino de encierro, provocado por la voluntad de no ser capturado, me senté junto al portón principal a sollozar mi impotencia. Así estaba cuando desde el edificio se escuchó el graznido de una puerta que tenía largo tiempo sin abrirse. De entre las sombras del pórtico emergió un hombre con la elegancia de un maestro de ceremonias y la opacidad de un espectro. Me miraba fijo desde la oscura profundidad de sus ojos. La expresión era rígida, aunque tal vez se acrecentaba esa sensación por los arcos superciliares prominentes, la boca y la nariz algo retraídas, y el mentón puntiagudo. En el instante en que yo iba a dar explicación de mi intempestiva irrupción, su voz se escuchó lejana pero clarísima: Pase señor V., el Doctor lo está esperando. Cada palabra fue pronunciada con parsimonia, acompañada de un ligero pero notorio siseo. Escapar de la inesperada prisión por mis propios medios era ya una entelequia, por lo que, ingresar a discutir los términos de mi liberación con el desconocido habitante de la mansión, representaba la única real esperanza de escapatoria hacia el mundo ordinario.

 

   Me puse de pie con cautela y me dirigí hacia el interior del palacio, flanqueado por el lóbrego portero. Una vez dentro, el graznido que ya conocía me advirtió que la puerta había vuelto a cerrarse. Mis ojos debieron acostumbrarse un instante a la nueva luminosidad. Contra la sospecha que cualquiera hubiera podido tener al haber visto el edificio desde su exterior; por dentro, el brillo de las lámparas y los innumerables reflejos en superficies doradas, plateadas y cobrizas (pulidas con esmero), se intersectaban con los haces de luz que refractaban abundantes espejos y cristales.

 

   Sin darme cuenta, el caballero que me había permitido el ingreso había desaparecido. Por un momento quedé solo en el hall de ingreso, admirando las figuras que se creaban y recreaban con los juegos de luces y sombras: divisé un ciervo, luego un dragón que mutó en murciélago y en un puñal, cinco ojos sombríos, la silueta de una mujer que de pronto aumentaba de tamaño hasta convertirse en mi madre muerta en su ataúd el día de su funeral…

 

—Bienvenido señor V., espero que no se haya sentido desilusionado por la obligada visita al interior de mi morada.

 

   Un hombrecito risueño, cabello ensortijado y gris, la mirada penetrante detrás del único ojo verdadero (el otro era una muy buena imitación ocular, hecha de PMMA) estaba parado al lado de una de las dos grandes escaleras que llevaban al piso superior.

 

—Comprenderá que el azar no tiene ningún papel en su presencia hoy aquí –agregó el cíclope camuflado, adelantándose a mis conjeturas. Usted pertenece a este lugar tanto como los demás residentes. Así como usted, ninguno de los otros habitantes han sido capturados ni forzados a ingresar en este sitio, ni tampoco son retenidos contra su voluntad. No obstante, nadie ha pretendido retirarse, aunque no exista impedimento alguno para ello…

 

—Pero, pero… –alcancé a objetar.

 

 

—Sí, lo sé. Usted se pregunta por qué no pudo hallar la salida por el mismo sitio de su ingreso. Muy sencillo, mi querido señor. Usted no quiere irse. Si me permite abusar de su tiempo, le haré un recorrido por la residencia. Si aun así desea retirarse al finalizar la visita guiada, siempre podrá volver a utilizar el pasaje que ya conoce. Le garantizo que sigue allí, solo requiere de su voluntad por hallarlo, tal como sucedió antes, cuando decidió escabullirse para escapar de sus perseguidores.

 

—¿Cómo sabe que…?

 

 

—No se preocupe, aquí estará a salvo de ellos. No tienen la suficiente creatividad como para suponer que se puede entrar a este lugar por otro lado que por el ingreso evidente. Comprenderá ahora por qué hemos tenido que tomar la precaución de encadenar ese portón y alambrar esa reja.

 

   Mi informado anfitrión no esperó una nueva respuesta de mi parte. Dio media vuelta y comenzó a tambalearse (parece que esa era su forma de desplazarse) hacia el corredor lateral, más allá de las escaleras. Tal vez debería haber escapado en aquel instante, pero la curiosidad ya había hecho su trabajo y decidí seguir al doctor (presentí que el hombrecito era él, aunque no había ninguna certeza). No fue difícil acompañarlo, su caminar era lento y tortuoso, a tal punto que, mientras lo seguía, podía ir admirando los inusuales objetos que decoraban la mansión. La decencia me impide mencionar lo que vi adornando paredes, escritorios, gabinetes y repisas aquel día.

 

   El doctor no me dirigió palabra en todo el trayecto, ni tampoco giró su cabeza para confirmar que yo seguía allí. Supuse que tenía la habilidad de escuchar mis pasos, por más suaves que fueran, o percibir mi olor (el sudor de mi carrera estaba seco, pero era probable que me delatara de todos modos el hedor de las bacterias aprovechando el banquete bajo mis brazos).

 

   Finalmente, se detuvo con un espasmo frente a una puerta cerrada. En la mano tenía un manojo de llaves que no había observado antes y parecía haberse engendrado en su palma. Buscó por un segundo e introdujo una de las llaves en la cerradura, dio dos vueltas y accionó el picaporte, dejando entrever una luminosidad tenue desde dentro del cuarto. Clavó su ojo en los míos y, sin decirme nada, percibí que me invitaba a dar una mirada al interior de la sala.

 

   Me asomé al marco de la puerta y noté que alrededor de una gran mesa se encorvaban una veintena de individuos sobre sus hojas. Parecían todos ensimismados en la escritura. Ninguno había notado nuestra presencia en el ingreso a la sala. Ni siquiera un hombre solitario, notoriamente mayor al resto, que se encontraba encumbrado en un taburete alto en un extremo. Él era el único que no escribía nada pero observaba atentamente la actividad de los demás y a juzgar por el movimiento de sus ojos iba cambiando el objeto de su examen a intervalos regulares. En un momento, abandonó con cuidado su asiento y se dirigió lentamente hasta quedar detrás de una joven de cabello rojizo que había detenido su escritura y tenía los ojos en blanco, perdidos hacia el otro extremo de su ubicación. El del taburete tomó el bolígrafo de la colorada, tachó varias líneas de su hoja (prácticamente la mitad de lo escrito), escribió una línea debajo y le devolvió el instrumento a la mujer. Ella lo tomó, enfocó la mirada en el papel y continuó su escritura. El hombre regresó a su trono y volvió a su tarea de observación regular a cada uno de los presentes. Momentos después volvió a erigirse, se ubicó detrás de un gigante con cara de niño, tomó el último papel que estaba escribiendo, sin revisarlo lo hizo un bollo y lo lanzó con fuerza contra la pared del fondo. El bollo de papel se perdió con un ruido seco en la oscuridad, el hombre miró fijo al coloso, que le devolvió una mirada aterrada y comenzó a garabatear irreflexivamente sobre una nueva hoja.

 

   A todas luces, el hombre del taburete ejercía alguna clase de dominación perturbadora sobre los que estaban escribiendo. Busqué la pupila de mi guía, intentando descubrir en su mirada alguna explicación para lo que acababa de ver. Él me miró un segundo. Si no fuera experto en el tema, diría que su ojo falso también me escudriñaba (incluso con mayor fuerza que el sano). No me explicó nada. Se limitó a cerrar la puerta y mientras lo hacía preguntó:

 

—¿Qué le pareció?, este es apenas el comienzo. Venga, venga, todavía nos falta camino por recorrer.

 

   ¿Qué podía hacer? Huir era una opción viable, el hombrecito al que seguía era débil y con un empujón terminaría en el suelo, yo podría correr y buscar el hueco entre los barrotes. Sin embargo, la presencia del doctor ejercía en mí una fascinación insondable. Por otro lado, temía que en un intento de escape reapareciera el hombre que me había abierto la puerta. A aquel sí le tenía temor: su cuerpo me había parecido compacto, macizo. Yo estaba en clara desventaja, ya que no conocía realmente el lugar y cada uno de los recovecos. Fácilmente podía errar el camino de regreso al hall y caer en una trampa. Mi evaluación me llevó a la única conclusión razonable: tenía que seguir los derroteros del oscilante doctor y esperar que al final del camino encontrara una explicación a mi presencia allí o al menos la posibilidad de regresar sin represalias.

 

   Al final del corredor nos volvimos a detener. Me miró fijamente y un brillo repentino se reflejó en la prótesis. Miré hacia atrás y descubrí una lámpara. Su luz había dado en el iris apócrifo, devolviéndome un destello repentino. Un buen profesional sabe reconocer las diferencias entre la luz reflejada por un ojo natural y uno artificial, pero para el ojo no entrenado pasa inadvertido. El doctor había sido tratado por un experto muy competente.

 

—¿Le gusta? Yo mismo lo diseñé. Esta es la tercera que fabrico. Las dos primeras eran muy burdas, se notaba fácilmente la imitación. Con esta casi nadie puede notar la diferencia. A usted no lo puedo engañar, usted sí que conoce del tema.

 

Bien, mi querido señor V., debe elegir, tenemos dos caminos para continuar. A la izquierda la escalera nos lleva al piso superior. A mi derecha hay otra sala. Le advierto, si decide ingresar en esta habitación, prepárese. Estos señores no van a mantenerse en calma mientras nosotros estemos en su presencia.

 

   No me importó, quise conocer a todos los habitantes de aquel lugar. Quería ver si en algún momento la situación que estaba viviendo recobraba el orden lógico. Le pedí al doctor que fuera tan amable de abrir la puerta. No bien hubo terminado de girar la llave y entornar la hoja se oyó un bramido:

 

—¡DETESTABLE! ¡Es inaudito que hayan permitido que semejante abominación llegara a nuestras manos! –giró bruscamente hacia nosotros y clavó su mirada de odio en mí– ¿es usted, caballero, el responsable de este engendro?

 

—No, no… –alcancé a balbucear– yo sólo estoy aquí de pas…

—¿CÓMO    PUEDE    HABER    PENSADO    QUE    ESTO    MERECÍA    UN RECONOCIMIENTO? –preguntó una anciana que se encontraba aún sentada pero no perdía detalle de la escena. ¿Usted piensa que con dos o tres frases perimidas y un argumento endeble es merecedor de la gloria reservada a los más destacados de los mortales? Señor, usted debería ser condenado a…

 

   El doctor se apresuró a cerrar la habitación antes de que la anciana terminara su amenaza.

 

—Se lo advertí, de todos modos no se preocupe. Son inofensivos. Fuera de este aposento no tienen ningún poder. Podría hacerlos desaparecer con un chasquido. Continuemos, venga. Subamos esta escalera.

 

   Subir las escalinatas con el doctor fue una experiencia tortuosa. A cada paso que daba, el anciano parecía a punto de caer rodando por los escalones. Seguramente no me hubiera costado trabajo contenerlo, pero temía que un golpe acabara por partir en dos el cuerpito endeble que trastabillaba delante de mí. Por fortuna, llegamos al piso superior sin problemas. Una vez allí el doctor giró a la derecha y avanzó por un pasillo en penumbras. Noté que en ese sector de la mansión el aire era más denso –como si faltara oxigeno o un gas desconocido hubiera ocupado parte de la atmósfera interior, desplazando la sustancia vital. Costaba un poco respirar, pero el avance lento del doctor permitía sobrellevar el trayecto sin mayores preocupaciones.

 

   Nos acercamos a una puerta en la pared diestra del corredor y el hombrecito se dispuso a encontrar la llave correspondiente. Mientras él se entregaba a aquella tarea, yo me ocupé de evaluar el resto del camino por delante. Tan sólo alcancé a notar una puerta en la pared contraria y un fondo del mismo color que las paredes, lo que me sugería la existencia de un final o un recodo.

 

   La puerta se abrió con un silbido agudo y eso fue el detonante para que desde su interior se alzara un rumor de mil voces. Me asomé al interior y allí había alrededor de cincuenta personas amontonadas en un estrecho cuarto desnudo, con apenas algunas alfombras gastadas en el suelo. Algunos yacían tumbados en las alfombras, otros estaban recostados contra las paredes, otros pocos se arrodillaban en un rincón, como brindando oraciones a alguna deidad. Al verme, prácticamente todos los habitantes de la triste habitación se abalanzaron sobre mí. Noté que, extrañamente, todos tenían libros en las manos. Cada uno portaba un ejemplar distinto, y lo blandía como estandarte mientras vociferaba intentando superar el volumen de voz de los demás. En apenas unos segundos, había cincuenta personas con los ojos desencajados, las gargantas roncas de tanto gritar, agitando los volúmenes en sus manos. El griterío incomprensible tenía un único destinatario: yo. ¿Qué decían? Nunca supe. En un esfuerzo sobrehumano grité al doctor con todas mis fuerzas que cerrara de una vez esa habitación de los mil demonios. El anciano notó mi desesperación y se apresuró a azotar la hoja de madera maciza, justo cuando uno de los individuos estaba por cruzar el dintel. Junto al sonido metálico de la llave girando la cerradura, se oyó un golpe seco contra la puerta.

 

—No se preocupe, mi querido señor V., estas personas están acostumbradas al rechazo. Apenas lograron alcanzar un momento de reconocimiento y ansían recuperarlo. No comprenden que el trabajo que pretenden realizar es un arte complejo y requiere más de sabiduría que de fortuna. Algún día llegarán a vislumbrar que sus caminos pueden tomar otra orientación.

 

   Le rogué que continuáramos el recorrido cuanto antes, para superar el mal trance. Sin perder tiempo fuimos hasta la puerta que yo ya había divisado hacia la izquierda del pasillo. El doctor la abrió. Sorprendentemente, no tenía llave. Fue evidente lo que mis ojos inquirieron, porque enseguida agregó:

 

—A esta persona no hay necesidad de mantenerla encerrada. De todos modos, nadie pretende acercarse a ella. Vale más que cualquiera de los que vimos anteriormente, incluso más que todos ellos juntos. Su lugar debería ser privilegiado, merecería todos los honores de sus compatriotas, pero jamás ha logrado mayor atención que la de unos pocos devotos.

 

   La figura que habitaba el cuarto estaba dignamente ubicada en un sillón tras un escritorio sublime. Agitaba sus manos sobre el teclado como si se tratara de un pianista profesional. Cada cierto intervalo se detenía para reflexionar serenamente y continuaba con su tarea. No percibió (o no quiso percibir) que estábamos observando.

 

   El doctor cerró la puerta con suavidad. Me miró con una sonrisa cómplice y retomó su tambaleo hacia el final del corredor. Cuando llegó al extremo dobló a su derecha y comenzó a descender unas escaleras similares a las que habíamos usado para subir. Cuando llegamos al piso inferior, nos encontrábamos en un pasillo similar al que había recorrido en un principio. El hombrecito avanzó decidido sin decir una sola palabra, hasta que arribamos nuevamente al hall de ingreso. Allí me encaró, fijó el ojo en mi rostro y preguntó:

 

—¿Listo para el final del recorrido?

 

   Dudé por un segundo. No estaba seguro de qué sucedería cuando completáramos el inesperado itinerario. Acepté. Quise saber qué otras personas estarían aun dentro de aquella mansión. Sin embargo, una pregunta me aquejaba casi desde el comienzo. La solté antes de que el viejito se diera vuelta y retomara su deambulación.

 

—Sí, lo sé. Al principio le dije que todas estas personas eran completamente libres de escapar cuando quisiesen. Pero no le mentí. Es cierto que la mayoría está “encerrada” en las habitaciones, pero este racimo que usted ve aquí tiene una copia exacta, cada una de las llaves que abre las habitaciones se encuentra a la vista de cualquiera de sus residentes, en el interior de cada cuarto. Ellos sólo pueden abrir y cerrar sus habitaciones, y claro está, si uno solo escapase y encerrara al resto, podríamos volver a hacer una copia de la llave faltante. ¿Por qué, entonces, ninguno ha decidido marcharse? Tal vez usted pueda dar con la respuesta. Hasta el momento, nadie lo ha logrado.

¡Venga, sígame!, vamos al lugar más importante de todos.

   El hombrecito empezó a trepar –literalmente– por una de las escaleras centrales, al subir los grandes escalones que se curvaban hacia el final debía ayudarse necesariamente con sus manos. Lo seguí, sin imaginar cuál era el secreto que me había reservado el doctor para el final.

 

   Cuando terminamos de subir la escalinata, nos encontramos frente a un espacio inmenso, amplio. El centro de la sala estaba despejado, apenas con dos grandes mesas de madera oscura y fuerte. Todo alrededor, las paredes estaban forradas de estanterías, repletas de libros: volúmenes encuadernados en telas, pieles, cueros y otras coberturas inexplicables. También había estanterías atestadas de papeles sueltos, otros cosidos con una tapa improvisada de cartón. Por donde uno mirara, cada centímetro cuadrado de las paredes –desde el suelo hasta el techo– estaban ocupadas por algún tipo de compendio de hojas. Miré azorado al doctor, preguntándole de qué se trataba aquello.

 

—Mi querido señor V. Esta es mi biblioteca. Aquí se encuentra todo lo que los habitantes de esta casa han escrito alguna vez. Desde que la casa existe –se han perdido los registros de su fundación– se han ido acumulando las producciones de todos los residentes que han pasado alguna vez por aquí. Están las hojas escritas, tachadas, reescritas, borroneadas, abolladas de los que vimos en la primera sala; también puede ubicar por aquel costado los originales rechazados y desaprobados una y otra vez por los miembros de la segunda habitación. En ese rincón se van apilando las copias de los moradores del tercer cuarto. Más acá podrá encontrar el trabajo producido por los sucesivos ocupantes de la cuarta estancia.

 

   El doctor se refregó los ojos. Noté que en el movimiento casi desprende el ojo falso y tuvo que rectificarlo con un golpe de muñeca. Es algo frecuente –en los que han usado prótesis largo tiempo–, olvidar que la llevan puesta y realizar un movimiento que puede desprenderla de su ubicación. El hombrecito no se inmutó. Acomodó el ojo con total naturalidad y luego tomó una pequeña llavecita de su manojo. La separó del resto y me tendió la mano.

 

—Tome, es para usted. Le dije que el azar no era la razón de su presencia aquí.

 

   La agarré sin demasiado convencimiento. Yo seguía sin saber muy bien qué hacía ahí, por qué todas las personas que había conocido estaban viviendo en aquel misterioso palacio (si es que realmente confiaba en la palabra del doctor y no estaban encerrados contra su voluntad), ni tampoco qué debía hacer con esa llavecita que acababa de entregarme.

 

—Con esa llave puede abrir uno de los cajones que se encuentra en la mesa de la izquierda. Adentro va a encontrar un sobre con su nombre. Ábralo, allí encontrará el resto de las instrucciones. No se preocupe, usted está más que preparado para lo que debe hacer. Buena suerte, mi querido señor V.

 

   Casi como hipnotizado, me acerqué a la mesa, probé en el primer cajón. No funcionó. Probé el segundo. Tampoco. El tercero, el último, sí abrió. Adentro estaba el sobre con mi nombre. Lo abrí, saqué una hoja de papel doblada en tres partes. La desplegué. Allí no había ninguna inscripción, tampoco del reverso. Me di vuelta al tiempo que le pedía explicaciones al doctor. El hombrecito ya no estaba. ¿Cómo podía haber desaparecido tan rápido sin que me diera cuenta? El ruido que hacía al caminar lo hubiera delatado. Quise bajar por las escaleras, pero en el lugar donde habían estado ahora se levantaba una pared repleta de libros y papeles, tal como la de los otros muros. Recorrí cada rincón del inmenso salón. No había forma de escapar. Solo libros y papeles, papeles y libros. Empecé a tirar estantes enteros al suelo, buscando una puerta secreta, un pasadizo que me permitiera huir de aquel lugar. Me desesperé al descubrir que tras los ejemplares había otros y otros, y en cuanto me daba la vuelta para intentar en otro costado de la sala, los que había tirado previamente se habían vuelto a ubicar mientras me encontraba de espaldas. Finalmente, desistí, me acomodé en un rincón de la sala a llorar y rogué a todos los santos que las personas que me habían querido atrapar en un primer momento, me encontraran. ¿Cómo lo harían? No estaba seguro, pero su obstinación en atraparme era mi secreta esperanza.