La biblioteca del Dr. Moreau - Francisco Vanrell
Una
serie de eventos inauditos me introdujo en la vasta mansión del Dr. Moreau.
Recuerdo que yo venía huyendo de un grupo de fanáticos, tal vez religiosos, que
prometían desollarme vivo o, al menos, diseccionar alguna extremidad de mi
cuerpo. ¿El motivo? No lo comprendí en aquel momento, ni tampoco encuentro
explicación ahora. Quizás me habían confundido con otro individuo, quizás
estaba experimentando el principio de un cuadro esquizofrénico que, afortunadamente,
no se ha vuelto a manifestar.
Allí
estaba yo, agitado, casi sin aliento, corriendo con todas mis fuerzas,
intentando burlar la atención de mis perseguidores mediante estrategias
aparentemente inútiles. No habían mordido el anzuelo cuando logré convencer a
un vagabundo, rápidamente y por un par de billetes, que debía entregarme su
campera marrón desgastada y deshilachada. Tampoco se desorientaron cuando
abordé un taxi en la dirección contraria a la que llevábamos. Por más que logré
sobornar al chofer con halagos y billetes de alta denominación, sus esfuerzos
por seguir mis indicaciones de velocidad y dirección fueron vanos. Atrás
nuestro, un vehículo de similares características copiaba como sombra todos
nuestros movimientos. A bordo de él, cuatro integrantes de la comitiva
inquisitoria giraban los ojos desorbitados y palmeaban en la espalda a su
chofer para que no perdiera de vista las fintas y giros bruscos de mi cómplice
involuntario. Finalmente, al dar vuelta en una esquina, le ordené detenerse por
completo. Levantó el freno de mano de un tirón, el auto derrapó, arrojé un
manojo de billetes en el asiento y salí despedido del taxi, buscando evadirlos
con una esperanza tonta: debían demorar unos segundos en la transacción
obligada del final del viaje. Aprovecharía ese margen de retraso para
escabullirme en la primera grieta que encontrara.
La
estrategia no tuvo los resultados esperados, aunque sí había logrado una
pequeña victoria: uno de mis perseguidores se quedó atrás (probablemente
arreglando cuentas con el taxista), mientras los otros tres no dejaban que me
alejara más de veinte metros de ellos. Para mi sorpresa, aún tenía la capacidad
de seguir corriendo a una velocidad considerable, volteando cada tanto la
cabeza sobre mi hombro para controlar a qué distancia se encontraban los
fanáticos. Fue en uno de esos movimientos que alcancé a ver la luz de una
posibilidad única. Justo después de que yo pasara delante de una
vivienda, dos hombres salían cargando lo que parecía un gran armario de
caoba cubana. Obligados a dar un rodeo para evitar el inesperado obstáculo, los
tres perdieron metros preciados en la cercanía a su presa. Por supuesto, la
interrupción de su carrera lineal también distrajo su atención por un momento,
por lo que no notaron que, mientras ellos esquivaban a los fleteros y
aprovechaban para prometerles castigos innombrables por su colaboración con el
mal, yo ya estaba escabulléndome por entre las rejas de un derruido palacete de
estilo academicista italiano. Por fortuna, había encontrado rápidamente lo que
todo aquel que ha estado encerrado entre rejas conoce: siempre hay un par de
barrotes que se encuentran a mayor distancia entre sí. Mi complexión delgada
había hecho el resto.
Para
cuando los extremistas lograron retomar la persecución, y alcanzaron la altura
del ruinoso edificio, yo ya estaba protegido tras las matas secas de lo que en
algún momento tiene que haber sido un elegante jardín. Cuando estuve seguro que
había pasado el tiempo suficiente para que no hubiera posibilidad de que
volviesen tras sus pasos a buscarme, salí de mi escondite y fui en busca de la
reja-pasadizo. Curiosamente, la separación que me había permitido ingresar ya
no existía. Quedé paralizado y sorprendido. No había manera de que hubiera
confundido la ubicación del pórtico improvisado, ya que estaba junto a la
segunda columna hacia la izquierda de la puerta real de ingreso. No sabía con
cuánto tiempo contaba antes de que mis perseguidores repasaran el terreno donde
me habían visto por última vez, pero no tenía otra opción que revisar uno por
uno los intersticios de la reja, deseando encontrar nuevamente un paso hacia el
exterior de la propiedad. Por supuesto que la gran puerta de ingreso estaba
debidamente clausurada por una inmensa cerradura de hierro forjado y dos
gruesas cadenas con candados. Por otro lado, era impensable sortear la reja por
su parte superior. No sólo porque la altura era excesiva para escalarla, sino
porque en sus extremos se habían tomado el trabajo de enhebrar un filoso
alambre de púas que se veía realmente inexpugnable.
Calculo que la minuciosa tarea de relevamiento me debe haber llevado un
par de horas, sin haber obtenido resultado alguno. Vencido por la decepción y
por la percepción de un irónico destino de encierro, provocado por la voluntad
de no ser capturado, me senté junto al portón principal a sollozar mi
impotencia. Así estaba cuando desde el edificio se escuchó el graznido de una
puerta que tenía largo tiempo sin abrirse. De entre las sombras del pórtico
emergió un hombre con la elegancia de un maestro de ceremonias y la opacidad de
un espectro. Me miraba fijo desde la oscura profundidad de sus ojos. La
expresión era rígida, aunque tal vez se acrecentaba esa sensación por los arcos
superciliares prominentes, la boca y la nariz algo retraídas, y el mentón
puntiagudo. En el instante en que yo iba a dar explicación de mi intempestiva
irrupción, su voz se escuchó lejana pero clarísima: Pase señor V., el Doctor lo
está esperando. Cada palabra fue pronunciada con parsimonia, acompañada de un
ligero pero notorio siseo. Escapar de la inesperada prisión por mis propios
medios era ya una entelequia, por lo que, ingresar a discutir los términos de
mi liberación con el desconocido habitante de la mansión, representaba la única
real esperanza de escapatoria hacia el mundo ordinario.
Me
puse de pie con cautela y me dirigí hacia el interior del palacio, flanqueado
por el lóbrego portero. Una vez dentro, el graznido que ya conocía me advirtió
que la puerta había vuelto a cerrarse. Mis ojos debieron acostumbrarse un
instante a la nueva luminosidad. Contra la sospecha que cualquiera hubiera
podido tener al haber visto el edificio desde su exterior; por dentro, el
brillo de las lámparas y los innumerables reflejos en superficies doradas,
plateadas y cobrizas (pulidas con esmero), se intersectaban con los haces de
luz que refractaban abundantes espejos y cristales.
Sin
darme cuenta, el caballero que me había permitido el ingreso había
desaparecido. Por un momento quedé solo en el hall de ingreso, admirando las
figuras que se creaban y recreaban con los juegos de luces y sombras: divisé un
ciervo, luego un dragón que mutó en murciélago y en un puñal, cinco ojos
sombríos, la silueta de una mujer que de pronto aumentaba de tamaño hasta
convertirse en mi madre muerta en su ataúd el día de su funeral…
—Bienvenido señor V., espero que no se haya sentido
desilusionado por la obligada visita al interior de mi morada.
Un
hombrecito risueño, cabello ensortijado y gris, la mirada penetrante detrás del
único ojo verdadero (el otro era una muy buena imitación ocular, hecha de PMMA)
estaba parado al lado de una de las dos grandes escaleras que llevaban al piso
superior.
—Comprenderá que el azar no tiene ningún papel en su
presencia hoy aquí –agregó el cíclope camuflado, adelantándose a mis
conjeturas. Usted pertenece a este lugar tanto como los demás
residentes. Así como usted, ninguno de los otros habitantes han sido capturados
ni forzados a ingresar en este sitio, ni tampoco son retenidos contra su
voluntad. No obstante, nadie ha pretendido retirarse, aunque no exista
impedimento alguno para ello…
—Pero, pero… –alcancé a objetar.
—Sí, lo sé. Usted se pregunta por qué no pudo
hallar la salida por el mismo sitio de su ingreso. Muy sencillo, mi querido
señor. Usted no quiere irse. Si me permite abusar de su tiempo, le haré un
recorrido por la residencia. Si aun así desea retirarse al finalizar la visita
guiada, siempre podrá volver a utilizar el pasaje que ya conoce. Le garantizo
que sigue allí, solo requiere de su voluntad por hallarlo, tal como sucedió
antes, cuando decidió escabullirse para escapar de sus perseguidores.
—¿Cómo sabe que…?
—No se preocupe, aquí estará a salvo de ellos. No
tienen la suficiente creatividad como para suponer que se puede entrar a este
lugar por otro lado que por el ingreso evidente. Comprenderá ahora por qué
hemos tenido que tomar la precaución de encadenar ese portón y alambrar esa
reja.
Mi
informado anfitrión no esperó una nueva respuesta de mi parte. Dio media vuelta
y comenzó a tambalearse (parece que esa era su forma de desplazarse) hacia el
corredor lateral, más allá de las escaleras. Tal vez debería haber escapado en
aquel instante, pero la curiosidad ya había hecho su trabajo y decidí seguir al
doctor (presentí que el hombrecito era él, aunque no había ninguna certeza). No
fue difícil acompañarlo, su caminar era lento y tortuoso, a tal punto que,
mientras lo seguía, podía ir admirando los inusuales objetos que decoraban la
mansión. La decencia me impide mencionar lo que vi adornando paredes,
escritorios, gabinetes y repisas aquel día.
El
doctor no me dirigió palabra en todo el trayecto, ni tampoco giró su cabeza
para confirmar que yo seguía allí. Supuse que tenía la habilidad de escuchar
mis pasos, por más suaves que fueran, o percibir mi olor (el sudor de mi
carrera estaba seco, pero era probable que me delatara de todos modos el hedor
de las bacterias aprovechando el banquete bajo mis brazos).
Finalmente, se detuvo con un espasmo frente a una puerta cerrada. En la
mano tenía un manojo de llaves que no había observado antes y parecía haberse
engendrado en su palma. Buscó por un segundo e introdujo una de las llaves en
la cerradura, dio dos vueltas y accionó el picaporte, dejando entrever una
luminosidad tenue desde dentro del cuarto. Clavó su ojo en los míos y, sin
decirme nada, percibí que me invitaba a dar una mirada al interior de la sala.
Me
asomé al marco de la puerta y noté que alrededor de una gran mesa se encorvaban
una veintena de individuos sobre sus hojas. Parecían todos ensimismados en la
escritura. Ninguno había notado nuestra presencia en el ingreso a la sala. Ni
siquiera un hombre solitario, notoriamente mayor al resto, que se encontraba
encumbrado en un taburete alto en un extremo. Él era el único que no escribía
nada pero observaba atentamente la actividad de los demás y a juzgar por el
movimiento de sus ojos iba cambiando el objeto de su examen a intervalos
regulares. En un momento, abandonó con cuidado su asiento y se dirigió
lentamente hasta quedar detrás de una joven de cabello rojizo que había
detenido su escritura y tenía los ojos en blanco, perdidos hacia el otro
extremo de su ubicación. El del taburete tomó el bolígrafo de la colorada, tachó
varias líneas de su hoja (prácticamente la mitad de lo escrito), escribió una
línea debajo y le devolvió el instrumento a la mujer. Ella lo tomó, enfocó la
mirada en el papel y continuó su escritura. El hombre regresó a su trono y
volvió a su tarea de observación regular a cada uno de los presentes. Momentos
después volvió a erigirse, se ubicó detrás de un gigante con cara de niño, tomó
el último papel que estaba escribiendo, sin revisarlo lo hizo un bollo y lo
lanzó con fuerza contra la pared del fondo. El bollo de papel se perdió con un
ruido seco en la oscuridad, el hombre miró fijo al coloso, que le devolvió una
mirada aterrada y comenzó a garabatear irreflexivamente sobre una nueva hoja.
A
todas luces, el hombre del taburete ejercía alguna clase de dominación
perturbadora sobre los que estaban escribiendo. Busqué la pupila de mi guía,
intentando descubrir en su mirada alguna explicación para lo que acababa de
ver. Él me miró un segundo. Si no fuera experto en el tema, diría que su ojo
falso también me escudriñaba (incluso con mayor fuerza que el sano). No me
explicó nada. Se limitó a cerrar la puerta y mientras lo hacía preguntó:
—¿Qué le pareció?, este es apenas el comienzo.
Venga, venga, todavía nos falta camino por recorrer.
¿Qué
podía hacer? Huir era una opción viable, el hombrecito al que seguía era débil
y con un empujón terminaría en el suelo, yo podría correr y buscar el hueco
entre los barrotes. Sin embargo, la presencia del doctor ejercía en mí una
fascinación insondable. Por otro lado, temía que en un intento de escape
reapareciera el hombre que me había abierto la puerta. A aquel sí le tenía
temor: su cuerpo me había parecido compacto, macizo. Yo estaba en clara
desventaja, ya que no conocía realmente el lugar y cada uno de los recovecos.
Fácilmente podía errar el camino de regreso al hall y caer en una trampa. Mi
evaluación me llevó a la única conclusión razonable: tenía que seguir los
derroteros del oscilante doctor y esperar que al final del camino encontrara una
explicación a mi presencia allí o al menos la posibilidad de regresar sin
represalias.
Al
final del corredor nos volvimos a detener. Me miró fijamente y un brillo
repentino se reflejó en la prótesis. Miré hacia atrás y descubrí una lámpara.
Su luz había dado en el iris apócrifo, devolviéndome un destello repentino. Un
buen profesional sabe reconocer las diferencias entre la luz reflejada por un
ojo natural y uno artificial, pero para el ojo no entrenado pasa inadvertido.
El doctor había sido tratado por un experto muy competente.
—¿Le gusta? Yo mismo lo diseñé. Esta es la tercera
que fabrico. Las dos primeras eran muy burdas, se notaba fácilmente la
imitación. Con esta casi nadie puede notar la diferencia. A usted no lo puedo
engañar, usted sí que conoce del tema.
Bien, mi querido señor V., debe elegir, tenemos dos
caminos para continuar. A la izquierda la escalera nos lleva al piso superior.
A mi derecha hay otra sala. Le advierto, si decide ingresar en esta habitación,
prepárese. Estos señores no van a mantenerse en calma mientras nosotros estemos
en su presencia.
No me
importó, quise conocer a todos los habitantes de aquel lugar. Quería ver si en
algún momento la situación que estaba viviendo recobraba el orden lógico. Le
pedí al doctor que fuera tan amable de abrir la puerta. No bien hubo terminado
de girar la llave y entornar la hoja se oyó un bramido:
—¡DETESTABLE! ¡Es inaudito que hayan permitido que
semejante abominación llegara a nuestras manos! –giró bruscamente hacia
nosotros y clavó su mirada de odio en mí– ¿es usted, caballero, el responsable
de este engendro?
—No, no… –alcancé a balbucear– yo sólo estoy aquí
de pas…
—¿CÓMO PUEDE
HABER PENSADO QUE
ESTO MERECÍA UN RECONOCIMIENTO?
–preguntó una anciana que se encontraba aún sentada pero no perdía detalle de
la escena. ¿Usted piensa que con dos o tres frases perimidas y un argumento
endeble es merecedor de la gloria reservada a los más destacados de los
mortales? Señor, usted debería ser condenado a…
El
doctor se apresuró a cerrar la habitación antes de que la anciana terminara su
amenaza.
—Se lo advertí, de todos modos no se preocupe. Son
inofensivos. Fuera de este aposento no tienen ningún poder. Podría hacerlos
desaparecer con un chasquido. Continuemos, venga. Subamos esta escalera.
Subir
las escalinatas con el doctor fue una experiencia tortuosa. A cada paso que
daba, el anciano parecía a punto de caer rodando por los escalones. Seguramente
no me hubiera costado trabajo contenerlo, pero temía que un golpe acabara por
partir en dos el cuerpito endeble que trastabillaba delante de mí. Por fortuna,
llegamos al piso superior sin problemas. Una vez allí el doctor giró a la
derecha y avanzó por un pasillo en penumbras. Noté que en ese sector de la
mansión el aire era más denso –como si faltara oxigeno o un gas desconocido
hubiera ocupado parte de la atmósfera interior, desplazando la sustancia vital.
Costaba un poco respirar, pero el avance lento del doctor permitía sobrellevar
el trayecto sin mayores preocupaciones.
Nos
acercamos a una puerta en la pared diestra del corredor y el hombrecito se
dispuso a encontrar la llave correspondiente. Mientras él se entregaba a
aquella tarea, yo me ocupé de evaluar el resto del camino por delante. Tan sólo
alcancé a notar una puerta en la pared contraria y un fondo del mismo color que
las paredes, lo que me sugería la existencia de un final o un recodo.
La
puerta se abrió con un silbido agudo y eso fue el detonante para que desde su
interior se alzara un rumor de mil voces. Me asomé al interior y allí había
alrededor de cincuenta personas amontonadas en un estrecho cuarto desnudo, con
apenas algunas alfombras gastadas en el suelo. Algunos yacían tumbados en las
alfombras, otros estaban recostados contra las paredes, otros pocos se
arrodillaban en un rincón, como brindando oraciones a alguna deidad. Al verme,
prácticamente todos los habitantes de la triste habitación se abalanzaron sobre
mí. Noté que, extrañamente, todos tenían libros en las manos. Cada uno portaba
un ejemplar distinto, y lo blandía como estandarte mientras vociferaba
intentando superar el volumen de voz de los demás. En apenas unos segundos,
había cincuenta personas con los ojos desencajados, las gargantas roncas de
tanto gritar, agitando los volúmenes en sus manos. El griterío incomprensible
tenía un único destinatario: yo. ¿Qué decían? Nunca supe. En un esfuerzo
sobrehumano grité al doctor con todas mis fuerzas que cerrara de una vez esa
habitación de los mil demonios. El anciano notó mi desesperación y se apresuró
a azotar la hoja de madera maciza, justo cuando uno de los individuos estaba
por cruzar el dintel. Junto al sonido metálico de la llave girando la
cerradura, se oyó un golpe seco contra la puerta.
—No se preocupe, mi querido señor V., estas
personas están acostumbradas al rechazo. Apenas lograron alcanzar un momento de
reconocimiento y ansían recuperarlo. No comprenden que el trabajo que pretenden
realizar es un arte complejo y requiere más de sabiduría que de fortuna. Algún
día llegarán a vislumbrar que sus caminos pueden tomar otra orientación.
Le
rogué que continuáramos el recorrido cuanto antes, para superar el mal trance.
Sin perder tiempo fuimos hasta la puerta que yo ya había divisado hacia la
izquierda del pasillo. El doctor la abrió. Sorprendentemente, no tenía llave.
Fue evidente lo que mis ojos inquirieron, porque enseguida agregó:
—A esta persona no hay necesidad de mantenerla
encerrada. De todos modos, nadie pretende acercarse a ella. Vale más que
cualquiera de los que vimos anteriormente, incluso más que todos ellos juntos.
Su lugar debería ser privilegiado, merecería todos los honores de sus
compatriotas, pero jamás ha logrado mayor atención que la de unos pocos
devotos.
La
figura que habitaba el cuarto estaba dignamente ubicada en un sillón tras un
escritorio sublime. Agitaba sus manos sobre el teclado como si se tratara de un
pianista profesional. Cada cierto intervalo se detenía para reflexionar
serenamente y continuaba con su tarea. No percibió (o no quiso percibir) que
estábamos observando.
El
doctor cerró la puerta con suavidad. Me miró con una sonrisa cómplice y retomó
su tambaleo hacia el final del corredor. Cuando llegó al extremo dobló a su
derecha y comenzó a descender unas escaleras similares a las que habíamos usado
para subir. Cuando llegamos al piso inferior, nos encontrábamos en un pasillo
similar al que había recorrido en un principio. El hombrecito avanzó decidido
sin decir una sola palabra, hasta que arribamos nuevamente al hall de ingreso.
Allí me encaró, fijó el ojo en mi rostro y preguntó:
—¿Listo para el final del recorrido?
Dudé por un segundo. No estaba seguro de qué sucedería cuando
completáramos el inesperado itinerario. Acepté. Quise saber qué otras personas
estarían aun dentro de aquella mansión. Sin embargo, una pregunta me aquejaba
casi desde el comienzo. La solté antes de que el viejito se diera vuelta y
retomara su deambulación.
—Sí, lo sé. Al principio le dije que todas estas
personas eran completamente libres de escapar cuando quisiesen. Pero no le
mentí. Es cierto que la mayoría está “encerrada” en las habitaciones, pero este
racimo que usted ve aquí tiene una copia exacta, cada una de las llaves que
abre las habitaciones se encuentra a la vista de cualquiera de sus residentes,
en el interior de cada cuarto. Ellos sólo pueden abrir y cerrar sus
habitaciones, y claro está, si uno solo escapase y encerrara al resto,
podríamos volver a hacer una copia de la llave faltante. ¿Por qué, entonces,
ninguno ha decidido marcharse? Tal vez usted pueda dar con la respuesta. Hasta
el momento, nadie lo ha logrado.
¡Venga, sígame!, vamos al lugar más importante de
todos.
El
hombrecito empezó a trepar –literalmente– por una de las escaleras centrales,
al subir los grandes escalones que se curvaban hacia el final debía
ayudarse necesariamente con sus manos. Lo seguí, sin imaginar cuál era el
secreto que me había reservado el doctor para el final.
Cuando
terminamos de subir la escalinata, nos encontramos frente a un espacio inmenso,
amplio. El centro de la sala estaba despejado, apenas con dos grandes mesas de
madera oscura y fuerte. Todo alrededor, las paredes estaban forradas de
estanterías, repletas de libros: volúmenes encuadernados en telas, pieles,
cueros y otras coberturas inexplicables. También había estanterías atestadas de
papeles sueltos, otros cosidos con una tapa improvisada de cartón. Por donde
uno mirara, cada centímetro cuadrado de las paredes –desde el suelo hasta el
techo– estaban ocupadas por algún tipo de compendio de hojas. Miré azorado al
doctor, preguntándole de qué se trataba aquello.
—Mi querido señor V. Esta es mi biblioteca. Aquí se
encuentra todo lo que los habitantes de esta casa han escrito alguna vez. Desde
que la casa existe –se han perdido los registros de su fundación– se han ido
acumulando las producciones de todos los residentes que han pasado alguna vez
por aquí. Están las hojas escritas, tachadas, reescritas, borroneadas,
abolladas de los que vimos en la primera sala; también puede ubicar por aquel
costado los originales rechazados y desaprobados una y otra vez por los miembros
de la segunda habitación. En ese rincón se van apilando las copias de los
moradores del tercer cuarto. Más acá podrá encontrar el trabajo producido por
los sucesivos ocupantes de la cuarta estancia.
El
doctor se refregó los ojos. Noté que en el movimiento casi desprende el ojo
falso y tuvo que rectificarlo con un golpe de muñeca. Es algo frecuente –en los
que han usado prótesis largo tiempo–, olvidar que la llevan puesta y realizar
un movimiento que puede desprenderla de su ubicación. El hombrecito no se
inmutó. Acomodó el ojo con total naturalidad y luego tomó una pequeña llavecita
de su manojo. La separó del resto y me tendió la mano.
—Tome, es para usted. Le dije que el azar no era la
razón de su presencia aquí.
La agarré sin demasiado convencimiento. Yo seguía sin saber muy
bien qué hacía ahí, por qué todas las personas que había conocido estaban
viviendo en aquel misterioso palacio (si es que realmente confiaba en la
palabra del doctor y no estaban encerrados contra su voluntad), ni tampoco qué
debía hacer con esa llavecita que acababa de entregarme.
—Con esa llave puede abrir uno de los cajones que
se encuentra en la mesa de la izquierda. Adentro va a encontrar un sobre con su
nombre. Ábralo, allí encontrará el resto de las instrucciones. No se preocupe,
usted está más que preparado para lo que debe hacer. Buena suerte, mi querido
señor V.
Casi como hipnotizado, me acerqué a la
mesa, probé en el primer cajón. No funcionó. Probé el segundo. Tampoco. El
tercero, el último, sí abrió. Adentro estaba el sobre con mi nombre. Lo abrí,
saqué una hoja de papel doblada en tres partes. La desplegué. Allí no había
ninguna inscripción, tampoco del reverso. Me di vuelta al tiempo que le pedía
explicaciones al doctor. El hombrecito ya no estaba. ¿Cómo podía haber
desaparecido tan rápido sin que me diera cuenta? El ruido que hacía al caminar
lo hubiera delatado. Quise bajar por las escaleras, pero en el lugar donde
habían estado ahora se levantaba una pared repleta de libros y papeles, tal
como la de los otros muros. Recorrí cada rincón del inmenso salón. No había
forma de escapar. Solo libros y papeles, papeles y libros. Empecé a tirar
estantes enteros al suelo, buscando una puerta secreta, un pasadizo que me
permitiera huir de aquel lugar. Me desesperé al descubrir que tras los
ejemplares había otros y otros, y en cuanto me daba la vuelta para intentar en
otro costado de la sala, los que había tirado previamente se habían vuelto a
ubicar mientras me encontraba de espaldas. Finalmente, desistí, me acomodé en
un rincón de la sala a llorar y rogué a todos los santos que las personas que
me habían querido atrapar en un primer momento, me encontraran. ¿Cómo lo
harían? No estaba seguro, pero su obstinación en atraparme era mi secreta
esperanza.