La coca, la carne y el fuego - Francisco Vanrell
Todos saben quién fue Isabel Sarli, aunque pocos realmente saben de ella
más que los rasgos esenciales que enseña la mitología argentina: cuerpo
voluptuoso, desnudos provocativos, cines subterráneos y una moral controvertida.
Confieso que en mi caso, prácticamente no conozco nada de ella ni soy un
fanático admirador de sus películas, y es que, en realidad, poco importa en
este caso la vida personal de la actriz. No estamos buscando desentrañar la
esencia de la Coca.
Una noche como cualquiera, haciendo zapping (la triste condición del consumidor modelo de la cultura y el espectáculo del siglo XX-I), el canal antes conocido como INCAA TV y que ahora se llama Cine.ar –luego de una reestructuración (eufemismo de vaciamiento) violenta de los sistemas de medios públicos, que arrasó hasta con los nombres– presentaba a sus televidentes una película protagonizada por Isabel Sarli y Armando Bó, a su vez director del largometraje y amante (en la ficción y en la realidad –aunque nunca consumaron el matrimonio legal–) de la Coca.
La película (Fuego, 1969) estaba empezada y como pude averiguar después, en una re-visión, me había perdido un detalle crucial del inicio de la historia. En el momento en que yo la comencé a ver, todo encajaba en el mito de la Coca: una historia sin demasiado argumento, para dejar que se luzca el cuerpo voluptuoso de la actriz en desnudos provocativos, moralmente controvertidos (en la época de su producción original, pero también entre un gran público contemporáneo: los tilingos y los pacatos se reproducen a tasas preocupantes) y destinado a la intimidad de cines subterráneos o la intimidad más íntima de la casa y el televisor.
Pero lo que en un comienzo parece una superficial historia erótica de un hombre voyeurista que se enamora de una mujer exhibicionista (tal para cual), se va convirtiendo en una compleja situación en la que por debajo de la carne de la Coca, se cuece un estofado (perdonen la vulgaridad de la imagen) que se promete denso de digerir.
Carlos
(Armando Bó), el ‘hombre que mira’, se enamora de Laura (Isabel Sarli), ‘la
chica que muestra’. En un principio, Laura parece tener tendencia a mostrarse
por demás y a cualquiera, aunque es Carlos el único que realmente la ve.
Él es el único que traspasa la imagen pública y púbica de Laura, encontrando en
esa mujer una compañera que pretende para siempre. Carlos se enamora y la
convence de que se case con él. Laura duda, intenta evitarlo. Pero ella no se
resiste por falta de amor hacia él sino porque en su interior esconde un fuego inextinguible.
Laura es una
mujer insaciable. Su deseo la excede, su cuerpo la excede. Se entrega, sin más,
a la mirada, al tacto, al cuerpo de otros. No lo hace con malicia, no lo hace
por motivos perversos, no lo hace siquiera por placer. Es su trágica condición.
Laura sufre al saberse amada por Carlos, quien no la condena, sino que pretende
redimirla, “curarla”, salvarla de ella misma. Pero todo lo que intenta fracasa.
Una y otra vez Laura se enreda en relaciones casuales con otros hombres. La
culpa la carcome al acabar.
Laura intenta
que Carlos la deje, que se separe de ella, que la odie, que la libere de la
culpa. Pero él está enamorado y sabe, entiende que su mujer está enferma y
necesita ayuda. Busca una respuesta en la psiquiatría tradicional, pero no hay
en ella una solución. El médico que la recibe en Bariloche (también un
visionario para los paradigmas de la época) reconoce en su paciente un
trastorno psicológico y no un descaro transgresor. No sabe cómo ayudarla, o más
bien no tiene cómo ayudarla y recomienda a la pareja que visiten los Estados
Unidos en procura de una atención de primera calidad. Sin embargo, al regreso
retorna la decepción: Laura sigue actuando como siempre. Nada parece apagar su fuego. Lo que la película presagia, y
hoy se estudia en el campo de la salud mental, es que los trastornos de
bipolaridad y la compulsión sexual parecen ir de la mano. Los períodos de
excitabilidad (episodios maníacos) pueden conducir a la hipersexualidad y una
vez alcanzado el clímax, son seguidos de cuadros de una profunda depresión,
sentimiento de culpa e impulsos autoflagelantes que, incluso, llevan al deseo
suicida.
Carlos sabe
que su mujer sufre. Laura insiste en que debe dejarla, en que ella debe morir.
Pero Carlos no se separará de ella, aprenderá a convivir con su condición,
intentará acompañarla. Sin embargo, un nuevo conflicto se suma a la trama (este
es el hecho que no había visto en mi primera vez con la película).
En el comienzo de la historia, Laura se está bañando a orillas del lago acompañada de su mucama. Andrea acaricia las piernas de Laura. A la distancia, Carlos observa. Carlos desea. Carlos se enamora. Con el tiempo, durante la convivencia de la pareja, Carlos descubre que la sirvienta de su mujer también está enamorada de ella. Pero Andrea no actúa como el marido, sino que toma ventaja de la situación de su ama para abusar de ella.
Al terminar
la película saboreo la sensación de haber destruido un mito: sí, Isabel Sarli
está desnuda. Sí, hay escenas eróticas. Sí, la película es provocativa y
controvierte la moral, pero lo que en el mito es un rasgo convencionalmente
negativo, se vuelve particularmente positivo. La película nos obliga a repensar
(ayer y hoy), a comprender las (sin)razones que llevan a actuar así a esa mujer
que no puede controlar su deseo, las razones que pretende encontrar ese hombre
(aunque no logre ayudarla) y la relación que desencadena un final a la altura
del espíritu trágico de toda la historia.
De todos
modos y a pesar de todo, Carlos y Laura siempre serán amantes.