La caída - Philipp Edling

 

   Repasamos por enésima vez la lista.

   —¿Con Matías qué había pasado?

   —Está alejado, no contesta los mensajes, no habla con ninguno de los nuestros.

   Traidor. Uno más. Leí por lo bajo y sin detenerme algunos nombres cuyas historias ya conocía.

 

   —¿Lucas Racedo?

   —Con los hip-hoperos. Alvarado lo encontró hace unos días haciendo beatboxing con otros pibes, en la calle. Cuenta que quiso saludarlo y el idiota fingió no haberlo visto.

   Durante las últimas semanas, el análisis de la nómina de personas que se había distanciado del grupo se había convertido en una constante. La rutinización de la tarea no resultaba nada placentera, pero pensábamos que cuanto menos extraeríamos de ella algún tipo de conclusión o aprendizaje. Lo cierto es que las circunstancias nos obligaban al ejercicio: mucha gente nos había abandonado en poco tiempo. La guerra, por decirlo de algún modo, se estaba perdiendo en cada uno de los frentes. Algunas deserciones venían acompañadas de intentos de argumento –falaces, sin excepción–, otras asumían una forma violenta o espectacular. La mayoría de los cobardes preferían simplemente alejarse paulatinamente, sin emitir palabra y evitando en adelante cualquier tipo de contacto con su otrora familia, con la hermandad que les dio lugar, con la tribu que tan desinteresadamente les brindó cobijo.

   Llegaron las ocho de la noche y Martín, mi vicepresidente, reunió sus prendas de vestir y algunos papeles con notas en su mochila.

   —Mañana no vengo, me voy a juntar a estudiar para el final de la semana que viene.

 

   Ya lo sabía, no podía objetarle nada, a fin de cuentas su lealtad no podía ponerse en cuestión. No quise, sin embargo, mostrarme débil y gruñí, a modo de rezongo, pero aprobando tácitamente. Así lo entendió él, nos saludamos y se fue. La sede central quedó vacía, a las ocho de la noche de un viernes. La simple formulación del pensamiento me hirió. Seis meses atrás, en el mismo horario, la sala estaba colmada, éramos entre treinta y cuarenta personas –porque fuimos selectos con las invitaciones– debatiendo actividades, enseñándonos pasos de baile, poniéndonos al tanto de las tendencias mundiales de la moda. Alvarado había movido algunos hilos y teníamos reservado un salón muy exclusivo para la fiesta de fin de año. Estábamos muy motivados con la organización, todo tenía que salir perfecto, como en definitiva sucedió.

   El panorama era ahora diametralmente opuesto. Ordené el escritorio con displicencia, cerré la ventana y pasé a la cocina. Mamá cocinaba milanesas. Me puso a corriente.

 

   —Son de pescado.

 

   ¿Es que todo en este mundo se va al demonio?

  Pasada la medianoche me encontré con Clara, Gabriel, Pablo, Martina y los hermanos Guerra en la heladería del paseo de compras. Hablamos de las perspectivas de la noche, de eventos sociales cercanos, de los desertores. Yo tomé un milkshake de frutilla y callé en buena parte de la conversación. Creo que buscaba infructuosamente darme a mí mismo una tregua por algunas horas. Paseamos por el paseo de compras durante un rato, en el que se nos unieron Alvarado, Lucila y Camila, quien parece haberme superado por completo. Había logrado desarrollar algún atisbo de alegría hasta el momento en que la vi acercarse. Con Camila me sucede algo parecido a lo que me pasa con el grupo: en el momento en que estaba en la cúspide, no lo disfruté como la ocasión ameritaba. No sé si estaba buscando glorias mayores, mayor reconocimiento, ser más grande aún, más idolatrado. Me olvidé de cosechar los frutos de mi siembra. A Camila ni siquiera la quería, o eso pensaba yo. Estaba con ella porque me pareció la opción más viable en función de mi posición de presidente del grupo. Es una chica desenvuelta, que estaba bien vista, que era reconocida por una larga lista de virtudes al interior de la tribu. Formábamos una buena pareja. Además es muy linda. Pero no disfruté los momentos con ella como podría haberlo hecho, desperdicié el potencial que ella traía hacia mí, en términos estrictamente personales. Estaba en la cima, y en esta cima no cabíamos los dos. La descarté cuando me di cuenta de que podía estar con quien yo quisiera. Hoy paso mis días acordándome de otros días mejores. Como esa tarde en la sede central en los que Camila vino a abrazarme contenta porque había conseguido que los padres la dejaran irse conmigo de viaje por el fin de semana a visitar a colegas del interior de la provincia.

   —Hola, Camila.

   —Hola. ¿Cómo estás?

  

   Era la pregunta menos inquisitiva de la historia. No le interesaba nada de mí.

   —Bien; bueno, con todo esto, ya sabés.

   —Sí...

 

   “Sí”. Dos letras. Eso le importo yo, los problemas a los que me someto por ser la cabeza del colectivo. Ni siquiera mostró esfuerzo en consolarme o atenuar mi evidente congoja.

   Terminamos tomando algo en Kyoto, cerca de la peatonal. Alvarado pasó parte de las últimas novedades: dos pérdidas en manos de los skaters, otras dos hacia una nueva corriente gótica; Lionel Vivas se había escudado en su entrenamiento de gimnasia artística, Mariana Ramírez no respondía las llamadas. Lucas Racedo, como me había adelantado Martín, se estaba juntando con raperos. El grupo se enfocó rápidamente en el ataque inmisericorde a los implicados. Yo me abstraje involuntariamente por unos instantes, preguntándome por los motivos de sus alejamientos. Era una pregunta que formulaba incansablemente cada día y que respondía muy diversamente en cada ocasión. Me interrogué acerca de posibles fallas en la formación de los integrantes del grupo en tanto tales. Podía –aunque no sin un gran esfuerzo empático– entender la huida de ex compañeros hacia grupos con algún tipo de puntos de encuentro con el nuestro. Me resultaba totalmente inconcebible, por el contrario, el pase desde un colectivo de nuestras características al obtuso mundo del skate, si es que puede considerarse como tal a un hobby sin una dimensión filosófica coherente y lleno de definiciones estéticas vagas y mal construidas. ¿Qué pasaba por la cabeza de Lucas, el mismo Lucas que me dijo que iba a apoyar mi candidatura a la presidencia, que se interesaba en difundir nuestras actividades en cada barrio -en los barrios en los que no se nos agredía ni se nos rotulaba de homosexuales-; ese Lucas tan lleno de ganas de hacer y de ser? ¿Cómo encontraba espacio su espíritu entre los lugares comunes que plantean los pantalones anchos, las gorras de equipos de básquet hacia el costado y las palabras violadas en su tónica? A eso de las tres me levanté de la mesa. Le dije al grupo que estaba cansado y que tenía cosas que hacer a la mañana siguiente. Algunos lamentaron que tuviera que irme, otros me pidieron que me quede un rato más. Camila ni siquiera me miró.

 

   El sábado me contacté con los presidentes del colectivo en otras ciudades de la provincia. Sin excepciones, el escenario se repetía en los cuatro puntos cardinales. Como figura fuerte a nivel regional, fui consultado sobre líneas de acción y métodos para controlar el éxodo de las bases. Poco pude sugerir: me limité a aconsejar el seguimiento personalizado de cada caso para poder actuar con el criterio correcto en cada uno. Incité a la utilización de un mensaje fraternal, que interpele la memoria afectiva de quienes podrían estar evaluando abandonarnos. Les hablé con una convicción que no estaba seguro de seguir teniendo dentro mío.

   Dediqué el resto del día al montaje de una presentación de fotografías en las que se repasaban algunos de los momentos más gloriosos del grupo: el día que nos establecimos como tal, los primeros encuentros, las actividades que nos consagraron ante la comunidad toda como a una cofradía con identidad propia. En las fotos se podía ver la evolución de nuestra imagen, el crecimiento de las convocatorias, lo variado y rico de nuestras intervenciones artísticas. Experimenté una larga serie de emociones durante la composición: nostalgia, añoranza, cariño, orgullo, resentimiento. Y vergüenza. Vergüenza del presente con el que me sentí en deuda, vergüenza de ser testigo del derrumbe y no saber cómo detenerlo. Lloré. Lloré y entre las lágrimas me juré a mí mismo que no iba a resignarme.

   No soy estúpido. Sé que hay grandes chances de que en el corto plazo todo lo que hemos construido se vaya por tierra. Entiendo la lógica de las dinámicas sociales lo suficiente como para admitir la posibilidad de que nuestro grupo, nuestros ritos, nuestra cultura, no sobreviva al paso del tiempo. En definitiva nada eterno puede ser edificado por seres tan poco eternos como nosotros. Pero me niego a ser cómplice de la caída de una identidad en la que me siento contenido: si no puedo prometerle inmortalidad, al menos procuraré postergar su deceso tanto como me sea posible.

   Con la presentación de fotografías buscaba un golpe de efecto. Decidí esa noche convocar a una reunión plenaria de carácter extraordinario para el día lunes. El estado crítico del colectivo, que a nadie se le escapaba a la vista, lo ameritaba. Un encuentro masivo nos permitiría afianzar lazos, podríamos disfrutar de nuestras actividades habituales y mi intervención a través de las fotos y de la palabra nos daría un norte al cual dirigirnos. Un norte de unidad, de conservación, de resurgimiento.

 

   El día siguiente mi mamá decidió limpiar la habitación donde funciona la sede central y no tuve más remedio que trasladar las actividades gerenciales a mi dormitorio –no sin antes discutir con ella la pertinencia y la oportunidad de sus acciones–. Desde allí envié las invitaciones correspondientes a la actividad del día siguiente, de modo que todo miembro quedó notificado. El lenguaje utilizado en la  invitación distó mucho del reproche o de la retórica insegura; opté por apelar a la simpatía y a la esperanza de que sería un encuentro lleno de gozo y armonía. Cuando al mediodía fui llamado a comer y en mi plato se me presentó una milanesa, sitiada por una guarnición de ensalada rusa, me asusté.

   —¿De pescado otra vez?

   —No. De carne.

 

   Sentía cómo todo se ponía nuevamente en su lugar.

 

  Por la noche hablé con Martín, mi vicepresidente. Dijo estar muy enfocado en el estudio, por lo que descartó mostrarse en la sede durante la jornada del lunes, pero confirmó su presencia en la reunión de la noche. Parecía haber entendido el sentido de mi estrategia. Me sentí orgulloso del equipo que formábamos, recordé todo lo que habíamos transitado juntos y lloré por segunda vez en el día. Mientras lo hacía, mamá entró a la habitación para decirme que la sede central ya estaba libre e higienizada. No estoy seguro de las conclusiones que habrá sacado, pero no podía ocuparme de ellas en ese momento.

 

   El lunes fue un día dedicado a la planificación del evento. Tuve que redoblar esfuerzos por la ausencia de Martín, al menos hasta que Alvarado y Lucila llegaron a media tarde a darme una mano con la música y la decoración de la sede. Luego de una ardua negociación, mi madre aceptó proveernos de comida para la reunión: preparó una buena gama de canapés y repartió en varias fuentes algunos pedazos de pizza cortados en trozos chicos. Traté de esbozar un esquema mental de mi actuación durante la noche: qué palabras diría, con qué tono me dirigiría a mis compañeros, a qué personas debía interpelar con tal o cual mensaje.

   La cita era a las ocho. A las ocho y cuarto, solo Lucila y yo estábamos en la sede. Alvarado había ido a su casa a bañarse y aún no había regresado. Lucila me miró con aprehensión.

   —¿Deberíamos preocuparnos?

   —No. Nadie quiere llegar temprano, es parte de nuestra mística. Ya van a venir.

 

   Pero estaba preocupado.

 

   A las ocho y media Alvarado había vuelto y Martín hizo su aparición. Lo noté decaído, le pregunté si estaba bien y ante su afirmativa decidí que el estrés previo al examen final debía de tenerlo a mal traer. Le dije que se relajara y que disfrutara la noche.

   Hacia las nueve y veinte de la noche éramos nueve personas las reunidas y nada sugería que fueran a presentarse otras más. Los hermanos Guerra habían sido los últimos en llegar, luego de Clara, Martina y Camila, que estaba más linda de lo que nunca la había visto.

   El ánimo no era el esperado en el grupo y yo me esforzaba en que mi cara no reflejase las sensaciones que me recorrían por dentro. El encuentro había sido llamado a ser convocante y refundacional, pero hasta la comida era demasiado abundante para la asistencia -cuestión que mamá no dejó de señalar más tarde. Durante un rato evitamos conscientemente el tópico de las ausencias y las deserciones y hablamos de música, ropa y accesorios de vestuario. Escuché sin quererlo –o al menos no quería escuchar eso– cuando Camila le contaba a Clara que estaba saliendo con Xavier, un hipster imbécil que no podría distinguir el rock psico de la neopsicodelia. Busqué la complicidad de Martín en algunas ocasiones, al intercalar un comentario gracioso o esclarecedor en la ronda de charlas, pero él no captó mi intención, o bien esquivó el pase. Lo veía mal y se me ocurrió que era un reflejo de lo que yo podía estar irradiando como su líder y compañero. Decidí que era momento de actuar.

   La presentación de fotos tuvo un éxito limitado. Como casi todos los asistentes sabían de su existencia, no hubo factor sorpresa, aunque sí algunas risas y suspiros aislados. Alguien aplaudió al final y una o dos personas más lo replicaron brevemente. Y yo decidí que era momento de hablarles. Lamenté, primeramente, la cantidad de asistentes. Hablé de la importancia de convocar a los pares, de recordarles lo que nos une y de hacer énfasis en la relevancia de la presencia incondicional en colectivos como el nuestro. Dije también mucho sobre nosotros, lo que somos, lo que aún somos, lo que no somos y son los demás; lo que los demás quieren que seamos y no somos ni queremos ser. Les hablé de nuestra identidad, de nuestro pasado y de nuestro futuro; de nuestro mandato. De los momentos dorados y de las dificultades, de la necesidad de mantenernos unidos en todo momento. Dejé caer algunas lágrimas sobre mis mejillas, más que nada como un recurso extra-discursivo para afianzar la naturaleza emocional del mensaje.

   Me gustaría poder decir que mis interlocutores recibieron el mensaje como yo lo esperaba. O al menos que las condiciones del auditorio fueron las suficientes para que el mensaje sea debidamente transmitido. Pero no fue así. Para empezar, algunos de mis compañeros hablaron entre ellos durante buena parte de mi intervención. Más de una vez escuché deslizarse bajo mi propia voz el nombre “Xavier”, proveniente de la boca de Camila. Tuve que pedir tres veces silencio. Martín fue al baño en dos ocasiones en un período muy corto, lo que me quitó el respaldo simbólico de su presencia a mi lado. Mi madre entró a la habitación a mitad del discurso para preguntar si teníamos suficiente Coca Cola. Hacia el final, vi a Martina bostezar largamente.

   Mi ánimo estaba por el suelo cuando mis compañeros comenzaron a retirarse. No pude dedicarles despedidas de contenido motivacional como las que había pensado, ni pautar una próxima reunión para planificar actividades. Hacia las once y media, los hermanos Guerra se despidieron tímidamente dejándonos solo a Martín y a mí en la sala. Me serví un vaso de Coca Cola, suspiré y le dije que las cosas no habían salido como esperaba.

   —Al menos estamos acá vos y yo, como siempre, el dúo infalible.

 

   Le ofrecí el vaso para que tome. Lo rechazó, en cambio, me miró a los ojos.

 

   —No voy a venir más. Lo estuve pensando: ya no me identifico con las causas, no me divierto cuando nos juntamos; estoy escuchando otra música, conociendo otra gente…

   —Martín, vos no...

   —Disculpame. No es con vos. Ojalá algún día lo entiendas.

 

   Escuché como Martín se despedía de mamá antes de identificar el sonido de la puerta de calle cerrándose a su salida. Mamá, tan ignorante de todo lo que estaba sucediendo, le ofreció parte de la pizza sobrante, que él rechazó.

   Pasé la noche consternado. La sorpresa me impedía al principio sentir indignación o angustia. Más tarde, una palabra se formó nuevamente frente a mis ojos cerrados: traición. Traición. Una vez más, pero como nunca antes. Por mi cabeza pasaron todas las hipótesis de futuro. Pensé en renunciar, en distanciarme, en dejar de prestar mi casa para las actividades de la tribu. Pensé en promover un acercamiento de nuestra identidad hacia tendencias más frescas, que la doten de una nueva vitalidad, aún a costa de abandonar algunos de nuestros principios originarios. Evalué también una persecución despiadada de Martín y de los demás pusilánimes desertores, pero sobre todo de Martín.

   Decidí, al fin, que seguiría con mi barco hasta donde el mar quisiera mantenernos a flote, ahogándome con él llegado el momento. He decidido ser el mártir de esta historia.