Los patos - Juan José Guerra

 

   Un día vinieron los operarios al campo de Paredes y empezaron a trabajar. Trajeron los materiales en un camión y estuvieron, lo menos, 16 horas dándole. Cuando se fueron, el caño se extendía hasta la laguna. Al día siguiente, empezó a desagotar la mugre, fuera de la vista del mundo. Durante los primeros 7 días me escabullí hasta los bañados del campo de Paredes y observé cómo iba cambiando el color del agua. Había ahora un olor como a quemado; el líquido espeso que desagotaba en la laguna venía caliente. Como si se estuviesen quemando unas ruedas de goma o una plancha de poliuretano. Claro que no podría determinar el olor exacto que despide una plancha de poliuretano cuando entra en combustión, pero les puedo asegurar que el olor que se sentía en el campo de Paredes tenía algo de ese olor desconocido que les trato de mentar. Había, además, una revolución de mosquitos, tábanos y patos. Los patos repicaban inútilmente esos cantos o graznidos idiotas que los caracterizan y por los cuales han recibido, con justicia, el epíteto de “tarados”. Sin embargo, lo que presencié en aquella ocasión fue el perfeccionamiento de la estupidez, aquello fue llevar la taradez a un grado hasta ese momento desconocido, no considerado posible. Asunto que los patos que ocasionalmente acudían a la laguna –puesto que había otras dos lagunas en el mismo campo, de tan grande– se daban típicos baños de patos: nadaban sobre la superficie del agua con esa pose característica según la cual parecen no estar haciendo esfuerzo alguno por avanzar, y en un momento frenan y sumergen su cabeza –solo su cabeza– repetidas veces en el agua, y al sacarla la agitan de un lado a otro con una velocidad que produce el típico sonido de pato secándose la cabeza, para luego proseguir con su calmo, inaparente desplazamiento. Pues bien, asunto que los patos, en esta fatídica ocasión, habían decidido chapotear en el sector más mutante de la laguna e incluso, con horror lo comprobé, disfrutaban sobremanera de colocarse bajo el chorro que aquel caño maldito vertía sobre el espejo de agua. Se ubicaban en el espacio exacto en que el chorro caía, como si se estuviesen pegando un baño pero ya no para limpiarse sino, incomprensiblemente, para ensuciarse. La misión última y absoluta de esa conducta –tan idiota que redefinió los parámetros de la idiotez– era la de quedar hechos una roña.

   Esa tarde regresé al rancho un tanto aquejado por las imágenes de las que había sido espectador. Como desde la aparición de los operarios, y más ahora que era testigo único de sucesos tan descabellados, decidí no contarle nada a mi señora. En la cena, primero, y en la cama, después, me mantuve en silencio, absorto, pensando únicamente en regresar el día siguiente a la laguna para observar la conducta de los patos. Miraba el techo, acostumbraba la vista a la oscuridad y al discernimiento de los colores de la penumbra, mientras mi esposa dormía con el cuerpo levemente inclinado hacia mí, rozándome el costado izquierdo desde las costillas hasta las piernas. Era una noche templada de noviembre, por lo que ese contacto casual, producto del estado de sueño de una de los dos involucrados, provocaba en el otro crecientes síntomas de sofocamiento. Busqué moverla, pero sin éxito; me pareció emprender un trabajo inútil, así que desistí y me resigné a dormir con toda una parte de mi cuerpo sudando y la otra acalorada. Miré hacia la ventana y sentí que nada, ni siquiera una brisa repentina, iba a venir en mi ayuda. Pensé en la muerte. No en la mía, sino en la muerte como algo general o como la suma de todas las muertes de las que me he enterado. Luego me dormí, húmedo e inmóvil.

   Para mi sorpresa, al día siguiente los patos demostraron un comportamiento de lo más habitual, sin rastro alguno de extravagancia. Decidí esperar –aquel día, además, mi trabajo habría sido mucho en el campo de Paredes, de manera que mi ausencia en casa debía ser proporcional y razonable. Durante horas estuve sentado entre la hierba en aquel sector de la laguna olvidado del mundo. Era difícil afirmar que alguien, además de mí, y exceptuando a los operarios de reciente visita, alguna vez hubiese pisado ese lugar. Disfruté de la tranquilidad, hice avistaje de aves, dormí una siesta e incluso me detuve a contemplar el atardecer: humilde y bello como todo atardecer en la pampa. Para cuando recuperé la consciencia de mi propio cuerpo, la luz ya era casi nula y en el cielo la luna parecía simplemente una uña cortada, el reborde blanco de una uña que ha sido cortada. Emprendí el regreso, un tanto decepcionado de mis investigaciones de aquel día en lo que concernía a los patos.

   La tarde siguiente mi desconsuelo fue aún mayor. Los patos no solo no realizaron ninguna actividad anormal, sino que esta vez ni siquiera parecieron esforzarse por ocultar su lado desconocido. Surcaban la laguna, agitaban sus alas, se procuraban alimento, bañaban su cabeza, copulaban, graznaban; todo lo hacían con una naturalidad que estremecía. Si la tarde anterior entendí que fingían la normalidad a causa de mi presencia, esta vez empecé a dudar de lo que había visto en aquella primera ocasión. ¿Podía ser que lo hubiese imaginado todo? Y si era así, ¿qué indicaba acerca de mí el hecho de que imaginase escenas de ese tipo? No, en verdad no podía tratarse más que de una maestría para aparentar. Ellos sabían de mi presencia y por lo tanto pretendían no mostrar lo que eran en realidad. Pero, ¿por cuánto tiempo podrían prolongarlo? ¿Por cuánto tiempo reprimir sus deseos y pulsiones? Esperé todo lo que pude, alterado, enfadado, mientras los patos nadaban en su más llana idiotez, iguales a sí mismos.

   Ese atardecer tomé el camino de regreso más largo. Pasé por el pueblo y entré al locutorio de Cachi. “Una máquina”, le grité ante su asombro. Puse en el buscador “patos+conductas+extrañas”, pero lo único que salió fueron páginas que hablaban sobre prácticas sexuales extrañas. En uno de los sitios se mencionaba el tamaño del pene del pato zambullidor. ¿Eran patos zambullidores los que había visto? ¿Eran, para ser más preciso, oxyuravittata? ¿Tenían pico azul, cabeza negra, pelaje marrón? ¿O tenían pico y cabeza parduzcos, franjas blancas en el cuello? A pesar de mi trabajo de campo, no había reparado en este tipo de datos tan importantes en la tarea de cualquier naturalista. Mi impericia era grosera; mi distracción, imperdonable. ¿Cómo podía establecer el desvío de la norma, “lo extraño”, si no sabía ni siquiera de qué clase de patos se trataba y, por lo tanto, la normalidad de esa clase específica de pato era inaccesible para mí por cuanto no sabía de qué clase se trataba? Maldije mi falta de concentración, al tiempo que desestimé el dato del pene monstruoso. Tampoco sabía si calificar de práctica sexual extraña a lo que había visto. No había registrado ningún momento en que los patos, luego de bañarse bajo el chorro de mugre, hubiesen realizado algún movimiento de índole copulativa, aunque sí copularan en otros momentos. Antes bien, el baño era un acto individual para el que se turnaban; formaban fila a la espera cada uno de su momento, pero respetando el lugar del que todavía se removía bajo el chorro. A menos que constituyese una novedosa práctica de onanismo, no pareciera tener efectos rápidamente sexuales.

   ¿Era un ritual? ¿Una ceremonia? ¿Una preparación para algo posterior? ¿Un augurio? Busqué todas esas posibilidades en internet, pero ninguna me trajo respuesta. Volví a casa y mi señora había preparado sopa. Como no tenía hambre, aduje cansancio por la jornada laboral y me fui directamente a la cama. Tardé horas en dormirme. Simulé hacerlo cuando ella se acostó, pero me dormí mucho después, cuando empezaba a clarear pero aún no había terminado la noche. Pensaba en que el enigma no podía estar relacionado con la sustancia que el caño vertía en la laguna. Habría sido demasiado simple. Tenía necesariamente que ser otra cosa. ¿Pero qué?

   El cuarto día amaneció caluroso y de a poco se fueron formando unas nubes espesas en el horizonte. Decidí dedicar la mañana a labores en la casa. Arreglé una pérdida de agua en el baño y corté leña para el invierno. Hacia el mediodía, la tormenta se había instalado sobre nosotros. Mi señora preparaba un tuco para el almuerzo, con esa paciencia y meticulosidad que tiene para cocinar la salsa que acompaña los fideos. El olor a cebolla, morrón, ajo y especias mezclados con el puré de tomate recorrió la casa desde las 11 de la mañana y se esparció incluso hasta el taller donde yo trabajaba la madera. Nunca entendí si la larga cocción era un requisito indispensable para la preparación del tuco, de manera que este tuviese un sabor más especiado, o si se trataba de uno de los modos de ocupar el tiempo que tenía mi señora. Porque, en caso de no invertir esas horas en la elaboración del almuerzo, ¿qué otra cosa haría? Ella nunca tuvo intereses que trascendieran las tareas del hogar. Ni siquiera le interesaba la vida social y apenas si recibía alguna noticia de nuestra hija, hecho ante el cual no mostraba mayor efusividad cuando sucedía. Por las noches, el control remoto recaía en mí y ella acataba todas mis decisiones. No parecía importarle. De más está decir que nuestra conversación era casi nula, pero no porque la hubiésemos perdido por apatía, sino porque nunca la habíamos tenido. Su mutismo no era signo de enojo o desamor; antes bien, era la naturaleza de su comportamiento. Pedirle otra cosa habría sido injusto, por cuanto nuestro contrato doméstico nunca había incorporado una cláusula que obligase a los firmantes a mantener una conversación fluida. De ninguna manera, entonces, podría haberla interesado en el tema de los patos. Habría sido un exabrupto, un acto de impulsividad ridículo y fuera de lugar.

   Después del almuerzo, el ambiente se había vuelto sofocante pero la lluvia no terminaba de formarse. De pronto, entre la oscuridad de las nubes de color gris azulado, se filtraba un haz de luz que doraba la cresta de Petiso, nuestro caballo viejo. Un espécimen que en sus años mozos había causado furor en las jineteadas, pero que ahora apenas si se movía unos pocos pasos para recibir el alimento. En ocasiones teníamos que proporcionárselo con nuestras manos, formando un cuenco con la palma, porque el Petiso permanecía quieto. Acaso padecía un cuadro depresivo o tal vez había perdido el placer de comer. Aquel mediodía la luz se posaba sobre sus crines y luego se apagaba, tapada por el movimiento de las nubes. La misma secuencia se repitió durante unos minutos, los que pasé observándola mientras intentaba decidir si había en aquello algún signo a descifrar.

   Cuando nos acostamos a dormir la siesta, el cielo se descargó sobre la tierra. Llovió con tal intensidad que parecía no iba a amainar. Dormité unos segundos y, en ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia, imaginé que la laguna se desbordaba hasta formar extensos canales en las ocho direcciones cardinales. Los patos remontaban los ríos recién formados y se desperdigaban por los campos de la zona como turistas primerizos. Pero unos días después –el tiempo pasaba velozmente en el sueño– todos ellos estaban de nuevo en la laguna. Formaban fila en dirección al caño.

   La tormenta se disipó unas horas más tarde y dejó un día espléndido, templado y ya sin el agobio de la baja presión. Ya sea porque la comida había resultado particularmente pesada, ya sea por la más absoluta de las perezas, la cuestión es que mi mujer no se quería levantar de la cama. La dejé así y me fui a buscar las herramientas para seguir con mi trabajo. En la extensión de la pampa, las delgadas nubes que se alejaban hacia el norte formaban dibujos desvaídos en el cielo. Me apliqué al trabajo sin otra idea en mi mente que la ingravidez del paisaje. Y, sin embargo, no podía avanzar en mis quehaceres. Cuando uno ha asumido el papel del monomaníaco, no puede desligarse de él tan fácilmente. Cada acción está marcada por la obsesión; el orden de las prioridades se subordina por entero a la manía.

   Minutos más tarde me encontraba rumbo a la laguna. El vuelo de los pájaros y la suave brisa sobre los álamos preanunciaban que esta iba a ser mi última visita. Por supuesto que no lo sentí así en aquel momento. Más bien mi actitud se caracterizó por la más sana indolencia, por la ficción de equilibrio. Quiero decir, hacía de cuenta que ningún designio efectivo conducía mis acciones. Me dejaba llevar por el vértigo pastoso de los acontecimientos. La humedad que había reinado en el ambiente todavía decidía sobre mis movimientos. La tarde, aunque limpia, tenía los visos de una pesadilla maravillosa. Azul en el fondo, el cielo ya proponía una transparencia engañosa. No faltaba demasiado para que los tonos rosados se apoderaran de la llanura; acaso un naranja, tal vez un verde oscuro.

   De pronto, me encontré encerrado en un campo visual precario. Como si en mis sienes tuviese unas piezas de cuero que obturasen mi visión lateral, solo podía ver adelante. Ebrio de mirada, mi atención se concentró exclusivamente en mi objetivo. Las cañas y las cortaderas llegaron primero. Finalmente, la laguna en su plácida existencia. Jamás había reparado, hasta ese momento, en el modo sencillo de estar en el mundo que tenía la laguna. No todas las lagunas, sino esa en especial. ¿Cuál había sido la secreta malignidad de los operarios, o, presumiblemente, de sus superiores, para elegir un espejo de agua cuya apariencia era tan incontestable, a diferencia de los demás accidentes de su especie cuyo rasgo primordial era la ambivalencia o, incluso, la inducción al delirio? La laguna de esta historia no podía recibir otro nombre que el que, fatalmente, la designaba. Era una laguna sin otro atributo que el de ser un espejo de agua, con las propiedades que ello trae aparejado. Reflejar la luz del sol y de la luna, refrescar los ánimos de la fauna autóctona y reproducir la flora del lugar. Nada en la realidad de la laguna anunciaba otra actividad que no fuese la que su rol en el ciclo natural le había asignado.

 

   Pero los patos no estaban de acuerdo. Los patos, como si estuvieran afectados por una enfermedad anómala, discutían el destino de tan peregrino lugar. ¿Por qué no se contentaban con cumplir su tan irremplazable papel de fauna característica? ¿Por qué dislocar un orden simple y definitivo? ¿Cuál habría de ser mi destino como primer espectador de semejante desvío? Mi afición naturalista podía muy bien ser la causa de mi perdición, pero el enigma era lo suficientemente extraordinario como para perseguir el hilo de su resolución. No muchos habrían, en mi lugar, mantenido la cordura. Y, sin embargo, ahí estaba yo en busca de una explicación.

   Cuando llegué, el paisaje no mostró signos de extrañeza. La pampa es austera en sus manifestaciones. Observé desde lejos la escena que se desarrollaba en la laguna. El agua tenía unas suaves ondulaciones, los juncos y cortaderas se agitaban cerca de la orilla y las aves describían sus trayectorias sobre el cielo atardecido. Mientras tanto, los patos surcaban la superficie con una libertad pocas veces conocida, despreocupados por el caño maestro que, en ese momento, vertía un chorrito minúsculo de líquido en la laguna. Se podía apreciar ese fragmento de mundo como si fuese la composición de un pintor paisajista. Me abandoné otra vez a la contemplación y me dije “Qué diablo, aquello que sucedió en el pasado, quizás corresponda dejarlo tal cual fue”, y después agregué, “Mientras duró, fue suficiente para activar mi asombro, e incluso puede que haya sido único e irrepetible, uno de los pocos acontecimientos que no se repitan jamás”. En ese momento de iluminación casi decimonónica advertí que, repentinamente, el chorro de líquido infecto crecía de golpe. Una corriente de mugre caía ahora sobre la laguna. Lo que vino después requiere otra pluma para poder contarlo, porque lo que hicieron los patos a continuación superó todo lo que hasta aquel momento hubiesen hecho.