María Selva - Rafael Arce

 

Lunes.

Saco una foto del cruce entre General Paz y Javier de la Rosa. Se la mando a mi viejo. Tarda un rato en responder. Yo me impaciento. Desde hace algunos años, su desdén, indolencia y desapego han aumentado. Me pregunta qué hago en la ciudad. Más bien qué hago en este barrio debería preguntarse. Le contesto que estuve tomando exámenes.

Hablamos del boliche de Ivo Navas. Yo recordaba mal el nombre: “Hugo”, le había puesto. ¿Quién se llama “Ivo”? Le pregunté a ella, cuando salimos de compras, si podíamos caminar algunas cuadras hacia el norte, por la avenida. Buscaba el boliche. La palabra es la apropiada, o lo era. Uno de esos bares antiguos, venidos a menos, con barra, piso de madera vieja y agujereada, cartas de truco, grapa y aperitivos. Parroquianos sempiternos. Supongo que mi padre, porteño recién llegado, encarnaba la alteridad, un falso dandismo del que se mete en los rincones más insólitos de la provincia. Bien pensando, no habría muchos lugares así en la ciudad. O tal vez sí. Me cuesta imaginarlo. Mucho menos en la zona de los bulevares. Podría ser algo de “zona norte”, que es hacia donde se extiende la ciudad, alternando barrios nuevos y viejos, los nuevos de clase media o trabajadora y los viejos más bien pobres o proletarios. Una ciudad profunda, una mitología no oficial, que no se ha degradado por su cristalización publicitaria o estereotipada.

Recuerdo la ubicación del lugar en la cuadra (mano oeste, casi en la esquina hacia el norte), pero no sé si es a la altura del 7600 o del 7700. Creo que es la primera. Ella señala una construcción maltrecha con una camioneta destartalada en el frente. Caminamos una cuadra más. En el mismo lugar, demolición absoluta. Volvemos. Mi viejo me manda un audio diciéndome todo lo que ya sabía (como si yo fuera idiota o no tuviera mis propios recuerdos), pero precisando el 7600. Me pregunto, entonces, cuánto tiempo dedicaría a ese lugar, tanto semanal (días) como diario (horas). Pienso en Homero Simpson yendo al bar de Moe. La comparación no es amable. Tampoco exacta. Pero nací en 1980.

Ivo era el padre de la segunda mujer de mi viejo le cuento. Nosotros nos fuimos y él se quedó en el dúplex. Cuando se llevó a la mujer y a los hijos, los visitábamos ahí. Por ese motivo, mi relación con el barrio fue de varios años. No sé por qué son buenos recuerdos. En general, mis recuerdos de infancia lo son, por lo que hay algo sospechoso. Uno piensa en lo encubridor y todo eso. No obstante, tiendo a darles crédito. Pienso que la operación de mi inconsciente está en la elipsis y el montaje, pero no en la tergiversación. Lo pienso sin ningún fundamento. Es pura especulación. No tiene importancia. O sí la tiene.

Volvemos por General Paz, que en ese entonces se llamaba Pascual Echague. No recuerdo a partir de qué altura (quizás de Avenida Galicia), porque cerca de bulevar siempre se llamó General Paz (en la ciudad, llamamos “bulevar” al Pellegrini, que en algún momento se llama Gálvez, aunque hay uno o dos más, y la zona de los bulevares es imprecisa, aunque de una certeza intuitiva para un local). Ella me muestra su escuela primaria, la Brigadier General López. Siempre se sentaba al lado de la ventana y miraba a través de ella, perdida en ensoñaciones, deseando estar afuera. No la imagino mal alumna, conjeturo otros motivos, si es que hay que buscarlos. O me hago una idea. Ensueño. Una niña un poco revoltosa, con ansias de aire libre, con su tendencia a alejarse de la tierra, trepar a los árboles. Sin ninguna metáfora trillada sobre el encierro y la libertad. Ella es refractaria a la simbología. O eso me digo a mí mismo, para evitar hacerla un puente con mi pasado y que siga siendo, más bien, la vía abierta hacia el presente.

Frente a la escuela hay uno de esos viejos quioscos que quedan casi sobre la calle gracias al ancho de las veredas y que pueden verse todavía por la zona, aunque son una verdadera rareza. También había uno en Aristóbulo del Valle, donde tomábamos el colectivo, cuando vivíamos en María Selva (el ensanchamiento de la calzada lo suprimió junto con el exceso de vereda). Ella me cuenta que se subían arriba del techo a tomar cerveza. Ahí sí la veo con su gusto por las alturas. Siendo pequeña, debía ser un desafío. Un elemento para agregar a mi cuadro. Yo recuerdo haber ido a ese establecimiento, de noche, pero no sé en qué circunstancia. Alguien de mi familia estudiaba o trabajaba ahí. ¿Mi prima habría ido a la nocturna? ¿La segunda mujer de mi viejo haría un curso también en ese horario, en alguna escuela de oficios? Pero tengo un blanco. Uno de esos hiatos con los que trabaja mi memoria, aunque no creo que haya nada para ocultar ahí. Justamente en ese lugar.

 

Sábado.

Desde la terraza del centro cultural puede verse la Basílica. Abrió hace pocos meses y lo muestra lo flamante del lugar. También lo hace el creciente interés de los asistentes, como de los visitantes a la muestra de los talleres, que terminaron llenándolo a pesar de la tormenta. Hace rato que los pronósticos vienen errando. Pero es la segunda vez que nos pasa y le digo a ella que nuestros encuentros desatan los elementos. Por el grupo de WhatsApp de kayak me entero de que, en Rosario, igualmente inesperada, la tormenta llegó antes. En rigor, no me entero de nada. Fragmentariamente veo, sin ponerles play, videos de la isla con el cielo negro, pero no alcanzo a pensar algo concreto. Cuando empieza a nublarse en el sur de Santa Fe, recuerdo, y termino de percibir, con delay, lo que vi en el WhatsApp. Como es habitual en la zona, el chaparrón pasa rápido. Hubo que entrar, no obstante, las cosas que estaban armadas en el patio.  

Las actividades del centro cultural me recuerdan mis propios talleres de juventud. El literario, que empecé a los 15, con Marta Rodil, y el de teatro, que empecé a los 17, con Gabriel Oberlin. Convenientemente, uno estaba al lado del otro o, para ser más exacto, uno estaba encima del otro: el Museo de la Ciudad se ubicaba (no sé si sigue estando) sobre el Museo Sor Josefa Díaz y Clucellas (espléndido nombre). Del literario, no creo haber aprendido mucho: se trataba de una experiencia más bien social. Yo iba al Industrial, ya sabía que iba a cambiarme de escuela (mi promoción fue la última que completó los siete años) porque había decidido estudiar Letras (estuve a punto de escribir: había decidido que mi destino sería literario, pero además de ser una interpolación borgiana, no es cierto). Una amiga que terminó doctorada en Física me llevó. Tenía inclinaciones artísticas. Como mucha gente de ciencia talentosa.

Cuando, por algún motivo, que en general implicaba la preparación de una muestra, no podíamos entrar al Clucellas, subíamos al de la Ciudad. Una vez, no sé por qué, llegaron los de teatro y nosotros les ocupábamos el lugar. Gabriel, amable, dijo que no nos preocupáramos y se fueron a otra sala. Me gustó porque parecía, en efecto, un verdadero actor y su cortesía, muy subrayada, me hizo pensar que, el año próximo, iría a ese taller. Así lo hice. En contraste con el literario, el de teatro sí fue un aprendizaje, además de proporcionarme una variopinta vida social y también, por qué no contarlo, sentimental. De Marta Rodil, siempre eché de menos no hacerle mucho caso a sus libros. Alternaba la poesía con el ensayo documental y con algún libro de cuentos. Cuando la conocí, todavía andaban dando vueltas ejemplares de su Puerto perdido. Años después, fascinado con En la zona de Saer, me enteré de que, justamente, el libro de Marta versaba sobre el barrio del puerto que en algún momento (¿años cincuenta?) desapareció. Desde entonces lo busqué, en vano.

Pero el taller de mi guía y el de teatro están en sus albores. De hecho, tienen meses. No obstante, la muestra se realiza, a pesar de lo precoz del trabajo realizado. Para nosotros, entonces, la muestra de fin de año también era importante, estimulaba la acción, pero el literario no tenía, solo el de teatro. Los talleristas de ella que participan son solo cuatro, lo que vuelve su lectura amable para los asistentes. En contraste, son numerosos los de teatro y la profesora, entusiasmada, nos somete durante más de una hora. Lo tomamos a risa pero no estuvimos acertados al saltearnos la merienda y nuestros comentarios en secretos implican el hambre (después viene el ágape).

 

Lunes.

Por primera vez en mi vida, lamenté que no hubiera más inscritos a la mesa de examen. Ella no podía buscarme hasta las 16 y yo tenía que hacer tiempo. Le propuse a X almorzar (entiendo que por primera vez en mi vida). No sabía hasta qué punto el gesto tuvo consecuencias benéficas. Estuvimos charlando un largo rato, hasta que apareció Y. Surgió, como cada fin de año, el tema de los horarios. Durante catorce años, he venido cambiando mis días y horarios casi todos los años. 2025, desde luego, no será la excepción. Le pregunto a Y por qué, históricamente, nadie da clases los viernes. Es una tradición nuestra: los estudiantes, la mayoría de afuera, alargan el fin de semana yéndose un día antes; los profesores prefieren tomarse el viernes, con la misma lógica; las maestrías, que son numerosas, tienden a acaparar las aulas los viernes a la tarde y los sábados a la mañana. Pero Y me da una respuesta que me descoloca: Yo doy clases los viernes y a la mañana. Porque tampoco es habitual en nuestra carrera el horario diurno.

Tardaré como un mes en caer: cambiar mi clase a los viernes.

X amaga cada tanto con irse a trabajar al departamento, pero se demora. Justo tiene una reunión cuando yo tengo que irme (cuando yo puedo irme). Si se llega a ir antes, pienso, voy a saludar a mis amigos de la biblioteca, que están de tarde. Hace dos años que no los veo. Porque siempre tengo tiempo de mañana, cuando están los otros. Como durante el primer año a la distancia siempre salía corriendo, no me hacía tiempo de pasar. Me gusta saludar a Z. La conozco desde hace veinte años. Yo era estudiante entonces. Cuando me ve, me dice Sr. Profesor, y no me tutea. Un poco en serio y un poco con ironía. Eso siempre me hace vacilar acerca de tutearla, lo que termino haciendo, porque se me hace antinatural tratarla de usted, salvo cuando me avivo de utilizar, también, la ironía.

Al final X se queda hasta las 15:30 y yo me cruzo el puente caminando para hacer tiempo.  Miro hacia el norte y veo a algunos kayakistas alejándose río arriba. Donde hace unos años había algunos bancos de arena, ahora, hacia el este, la vegetación ha ganado parte del lecho, creando una suerte de pequeña laguna frente al barrio El Pozo. Escruto un momento, tratando de buscar algún paso. No parece haberlo. La Laguna entera se ha angostado con los bosques nativos. Más allá, pasando los espigones, se ven algunas cometas de kitesurfing. Más que verlas, las imagino, a partir de manchas de colores flotando, borrosas, en el horizonte blanco, incandescente.

 

Domingo.

Ella propuso ir hasta El puchero. Lo hizo cuando ya estábamos en el auto y entonces cayó en la cuenta de que no llevaba la ropa adecuada. Se había vestido como para ir a Candioti. Hubo un momento de vacilación y después arrancamos. Me di cuenta de que, como las últimas veces que salimos, tiene más de un plan en la cabeza y no se decide. Para peor, cuando me interroga, yo le digo que a donde ella quiera, con lo que no mejoro su ambivalencia.

El puchero es el bar, por llamarlo de algún modo, del Club Deportivo Central Villa María Selva. No existía cuando yo vivía a dos cuadras. Solo el club. Cuando llegamos, caigo en la cuenta de que lo más obvio que olvidé es su cancha de bochas. Pero entonces no estaba bien pintado como ahora, de negro y amarillo (parece de Peñarol), sino más bien arrumbado con vagos rojos (o anaranjados) y blancos. ¿Lo de deportivo será por las bochas o habrá alguna otra práctica? El cartel de la barra indica: 4 lisos, pagás 3. En el extremo opuesto a la cancha hay un pelotero. Todo el patio está lleno de mesas y hay algunas afuera. Al final su outfit no está tan desubicado. Se supone que, en una hora, hora y media, el patio se convierte en pista de baile. Cumbia, sobre todo, no de modo excluyente.

Pero todas las mesas están reservadas, aunque ya son las nueve y media, y la mitad de siguen vacías. Nos vamos a Lo de Néstor, que antes era Don Aldao. Es la esquina de la casa de mis abuelos maternos. Me prometo ir a echarle un vistazo después, tomar alguna foto. Más atrás en el tiempo no me puede llevar mi proustiana guía: antes de esa cuadra, no hay nada en esta ciudad para mí. En mis recuerdos, la vereda era todavía más ancha, lo que es coherente con el tamaño que habré tenido cuando la registré. De todos modos, evoco a Don Aldao de la época en la que vivía a dos cuadras del Club Deportivo. En Lo de Néstor conseguimos mesa afuera. Su tranquilidad me hace darme cuenta de que no estaba para la sobremesa cumbiera. Le digo que la próxima vez reservamos para ir a El puchero. Vi casas y negocios en la calle Ricardo Aldao que están exactamente igual, especialmente la rotisería en frente del club: tiene ya una pátina antigua, un aire como de reliquia sin valor monetario, arrumbada en sus carteles de metal.  

Después tardo en encontrar la antigua casa de mis abuelos, la de la infancia de mi mamá. La recordaba a mitad de cuadra y estaba casi en la esquina. La recordaba con la entrada más grande y es más bien modesta (otra vez, será la diferencia de tamaño, para el niño que la percibía era una especie de casona). Tras las rejas, un breve jardín y después la entrada, presidida por una virgen. Esa virgen es la de aquella época, me permite reconocer la casa. Le tomo una foto solo testimonial, sin ninguna pretensión estética, que tampoco puedo lograr.

Si este pasado es un largo rodeo hacia el presente, la otra ciudad es un largo rodeo entre dos ciudades, que tienen el mismo nombre pero son diferentes. Es irresoluble si mi nomadismo es una elección o una fatalidad. Yo necesitaba el alejamiento y ahora me pregunto si la distancia que puse entonces se interiorizó y puede prescindir del dato espacial. Pues también estos itinerarios tienen algo irreal, también esto será un acontecimiento que en el futuro recordaré como salido de todo contexto. Rememorar puede ser el modo de tramitar una experiencia que no tiene de dónde asirse para significarse y que, en realidad, no necesita hacerlo, porque se afirma a ella misma, ella misma es su autoridad (pero esa autoridad se expía). Si quisiera escribir sobre ella, solo diría banalidades. Las dos ciudades ahora son dos mundos. Un lugar común: no hay como el alejamiento para mitificar. Pero el mito de esta primavera-verano se hace a mis espaldas, enlaza con algo arcaico salteándose la vida entera, y yo no puedo hacer nada con la “experiencia adquirida”. Esto había comenzado antes, no sé cuándo, y yo llego ahora, a destiempo, que es el tiempo del acontecer, a arreglármelas como pueda, sin ningún aprendizaje que me permita, por fin, vivirlo en presente. A mediano o largo plazo, lo viviré, retrospectivamente, y el mito será el modo de lo que no tiene ni forma ni sentido.