Una mística oscura. Conversación entre Pablo Farrés y Germán Prosperi

 

Germán Prósperi: Cuando uno lee tus libros, proceso que en cierta forma yo he hecho en sentido cronológicamente inverso porque he leído primero tus últimos textos y luego he comenzado a ir hacia atrás, advierte de inmediato una suerte de nexo indisociable entre escritura y psicosis. Sin embargo, esta primera constatación pareciera enseguida complejizarse, porque si bien es posible detectar una influencia de la teoría del deseo esquizofrénico elaborada por Deleuze y Guattari, sobre todo en El Anti-Edipo, también hay ciertos indicios de una influencia lacaniana, por ejemplo un capítulo de Las pasiones alegres que se titula “El nombre del padre” o la noción de “fantasma psicótico” que pareciera remitir al seminario 3 de Lacan o la noción de “Una-Madre” en vez de “Un-Padre”, etc. Esta coexistencia de Deleuze-Guattari y Lacan es por demás interesante ya que en general se trata de autores que suelen considerarse en veredas opuestas. Mi pregunta entonces es: ¿qué es lo que te ha interesado de la propuesta teórica de estos tres autores en relación a la psicosis? Y a la vez: ¿cuál es la relación que existe para vos entre la psicosis y la escritura?

 

Pablo Farrés: Primero está la perspectiva psicológica. Las psicosis, pero más específicamente los casos de esquizofrenia, responden a la experiencia de una des-realización del dispositivo ficcional del mundo. Se rompen los moldes con los que configurar alguna realidad. El mismo orden simbólico está roto y fracturado. Laing habla de una “caótica no-entidad”, como si el esquizofrénico habitara la fractura simbólica. Se trata entonces de la experiencia de una des-existencia que atañe a diferentes dimensiones: una relativa a la ficción de mundo que llamamos realidad, otra con respecto a la dimensión afectiva del ser-junto-a-otro y una tercera en relación a la propia desexistencia (experimentar como impropio y ajeno el nombre propio, la memoria, el cuerpo, el pensamiento). Sin embargo, en este punto, la perspectiva psicológica choca contra el muro de una paradoja. Lo dicho remite a la experiencia del esquizofrénico, pero si hay alguna experiencia de ese estado de desexistencia es el de la imposibilidad de hacer alguna experiencia. Allí no hay narración, no hay orden, no hay nada. Sólo queda dolor en estado puro. Esa puerta, entonces, la de la experiencia esquizofrénica, está cerrada. Pero lo que se deriva de esta clausura es la necesidad de abrir otra perspectiva. No la psicológica sino una perspectiva metafísica-ontológica.

Si la realidad es un artefacto ficcional, el mundo en cuanto tal, es decir, el mundo no categorizado, no simbolizado, pareciera prometerse como la “caótica no-entidad” de Laing, es decir, la tierra de la desexistencia esquizofrénica. Si no tenemos acceso al mundo en cuanto tal, sino a la ficción de mundo que nosotros creamos al ordenar el caos, lo  que llamamos realidad pende de un hilo, en todo caso, se muestra provisoria, contingente, siempre a punto de derrumbarse. Apenas uno se aparta de los reduccionismos antropológicos, lo que se nos revela es el principio de la contingencia general. Entonces no es una cuestión del esquizofrénico la desrealización del mundo o su desexistencia, sino la naturaleza misma del Ser. En otras palabras, el mundo es esquizofrénico. No es el esquizofrénico el único que está loco, la vida está completamente loca.

En este punto se muestra toda la distancia entre la hipótesis subjetivista de tipo psicológica con respecto a la esquizofrenia y la perspectiva ontológica-metafísica. Desde ya, existen los esquizofrénicos como cuadros clínicos, pero esquizofrénica es la vida, esquizofrénica es la historia. Los procesos de des-existencia y des-realización del mundo son constantes, a veces responden a velocidades más lentas o más rápidas, en arcos temporales que difieren por su duración, pero el caos acecha de forma continua. Se muestra como el principio mismo de la física y de la naturaleza en general, se promete afasia en cada acto de habla, resplandece en la mirada perdida, en las fallas de la memoria, se funde con la fantasía y la imaginación, se apropia de los sueños y las pesadillas. Pero lo que hay que subrayar es que viene de fuera del sujeto y tiene la forma del horror, en todo caso, la promesa de un tipo de horror incomunicable. A veces es el terror político y social en el que vivimos pero también es el horror antropológico grabado en el cuerpo de la especie desde el comienzo de los tiempos. En todos los casos, es una fuerza externa que anida en nosotros, forma un pliegue subjetivo, un pozo temporal saturado de imágenes y palabras.

Lo podemos llamar caos o como fuere, pero hay algo que nos habla desde antes que tomemos la palabra. Algo que imagina y fantasea por nosotros antes de que tengamos alguna conciencia de eso que imaginamos y fantaseamos. Lo que imagino me corresponde como sujeto atrapado en la trampa socio-política de la identidad, pero ni la imaginación ni la fantasía me son propias; me acontecen, llego tarde a lo que ya se ha jugado en mí sin que yo esté ahí. Lo que sueño me corresponde como animalito neurótico que todo lo transforma en su teatrito edípico, pero los sueños no son míos, vienen desde lejanías que ya no responden a mis tiempos biográficos. Ahora bien, si la imaginación, los sueños y las palabras, vienen desde fuera de mí y me atraviesan, es porque entonces responden a una instancia no-humana. Y claro está, la literatura misma está hecha de palabras, imaginación y sueños, por lo que, entonces, funciona como un umbral entre lo humano y lo no humano, entre lo visible y lo invisible. En ese sentido, no le corresponde al hombre la literatura sino como un mero estadio de tránsito de algo inhumano que lo precede y excede. La literatura procesa tales eventos inmateriales –el caos y el horror consecuente- como obra; por eso, la literatura está siempre del lado del mal, porque aun cuando el mal no es propiedad del escritor ni de la tradición, tiene que asumir el horror como algo que le es dado hasta el punto de hacerlo suyo a los fines de poder conjurarlo.

Evidentemente, nada de lo anterior podría plantearse sin el dúo dinámico. Deleuze y Guattari han sido los primeros en plantear una metafísica y una ontología que revierten y exceden el subjetivismo y la antropología moderna. Esto implica un cambio de perspectiva de todas las instancias de producción, creación y análisis. En el caso de la esquizofrenia, lo que era un cuadro clínico que remitía a la individualización del caso y a toda una política de clasificación, normalización y zombificación, ahora es pensada como un proceso ontológico, impersonal. Su batalla contra el psicoanálisis pudo ser más o menos arbitraria, más o menos agresiva, pero han logrado dar vuelta el subjetivismo como una media. La des-realización del mundo, la des-existencia general, el horror en cuanto tal, pueden ahora ser pensados más allá de las volteretas del psiquismo. Responden a un afuera del sujeto, remiten a los procesos de des-territorialización del mundo, a devenires y acontecimientos inmateriales. En este sentido, creo que en el fondo de esta ontología, en su búsqueda de un campo impersonal de intensidades, hay una programática para volvernos inocentes. Esa misma es la deuda que tengo con Deleuze y Guattari.

Y sin embargo, creo que, en ciertos aspectos, la filosofía de Deleuze y Guattari va demasiado rápido en su afán de sostener la inmanencia a fuerza de afirmación. Es como si su nietzscheanismo de base (su anti-hegelianismo) les prohibiera detenerse en los agujeros del ser. Sí, claro, todo bien, el deseo es producción, pura afirmación de la vida, sí, pero la vida también es carencia y negación. Entiendo que Deleuze y Guattari atiendan a la falta y la prohibición como resultantes de dispositivos sociales que nos constituyen como sujetos de carencia, pero no dejo de preguntarme si la ontología que ellos proponen no debería reparar en los huecos, la zona muda, ya no del sujeto, sino del ser mismo.

En ese punto se hace indispensable traer a Lacan y volver a pensar a Deleuze-Guattari desde otro lugar. Sí, los agujeros que experimentamos no siempre son meros agujeros del alma, es la vida la que está agujereada, es la historia la que está llena de fosas y cadáveres y fantasmas y espectros. Pero son agujeros, remiten a la falta, a la ausencia, al vacío y a lo innombrable. Entonces, por más que jueguen en contra de la concepción del deseo como pura producción, pongan en riesgo la noción de inmanencia y estropeen el imperativo de la afirmación, habría que pensar esos agujeros en el plano ontológico. Y, claro está, cuando digo “agujeros”, digo ausencia, negación, muerte, y también hiancia, falta, vacío. Es decir, Lacan. Pero un Lacan que entonces pueda también cruzar el cerco y ser pensado más allá del psicoanálisis, es decir, bajo un registro ontológico-metafísico. Justamente, uno de los capítulos que más me interpelaron de tu libro, Metanfetafísica, es aquel donde planteas una lectura ontológica-metafísica de la teoría lacaniana, de tal forma que toda su estructura conceptual referida al orden simbólico, al sujeto barrado y a lo Real, se transforma en una metafísica del Otro Absoluto, del Caos, del Límite, del Ser y la Nada. Allí está, justamente, el pasaje y el cruce del que hablo.

Me preguntabas también por esos indicios de influencia lacaniana, remitiendo a algunos capítulos de Las pasiones alegres donde aparecen las figuras de “Una-Madre” y de “Señor Padre”. En este punto creo que se puede ver bien lo que quiero decir. La filosofía de Deleuze-Guattari, sobre todo en El Anti-Edipo y en menor escala en Mil Mesetas, deshacen las figuras maternas y paternas tan rápido que pasan por alto toda la dimensión espectral que ponen en juego. Todo remite a la maquinaria edípica, sí, pero hay un resto, un lado oscuro que excede completamente la cuestión biográfica-familiarista-psicológica y señala un territorio que ya no es humano sino impersonal, múltiple, rizomático.

La imagen, por ejemplo, de mi madre muerta contiene un mundo de espectros que ya no son mi madre, conviven con ella por un tiempo y luego arman nuevas constelaciones, pero lo esencial es que la imagen de mi madre no es mía –viene cuando ella quiere y no cuando la llamo- y ni siquiera es solamente mi madre sino siempre un caleidoscopio de espectros que gira a toda velocidad. Entonces mi madre ha dejado de ser mi madre, ya no remite a una dimensión psicológica, mi madre es Una Madre, una cualquiera en la que se juegan todas las madres, todas las putas, las tres Gorgonas, Nix, la Virgen María, Magdalena y mi hija más chica. Lo difícil es que para acceder a Una Madre hay que deshacer la imagen de “mi madre” y con ello, evidentemente, deshacer los dispositivos socio-políticos de captura que no dejan de repetir “tu madre es tu madre, y si no lo ves así, tenemos para vos muchas socarronas risas enlatadas que fueron grabadas en los Estudios del Cinismo Records y unas bonitas instituciones de reprogramación neuro-existencial esperándote”.

Todo esto no lo puedo sostener sin Deleuze-Guattari, pero tampoco sin Lacan. Me parece entonces que en ese cruce, es decir, desde una ontología completamente agujereada y asediada por espectros y fantasmas, habría que devolverle a la figura de Una Madre, incluso a la de Un Padre, su dimensión metafísica, y si se quiere, mística. Desde ya, una mística oscura. Quizás eso permita otra forma de pensar la historia y la política, tan llenas de figuras paternas y maternas que nos exigen el trabajo de una completa transfiguración.

 

G. P.: Diría que hay un tema recurrente en tu obra, o por lo menos una especie de paradoja que se repite en cada libro y que podría enunciarse del siguiente modo: ¿cómo pensar el Afuera de un conjunto –o de un laberinto– infinito? En tus textos, esta pregunta se declina en formas diversas: “la palabra capaz de nombrar a todas las palabras”, “la Compañía detrás de la Compañía”, “el Sueño capaz de contener a todos los sueños”, etc. Yo he pensado muchas veces, al leerte, en esos versos de Borges: “Dios mueve al jugador, y este, la pieza / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / De polvo y tiempo y sueño y agonía?”. Te quería preguntar entonces acerca de este Afuera absoluto, por así decir. ¿Qué función cumple –o cómo pensás – al interior de tu obra este problema, este “Dios detrás de Dios” que, lejos de funcionar como un consuelo metafísico, ¿pareciera más bien oficiar de causa horrorosa o aterradora?  

 

P. F.: Como dije antes, pienso la literatura como un umbral entre lo visible y lo invisible. Es un umbral entre otros, pero con características muy específicas. Una de sus particularidades es la de compartir elementos de los dos mundos. Por un lado está el libro, la materialidad de la letra, los recovecos de la lengua, los tiempos de la narración; por otro lado está lo inaparente, el sentido desplazado, las imágenes que surgen de la letra sin representar nada, pero sobre todo, las voces de los muertos que escribieron esos libros y la de los espectros que vagabundean en cada página. Hay algo de lo sagrado en el libro, digo, es un artefacto material que ha logrado guardar en su interior las voces de los muertos y las huellas de espectros que tienen vida propia y son tan reales como cualquiera de nosotros (al menos en mi biografía, Don Quijote ha sido más importante que Felipe III). El libro entonces funciona como sepulcro y fantasma, los dos juntos, a la vez. En este sentido, la literatura y la filosofía abren una fisura en la superficie visible del mundo, dando lugar a lo que es en el modo de lo invisible, una de esas “caóticas no-entidades” de las que hablábamos antes.

Sin embargo, todo lo que acabo de decir responde a un pasado más o menos cercano, más o menos lejano. Entre todas las cosas que perdimos, una de las más centrales es, justamente, la pérdida del estatuto de umbral del libro y su carácter sagrado. Creo que lo que se juega detrás de esto es la ruptura del vínculo que como comunidad nos unía con los muertos. Vivimos en el infierno de un presente sin bordes que ha clausurado todo horizonte de pasado y futuro. Las voces de los muertos siguen resonando en los libros, pero la literatura como umbral se ha cerrado, sólo queda el féretro, Netflix y pastillas antidepresivas.

Digo todo esto porque tu pregunta apunta a la cuestión del Afuera y es necesario señalar que, desde el comienzo, la literatura y la filosofía funcionaron como pasajes y aberturas hacia ese Afuera. Ahora bien, en principio habría que pensar el Afuera como la Absoluta Otredad del Ser, aquello que por lo tanto no podría ser siquiera nombrado. Sin embargo, aun resultando imposible acceder a ese Afuera, podemos constatar cómo determina lo que vemos y decimos. La potencia del Afuera es el acecho sobre lo que llamamos realidad, incluso lo que acecha en cada acto de habla. El tiempo, los sueños, la memoria, las imágenes fantasmáticas, la literatura, es decir, todo evento inmaterial: no sólo funcionan como una rajadura en la superficie de lo visible sino que apuntan también hacia ese Afuera. Ni siquiera las reducciones de tipo neuro-químicos-biologicistas alcanzan para obstruir el umbral que dejan abierto. Si lo invisible-inmaterial no puede ser explicado por lo visible-material, entonces estamos ante un problema, el de asumir que si escapan a nuestra voluntad, incluso a nuestra configuración neuroquímica, es porque tienen vida propia, un tipo de existencia que no responde a la misma lógica que la de lo visible. Yo no dejo de mirar a los fantasmas que constituyen mi vida, pero los fantasmas también me miran. No dejo de aceptar como propias las pesadillas que me persiguen, pero esas pesadillas hacen conmigo lo que quieren. El problema es seguir pensando esos espectros con las mismas categorías con las que definimos lo visible. Para empezar nomás, el principio de identidad y el de no-contradicción no funcionan: un espectro nunca es un espectro sino una legión, fractales que en cada elemento contienen una totalidad siempre abierta.

Tales eventos inmateriales no son meras intermitencias, todo lo contrario, se superponen punto por punto con el mundo percibido, lo envuelven y estrujan hasta vaciar su espesor material y alcanzar una completa fusión. Entonces todo se vuelve tan frágil, contingente y absurdo como un sueño cualquiera -y ni siquiera alcanza con postular la duración y la lógica del sueño-realidad para eximirnos del escándalo: al fin y al cabo, el mundo visible, es decir, el presente, está saturado de la espectralidad del pasado y las trampas de la memoria-. Pero, sobre todo, si tales eventos inmateriales no pueden ser reducidos al mundo material, entonces hay que considerarlos bajo su radical condición de Alien, es decir, lo ajeno, lo extraño, lo Otro. En ese sentido, sueños, fantasías, el horror, la memoria, toda dislocación del sujeto, la imaginación y la literatura, apuntan hacia el Afuera como la Absoluta Otredad.

La Hipótesis-Burroughs acerca del lenguaje como un virus extraterrestre hay que considerarla con total seriedad, sin embargo, más que pensar la hipótesis extraterrestre, habría que pensar el Afuera como un Extra-Ser, y en ese punto hacer valer las dimensiones que abre el prefijo, es decir, no sólo su referencia a lo que “está fuera” sino también sus derivados, como exterus hostis en cuanto “lo exterior hostil”. La hostilidad del Afuera remite a la imposibilidad de nombrarlo y, en consecuencia, la de pensarlo.

En este sentido, “¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?” -la cita de Borges que traés a colación- es extraordinaria, porque el nombre de Dios apunta a llenar el hueco del Afuera, pero a la vez si atendemos a la posibilidad de que ese Dios sea en sí mismo el Afuera entonces sería parte de lo nombrable, uno más dentro del conjunto de los seres. Esto deja la puerta abierta a la pregunta borgeana: si ni siquiera dios cumple con la total hostilidad del Afuera porque él también es parte del ser, ¿qué dios detrás de dios teje la trama del ser? En ese punto la pregunta alcanza su completa radicalidad: ¿cuál es el Afuera de dios y de todos los dioses detrás de dios?

Por ello mismo, en la cita borgeana, lo importante no es la pregunta acerca de la existencia de dios sino la serie infinita que abre y deja traslucir. No se trata de dios sino del infinito y de la lógica paranoica que el pensamiento del Afuera inaugura: qué rostro detrás del rostro, qué signo detrás del signo, que infinitos detrás del infinito. Entonces ya no estamos sólo ante la mera hostilidad del Afuera sino ante el horror del pensamiento. Lo saben todos los matemáticos: el infinito es el horror del pensamiento. Lo impensable en cuanto tal. La idea-madre, pero una madre loca que desquicia a todas sus hijas. Dado un conjunto infinito de lo que fuere, no hay posibilidad de organizarlo en alguna secuencia racional sino es postulando un afuera del conjunto que lo englobe y lo explique. Ese mismo es el infierno de la Biblioteca de Babel: se necesita un libro que explique la totalidad de los libros, pero este no puede ser un libro más en el conjunto de todos los libros, tiene que estar fuera del conjunto; el problema, claro está, es que si ese libro está fuera del conjunto entonces ya no es un libro -en el mejor de los casos es un libro tan incomprensible que necesita de otro libro que lo explique, y así al infinito.  

Entonces insisto: no importa –por ahora, al menos en este momento histórico- qué es el Afuera sino los efectos performáticos-paranoides que la pregunta produce en el conjunto de lo visible (déjame señalar que este mismo es el motor narrativo en Thomas Pynchon). Lo mismo, por ejemplo, sucede con el conjunto de las lenguas. Una palabra puede explicar el significado de otra y así sucesivamente, pero el sentido de todas las palabras, el hecho mismo de que haya palabra, no puede ser explicado con ninguna palabra. El conjunto funciona arruinándose. La lengua se vuelve completamente loca. Entonces se da un juego desesperante: si no hay palabra fuera del conjunto de las palabras, el conjunto se vuelve irracional; pero si existiera esa palabra fuera de todas las palabras no podríamos comprenderla. Incluso si ocurriera el milagro de comprenderla, lo que nos espera es el infierno, es decir, la procesión infinita de conjuntos que buscan una explicación fuera de sí mismos.

En relación al sujeto encontramos la misma lógica. Sosteniendo una perspectiva no-sustancial del sujeto, subrayando su carácter relacional en base a una lógica del reconocimiento, no hay posibilidad de ninguna racionalidad del conjunto, sino suponiendo un Afuera del conjunto. Lo podemos llamar el Sujeto Mayúscula para explicar la ideología al modo althussereano, el Gran Otro lacaniano, el Yo trascendental kantiano o husserleano (estos dos, bajo otra perspectiva), o como fuere, pero esa instancia supuesta fuera del sistema no es más que el síntoma de la desesperación de no poder nombrarnos sino siempre con las palabras de Otro.  En este sentido, encuentro un contrapunto definitorio entre las obras de Borges y de Beckett. En Borges siempre juega la búsqueda de un Afuera del conjunto de los nombres y las identidades que otorgue algún sentido al conjunto, pero ese Afuera nunca es un Afuera absoluto, por lo que da lugar a la pregunta “¿qué dios detrás de dios…?” y su desplazamiento infinito. En cambio, en Beckett, la posibilidad del Afuera parece completamente cerrada, condenándonos a la infinita espera (Godot), pero, sobre todo, ese desplazamiento infinito que en Borges remitía a dios, ahora se da al interior del conjunto lo humano (Molloy, Malone muere), de tal forma que una identidad siempre es otra y otra y otra hasta volverse imposible (El innombrable). Un infinito luminoso (Borges) y un infinito larvario (Beckett).

Pero la cuestión del Afuera y el interrogante acerca del infinito no sólo se juegan en relación al ser, a las palabras o al sujeto, sino también en ámbitos como el económico y el político. Dado que el mundo funciona en relación a la oclusión de la esfera productiva, el valor de cambio no está ni en los billetes ni en las mercancías. Inmaterial, fantasmático, siempre desplazado, sólo puede ser pensado como un Afuera del conjunto de billetes y mercancías. Un Afuera postulado a los fines de darle algún sentido al sistema de intercambios. Pero si está fuera del conjunto, entonces todo el sistema depende de una fantasía colectiva. De nuevo, no importa la naturaleza del Afuera, lo que importa es cómo irrumpe y hace funcionar, estropeándolo todo, el sistema de lo que llamamos realidad. A esto agrego que en la economía actual, la abstracción del valor de cambio se expresa como moneda financiera y entonces ese Afuera fantasmático se vuelve potencialmente ilimitado siguiendo la lógica paranoide de una serie infinita: ya no se trata de “¿Qué dios detrás de Dios?”, sino ¿cuánto dinero puede engendrar el dinero?, ¿cuánto Dinero detrás del dinero? Lo que se pone en juego, entonces, es el límite siempre desplazado del capitalismo y la imposibilidad de imaginar un final. En otras palabras, esta fusión entre el capital y la moneda financiera -potencialmente infinita- no es otra cosa más que una cosmología en la que el universo completo es presentado como un conjunto de mercancías sin Afuera posible. En el fondo, el capitalismo financiero no deja de ser una religión en la que el mismo capital es su propio Afuera y los bancos templos en los que arrodillarse y rezar.

Con esto quiero subrayar que la cuestión del Afuera es completamente política. La misma noción de soberanía implica una dimensión mística que ni siquiera la secularización moderna se ha podida sacar de encima. No hay modo de comprender las actuales guerras económicas, étnicas y religiosas sino identificando los espectros surgidos del Afuera o como efectos del Afuera, que acechan a cada una de estas comunidades. Incluso, más cerca, habría que ahondar en los espectros que adquieren la figura fácil del orco, el zurdo de mierda, del improductivo, el negro, el marrón, el mapuche, el extranjero, etc. Cómo la relación con el Afuera, es decir, con la Absoluta Otredad pone en juego una serie de fantasmas y espectros que luego se reducen a la fantochada política pero también al odio concreto y el ansia cierta de aniquilación. Si la completa oclusión del Afuera tiene como correlato el borramiento de cualquier otredad, tendríamos que ver cómo el actual neo-fascismo neo-liberal que implementa una política de extermino de toda otredad –a sus ojos, improductiva-, se relaciona con la clausura epocal de cualquier umbral que remita a la Absoluta Otredad del Ser.  

En fin… detrás del “yo” está el Afuera, detrás del dinero está el Afuera, detrás de las palabras está el Afuera, detrás de la política está el Afuera. El problema entonces es que la historia de la humanidad es un largo y lento proceso de ontificación del mundo y de clausura de todo umbral que señale ese Afuera. De allí que el nombre y la identidad, el dinero y la política, las palabras mismas, funcionen como cerrojos. No quieren saber nada con el Afuera, ni siquiera con el pequeño afuera de sí mismos. Se trata de sistemas completamente desquiciados que, cerrados sobre sí mismos, clausuran toda posibilidad de salida, pero aún desquiciados siguen funcionando en el vacío: la plata no quiere más que más plata, la identidad se alimenta de narcisismo, las palabras sólo nombran otras palabras. Sólo queda el nihilismo general y la desesperación que disfrazan de depresión. ¿En qué momento renunciamos a pensar ese Afuera, de cuánta nada tuvimos que alimentarnos durante milenios como para ya no ser capaces al menos de interrogarnos sobre el punto?

La literatura, incluso la filosofía, responden a ese destino epocal. Son umbrales completamente cerrados ante la mercantilización y la ontificación general. Todo lo demás es cinismo snob. Ante ello sólo queda amigarnos con la soledad e insistir con el pensamiento de una comunidad espectral en la que la circulación de relatos, afectos y vida encuentren otras modalidades que no sean las del vaciamiento y la nihilización. Hay un aspecto de todo esto que todavía nos mueve. Si el Afuera no se percibe sino por los efectos de des-realización del mundo, si lo que importa no es la pregunta por el ser del Afuera sino la completa dislocación de la realidad que efectúa, es porque el Afuera se produce. Ahora, mañana o pasado mañana, la literatura no señala ni representa el Afuera, lo hace.

 

G. P.: Un problema que me parece central en tus libros es el del tiempo y, más en particular, el de la memoria. Cuando uno lee textos como El libro del buen olvido, Mi pequeña guerra inútil, Las pasiones alegres o Las series infinitas percibe que todos ellos custodian una relación singular con el pasado, tanto desde una perspectiva individual como colectiva. Creo que proponés, desde diferentes ángulos, la idea de una memoria extra-humana, no-antrópica. Me gustaría que desarrollaras un poco esta idea, esa suerte de memoria atávica más cercana tal vez al Atlas Mnemosyne de Aby Warburg que al saber absoluto de Hegel.

 

P. F.: La historia de la humanidad es la de la cría y domesticación de un animal. Entiendo que la genealogía de Nietzsche la señala con una radicalidad pasmosa. Las concepciones bio-políticas y zoo-políticas de la historia parten de este mismo punto y encuentran, ya en Platón o en Aristóteles, la conexión entre el fundamento de lo político con la domesticación animal. El resultado o producto de las distintas técnicas de amaestramiento es lo que hoy conocemos como humano. Del mismo modo que logramos que un perro orine afuera de la casa, logramos que la cría humana controle sus esfínteres, use tenedor o articule palabras. Hasta determinada edad, las técnicas son más o menos las mismas; luego se complejizan hasta el punto de crear todo un sistema de instituciones para refinar la domesticación. Está claro que el producto conseguido difiere. Uno mueve la cola, gruñe ante instancias desconocidas, orina para demarcar un territorio. El otro, en el mejor de los casos, crea la bomba atómica, el gas mostaza o agujerea la Capa de Ozono; la gran mayoría sólo aprende a sobrevivir. Las técnicas de domesticación animal implican también dispositivos que a lo largo de la historia fueron cambiando, desde la economía de los placeres en los griegos, la teología cristiana, hasta las instituciones de disciplinamiento moderno. Hoy el dispositivo de humanización por excelencia es el de la tecnología. Esto acarrea una paradoja de la que no encontramos modo de salir, porque si los dispositivos anteriores producían lo humano, parecería que la tecnología, en el mismo momento que realiza la más gigantesca y eficaz tarea de domesticación y control, a la vez desarrolla un potencial que puede prescindir de lo humano y, en el extremo, concretar su aniquilación devolviéndolo a la mera animalidad.        

Digo todo esto porque la técnica más importante de domesticación es la de crearle una memoria al animal. Recorre todos los dispositivos históricos, incluido nuestro presente. En otras palabras, no hay humanidad sin memoria y no hay memoria sin domesticación. La implantación de una memoria puede conllevar violencia física, violencia simbólica, otras veces su eficacia remite no a la violencia sino a la promesa de una violencia cierta (esta estrategia es de la más terribles, dice algo así como: “hoy no te castigaré, pero mañana tal vez lo haga, aunque quizás me lo reserve para más adelante y entonces llegará cuando no la esperes, cuando te hayas olvidado o quizás sólo descuidado del castigo prometido, en ese mismo instante llegará”). Desde luego, el sometimiento físico es importante, pero el punto más alto de la domesticación, el momento en que se logra hacer funcionar la máquina humana, es cuando la violencia impone una memoria.

En este punto hay dos fases, una es la memoria personal y otra es la memoria colectiva. La primera remite a un formateo general, no sólo relacionado con los contenidos de la memoria, sino principalmente con un esquema narrativo de rigurosa estandarización. Digo, podemos tener diferentes recuerdos de nuestra infancia y de nuestra vida en general, pero el modo en que procesamos las imágenes a partir de un principio de selección, de distorsión y de abstracción, para luego ordenarlas en una trama narrativa, es el mismo. Lo que se implanta entonces no es tanto el contenido de la memoria sino un esquema narrativo de tipo clásico, con su comienzo, su nudo y su desenlace: una pequeña historia que mantenga neurotizado al homínido. En las generaciones pre-digitales como la nuestra, la memoria queda atrapada en ese esquema y el resultado es el mismo cuento que todos nos contamos: papá, mamá, los amigos del barrio, la escuela, las drogas, las parejas, en fin, cambian nombres, rostros, estilos y paisajes, pero el esquema narrativo es igual para todos.

De allí, se desprende cierta literatura que busca la complicidad con el otro apuntando al recuerdo compartido y los símbolos en común, alimentando así la maquinaria del sometimiento. Pero hay algo más importante, que en cierto punto explica el enorme mercado de tal literatura, y que, al menos para mí, esconde una paradoja extraordinaria: a pesar de la extenuante masificación de Siempre-El-Mismo-Cuento y la homogeneización universal de las subjetividades puestas en juego, la maquinaria montada resulta tan eficaz que crea el efecto de hacernos sentir únicos e irrepetibles. Resulta una paradoja tan grosera que no nos queda más que reírnos a carcajadas: una misma memoria para todos que nos hace creer diferentes al resto. Es una jugada extraordinaria. Ciertas zonas de Las pasiones alegres y de El libro del buen olvido, pero también de Las series infinitas, fueron escritas a partir de estas intuiciones.

Por otro lado, está la memoria colectiva y ahí estamos en un campo de disputa que sin embargo no difiere, en sus métodos y fines, de la maquinaria anterior: homogenización y control a partir de la identificación subjetiva con una narración común. El desmadre fue escrito en relación a ciertos modos de apropiación y partidización por parte del kirchnerismo de la memoria histórica y el formateo consecuente de cierta subjetividad militante. Ante el horror, seguía funcionando el resguardo del papá-mamá, ahora en una instancia colectiva. Hoy en día, el neo-fascismo neo-liberal, desde la punta más alta de la montaña del cinismo, juega al negacionismo –que es otra forma de la memoria-, y lo que niega es el horror. A partir de esa imposibilidad de mirar cara a cara el horror, lo reproducen en el modo del odio y el deseo de aniquilación de los que no forman parte de las fantasías de su propio conjunto. Desde ya, al menos el kirchnerismo daba lugar a las voces de los muertos, pero el procedimiento de apropiación, homogeneización, partidización y formateo de una subjetividad militante es el mismo.     

Ante ese panorama, sólo queda entrar en guerra con la memoria personal y colectiva. No tengo dudas de que mi memoria es mi principal enemiga. Una intrusa. Un implante. El genio maligno en mi cabeza. Todo el tiempo, a cada instante, pretende imponerme imágenes ya trituradas y estandarizadas por el esquema narrativo. A pesar de esto, con un poco de paranoia –paranoia que en este contexto es casi un deber cívico-, por más exitosa que se haya mostrado a lo largo de la historia, es fácil registrar que la memoria no deja de fallar. En todo caso, sólo funciona estropeándose. No hay nada más frágil que los recuerdos, sólo basta concentrarse un poco en las imágenes rememoradas para darnos cuenta que estamos ante una trampa que los dispositivos de control han montado para que terminemos diciendo “yo fui ese, ahora soy su continuación, no hay peligro, todo sigue bajo rieles”.

Insisto: si bien las imágenes rememoradas ya están procesadas (seleccionadas, distorsionadas y abstraídas) por el esquema narrativo de la identidad personal, se muestran siempre enclenques y desdibujadas. Vuelvo al ejemplo de mi madre muerta. El rostro que se me presenta en la memoria no tiene ninguna definición, aparece como borroneada, y sin embargo sé que se trata de mi madre y lo sé antes de que la imagen rememorada brinde alguna certeza. En definitiva, sé que se trata de mi madre porque la imagen ya está atrapada en el esquema narrativo de mi propio –falsamente propio- Siempre-El-Mismo-Cuento. Ahora, si yo pudiera hacer una especie de epojé, poniendo entre paréntesis y desactivando el esquema narrativo –y también todas las fantasías y afectos que yo mismo pongo en juego-, para concentrarme entonces en la pura imagen de mi madre, sólo en la imagen, entonces me voy a encontrar con que mi madre no es solamente mi madre sino una constelación de imágenes superpuestas y fusionadas. En ese punto, como dije antes, mi madre ha dejado de ser mi madre, ahora es completamente Una Madre. Impersonal, va a empezar a transformarse y revelar todos los espectros que contiene y la componen. Las velocidades se aceleran, la imagen se hace multiplicidad, en constante migración activa nuevas conexiones, y entonces es una red de encuentros y nuevas fusiones (encuentros y fusiones heterogéneos como el del paraguas sobre la mesa de disección). Entonces, en Una Madre podría visualizar destellos de mi estrella porno preferida y en mi estrella porno el destello de la Virgen María, y en esta la presencia fantasmal de las Venus Paleolíticas. Siempre estamos a punto de asistir al espectáculo de una memoria que delira y promete hacerlo hasta el infinito. A veces me pregunto cuánto hay de la imagen de Eva Perón en la imagen rememorada de mi madre y a la vez cuánto de Juana de Arco en Eva Perón y cuánto de la imagen de una Amazona en Juana de Arco. De un modo u otro, en ese punto, ya estoy en otra temporalidad, ya no es el tiempo de mi biografía, ahora es el tiempo de los espectros que venidos de fuera traen otra memoria.

Desde ya, esta otra memoria, debe asociarse a Bergson y a Aby Warburg. Y como bien lo planteás, se trata de una memoria extra-humana, no-antrópica, que responde a una escala cosmológica. Por eso la guerra contra la trampa de la memoria personal es tan decisiva, porque pone en juego la posibilidad de la emergencia de una memoria ontológica que nos atraviesa y que funciona del mismo modo que los sueños y las pesadillas. Es decir, viene de más allá del sujeto, como si estuviera desde siempre antes que nosotros, en nosotros mismos. Y entonces, cada uno es siempre asaltado por un completo Atlas Mnemosyne. Por ello mismo, en relación a Warburg, el Atlas Mnemosyne no puede ser reducido a un mero procedimiento de montaje. Sería no entender el concepto de psico-historia ni comprender el funcionamiento y la dimensión arcaica y cosmológica de la memoria. Pero lo mismo sucede en la literatura cuando se la reduce a un mero juego de técnicas narrativas. La memoria involuntaria de Proust no es una técnica literaria, es un ejercicio espiritual, la técnica es posterior y no es otra cosa que un modo de ordenar la experiencia siempre traumática de ser atravesado por una memoria que no es la nuestra y ni siquiera es humana. 

Antes te decía que las tecnologías de hoy funcionan como los nuevos dispositivos para producir lo humano. Insisto en la paradoja que se nos presenta. Hoy la memoria humana está siendo suplantada por los algoritmos digitales. Facebook recuerda mejor que yo lo que viví el año pasado o hace cinco años atrás. Mi celular funciona como una memoria personal mucho más eficaz que la mía. Ya Platón señalaba el peligro de la escritura (que también es una forma de tecnología), porque esta podría suplantar la memoria de los hombres hasta volverla innecesaria (el texto de Derrida al respecto, La farmacia de Platón, es increíble). Hoy, los algoritmos representan mucho más que una mera amenaza. No sólo funcionan como prótesis sino que son las nuevas tecnologías las que formatean la memoria personal y también la colectiva, hasta el punto de suplantarla por completo. En el fondo es un alivio, ya no necesitamos contarnos Siempre-El-Mismo-Cuento, son las máquinas las que lo hacen por nosotros. En este punto, repito algo que es como el núcleo de Las pasiones alegres: el problema no es que una memoria artificial pueda ser implantada en nuestro cerebro, sino que nuestra memoria “natural”, “humana”, ya era desde antes un artificio, un implante en el cráneo animal. Lo que importa es el atolladero en el que estamos metidos: hay una memoria digital post-humana que recuerda por nosotros y con ello pone en juego la dimensión hiperbólica del sometimiento que estamos viviendo, pero a la vez, ante esto, no podemos oponer ninguna memoria “humana” o “natural”, porque lo que este proceso de anulación y sustitución vino a mostrar es que la memoria “humana” era tan artificial, tan implantada, como la que los poderes tecno-financieros vienen a imponer.

En este borde de la aniquilación de lo humano, la pregunta es qué nos queda por hacer. Desde ya, no tenemos ninguna respuesta, pero, al menos, deberíamos señalar algunos de los nudos que fuimos encontrando en la historia de nuestro colapso. La primera, me parece, es que no hay ni hubo nunca una naturaleza humana, sino dos ámbitos perfectamente corroborables, el de la animalidad y el de la espectralidad, es decir, lo visible y lo invisible, lo material y lo inmaterial. Si algo podemos decir del hombre es que ha emergido del encuentro de estas dos dimensiones. Los dispositivos de control son los que históricamente se destinaron a sostener la separación entre la animalidad y la espectralidad. Lo hicieron a través de diversas técnicas, pero, entre ellas, principalmente, a través de la implantación de una memoria personal que nos alejara de lo animal y cerrara las puertas a los espectros que la memoria ontológica trae consigo. Esto deja entrever que si el hombre no tiene ni tuvo ninguna naturaleza, sin embargo y por ello mismo, ha funcionado como un umbral entre el animal que es y los espectros que lo acechan. Lo que entonces hoy se pone en juego no es la naturaleza humana sino la clausura definitiva de todo umbral, y, por ende, el escenario cierto de una completa animalización generalizada. En ese punto, el sometimiento podrá ser tan exhaustivo que eso que llamamos hombre quedará reducido a una mera bestia de carga.   

 

G.P.: En relación con la pregunta anterior, quería consultarte acerca del modo singular, único diría, en el que tu obra se inserta en –y dialoga con– la así llamada “literatura argentina”. Te lo pregunto sobre todo a propósito de tu libro Literatura argentina, cuyo título es ya una invitación a explorar el modo en el que pensás a nuestra tradición literaria. Hay un cierto linaje que ha sido señalado por algunos escritores actuales como Rafael Arce y Agustín Conde de Boeck, quienes desde hace tiempo vienen construyendo también una obra crítica y literaria muy interesante, en el cual figuran nombres como Osvaldo Lamborghini, Borges, Aira, Perlongher, etc. ¿Cómo pensás entonces a tu obra en el horizonte de la literatura argentina? Y un poco más en general: ¿cuál es la relación de tu literatura con la historia argentina (pienso por ejemplo en libros como Mi pequeña guerra inútil o El Desmadre)? Es decir: ¿de qué modo la literatura –tu literatura– lee la historia de nuestro país? ¿Qué hace con esa historia o, mejor aún, qué sucede con esa historia cuando ingresa a la máquina farresiana de escritura?

 

P.F.: Sí, creo que hay un hilo de acero que une tu pregunta acerca de la memoria y esta otra acerca de la literatura. Casi que repetiría las mismas palabras, cambiando “memoria personal y colectiva” por “literatura” y “memoria ontológica” por “escritura”.

Es decir, la literatura, con su historia, sus reglas, sus circuitos de legitimación, sus figuras de autor, funciona como un cerrojo para la escritura entendida como un modo de invocación de espectros. La primera remite a un producto terminado con vistas a determinado mercado, el segundo es un proceso abierto y sin finalidad, desde nadie y para nadie. El primero trabaja con símbolos compartidos destinados a la identificación del consumidor, el segundo deshace todos los símbolos para intentar vislumbrar por el agujero abierto qué hay del otro lado. El primero se destina a la figuración, el segundo a la completa desfiguración, al borramiento y a lo impersonal.

Uno de los problemas evidentes en este tipo de respuestas, es que la máquina literaria funciona como el capitalismo, es decir, introyectando su propio afuera de tal forma que puedas hacer tu revolución auspiciada por Coca-Cola o anunciando lo horrible que va ser el fin del mundo mientras te subvenciona Random House. Lo que llamamos literatura sigue entonces la misma lógica que el de la expansión infinita del capital. Desde el interior de las mega-corporaciones editoriales se vende la mercancía de la autenticidad, la resistencia, la revuelta, la transgresión, el malditismo, el vanguardismo, y un larguísimo etcétera. Si desde dentro del sistema de mercantilización generalizada y nihilización completa del mundo te hablan del horror de tal mercantilización, no hay otro derrotero que el de la impotencia. Lo que queda entonces es entregarnos al silencio, seguir al joven Wittgenstein y asumir que de lo que no se puede hablar es mejor callar, no porque sea una elección, sino porque esas palabras están vaciadas. Por eso no quiero tener nada que ver ni con la autenticidad, ni la resistencia, ni la revuelta, ni la transgresión, el malditismo o el vanguardismo. Creo que en el fondo no quiero tener nada que ver con la literatura. Pero quiero ser claro en este punto. No se trata de una elección ni de un planteo ético ni político ni nada. La cuestión es más simple. Creo que soy inferior. Inferior en el sentido que no tengo fuerzas para participar del mundo de la literatura. No estoy a la altura, sé que no podría cumplir con los imperativos ligados a la imagen del éxito, la exposición en redes, los contactos, las roscas, las presentaciones, la palabra adecuada, escribir el libro que se espera que escribas, que tomes el tema de boga o aquel en el que estemos todos más o menos de acuerdo. En fin, no es que no quiera, no puedo, no me sale. En ese sentido, mis libros terminan siendo inferiores. Escribo una literatura inferior, pero porque yo soy inferior. No me sale de otro modo y creo que así está bien.     

En algún momento, todo eso del circo de la literatura me enojaba, ahora ya no. Que cada quién haga lo suyo y juegue el juego en el que se sienta más cómodo. Lo que me importa es no perder la concentración en lo que me es dado y para eso necesito inventarme mi propio margen. Digo, ni siquiera me importa eso que llaman margen de la literatura, sino el margen y la distancia debida con respecto a mi persona. Que el que soy en la vida cotidiana, con todo el ruido del mundo metido en la cabeza, no interrumpa el tráfico de voces e imágenes. Siguiendo lo que decía Blanchot de Kafka, a veces creo que escribir significa estar un poco muerto. Uno se afantasma, entra en una especie de impasse con el presente y se adentra en una tierra de nadie, pero a la vez, en ese punto nos encontramos con los otros. En el fondo no hay escritores ni lectores, lo que hay es una zona de intensidades y fantasmas en los que podemos encontrarnos sin el lastre de nuestra propia biografía. Digamos que nos encontramos en un espacio de común impropiedad.

En relación a la pregunta por Literatura Argentina, creo que de fondo lo que se jugaba era la posibilidad de abandonar la literatura desde el comienzo, de entrada, sólo para entonces, comenzar a escribir. Pero eso es algo que con el tiempo lo veo en relación a todos mis primeros libros, sea Literatura Argentina, El desmadre o El reglamento. Desde ya, no había una programática consciente, pero creo que existía entonces la necesidad de desactivar o destruir los dispositivos de los grandes nombres: La Literatura, La Historia, La Ley. En esos campos se arma el circo del nombre propio, la memoria estandarizada, las reglas acerca de lo que hay que decir y no decir, las normas acerca de cómo decirlo. Es la asfixia total. Me parece entonces que la necesidad de ese momento fue esquizofrenizar la Literatura, la Historia y la Ley, llevarlas al punto cero, a la des-existencia de la que antes hablábamos. Pero insisto que no es algo que alguien decida, era la literatura argentina la que ya estaba loca mucho antes de que alguien escriba Literatura Argentina. Lo mismo en relación a El Desmadre o Mi pequeña guerra inútil. Fueron experimentos para disolver las mayúsculas y los nombres propios, las narraciones estandarizadas y la memoria de la domesticación colectiva, para ver qué hay del otro lado.

 

G.P.: En la entrevista que me hiciste el año pasado, me preguntabas acerca de la relación entre la filosofía y la literatura. Quisiera ahora devolverte la pregunta porque, además de que vos también tenés una formación filosófica –recuerdo sólo de pasada que algunas escenas memorables de Las series infinitas transcurren precisamente en la Facultad de Filosofía y Letras–, en tu escritura se produce una misteriosa alquimia de ficción y especulación, de mito y concepto que, estoy convencido, tiene rasgos originales. Alguna vez te dije que yo leo tus libros como tratados genuinos de metafísica. ¿Sería posible establecer algunos nexos entre tu producción y el auge actual del realismo especulativo, pero quizás aún más con la idea de “ficción especulativa” que propone Ludmer (un personaje subrepticio en Las series infinitas) en Aquí America latina? ¿Cómo dialoga tu obra en relación a la especulación filosófica o metafísica?

 

 

P.F.: Desde ya que hay un punto común entre la filosofía y la literatura. Me acuerdo ahora de Parménides, que en el comienzo mismo del pensamiento filosófico, abre su Poema con “Las yeguas que me llevan me condujeron hasta la meta de mi corazón”. Es una errática y provisoria traducción al voleo, pero ilumina la conexión que intento señalar. ¿Qué significan “Las yeguas que me llevan…”? Está claro que no son yeguas, sino otra cosa que parece venir desde antes que Parménides enuncie algo. Es decir, Parménides no elige ni selecciona ni nada, sino que es llevado y arrastrado por algo desconocido que, como tal, sólo puede ser nombrado con palabras que remitan al mundo conocido –las yeguas-. Es decir, las cosas del Afuera sólo pueden ser nombradas con las palabras del Adentro. He ahí el equívoco general y nuestra particular condena: la literatura, el no poder dejar de hacer literatura incluso cuando pretendemos algo completamente alejado de la literatura.

Entonces, del mismo modo que un ateo puede leer la Biblia como una extraordinaria ficción literaria, pueden leerse el Poema de Parménides como un poema o las Meditaciones Metafísicas de Descartes como una pequeña novela de intriga o la Fenomenología del Espíritu como la novela más ambiciosa del siglo XIX donde se presentan las peripecias de un héroe que desconoce su destino pero que lo lleva marcado desde el comienzo, o una Bildungsroman en la que la Idea se descubre a sí misma como Espíritu absoluto.

El problema es que la historia de la filosofía se ha empeñado en desdeñar la potencia ficcional que sin embargo la empuja. Con un poco de paranoia, uno puede pensar en una programática de desficcionalización o desespiritualización del mundo, es decir, un proceso de nihilización general que comienza con Aristóteles y alcanza su cúspide en la modernidad. Pero lo que se juega allí es justamente la reducción del mundo al mero ente matematizable y por ende la reducción de la potencia ficcional a una mera instancia psicológica. La ficción entonces es concebida como opuesta a la verdad y la imaginación como un lastre subjetivo de donde surgen el error y la falsedad.

La otra opción es asumir que no hay un mundo, sino sólo el orden que nosotros le damos a lo incognoscible. Pero entonces lo que llamamos mundo es, en verdad, un efecto ficcional de aquello que se nos escapa y que bien podemos darle el nombre del Afuera. Allí entonces comienzan los problemas. Primero porque la potencia ficcional con la que creemos ordenar lo desconocido no es humana sino el efecto que produce el infinito alejamiento del Afuera. Segundo porque esa potencia ficcional no antrópica, extra-humana, no constituye un mundo sino una multiplicidad de mundos que imponen accesos y perspectivas diferentes: un mundo-mosca, un mundo-comadreja, un mundo-pájaro, un mundo-piedra, un mundo-árbol.

La ficción entonces no es una cuestión subjetiva sino el modo en que se dan los mundos a partir del constante alejamiento del Afuera. Desde esa concepción se produce una completa transmutación de la imaginación. Siguiendo lo anterior, lo imaginado es tan real como lo percibido, pero también, la imaginación deja de ser una facultad humana para revelarse como el efecto del Inalcanzable Afuera. Ese Afuera de lo que es, es entonces el desquicio del mundo, su completo trastorno. Como suele decirse, la imaginación es la loca de la casa, todo lo mezcla, todo lo acelera, pero lo que hay que subrayar es que no somos nosotros lo que imaginamos nada, lo imaginado se nos da como se nos dio la vida, las palabras y se nos dará la muerte, es decir, como algo que precede lo humano, lo constituye y lo excede.   

En ese punto, cambia por completo el estatuto de la literatura. Si el Afuera de lo que es se nos vuelve innombrable y se aleja infinitamente, y si a la vez, tal alejamiento e imposibilidad producen el efecto de un completo trastorno por el que los mundos se nos dan ficcional e imaginariamente, entonces la literatura parecería nacer de esa misma fuente. Por un lado, puede pensarse como la vía regia, la ratio cognoscendi, el camino más corto para unir y soldar las esquirlas y fragmentos del mundo trastornado. Entonces no nos queda otra opción más que delirar mundos. Pero esto no es una cuestión individual ni subjetiva. A gran escala no hay disciplina ni ciencia que no sea un modo de delirar lo incognoscible.

La otra opción es situar la imaginación y la literatura como la ratio essendi del mundo. Esta es la hipótesis que más me gusta, es decir, no es que los humanos escribamos literatura sino que el mundo, en cuanto tal, en cuanto trastorno y delirio, es literatura. Es posible entonces que la escritura del mundo trastornado esté conformada por seres vivientes, orgánicos y no orgánicos. La “Biblioteca febril” de la que hablaba Borges, es decir, la literatura, tendría entonces como correlato un mundo completamente ficcional y demoníaco en el que lo que es, remite siempre a otra cosa. La Biblioteca de Babel es el mundo, sí, pero porque el mundo ya era desde el comienzo una biblioteca febril y demoníaca, es decir, ya era literatura.       

Entiendo que desde esta perspectiva, hay puntos en común con el realismo especulativo. Desde ya, eso que llamamos “realismo especulativo” remite a un equívoco que los mismo adscriptos al movimiento siguen discutiendo. Entiendo que por más conexiones que existan, los planteos de Graham Harman, Ray Brassier o Quentín Meillassoux (y antes, como una suerte precursores, Land, Fisher y el C.C.R.U), son dispares. Más allá de esto, el realismo especulativo trajo consigo una extraordinaria renovación del pensamiento, pero sigue siendo parte de una tradición filosófica que trabaja con diagramas conceptuales y cierta inclinación a la explicación. Son herramientas muy diferentes a las que ofrece la literatura. No digo que sean proyectos opuestos, sino que los materiales con los que trabajan son diferentes. La literatura no está obligada a explicar nada, y los diagramas conceptuales sólo pueden hacerse desde fuera de la obra. En este sentido entiendo que me alejo de tales posiciones. Sin embargo, lo que me acerca a realismo especulativo es cierta cosmovisión a partir de la cual comenzar a hacer la experiencia de la literatura. Tomo un ejemplo para ser más claro. Leo a Meillassoux y encuentro cuestiones como la superación del correlacionismo moderno, el Principio de Contingencia, la noción de Hiper-caos, la posibilidad de un dios por venir, y digo, guau, este hombre está dando en el centro de todo lo que yo puedo chapucear acerca de la relación entre literatura y vida, pero enseguida sigue la deriva de plantear las matemáticas como la estructura misma de ese Afuera de lo humano, y entonces se me cae todo. Respiro hondo y vuelvo atrás, me detengo en la noción de Hiper-caos y me digo que justo en ese punto es donde la literatura se define, no para explicar el Hiper-caos, sino para hacer la experiencia del Hiper-caos. En todo caso, para ser sintético, lo que más me interesa es el cruce, esa zona indeterminada en la que el discurso filosófico empieza a delirar y la literatura alcanza una dimensión cosmológica-metafísica.

 

 

G.P.: En tus libros el problema de lo humano ocupa un lugar fundamental. Es como si la desactivación del dispositivo antropológico coincidiese paradójicamente con la activación del dispositivo literario, como si el crepúsculo de la finitud humana fuera al mismo tiempo la aurora de la infinitud extra-humana; como si “después de la finitud”, para emplear la fórmula de Meillassoux, sólo restara un flujo anónimo de palabras que proliferan sin ton ni son. En este sentido, cada libro tuyo es la cifra de una arquitectura casi imposible, un laberinto infinito girando sobre el vacío. Hay algo de Georg Cantor en tu proyecto literario. Menciono esta cuestión de la infinitud porque es correlativa a la crisis de lo humano. Muchos de tus personajes experimentan la paradoja de no existir, de no ser reales, un poco como el síndrome de Cotard, o también de perder los límites de la realidad, la cual deviene infinita, rasgo que no por casualidad para el psicoanálisis lacaniano caracteriza al brote psicótico. ¿Cuál es la relación que existe para vos entre el posthumanismo y la escritura literaria? ¿Qué te interesa de esas experiencias en las que el sujeto pierde los límites de la realidad y a la vez los puntos de anclaje que lo ligaban al mundo y a sí mismo? Te lo pregunto porque pareciera haber un lazo indisociable entre esas experiencias y tu escritura. Sería interesante que te explayaras un poco sobre este asunto. 

 

P.F.: Vos lo decís mejor de lo que yo podría: “Es como si la desactivación del dispositivo antropológico coincidiese paradójicamente con la activación del dispositivo literario, como si el crepúsculo de la finitud humana fuera al mismo tiempo la aurora de la infinitud extra-humana”. Como el linotipista de Osvaldo Lamborghini en La causa justa -“no leía jamás pero sus subrayados eran perfectos”-, subrayo cada una de las palabras que escribiste, e insisto con la idea de que la literatura sólo emerge en el momento exacto en el que el dispositivo antropológico se desactiva.

Esa desactivación es la más alta condición para la literatura, pero también su desafío más difícil. En mi caso, al menos, es como si la maquina literaria no funcionara sino a condición de llevar al extremo la experiencia de la desexistencia. Desactivar la memoria implantada, abandonar los parámetros humanistas acerca de la moralidad, los aparatos de captura de índole psicológica, descocer los símbolos compartidos, desarmar la temporalidad cronológica, trastornar los géneros, desarmar las identidades, para ver qué hay del otro lado. Antes señalaba la noción de Hiper-caos y la literatura como la modulación misma y la posibilidad de hacer la experiencia del Hiper-caos –¡¡¡y salir vivos, o no tanto!!!-, pero para ello hay que desarmarlo todo, al menos todos los dispositivos que constituyeron lo humano como el modo de vida más triste que se nos haya podido dar.

Ese es un punto completamente decisivo para mí. No puedo leer a Lovecraft sin Beckett detrás, no puedo leer a Borges sin Lamborghini en el medio, ni a Cartarescu sin Artaud, o a Ligotti sin Thomas Bernhard a sus espaldas. Unos desarman el dispositivo antropológico para que los otros experimenten qué hay detrás. Claro está que estas dicotomías son demasiado simplistas y equívocas -en Lovecraft ya está Beckett y en Beckett ya está Lovecraft-, pero creo que me ayudan a pensar el asunto.

Si no se trama esa descomposición de lo humano, se corre el riego de hacer literatura por la literatura misma, un juego de embaucadores. Creo que en mi caso, me llevó mucho tiempo realizar esa desactivación, mis primeros libros –El punto idiota, Literatura argentina, El desmadre, El reglamento- fueron los modos que encontré para de alguna forma llevarla adelante. Desde ya no sé si han cumplido con la cuestión, pero al menos me permitieron avanzar hacia ese Afuera de lo humano y del ser, ese Hiper-caos o como queramos llamarlo. En todo caso, me resulta inconcebible haber escrito Las series infinitas (“la aurora de la infinitud extra-humana”) sin antes haber escrito Literatura Argentina (“el crepúsculo de la finitud humana”). Igual, hablo como si algo de todo esto –mis libros- fuese importante; ya lo dije antes, soy inferior y lo soy en todos los sentidos del término, y entonces lo único que hago es compartir la experiencia de cómo se ve el mundo desde este lugar que queda más o menos fuera de todo.