La melancolía de Zidane - Jean-Philippe Toussaint

 

[Traducción Bruno Grossi]

 

Zidane miraba el cielo de Berlín sin pensar en nada, un cielo blancuzco matizado de nubes grises con reflejos azulados, uno de esos cielos de viento inmensos y cambiantes de la pintura flamenca. Zidane miraba el cielo de Berlín sobre el estadio olímpico la noche del 9 de julio de 2006 y experimentaba con una intensidad desgarradora la sensación de estar allí, simplemente allí, en el estadio olímpico de Berlín, en ese instante preciso, la noche de la final del Mundial de fútbol.

Sin duda la noche de aquella final no fue más que forma y melancolía. Primero, inmediatamente, la forma en estado puro: el penal anotado en el minuto siete, un Panenka indolente que tocó el travesaño para cruzar la línea y salir de la portería, una trayectoria de billar que coqueteó con el disparo legendario de Geoff Hurst en Wembley en 1966. Pero aún era solo una cita, un homenaje involuntario a un episodio legendario de la Copa del Mundo. El verdadero gesto de Zidane la noche de aquella final —un gesto repentino como un desbordamiento de bilis negra en la noche solitaria— llegaría más tarde y haría olvidar el resto: el final del partido, el alargue, los penales y el ganador. Un gesto decisivo, brutal, prosaico y novelesco: un instante de ambigüedad perfecta bajo el cielo de Berlín, unos segundos de ambivalencia vertiginosa donde la belleza y la oscuridad, la violencia y la pasión, entran en contacto y provocan el cortocircuito de un gesto inédito.

El cabezazo de Zidane tuvo la brusquedad y la delicadeza de un trazo de caligrafía. Si bien solo tomó unos segundos ejecutarlo, no pudo ocurrir sino al final de un lento proceso de maduración, de una larga génesis invisible y secreta. El gesto de Zidane trasciende las categorías estéticas de lo bello o lo sublime, se sitúa más allá de las categorías morales del bien y el mal: su valor, su fuerza y su sustancia radican únicamente en su adecuación irreductible al instante preciso en el que ocurrió. Dos vastas corrientes subterráneas debieron llevarlo desde muy lejos. La primera, profunda, amplia, silenciosa, poderosa, inexorable, que surge tanto de la pura melancolía como de la dolorosa percepción del paso del tiempo, está ligada a la tristeza del final anunciado, a la amargura del jugador que disputa el último partido de su carrera y no puede resignarse a terminar. Zidane nunca pudo resignarse a terminar: está familiarizado con los falsos arranques (contra Grecia) o las salidas fallidas (contra Corea del Sur). Siempre hubo en él una imposibilidad de poner fin a su carrera, y más aún, sobre todo, de hacerlo con belleza, porque terminar con belleza es, no obstante, terminar, es clausurar la leyenda: levantar la Copa del Mundo es aceptar su muerte, mientras que fallar en su salida deja perspectivas abiertas, desconocidas y llenas de vida. La otra corriente que impulsó su gesto, una corriente paralela y contradictoria, alimentada por un exceso de atrabilis e influjos saturninos, es el deseo de terminar lo más rápido posible, el deseo irreprimible de abandonar bruscamente el campo y regresar a los vestuarios (me fui bruscamente y sin avisar a nadie), porque el cansancio está ahí, de repente, inconmensurable, la fatiga, el agotamiento, el hombro que duele. Zidane no logra marcar, ya no soporta a sus compañeros, a sus rivales, ya no soporta al mundo ni a sí mismo. La melancolía de Zidane es mi melancolía, la conozco, la he alimentado y la padezco. El mundo se vuelve opaco, los miembros pesados, las horas parecen cargadas, más largas, más lentas, interminables. Se siente agotado y se vuelve vulnerable. Algo en nosotros se vuelve contra nosotros —y, en un éxtasis de fatiga y tensión nerviosa, Zidane no puede más que cumplir el acto de violencia que libera, o de huida que alivia, incapaz de deshacer de otra manera la tensión nerviosa que lo oprime (y es la huida final ante la culminación de la obra). Desde el inicio del alargue, Zidane no ha dejado de expresar su cansancio de manera inconsciente con su cinta de capitán que no deja de caerse, su brazalete que se deshace y que no termina de ajustar torpemente en su brazo. Zidane así lo expresa, a pesar suyo, que quiere abandonar el campo y regresar a los vestuarios. Ya no tiene los medios, ni la fuerza, ni la energía, ni la voluntad de lograr un último golpe de efecto, un último gesto de pura forma —el cabezazo, de una belleza impresionante, rechazado por Buffon unos instantes antes, le abrirá definitivamente los ojos sobre su impotencia irremediable. La forma, ahora, se le resiste —y eso es inaceptable para un artista, conocemos los vínculos íntimos que unen el arte con la melancolía. Incapaz de hacer un gol, hará una marca indeleble en nosotros.

La noche, ahora, ha caído sobre Berlín, la intensidad de la luz ha disminuido y Zidane ha sentido de repente, físicamente, el cielo oscurecerse sobre sus hombros, dejando en el firmamento solo rastros desgarrados de nubes crepusculares negras y rosas. El agua mezclada con la noche es un antiguo remordimiento que no quiere dormir.

Nadie en el estadio entendió lo que había pasado. Desde mi lugar en las tribunas del estadio olímpico, vi cómo el partido se reanudaba, los italianos volvían al ataque y la acción se alejaba hacia el arco contrario. Un jugador italiano se había quedado en el suelo, el gesto había ocurrido, Zidane había sido alcanzado por las divinidades hostiles de la melancolía. El árbitro detuvo el partido, y todos empezaron a correr en todas direcciones por la cancha, hacia el jugador tendido y en dirección al juez de línea, al que los jugadores italianos rodeaban. Mi mirada iba de izquierda a derecha, luego, en mis binoculares, aislé a Zidane, instintivamente, la mirada siempre se dirige hacia Zidane, la silueta de Zidane con su remera blanca de pie en la noche en medio del campo, su rostro en primer plano en el visor de mis binoculares, y Buffon, el arquero italiano, que aparece y comienza a hablarle y a masajearle la cabeza, a amasarle el cráneo y la nuca, en un gesto sorprendente, cariñoso, envolvente, en un gesto que consagra, como se haría con un niño, un recién nacido, para calmarlo, para tranquilizarlo. No entendía lo que estaba pasando, nadie en el estadio entendía lo que estaba pasando, el árbitro se dirigió hacia el pequeño grupo de jugadores donde estaba Zidane y sacó la tarjeta negra de su bolsillo, que levantó hacia el cielo de Berlín, y entendí de inmediato que estaba dirigido a Zidane, la tarjeta negra de la melancolía.

El gesto de Zidane, invisible, incomprensible, es tanto más espectacular precisamente porque no ocurrió. Simplemente no ocurrió, si nos atenemos a la observación directa de los hechos en el estadio y a la confianza legítima que podemos depositar en nuestros sentidos: nadie vio nada, ni los espectadores ni los árbitros. No solo el gesto de Zidane no ocurrió, sino que, incluso si hubiera ocurrido, incluso si Zidane hubiera tenido la loca intención, el deseo o la fantasía de dar un cabezazo a uno de sus rivales, la cabeza de Zidane nunca debería haber alcanzado a su adversario, porque cada vez que la cabeza de Zidane hubiera recorrido la mitad de la distancia que la separaba del torso del rival, le habría quedado otra mitad por recorrer, luego otra mitad, luego otra mitad más, y así sucesivamente por toda la eternidad, de modo que la cabeza de Zidane, avanzando siempre hacia su objetivo pero sin alcanzarlo nunca, como en un inmenso ralentí montado en bucle infinito, no podría, nunca, física y matemáticamente imposible (es la paradoja de Zidane, si no la de Zenón), entrar en contacto con el torso del adversario —nunca, solo el fugaz impulso que atravesó el espíritu de Zidane fue visible a los ojos de los espectadores de todo el mundo.