El chaquito - Rafael Arce

 

La temperatura estival propia de la zona se demoraba, atenuada por vientos inéditos, benévolos. De otro modo, un mediodía hubiera sido inadecuado. Del almacén Verona me habían hablado, o había sabido de su existencia, recién en mis últimos años en la ciudad. Del Chaquito (o Chaco Chico), del Monte Zapatero, tenía nociones más antiguas e igualmente vagas. Podía jactarme (pero esa jactancia escondía una vergüenza) de haber llegado al Monte y a la playa por vía fluvial. Fue lo que le dije cuando ella me preguntó. Solamente en kayak pero en mi tono de voz hubo, creo, neutralidad. En todo caso, podía escucharlo sin jactancia, como mera información. Pero solo ella podía hacerlo. Probablemente, con otro me habría abstenido de comentarlo.

Puede decirse que literariamente está poco explotado. Un extraordinario cuento de Carlos Catania transcurre en el Chaquito, “El hueco”, publicado en La ciudad desaparece en 1966. Creo recordar, o tal vez imagino, que en “La laguna” de Sergio Delgado hay alguna referencia[1]. En Saer no aparece, si no me equivoco, nunca[2].  

Me dice que hizo la reserva por WhatsApp, pero el laconismo de la respuesta la vuelve desconfiada. Le digo que les escriba de nuevo. No sé si sabrá quién soy. Me cuenta que, de puro chiste (no se si habla en serio o no, ya le dije que tengo problemas para captar la ironía), el día anterior usó su segundo nombre, con el que yo la apodé, para reservar. Entonces tal vez no me ubicaron. Ella se crio en la zona. Su abuelo era amigo de Don Paulino, padre de Jesús, dueño del almacén. La caña con ruda, de fabricación casera, lleva el nombre de Don Paulino y ha ido aumentando su producción en los últimos diez años. En este terreno, que es el de la tradición, el reconocimiento implica consecuencias no solo prácticas, sino también imaginarias, simbólicas.  Más todavía: míticas.

Salimos temprano. Tomamos por Piedras y doblamos en 12 de Infantería. Le muestro la casa de mi infancia (una de las tantas). Es increíble que estemos tan cerca. Doblamos en General Paz y yo le pregunto si antes no se llamaba Pascual Echagüe. En efecto. Busco a la izquierda, sin éxito, el lugar en donde estaba ese bolichón al que mi viejo iba a escabiar y a jugar al truco. Mi percepción infantil lo hacía un lugar repelente, pero ahora podría apreciarlo en su justa dimensión poética, desvencijado y anacrónico, casi parte de ese límite civilizatorio que estábamos por cruzar. Entonces era un antro de borrachos y bebedores solitarios, aunque perfectamente inofensivo. De repente, hemos dejado la ciudad. Por calles de tierra y parajes de precariedad, desembocamos en el Verona, aurático y tan material como cada cosa que se me ha venido poniendo en frente durante estos días. Imaginate que el almacén estaba en medio de la nada. Era un almacén de campo. La expresión es puramente retórica. No podría imaginarlo. Recuerdo que el cuento de Catania transcurría en un espacio como abstracto. Tal vez los elementos le daban consistencia: el barro, el agua, los bichos de la laguna, más fantásticos que realistas. La sensación de lo inhóspito, de lo sublime. Un relato kafkiano en el que lo exterior es claustrofóbico. Unos hermanos que por juego se meten en un pozo y no salen más. El narrador asiste a la muerte de una hermana y al abandono paulatino de los otros, que lo dejan solo, en una especie de insólita afirmación del juego, como un desafío desatinado. Lo más extraordinario es que el relato termina con un giro que puede denominarse feliz (desprendiéndose, así, de Kafka).

Ella me había hablado de una infancia en la que, junto con sus hermanos y amigos (era la única mujer y la más pequeña), montaban unos caballos ajenos y se iban a trotar (o a galopar) por la playa. Una infancia en la que se familiarizó con la muerte de los animales, la aspereza de los elementos, la acechanza del silencio y de la oscuridad. Una vida de campo: el trabajo de la tierra, las huertas, la cosecha de los árboles frutales, las gallinas ponedoras y hasta los terneros y los chanchos que finalizaban sus días en la carneada.

El boliche está tranquilo, acorde a la hora. Miramos los cartelitos de las mesas de afuera. Ninguno es el nuestro. Penetramos en el viejo almacén. Ella se pone a hablar con la gente. Después notaré que tiene esa facilidad, la de hablar con los desconocidos, aunque no aplica estrictamente en este caso. Un hombre de barba y pelo largo, todo blanco, la mira un momento con atención. La ha reconocido. Hablan del abuelo. Jesús menea la cabeza, afirmativo, pero también incrédulo. La menor de los R. Siguen sobreentendidos y saludos a la mujer del dueño. Acá te traigo un rosarino para que conozca. En seguida me pongo a la defensiva. Yo en realidad soy de Santa Fe aclaro, con orgullo pueril. Me pregunto si la fama del lugar habrá trascendido el nivel local. La noche anterior, ha habido peña folklórica, que suele estirarse hasta la madrugada. Preguntamos si tenemos la reserva adentro. Ustedes siéntense donde quieran nos dice Jesús y ya me mira con complicidad. Nos sentamos afuera y, en efecto, antes de volverse al almacén, porque a él, dice, no le gusta laburar, me da una palmada en el hombro, que no puedo evitar sentir como aprobación. Adentro me había dicho, refiriéndose a mi guía: Es la mejor de Guadalupe. Yo entonces ya estaba cómodo (o nunca había estado incómodo), pero ella, me dijo afuera, sintió vergüenza. Después vamos a ir a ver el terreno le había dicho ella. No vas a encontrar nada.

Pedimos unos tragos, una picada y dos empanadas fritas. Ya nos habían dejado lupines y maní con cáscara, no obstante el brebaje nos mareó un poco. Comimos sin apuro, mientras el almacén se iba llenando, la gente de la ciudad estacionaba sus autos y camionetas en el bulevar, y se sentaba afuera, que era lo más apropiado, o adentro, con toda la parafernalia del folklore, lo que también tenía su encanto.

Después nos fuimos para “el terreno”. Estábamos muy cerca. Ahora es un loteo, con calzadas asfaltadas, un bulevar, alumbrado, pero con el cartel de las calles todavía sin nombrar. Una especie de maqueta en tamaño real. Unos obstáculos apropiadamente puestos en la calle indicaban la propiedad privada, pero igual nos metimos. Ella me mostraba dónde estaba el bosque que dividía el antiguo campo, pensando seguramente en su desmonte. Como había dicho Jesús, no había mucho para ver. Aunque ella sí podría pensar cosas. Podía mirar, recordar, imaginar. Habían querido quedarse con un lotecito, pensando en tal vez armar una quinta o algo, pero la empresa compradora no había querido saber nada. Según Jesús, eso del lotecito, en otros campos, lo habían conseguido algunos vendedores. Cuando asfalten la avenida, esto explota, porque la ciudad solo puede crecer para el norte dijo ella. Pensado en frío, no era tanto el tiempo transcurrido. El almacén databa de 1938. Pero la época trascendía su biografía, era la saga familiar, la del abuelo, que andaría a caballo por una geografía agreste y pintoresca.

Salimos y nos fuimos para la playa del Chaquito. El Monte Zapatero era un lugar de cuchilleros y malandras. Ahí se refugió Horacio Guaraní durante la dictadura. La amplia playa estaba llena de practicantes de kitesurfing. Era un día perfecto, porque había mucho viento sur, lo que bajaba la sensación térmica, cuando lo cierto es que deberíamos habernos estado cocinando, tanto en el almacén como en esa costa. Yo solía ver los que estaban pasando el Espigón 1, que era lo más común en mis remadas en la Laguna, porque rara vez me aventuraba más allá, hasta el Monte. No desalentaba tanto la distancia como la monotonía del enorme espejo de agua. Nunca he experimentado la inmensidad literaria de la pampa, pero lo más parecido ha sido esa monotonía fluvial que los indios llamaban Quiloazas, hasta que algún hacendado decidió darle su nombre o algún otro lo hizo por él.

Dimos algunas vueltas, buscando una sombra, pero al final nos quedamos un rato al sol, sacando fotos. A la distancia, podían distinguirse el puente colgante, la ciudad universitaria y el hotel ATE. Cuando salimos de la ciudad, no pude evitar pensar lo cerca que había vivido, durante pocos años, es cierto, de ese paraje mítico, legendario. Ella me lo revelaba, pero ella era parte. Era su biografía, pero se trataba de una historia mucho más antigua. Ella llevaba las marcas, las huellas, de una tierra nunca hollada, anterior a nosotros, anterior a la ciudad. No era cuestión de distancias. Yo había vivido en sus orillas durante algún tiempo pero, de todas maneras, aunque me hubiera enterado, no habría podido sacar nada. Una ciudad es una abstracción, es cierto. No se vive en una ciudad, sino en calles, barrios, esquinas, fronteras imaginarias, divisiones arbitrarias. No se ama ni se odia una ciudad. Me tocaba a mí, el desarraigado, el viajero, encontrar, por contingencia o destino, la fuente de una mitología desconocida, que transmutaba, a mis sentidos, la ciudad misma, ni siquiera la ciudad, sino solamente su nombre y todos los afectos a ella asociados. La distancia tiene sus eficacias, pero ¿cómo explicar esta especie de regreso sin regreso, esta suerte de descubrimiento sin secreto? ¿Cómo no fantasear acerca de los mitos locales si me había sido dado encontrarla, a ella, y que tuviera la llave que abriera esos arcanos?

Se había amasado, a sí misma, tibia y dulce, hasta tomar su forma final, su silueta misteriosa y como de fuego. Aunque aérea, como a ella le gusta decir, en su piel, en su sangre y en su carne lleva esa tierra y esa huella inmemorial, una especie de contra-mito de la Pampa Gringa, una pampa oscura y salvaje. Parecida a la que Saer ubica en el camino de la costa, el que va de Colastiné hasta San Javier. Lo hace en Cicatrices, una novela en donde el femicida llama, a su mujer, la Gringa. Costa brava contra interior de las colonias. Tantas páginas, novelas, relatos, buscando estos mitos, mi propio amor por el río como gusto adquirido, suerte de bovarismo de la Zona; tanto borgiano “me he documentado”, tanto rechazo de la Santa Fe de postal y su mitificación literaria, para que yo me encuentre, a esta altura del partido, con la encarnación misma, criolla, de lo que esos signos, estilizados, me daban y a la vez me escamoteaban. 

 




[1] En efecto, releyendo el cuento, no hay ninguna referencia. La imaginación es una especie de deseo. No obstante, el amigo del narrador, que muere ahogado en el río, vive “junto a la laguna” en una cabaña de madera. No hay precisiones topográficas, pero por la orientación del viaje del protagonista podemos conjeturar que el amigo vivía en Guadalupe, quizás pasando la zona de casas elegantes, cerca de lo que se conoce como Playa Norte. En mi olvido, lo hice viajar mucho más allá.

[2] Se habría necesitado, descartado el viaje por tierra (en cualquiera de sus novelas y relatos: ¿qué motivo habría para ir?), que en La pesquisa el itinerario fuera otro. Tomatis, Pichón y Soldi vuelven del camino de la costa por el río Colastiné y después toman el Santa Fe (única vez que la palabra aparece en la obra, porque no designa la ciudad). Hoy nadie lo llama “río Santa Fe”, como hace Saer, sino “riacho Santa Fe” o, mejor aún, “riacho” a secas (pocos saben el nombre). Por lo demás, hace años que el camino que hacen los personajes es imposible por el bloqueo del riacho pasando la Guardia. No obstante, Saer podría haber hecho pasear la lancha por la Setúbal hasta pasar frente a la playa del Chaquito. O, si tuviera que escribirla hoy, y quisiera respetar las referencias (lo que no necesariamente es deseable), debería situar la casa de Washington Noriega en Arroyo Leyes y que la lancha tome por el arroyo homónimo, pase por los canales y arroyitos, y salga a la Laguna por el norte, pasando entonces frente al mentado lugar mítico.