Actuar - Carlos Surghi

 

Para Guillermo Vázquez y Francisco Bitar

que me pidieron hacer de mí mismo.

 

Hace unos meses recibí dos propuestas para actuar en cine. Creo que el hecho de que me las hicieran a mí, que tengo una relación nula y conflictiva con el séptimo arte, las volvía exactamente iguales aun cuando fueran muy distintas. Por supuesto que acepté sin dudar. Me pareció que era una buena posibilidad para arrojarme a lo desconocido, para abrazar la fortuna, entregarme a la embriaguez de la acción y escapar de la rutina académica que, con su abulia de fin de año, y más en un profesor universitario como yo, me llamaba diciendo por acá escaparás a la rutina a costa de hundirte en la supervivencia diletante de querer olvidarte de todo.

Me vi entonces en la vanguardia de la trillada “batalla cultural” antes que en la retaguardia de la defensa altruista de la universidad pública. Aunque convengamos que el cine ya había sido arrasado y, a esa altura, era poco lo que se podía defender ‒para ese tiempo hacer una película era como proyectar un espejismo en el desierto. Pero al aceptar me vi también dispuesto a dejar de lado un largo rodeo discursivo de viejas fórmulas dialécticas, consabidas disputas y entusiasmos escépticos que siempre me decepcionan. No sé muy bien por qué, pero para mí las soluciones políticas, cuando la densidad de la realpolitik lo demanda, no son las más oportunas o efectivas. Es verdad, prefiero las soluciones más poéticas, aquellas que lindan siempre con lo inverosímil de su aplicación y hacen justamente imposible cualquier cumplimiento. No en vano mi divisa siempre fue “cuanto más delirante cualquier solución, mejor”. Debo confesar entonces que de inmediato entreví la posibilidad de escribir lo que estoy escribiendo. Y fue eso lo decisivo. Hacer del cine relato, vengarme de él, cobrarme sus horas robadas, escribir para revertir mi silencio al escuchar cómo comentaban una película que yo ni siquiera había escuchado nombrar. De hecho, sabía que actuar duraría más allá del rodaje, por ejemplo, hasta este momento en el que despliego esta suerte de ensayo sobre las virtudes y desdichas de la actuación, o lo que también podría entenderse como un capricho autobiográfico que, a fuerza de vanidad y egotismo, acaso podría haber titulado yo y el cine.

Recibí entonces un WhatsApp de G que decía “no vas a poder decir que no a la propuesta más extraña que te hayan hecho este año, quiero que actúes en una película”. Lo que para él era un modo retórico de obligarme a hacer algo, para mí simplemente era decir que sí, no pedir ninguna explicación y merecer el acontecimiento de forma estoica. Creo que mi respuesta, un tanto lacónica y fría, le debe haber resultado desconcertante, pues de inmediato, y creyendo que ese “sí” era pura distracción de mi parte, me dijo “pero quedate tranquilo que vas a hacer de vos: un profesor melancólico, como un personaje proustiano”. De nuevo mi laconismo al contestar, propio de la altura del año o de cierta convicción absoluta que al instante se cierra como una mónada en la que se clausura la ventanita de la sociabilidad, debe haberle parecido grosero, y hasta propio del límite con el autismo, pues luego de ese “bueno” respecto a tener que hacer de mí mismo, nuestra conversación encontró su punto final y por unas semanas no volvimos a cruzar mensaje alguno.

Lo que G no sabía es que tiempo antes F me había hecho la misma propuesta. Pero de una manera distinta, más atolondrada y disruptiva. Tal vez a eso se debía mi falta de asombro, mi entusiasmo ya acostumbrado a prescindir de las sorpresas. En un mensaje de audio, que creí en respuesta a algo que le había preguntado hacía varios meses, F me dijo “quiero que seas el personaje de una de mis películas, ¿te animás?” El sí fue inmediato.

Conozco a F hace ya varios años, y no me extraña que terminara haciendo películas con su teléfono celular. Sabía de esas películas porque F me las había mandado, para él el futuro es ya, puro advenimiento de lo nuevo en el presente. Pero debo ser justo y decir que antes de ellas estaban sus novelas, y lo que hablábamos cada vez que nos encontrábamos en lugares que no son los lugares adonde vivimos, sino lugares circunstanciales, sin horarios, lugares de paso, sin demandas, acaso respaldados por la aventura de la intimidad en público, y que por eso mismo conjuraban para que cuchichiáramos frente a otros escritores a los que no atendíamos, o para que nos escapáramos a tomar cerveza cuando debíamos quedarnos, o simplemente para que prolongáramos la noche aun teniendo que madrugar y hacer acto de presencia en un congreso o festival en el que coincidíamos. Ensayos difusos, poemas extensos, relatos de una ventaja narrativa sideral respecto a todo lo que se hacía, pero también fascinación por el desarreglo biográfico, me parecía que incrementaban la distinción de los arrebatos de F, o lo que yo llamaría ese vitalismo envidiable que últimamente lo caracteriza. Conozco a F desde hace años, y conocerlo es esperar siempre lo nuevo.

Había visto dos o tres de esas películas que en su cabeza se contaban por más de una docena. En ellas hay algo que desde el principio me atrajo. Seguro la integración del entorno familiar. Sus hijas, su pareja, sus amigos, lo que encontraba al abrir la puerta de su casa, el paisaje urbano de una tediosa capital de provincia, lo que estaba leyendo o lo que por azar empezaba a leer, todo eso terminaba siendo material para hacer la película. Con la elegancia de un malabarista que no deja caer nada, F hacía de sus películas la película y a la vez el manifiesto o dogma concentrado de lo que para él era hacer cine de un día para otro. De más está decir que todo eso quedaba bien en sus encuadres caseros, en sus montajes sin previo estudio, en el nulo reparto actoral o en el impresionismo compositivo. Desde los rudimentarios planos fijos hasta los procedimientos narrativos subterráneos o casi invisibles que demostraban una especie de arte extraño en el que lo cotidiano se vuelve aquello extraordinario que la prepotencia del ingenio desnuda para mostrarlo cual diáfano a la mirada de un niño, pues bien, todo eso era el devenir de la película. Y también, la duración empleada, esa suerte de rapidismo con el que todo acontecía, ya que, en algunos casos, sus películas no pasaban de los quince minutos, el tiempo que, para alguien como yo, privado de paciencia para quedarme quieto frente a una pantalla, ¡debe tener el cine! De hecho, en el proceso de filmación que llevamos adelante, entendí que lo que por años en la vida de F era carencia de medios, terminaba ahora transformándose en virtud compositiva. Dos días eran más que suficientes para trabajar una idea; y si había problemas, vicisitudes, obstáculos, pues bien, terminaban incorporándose a la película, como si ésta fuera no algo lineal o previo, sino la peripecia de bifurcaciones que responden a una fuerza mayor. Aunque también al no saber yo nada sobre cine, al detestar el culto que se hace de él, al rehuir a charlas que lo tienen por único tema, o simplemente al pasar años sin ir a una sala, tal vez por eso mismo lo distorsionaba o lo exageraba todo al sentir que, la expectativa de la representación que F quería montar, giraba a mi alrededor como si literalmente, ese yo, para mi otrora tan insignificante, fuera ahora una estrella fija en un firmamento oscuro y desconocido al que la luz de una ajena genialidad venía a iluminar.

Con G pasó algo distinto. Luego de la abrupta interrupción que debe haberle significado cierto desconcierto o alivio con mi aceptación inmediata, nuestra conversación se retomó con la impronta propia de dos profesionales que desde hace años se conocen y trabajan juntos. A la llegada del guion y después de leerlo contesté que mi personaje tenía un aire de tal o cual conocido en común, y que encarnaba la idiosincrasia cruel de la ciudad donde vivimos, todo esto como para tratar de alejarlo de mí mismo y componer así una suerte de perfil actoral inexistente en mí. A lo que G me retrucó “a ese personaje lo hice pensando en vos, hace de vos, nada más, solo eso te pido”, insistencia que, al instante, me hizo sospechar si no había caído, por impulso de mi vanidad, en una trampa que me llevaba a estar muy cerca del ridículo: yo haciendo de yo. Sin embargo, cuando le señalé que ese personaje no emplearía determinadas palabras, se abrió una pequeña fisura de la que no había regreso. Era el comienzo de la actuación: me pensaba como personaje. Por ejemplo, si en el guion decía que debía decir “viejo” en una suerte de memoria melancólica de la infancia, inmediatamente decía “pero yo, que sé quién soy, jamás diría viejo, diría padre. Surghi jamás hablaría así, y menos si lo que hace es perderse en la melancolía, si hay algo que conoce a la perfección es la retórica proustiana”. Desconcertado entonces divisé ese punto en el que comenzaba a tratarme a mí mismo en tercera persona.       

Pasé unas cuantas semanas pensando en el profesor Surghi. Eso debe haber sido mi trabajo de actor, lo que podríamos llamar la preparación del personaje u otra forma de ensayar el egotismo requerido. Por supuesto que al hacerlo, lo que implicaba mirar mi practica pedagógica, admití que esas clases que daba dos veces a la semana carecían desde no sé cuándo de cierta pericia y didáctica, de algún estímulo o gracia seductora; pero eso sí, redundaban en melancolía, en arrojo a lo que siempre supe era el ánimo de la improvisación pautada, como si transmitir un contenido no fuera más que ensayar un discurso y, finalmente, al momento de estrenarlo, prescindir de él y más bien optar por el arrojo del instante, esa pulsión emotiva del tema a exponer y las circunstancias que lo condicionan. Una clase es un ensayo pensé, pero en el sentido de la vacilación que lo escrito supone. En realidad, me di cuenta de que la clase es una atmósfera, una especie de capa anímica sobre los temas a tratar, una suerte de velo del intelecto que desplegamos para recubrir el escenario de lo tratado. Todo esto lo descubrí cuando me fue imposible memorizar los escuetos parlamentos que tenía que decir en las tres apariciones de mi personaje. Fue así como apelé al recurso clases tal como yo las preparaba. Para mí una clase ‒en tanto que continuidad de lo escrito‒ debe tener la profundidad inverosímil de una galera de mago. Sin lugar a duda el fragmento del tema sobre el que uno expone se conecta con la totalidad de la inteligencia. Seguramente de una idea en alguna oportunidad he hecho el número de los pañuelos anudados e infinitos que salen de ella. Y en distintos momentos, ante cualquier pregunta insidiosa, he transmutado la misma en un conejo blanco que es la cifra de lo disparatado como posibilidad de respuesta y como posibilidad de encantamiento para los alumnos. Pero bueno, por más hábil que sea el mago convengamos que la reiteración necesita del arte de la digresión. El número de la clase tiene sus trucos, y solo la digresión supone la gracia de lo nuevo, la irrupción de una didáctica experimental que lleva con pericia y estímulo a la distinción de lo original. Aunque por desgracia para mis alumnos la digresión está en el comienzo mismo. Puedo entonces estar semanas preparando una clase y llegado el momento de darla, un instante antes de arrancar, en el primer impulso de mi voz, súbitamente algo que me excede y que desconozco me lleva a cambiar toda la organización. Comienzo entonces por el final, precipito un ejemplo, adelanto un momento argumental de la mitad de la exposición que así gana el protagonismo que solo trae el arrojo intempestivo. Lo que me lleva a reorganizar todo ahí mismo, en el vivo de ese trance. La digresión es ciertamente una forma de la interrupción, un modo de avanzar sin avanzar, la digresión es lo mismo de lo distinto que llega en ayuda de uno, como un perpetuo Deus ex machina que no siempre sale bien. Pero lo impensado de tal rapto muchas veces es más fuerte que lo seguro de lo estructurado. Creo que es el rigor de rearmar lo que yo mismo desarmo lo que me hace proceder así. Pero también, muchas veces es mi estado de ánimo, es la interpretación misma del rostro de los alumnos lo que me hace conjeturar “hoy están meditabundos así que mejor adelantar el final que es lo importante”, “parece haber atención, así que el recurso de los ejemplos intrincados hoy funciona”, “no caigas en la tentación del chiste fácil, el círculo de lo catastrófico espera ahí y se llama corrección política”. Convengamos entonces que el verdadero protagonista de una clase es la atención que uno pueda lograr. En realidad, el saber es otra cosa y se obtiene de otro modo, me animaría a decir que procediendo en soledad. Por lo cual el simple hecho de ganar la atención asegura la espectacularidad de todo recurso empleado. La clase como arte no es otra cosa más que una aventura de la representación; es actuar para los demás y también para uno mismo. Tanto que dicha atención no está exenta de demandar cierta religiosidad: uno actúa la pasión de lo abstracto. Acaso por eso actuar para G no fue otra cosa más que ensayar sobre quien soy, pero desmontando eso que soy en las palabras ajenas que él me proponía, las que estructuré por supuesto de otro modo, porque al igual que en el despliegue de la clase, requiero de algo seguro adonde volver. La diferencia es que aquí ensayar sobre uno mismo ‒al final eso es actuar para mí‒ teniendo el horizonte de una película y no los indiferentes rostros de los alumnos que me padecen, es configurar de un modo consiente el artificio de una imagen en la que no hay nada más que lo que uno es. Sin duda uno es eso que es todo el tiempo, pero al actuar, ser eso supone serlo para los demás, y para serlo, mal que nos pese, hay que atravesar un mar de pudor.  

Pero hace tiempo ya que el pudor no existe para mí. Sí la timidez, que es algo muy distinto. Ocurre que el pudor lo he erradicado a fuerza de no privarme del deseo por lo que deseo. Eso junto a la opción de vivir con menos ‒obligaciones, imperativos, expectativas, mandatos‒ me ha significado una suerte de procedimiento para la obtención de la feliz extrañeza que, por supuesto, llega siempre con lo que poco importa o con la suspensión de cualquier juicio. Por ejemplo, F ni siquiera me pedía que haga de mí mismo, él quería solo filmarme la mayor cantidad de tiempo posible mientras estuviéramos juntos durante una reciente feria del libro a la que me hizo invitar para llevar adelante este proyecto. Ya asistir era en sí un riesgo no calculado, aun cuando el ridículo hace nido en las expectativas mismas de lo calculado. No me pedía entonces que repare en mi para impulsar la actuación, solo quería que sea yo, que hable, que camine, que me ría, que diga cualquier cosa, pero siempre guiado por un patrón inmanejable que él parecía desplegar y controlar: la deriva por la ciudad en la que vive. Comprendí ahí que existe una ínfima diferencia, un matiz casi inobjetable entre hacer de uno y ser uno, entre la elaboración de lo ya existente y ser eso mismo en una suerte de presente sin mediación, y que por supuesto es muy difícil de alcanzar. Ser expansivo, desperdigarme en lo real antes que ovillarme en ideas sobre mí y las cosas, he ahí la demanda riesgosa del director que me creía posible de hacerlo. Aunque tal vez yo pensaba que la cámara, una reciente extensión de la mano de F al escribir, lo captaría todo y en el mismo momento lo transmutaría todo en algo interesante. Sí, la cámara me querría hasta el punto de llegar a ser un ojo indiscreto en la historia de dos amantes que se desean al extremo de destruirse. Tal vez él necesitaba de mí no lo que yo era, sino esos despojos que quedan luego de un abandono a la suerte, y que solo la cámara captaría. Pero para lograr eso no necesitaba al que yo era, al que siempre está actuando, sino al que queda luego de ese periplo ontológico que es el simple hecho de ser quien uno es.

Ni bien F me buscó por el hotel donde paraba, con total seguridad en lo que vendría, me propuso ir a caminar y tomar cerveza, llegar hasta una plaza haciendo constantes tomas para terminar ingiriendo más cerveza con otros notables a los que había invitado a cenar al final de la jornada. De ahí entonces que mientras volvíamos real esa deriva habláramos con quiosqueros, libreros, vendedores ambulantes y con cuánta pericia de la oralidad la ciudad pusiese por delante. Por suerte, F llegó con M, lo que permitía hacer una dupla, jugar en la nota del dueto, hablar con otro. Hablar era entonces ese sinónimo de actuar que yo buscaba y no encontraba. Tal vez porque previo a todo algo me inquietó sobremanera. Más allá de no saber bien qué tenía que hacer ‒ser uno puede llegar a ser un verdadero problema cuando se vuelve reflexivo y un espectáculo para los demás‒ había algo que me incomodaba, y era la ausencia del andamiaje necesario para el despliegue de la inteligencia literaria que, no sé por qué, F creía ver en mí y poder captar. ¿Qué digo ‒si nunca quiero decir nada o si lo que digo carece de importancia hasta para mí, o peor, si eso que digo se disuelve en ironías que me llevan a parecer un pedante? ¿Qué hago ‒si tiendo siempre a la pasividad de no hacer nada y cultivar la evasión, la fuga, el ocultamiento, el punto más sofisticado de la mala educación? ¿Qué es ser uno actuando de uno como negación de eso mismo en el punto en el cual la desnudez linda con el ridículo?

El yo no debe ser una impostación ‒pensaba, debe ser más bien el resto de eso oculto ‒me decía para transmitirme una guía a desplegar durante la larga jornada que vendría. Pero previo a todo mientras almorzaba en el restaurante del hotel, comencé a notar cierta familiaridad que me envolvía, una molicie propia del abandono con el que nos relajamos aun frente a lo desconocido. No sé muy bien qué era, pero algo que ganaba mi atención me llevaba a pensar que ya conocía el salón en el que me encontraba. Experimentaba no la estúpida presunción de ya haber estado en él, sino la secreta convicción de haberlo conocido sin estar. La distribución de sus mesas, el mobiliario a medio camino del recambio o la conservación, la presencia de desconocidos que lo frecuentaban aun cuando fuera un lugar de paso y por cierto para desconocidos, y que yo, por supuesto, con mis precarias herramientas conceptuales de sociología urbana trataba de justificar bajo alguna categoría de análisis propia del rapto viajero, me distraía y me inquietaba. Al tiempo caí en la cuenta de que estaba en una locación típicamente saeriana, y que uno de los sucesos de La vuelta completa transcurría ahí, tras los ventanales y los recubrimientos de caoba, con la proximidad del boulevard, el puerto y más atrás la laguna. El amanecer de dos personajes que recorren la ciudad a la manera joyceana ‒que en los comienzos de Saer es indisimulable‒ llega a su punto cumbre en el Castelar, joya arquitectónica de la ciudad, entidad material de ésta vista por Saer y, ahora, resto de lo que otrora fuera cuando decidió convertirla en tema de su escritura. Por lo que de inmediato me dije “no pienses en Saer mientras seas el que tenés que ser”. Cosa que, por supuesto, no pude, y ni bien F me buscó dejé que me gane. Le propuse entonces a él y a M una sola escena, era mi requerimiento actoral, aquello en lo que me luciría, mi íntimo capricho que expondría ante todos: comer un alfajor Gayalí en la confitería Las delicias, esos que el autor de Glosa, al visitar a su familia, compraba para llevar de regreso a París según me había dicho hace años atrás Sergio Chejfec.

Por cierto, la mezcla de alfajor y cerveza no asegura un feliz maridaje, pero la considero uno de los sacrificios que hay que hacer en la vida del actor. Ahí estaba con mi caja de alfajores, feliz de poder aferrarme a ella para llevar adelante la filmación. Jamás creí que un alfajor llegaría a ser un mandala. Me había propuesto comerlo y describir su confección gastronómica sin caer en su motor emotivo de reminiscencias que, por supuesto, en mi jamás arrancaría. Me había propuesto una suerte de disección oral y gestual del hecho más anodino que pudiera hacer y que, sin embargo, levemente se veía respaldado en un guiño de lectura: Saer jamás puso a comer alfajores a ninguno de sus personajes, se los hacia comer a sus amigos parisinos. En realidad, no hacía más que replicar la imposibilidad que experimenta Tomatis en La mayor. Qué fastidioso Saer pensé, ya lo escribió todo. Mientras me llenaba la boca con una masa seca de galleta recubierta con glaseado de azúcar, la cual en la dimensión paralela de la glucosa alcanzaba picos inimaginables por el dulce de leche, pensaba también que debía parecer ciertamente un estúpido, ya que arrebatado por mi guiño hacia el color local y queriendo protegerme del ridículo de no saber ser yo mismo, me hundía en la caracterización de un turista goloso. Ahora, mientras aún actúo aquello en esto que escribo, le pregunto a mi amigo el saerólogo entusiasta si efectivamente Saer jamás hizo que alguno de sus personajes comiera un alfajor. La respuesta es inmediata. “Al final de La grande hay un asado, y Tomatis lleva de postre dos de esos alfajores grandes y lo corta en rectángulos o triangulitos.” Corro al libro y lo compruebo para mi desazón, pero avanzo en la lectura y compruebo también dos cosas: jamás se llevan eso pedacitos a la boca dando paso así a un minucioso aquelarre descriptivo, y los comensales que los llevan son Clara y Marcos Rosemberg. Cuando le cuento esto a el saerólogo entusiasta me dice “Bueno me faltó algo de precisión, pero qué querés, si por estos días ando como Tomatis en Lo imborrable”. Al tiempo me enteré de que el saerólogo se había separado. Es mentira que el arte imita a la vida, la vida imita a la literatura.

La precisión o la perfección es siempre un fantasma por perseguir. Pero antes que ellas es más fácil encontrar el error, el fallo, la improvisación misma o el asombro frente a lo inesperado que no hace más que fugar hacia adelante. Cuando llegué a la Facultad de Derecho, frente al viejo edificio del Rectorado de la Universidad, me enteré de que G no solo había escrito la película que dirigía, sino que también actuaba el papel protagónico. Me imagine entonces que el nivel de improvisación sería supremo. ¿Cómo estar en todo? ¿Cómo poder atender a todo ‒frente a cámara y detrás de ella‒ si yo, por ejemplo, que apenas si tenía un par de escena, no podía con mi disociación actoral: ser yo pero actuando yo? Y sin embargo no, ni bien llegaron sus asistentes, el aula que tenía pedida como locación fue ganando en rigor, nerviosismo y despliegue profesional. Antes de mi escena había que hacer tres escenas más, así que las pruebas de encuadre, de luz y de distribución de extras, que se cotejaban o se modificaban en consulta con el plan de filmación, comenzaron a imponerle al lugar un dinamismo y un revuelo que me llevó a sentarme en el fondo y mirar atendiendo a todo, sin querer perder nada. V, a quien inmediatamente apodé camerawoman, discutía, desde la tonalidad de la luz requerida para una supuesta escena a la caída de la tarde, hasta el fuera de cuadro al que uno y otro actor debía proyectar la voz; mientras que G volvía sobre los pasos de lo ya realizado, es decir, lo que había de cierto en la película, lo ya filmado, lo que se reveló y plasmó en medio de esa danza de vestuaristas, asistentes y sonidistas que giraban a su alrededor; G volvía sobre esos pasos para de ese modo poder retomar un hilo del cual tirar y seguir con el tejido de las imágenes que, a simple vista, parecían dispersas en el fondo fantasmático de la memoria digital de la cámara, como si hubieran naufragado en un lago oscuro e inexistente, del que no teníamos la ubicación precisa pero sabíamos que, en algún lugar, existía. G decidía entonces la posición de los extras, controlaba el vestuario que probaba segundos antes de largar la toma y daba indicaciones de lo que vendría, como si por el poder de su palabra pudiera dejar congelada la acción, en la que el resto de los actores y extras repetían sus parlamentos, practicaban uno que otro gesto o movimiento, o simplemente, comentaban qué sería lo mejor para su escena, la que tomaría vida nuevamente al escuchar su voz diciendo “acción”. En otro momento, mientras camerawoman se contorsionaba buscando la mejor toma para las escenas que venían ‒la vi tirarse al piso como si fuera un francotirador que agarra la cámara cual si se tratara de un fusil con mira telescópica, o contorsionarse como acróbata para lograr que la imagen tuviera un efecto de captación ascendente‒ G discutía algún que otro problema surgido al pasar y se enojaba, se dejaba vencer por el fastidio como si la realización de su idea genial fuese la carrera de obstáculos que intentaba ganar. Debía entonces administrar su energía en una suerte de sacerdocio y funcionariado del arte, todo en simultáneo. El clima de trabajo iba así de la gratuidad propia de un grupo de apasionados por lo que hacían, al perfeccionismo osco de un séquito de lunáticos. Atento a todo escuchaba diálogos que intuía de qué podían tratar, pero que efectivamente desconocía a qué se referían. “Claro, pero vos estás pensando en lenguaje narrativo, y yo lo pienso en términos de continuidad de la ficción de las imágenes”. “Nos faltan extras para la clase, mejor tiro el plano más cerrado y los hago desaparecer, aunque en el montaje después parezca como que todo se fue achicando”. “No tenías una corbata roja en la escena que filmamos la vez pasada? Sí, era roja, estoy seguro”. No sé por qué, pero desde el fondo, viendo ese cuadro que era una mezcla de Brueghel y Almodóvar, recordé una anécdota genial de Raúl Ruiz. Si bien no veo cine profeso una admiración profunda por el director chileno, que de seguro me viene de creer que es un genio, quien por momentos es también un idiota. Solo él puede tenerme más de dos horas y media viendo Misterios de Lisboa, o imponerme su particular visión de Proust en Le temps retrouvé, o llevarme a tratar de descifrar los parlamentos de Palomita blanca y Diálogos de exiliados, ni qué hablar de su extraña interpretación de La vocation suspendue o Les trois couronnes du matelot que sigo como si se tratara de la lectura de un texto sagrado. Para mi Raúl Ruiz es el cine aun contra lo que hay de insufrible en el cine. Muchos dicen que es incapaz de perder la paciencia en un set de filmación, al extremo de que una vez, filmando en el sur de su país, un paro del gremio de técnico y actores lo llevó a perder una semana de trabajo. Ni lerdo ni perezoso, consiguió sus protagonistas entre peones de campo y se colgó al hombro la técnica y la realización. El resultado fue otra película en el tiempo en el que una película se había visto suspendida por razones de fuerza mayor. En casos como estos, para mí el cine es llegar a la perfección por medio del encuentro con lo inesperado.

Ese día en la Facultad de Derecho estuve ocho horas, de las cuales un poco más de tres se destinaron a filmar mis escenas. La primera que tenía que hacer debía evocar una especie de persecución de la lejanía en un ritmo más que cadencioso, en un lapso breve pero profundo. Tenía que perderme en un parlamento autoindulgente, el que se hundía en la melancolía a medida que avanzaba y se tornaba cada vez más brumoso. Para mí en esa escena las palabras no tenían que decir, tenían simplemente que durar. No sé por qué, pero la inconsistencia que debía darles se parecía a la forma en que a veces me pierdo en lo que escribo. Por ejemplo, hay momentos en los que estoy en medio de una frase que ha adquirido un extensión inusual, llena de cláusulas que se parecen más a atmósferas cambiantes que al despliegue de un tema, pero ahí mismo, en el extravío repentino, encuentro su finalidad: la frase no debe decir algo, no debe llevar un tema, debe simplemente durar, pues entre su principio y su final, sin importar mucho lo que dice, esa frase no hace más que dejar registro de una transición entre dos estados de cosa, como lo liquido que se vuelve gaseoso, o lo sólido que termina por descomponerse. Actuar es entonces unir cosas por medio de algo más complejo que proferir palabras, actuar es unir cosas con el entorno de los gestos en los que las palabras se apoyan. El gesto es el margen de las palabras, una suerte de fuera de campo, una especie de afuera del lenguaje adonde todo se precipita a ser otra cosa. Actuar es simplemente ir de un estado a otro sin pensar en ese transcurso, sino más bien entregándose a él. El personaje del profesor Surghi hablaba entonces solo cuando parecía estar hablando para los demás y viceversa, algo que también siempre hago, a veces hasta en silencio y de modo mental, hasta que de repente, algo me interrumpe y me saca del pozo reflexivo, del sentimiento oceánico que se vuelve balbuceo. G me había dado estas indicaciones, que eran como una gran abstracción, las que podríamos resumir en “hace lo que puedas o hace lo que siempre haces, al fin tenés que hacer de vos mismo”. Pero, ¿quién era yo?

A ese vademécum actoral, con el que los directores arrojan a los actores a la oscuridad previa al encendido de la cámara, le seguían las indicaciones un tanto prusianas de camerawoman para logara el encuadre buscado. “Un poco más atrás, un poco más, más, más… ahí. Quieto. ¿Te jode si te pido que te vayas un poquito más atrás? No, para, perdés la luz. Mejor un poco más adelante. Ahora brillas demasiado. Atrás. Más. No. Ahí. Mirá para acá. Más. Un poco menos. No te muevas. Torcé más a ver. No me odies, ya terminamos. Acordate que, si al final miras para la derecha solo podés hacerlo hasta ahí, si no te me salís y la escena no va a servir para nada”. Con el rostro fijo mirar la lejanía y al final torce apenas el cuello cambiando la mirada. Entrar en un paisaje, transitarlo y salir de ese paisaje. Hacer solo eso en fracción de segundos, pero administrando esos movimientos imperceptibles y esos segundos fugaces con la emotividad de la interpretación a lograr. Creo que fue también Raúl Ruiz quien una vez señaló que el rostro humano contaba con poco más de cincuenta músculos de los cuales, Mastroianni, apenas si empleaba algunos para prodigar su gran arte. Yo con mi cara no sabía que hacer. Creí que algo vendría desde el fondo de mí mismo y movería al menos uno o dos de esos músculos que ni sabía que existían. Buceaba en una especie de pecera oscura, hecha de recuerdos, asociaciones mas que libres, burbujas de imaginación y corrientes irracionales con las que encontraría el envión del comienzo para la primera frase que tuviera que proferir cuando dijeran “acción”. Pero ni bien eso debía suceder escuché que la sonidista decía “hay un ruido, está fallando, hay que acomodar de nuevo el micrófono o cambiarlo”. Lo que nos llevaba a armar todo de vuelta, lo que me llevó a pensar que actuar no es más que montar y desmontar una metamorfosis que en realidad no va de adentro hacia afuera, sino a la inversa.

¿Quién soy? Es lo único que me pregunto al recordar los días de filmación que ya pasaron y no sé si volverán, pero que de seguro extraño. No quién fui, sino quién soy, eso una y otra vez me pregunto y me gusta preguntar, porque aún ahora que escribo esto sigo actuando. Solo sé entonces que eso que soy se pliega sobre su imposibilidad de saber, y que hacer de uno, con gesto o con palabas, es por lo tanto entregarse a la pregunta sin respuesta. De vuelta entonces ‒pero ahora con el atino de la leve variación. ¿Quién soy haciendo de mí mismo?




El doble fin de semana de los críticos (Francisco Bitar, 2025)

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