Guadalupe - Rafael Arce

 

Blame it on the black star

Blame it on the falling sky

Blame it on the satellite

That beams me home

Radiohead

 

Quiero ver nena

Las nalgas del barrio Guadalupe

Se reúnen para derretir

Un colectivo del sábado

Carneviva

 

No identifiqué el lugar. Sabía que era uno de los dos, pero no cual. ¿Éste es el Espigón 2? dije, pero estaba adivinando. Ni siquiera se veía el espigón propiamente dicho, pues la palabra designa, o designaba, el conjunto de la playa. Para mí, que entonces no sabía su significado, indicaba, de manera vaga, ese fragmento de arena, río y cielo. Ella respondió que sí. Era el crepúsculo y un viento insólito para la zona en la altura del año nos envolvía, salvándonos del calor primaveral. Cuando era chico, no existía la costa Este. Solamente Piedras Blancas, que era una playa privada. Todas las playas estaban acá. La ciudad entera venía para esta zona, que ahora parece tan lejana. La bajante histórica de los últimos años cambió el paisaje para siempre. La vegetación autóctona ganó la playa. No tiene nada que ver con las décadas que me separan de mis recuerdos de infancia. Solo son los últimos años. Pero es como si estos pocos implicaran los otros, todos. Habían colocado un cartel que decía “Bosques nativos” dijo riéndose. Le pregunté si la edificación del costado era el Belgranito, pero no: el club se ubicaba más allá. Dos años de ausencia. Cinco o seis desde la última gran bajante del río, que dejó la Laguna como para cruzarla a pie. Casi cuatro décadas desde que el Espigón 2 era “el nuevo”. Ya no era de día ni tampoco todavía de noche; estaba turquesa el cielo. Yo había hablado, al azar, de dar una vuelta y nos extraviamos viniendo del bulevar para el norte por adentro, porque cuando tomás por el oeste de Vélez Sarsfield no es tan fácil encontrar el paso. Recordaba la misma calle que ella (Calcena), el mismo camino, donde hay incluso una escuela, pero nunca lo hallamos y terminamos dando vueltas de más, abriendo senderos que no estaban en mi memoria.

Aunque había ido al Museo López Claro, de nuevo me desorienté. Es cierto que, a esa altura del norte, entre la General Paz y la costanera, nunca supe bien qué había. Para mí fue siempre un territorio vislumbrado. La diagonal que tira la avenida no es ajena, me parece, a esa desorientación. O tal vez solo soy yo el que se desorientaba. Desde el Google Maps, podría pensarse que la diagonal imita la curva de la costanera (en tanto años, nunca lo hubiera pensado). La calle Piedras, no obstante, me decía algo, porque desembocaba, creía recordar, en una de las plazas en torno a la Basílica. Pero la cercanía de la General Paz me desconcertaba. Era como si nunca hubiera caminado por esa calle perpendicular, aunque había vivido varios años tanto hacia el norte como hacia el sudoeste. Yo pasé algunos años de mi infancia en Guadalupe, aunque casi en su límite: en Tacuarí y 12 de Infantería. Recordaba la dirección exacta, pero un pudor misterioso me hizo señalar solo la esquina. Al museo había entrado probablemente una sola vez, quince años atrás, por la muestra de un novio de mi hermana. Si lo había visitado antes, lo que no es improbable, lo había olvidado. Pero eso no se lo conté. Llegamos tarde, como era mi idea. Tocaba una banda ilegible. Previsiblemente, tuve que saludar a una vieja amiga. Ya no la consideraba tal. Mientras tanto, desde la puerta misma, ella debe haber saludado como a veinte personas, lo que me incomodó un poco. La extranjería en mi ciudad tenía sus bemoles sentimentales y sociológicos.

Entre Candioti, la zona palermitana de Santa Fe, y yirar por General Paz, me quedaba sin duda con la segunda opción. Cerca había algunos lugares clásicos y otros más nuevos. La Chopería Alemana era uno de los primeros. En el laberinto en el que me había metido, creía que ese bar o restorán estaba más hacia el sur. Subimos al auto y nos fuimos unas cuadras en esa dirección, no mucho, sin salir del círculo mágico, de lo que se me había convertido en una mezcla de tiempos y lugares, una extrañeza de mi propio pasado y un aura cintilante de mi presente. Esa era la paradoja: lo que me daba el sentimiento de estar sincronizado con el instante era esa coalescencia de otroras que, enigmática, traía un aire de felicidad, daba al momento un nacarado al que nos adheríamos como ventosas de un animal desconocido.

Ella mencionó el Chaquito y el almacén Verona. Pensaba en el domingo. Le dije que a la playa de ese agreste territorio solo había llegado en kayak. Unas horas antes, parecía dispuesta a llevarme, pero dijo algo sobre terrenos embarrados. La semana había alternado lluvias y soles. El clima histérico del Litoral. Nunca entendí si el Chaquito era plan de sábado o de domingo. Lo que importaba era no ver el bulevar ni los Candiotis, que se me aparecían como las zonas turísticas, donde además iba a tener que saludar conocidos, quizás incluso hasta amigos. En contraste, en General Paz uno no sale si no es de algún barrio cercano.

Dos años en Guadalupe. Algunos más visitando a papá, con su segunda familia.

No teníamos nuestros celulares, así que la moza nos prestó el suyo para escanear el QR.  Justo se había desocupado la única mesa en la vereda que estaba bajo un árbol. Ella lo destacó, pero yo consideré que no importaba de noche. Habrá pensando en el árbol propiamente dicho, y no en su mera sombra. Me senté debajo.

Después de unos pocos lisos, ella se extraviaba por las calles como yo lo hacía en mis arabescos de pensamiento, en los que el asedio benévolo del pasado remoto se enroscaba con el angustiante del reciente: Troubled words of a troubled mind / I try to understand what is eating you…

Un limonero pequeño daba la bienvenida al patio lleno de cielo. Pequeño o joven, no sabría decirlo, pero el espacio abierto era una continuidad con la ciudad, o más bien con el barrio, con la zona, con la noche y, en consecuencia, con el momento. El patio ensanchaba el instante, lo volvía no eterno, pero sí indefinido, dilatado, o profundo.

Había salido de Rincón a tomar la C cuando todavía era de día, sin mis lentes de sol, sin equipaje de mano. Ella me buscó en el bulevar. Nos extraviamos de manera insólita y ese percance nos concedió un crepúsculo turquesa frente a la Laguna.

Quemar mis huesos

Con las brasas de tu hoguera

Junto con La Cruda, Carneviva era mi otra banda local en los años jóvenes. Límites arbitrarios: The Bends, 1995; Hígado de bronce, 2003. No está mal, ya que en 2004 empecé a trabajar: el inicio de la vida adulta.  

El desprecio de mi juventud. O, mejor, de su idea, del ideal de la juventud. ¿De dónde venía o había venido? El pasado era una ciudad perdida, abandonada, desechada, que plantaba su noche de primavera soñadora, como un llamado que no necesita respuesta. O como un llamado cuya respuesta vendrá sola, sin que yo tenga que decir nada, sin que tenga que decidir, porque lo que responderá, lo hará por mí. O por nosotros. 

Ella era juvenil. Restituía su elogio, silenciosamente. Pero la juventud podía ser un sosiego, una serenidad. Una sabiduría como dice un amigo filósofo. Esos son los verdaderos amigos, los que convierten tu defecto en una virtud. No es fácil. Después de todo, la juventud podía ser también una aceptación de la finitud, una nostalgia que borraba cualquier vano programa de superación. 

El domingo agarramos General Paz para el Sur, pero sin acercarnos a la zona indeseada. Además, ella decía que, si nos acercábamos demasiado, no iba a tener otra opción que dejarme para que me tomara la C y perderíamos un poco de la tarde. Entramos en María Selva, el barrio en el que viví como quince años. Al cruzar Avenida Galicia, recordé que X estaba por la zona. Había sido vecino mío durante nuestras juventudes, había vivido en Rosario y ahora regresaba a su ciudad y a su barrio, más de veinte años después. No pude resistir la tentación de escribirle. Buscamos un falso almacén, estilo el Verona, en Mitre, verdaderamente en el medio del barrio, alejado de cualquier avenida que lo hiciera visible para quien no tuviera el dato. Estaba cerrado. Al parecer, tenía unos años. X quería que pasáramos. Le pedí la dirección, por curiosidad, porque no estábamos dispuestos a una visita.

Almorzamos en una pizzería de General Paz a la que yo había ido alguna noche años atrás, pero me parece que cambiaron de dueños y ya no es, en sentido estricto, solo una pizzería. Como en la noche anterior, nos sobró comida, aunque ella se jactaba de un apetito voraz. Ya se había pasado largamente el mediodía.

Volvimos. A la altura de General Paz que me indicó X, de nuevo nos metimos en María Selva, pero yo no conté con que la avenida va en diagonal y cuando doblamos le habíamos errado a la altura. Mi intención era solo sacar una foto de afuera y mandarle para que supiera que habíamos pasado. Pero no quisimos volver. Ya bastante nos habíamos desviado.

Había amanecido caluroso. La noche anterior, ella había dicho que quería hacer un asado. Después se desató una de esas tormentas santafesinas, con vientos y relámpagos, que no llegan a la lluvia, y que en consecuencia no son ninguna tormenta, pero hubo un apagón general en la ciudad. También en Rincón, según me avisaron. Bajó la temperatura en minutos. Ella me había estado gastando bromas sobre mi ropa inadecuada. Me ofreció prestarme un sombrero, que me probé, con su beneplácito, pero al final no acepté. Amagó a llevarme hasta Rincón, pero le dije que me dejara en la parada de la C. En su casa la luz había vuelto rápido, pero en el Camino de la Costa demoraba. Las cuadrillas. Vimos la ciudad con sus semáforos apagados, ventosa y desolada, como un domingo que parecía poco domingo, por lo menos para esos barrios residenciales. Pasamos por calle Huergo y recordé la muerte de Y, en enero pasado. Duelo sobre duelo. Demasiados para un solo año.   

Te espero, pero solo diez minutos dijo ella. La C apareció al instante. Después pude sentir que nos decepcionamos un poco con ese súbito arribo.

En Rincón había vuelto la luz.

Por la noche, Venus y Orión. El silencio vegetal del parque en torno. Como merienda, unos cuadrados de queso y una cerveza en lata, Schneider. Una promesa de insomnio. El aroma impregnado de la jornada.

Culpa a la estrella negra que me lleva a casa.