El tiempo y el lugar en la literatura – César Aira
[Noticia:
En el año 2009, César Aira fue por primera (y acaso por única) vez a Santa Fe.
Abrió con una conferencia el V Argentino de Literatura, el 12 de agosto. La
misma se titulaba “El tiempo y el lugar en la literatura”. Una versión
abreviada de la misma fue publicada en Otra parte en el verano de
2009-2010, tal como lo indica el pie de página de La ola que lee, primer
tomo que recoge sus ensayos y reseñas (y “conferencias”, agregamos nosotros, lectores aireanos un poco más atentos).
Nos hubiera gustado que la versión original saliera en La ola que lee,
solamente para que apareciera mencionado el acontecimiento histórico del viaje
de Aira a Santa Fe. Las Actas del evento se pueden ver online. Los datos del
texto son los siguientes: “El lugar y el tiempo en la literatura”, V
Argentino de Literatura, Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral,
Facultad de Humanidades y Ciencias, 2016]
Todos
estamos más o menos de acuerdo en que la literatura es el arte cuya materia es
la lengua, del mismo modo en que la pintura es el arte que se hace con formas,
líneas y colores, o la música con sonidos. Da la impresión de que por causa de
sus respectivas materias primas es más fácil obtener un puro goce estético de
la pintura y la música que de la literatura. Los colores, las líneas, las
formas, los sonidos, menos cargados de significaciones, se despojan fácilmente
de ese poco sentido que les presta la lengua. La literatura no tiene más
remedio que hacerse cargo de todo el acarreo de significados que tiene la
lengua, a tal punto constitutiva de la sociedad y el individuo, tan universal
su práctica, que la obra literaria nunca podrá estar limpia de adherencias. El
mármol sirve tanto para hacer escaleras como para hacer la Santa Teresa de
Bernini, pero cuando uno contempla la estatua no piensa en escaleras. Los
mismos colores con los que Matisse pinta una odalisca brillan en un semáforo
para indicarnos si debemos seguir o detenernos, y sólo un exacerbado enemigo
del arte de la pintura recordaría a un semáforo ante un cuadro.
Con
la literatura es más difícil efectuar estos olvidos y separaciones. Es más
difícil, entre otros motivos, porque es imposible. La lengua sigue siendo la
misma, cargada de todos sus mismos elementos prácticos y comunicacionales,
tanto en un poema como en el pedido que le hacemos al mozo en el restaurant.
Intentar despojarla de estos elementos de modo
de dejar sólo su destilado de
arte es una tarea inútil, no porque no pueda resultar algo atractivo (como la
poesía zaum de los futuristas rusos, o algunos experimentos de letrismo) sino
porque son cosas que pueden hacerse una sola vez y no dejan descendencia
(mientras que la literatura tiene como esencia que se la pueda seguir
haciendo). Sobre la significación directa de la lengua los escritores han hecho toda clase de juegos, pero la regla de
todos los juegos sigue siendo precisamente esa misma significación directa y utilitaria.
Esa
contaminación, o impureza o ambigüedad, señala la superioridad de la literatura
sobre todas las artes. Matisse ve los colores a través de las palabras que los nombran,
Mozart piensa la estructura de sus cuarteros con el
nombre de Haydn, todo es palabras, hasta la acción
desesperada de Hamlet, y la literatura es el vértice de ese torbellino
lingüístico, el extremo en el que todo se ordena y toma sentido. O lo pierde,
en una irresponsable combinatoria lúdica, para recuperarlo como goce estético.
La
lengua tiene una importancia fundacional en la sociedad, pero también en el individuo. El pensamiento no es sino
palabras, y hasta la percepción lo es, porque no veríamos un árbol si no
dispusiéramos de la palabra “árbol” para mediar entre la realidad y nuestra
mente. De hecho, la mente misma es sólo una palabra, la palabra “mente”,
justamente.
Tan
fundacional, que es imposible tomar distancia. Hay tres cosas que el hombre no
puede ver desde afuera: el tiempo, el espacio, y la lengua. No podemos concebir
qué hay antes o después del tiempo, ni qué hay más allá del espacio. Tiempo y
espacio son las categorías de las que está hecho nuestro pensamiento, y no podemos pensar por fuera de ellas. Del
mismo modo, no podemos considerar a la
lengua objetivamente, porque toda consideración tendrá que hacerse con la
lengua, o en todo caso con alguna forma derivada de lenguaje.
No
hay experiencia fuera de la lengua, tanto que la experiencia es un epifenómeno
de la lengua. La literatura, arte de la lengua, establece una aproximación
asintótica a la experiencia,
acercándose siempre más a ella pero
sin llegar nunca. Es la flecha
de Zenón, o la carrera
de Aquiles y la tortuga, creando minúsculos infinitos abismales. En la literatura el
hombre elabora la proximidad a lo real, y el resultado de ese cálculo se
disfraza de juego, de apuesta irresponsable, sin más respaldo que los fantasmas
individuales del gusto.
Lo
que se elabora no es la experiencia en sí, sino la experiencia de experimentar.
Más precisamente: la experiencia de haber experimentado. El escritor siempre
llega tarde, cuando las cosas reales se han consumado y sólo quedan las
palabras, y es por eso que su trabajo
parece tener una relación con la memoria.
Pero no se trata de la memoria, sino de traer el pasado al presente, con
un mecanismo semejante al de la memoria, un mecanismo que la literatura toma
prestado de la memoria, con sus propios fines, que no son memoriosos. La
imposibilidad de sustraerse a las categorías de tiempo y espacio le da a la
literatura ese aire perpetuamente anticuado, de nostalgia pequeñoburguesa, y hace fracasar
repetidamente los furores vanguardistas en los que
triunfan las otras artes. Es como si nunca fuera a terminarse el patetismo y la
miseria psicológica de novelas y poemas, que renacen en toda su grotesca
prepotencia vengadora no bien se ha muerto el joven innovador,
o ha envejecido desalentado por lo vano de su esfuerzo. Parece haber
una necesidad de hierro ahí.
Sin
embargo, los científicos, los astrofísicos más llamativamente que otros, pueden
hablar, y lo hacen, de lo que hay antes del tiempo o lo que queda al otro lado
del espacio. Lo hacen con el “pensamiento ciego”, sin intuición. Formalizando los elementos en juego, transformándolos
en signos convencionales, se puede seguir haciendo ecuaciones y cálculos con ellos y
avanzar en el conocimiento donde ya no hay
intuición sensible. El mundo fenoménico pasa a una notación y en cierto modo se
independiza del hombre que lo piensa. A esto se llama “pensamiento ciego”, y me
pregunto si la literatura no será el “pensamiento ciego” de la lengua. En las
artes más formalizadas es más evidente, y lo prueba Beethoven escribiendo
música después de quedar sordo. La notación de la literatura es la lengua misma,
y el excedente de significación que deriva de esto la inclina siempre, todo el
tiempo y obstinadamente, hacia lo convencional, hacia la tontería de la
redundancia y la obviedad del sentido común. Todos nos quejamos de la cantidad
portentosa de malos escritores que hay, pero, aun sin disculpar su existencia
injustificada, hay que tener en cuenta la fuerza abrumadora que impone el uso de la lengua contra la radicalización
de la lengua como materia artística.
“La
poesía debe ser hecha por todos”, dijo Ducasse. De acuerdo. Pero eso no debería
hacernos olvidar que la literatura contiene, en su centro, una semilla de
minoritarismo, de elitismo si se quiere, o selección no natural o gusto
adquirido. La poesía la hacen todos los que hablan, y al hacerla dibujan, como
en un frottage, el reverso de la
poesía; sólo cuando la lengua inicia un proceso de negación de sí misma los
todos que hacen la poesía se vuelven uno, y puede establecerse la dialéctica
propiamente literaria del emisor y el receptor. Las dos fases del proceso, la
de la escritura y la de la lectura, se alternan como dos planetas enfrentados
que tuvieran a su vez cada uno su día
y su noche, su escritura y su lectura, su comunicación y su hermetismo. Y como
giran a distintas velocidades, siempre habrá una cara que permanecerá oculta.
El malentendido no se aclarará nunca. Proust dijo que en la vida real los
malentendidos no se resuelven; pensar que sí lo hacen es algo que nos han hecho
creer las comedias, que en el último acto ponen las cosas en su lugar. Habría
que ver a qué se refería Proust al hablar de “vida real” y de “comedias”. En
cualquier caso, debía de presuponer un público amplio y participativo, al
acecho de la comprensión y la explicación. Y su inmenso
cuento de hadas,
el más grande de los malentendidos sobreentendidos, se
cerraba, microcosmos sin puertas ni ventanas, en un aislamiento mortal. El arte
de la literatura está roído por lo mayoritario, que envuelve y justifica a lo
minoritario y está devolviendo siempre el goce estético a la excrecencia lingüística.
***
Supongamos que un escritor
cuenta la historia
de una niña a la que su madre
envía a llevarle provisiones a la abuelita enferma, que vive al otro lado del
bosque, y a pesar de las recomendaciones maternas la niña se detiene a hablar
con un hirsuto desconocido, y comete la imprudencia de revelarle la dirección
de la casa de la abuela...
La
intención del autor de este relato, podemos suponerlo, ha sido crear un
artefacto verbal destinado a producir lo que a falta de mejor nombre llamamos
“goce estético”. Eso se traduce en deliciosas sensaciones de interés, suspenso,
identificación, temor, sorpresa, es decir, todo lo que ponemos en la cuenta del
placer de oír una buena historia. A lo que contribuye un uso elegante y preciso
de la forma lingüística, como para que la acción y los personajes se hagan
visibles.
Si
alguien dijera que la finalidad de
esta historia se agota en la intención de enseñarle a los niños a cuidarse de
los extraños, podemos suponer que el autor se sentiría frustrado y desalentado
ante lo que tendría cierto derecho a considerar una grosera simplificación. Ahora
bien, bastaría con que esta interpretación pedestre y pedagógica se afinara un
poco, adoptando un vocabulario más a la moda, para que el autor modificara sus
sentimientos de disgusto. Por ejemplo, podría decirse que la historia de la niña
enseña algo sobre mecanismos inconscientes del miedo, la infancia, la
sexualidad... Llevando la interpretación más lejos en ese sentido, y haciéndolo
con cierta habilidad, el autor quedaría plenamente satisfecho con la lectura.
Pero esta satisfacción seguiría basada en un malentendido, porque toda lectura
devuelve irremediablemente la obra literaria a la lengua común; en el giro que
va de la escritura a la lectura, o mejor dicho en los dos giros simultáneos que
realizan escritor y lector, una cara de la obra queda siempre oculta.
Ahora
supongamos que el autor escribe un relato acerca de un hombre que descubre en
el sótano de su casa un punto del espacio en el que se hacen visibles todos los
demás puntos del espacio del universo. Y lo usa para documentarse en la
redacción de sus ridículos poemas descriptivos.
Ese
cuento tiene ciertas salvaguardas, entre otras la de no ser anónimo, pero aun así no está a salvo de la articulación lingüística de la lectura.
Un lector imbuido de
éticas sociales podría decir que constituye una denuncia del mal uso que hacen
los poetas de la riqueza del mundo, al ponerla al servicio de sus mezquinas
ambiciones de éxito, al reducirla a la medida de su ignorancia y vanidad...
Borges
era demasiado cortés para desmentir al lector que le hubiera propuesto esta
interpretación moralista; hasta es posible que la hubiera agradecido, diciendo
que enriquecía su cuento. Pero no hubo, al menos en público, una lectura de
este tipo. Y creo que la coraza que lo defendió no fue sólo la calidad. Porque
narraciones de calidad equivalente no fueron inmunes. La historia de un hombre
que de la noche a la mañana se ve transformado en un repugnante insecto, con el
que debe convivir su familia de mala gana, hasta matarlo de abandono y
maltrato, puede ser una obra maestra sin que eso impida que se lo trate
universalmente como una pedestre
metáfora de la culpa o la inadaptación.
¿El Aleph, entonces, triunfa donde La Transformación fracasa? No creo que
haya que ponerlo en esos términos. O mejor dicho: puesto en esos términos,
puede adjudicarse el triunfo
y el fracaso tanto a uno como al otro. El Aleph se
resiste mejor a la lengua
común por un mayor nivel de formalización, al proponer un espacio inconcebible,
no apto para la intuición: ¿cómo podríamos imaginar un punto visible en el que
se concentren todos los puntos visibles? Sólo podemos hacerlo con las palabras que lo digan,
con el “pensamiento ciego”. ¿O es mayor la formalización que realiza Kafka? ¿Es él quien da la vuelta completa? Porque su
operación es eminentemente formal: toma una metáfora que no podría ser más
pedestre (la del hombre que se siente, o que lo tratan, “como un insecto”) y la
desarrolla en términos de novela realista. Un juego o ejercicio de la
inteligencia, un sobreentendido retórico-literario que rodea enteramente al
malentendido...
El Aleph tiene
algo de ojo de la cerradura. No es tanto el punto que lo contiene todo, sino el
punto por el que se lo puede ver todo. El agujero que une dos espacios
heterogéneos, sólo para acentuar la dominante espacial del cuento. Hay una
extirpación deliberada del tiempo: Beatriz Viterbo ya ha muerto, y el
descubrimiento del Aleph establece la contemporaneidad absoluta del universo
(una de las cosas que ve Borges en el Aleph es “el día y la noche
contemporáneos”).
El
departamento de los Samsa también tiene algo de ojo de la cerradura. Aunque
está tratado más bien en términos de compartimentalización -y son sus paredes,
tabiques, puertas, su circulación y sus encierros los que conforman la
imaginación del lector. Es conocida la anécdota de Breton, después de leer la
primera página de Crimen y castigo,
que es la descripción de un cuarto: “a ese cuarto nunca entraré”, y eso le
bastó para cerrar el libro
y no leerlo. Kafka, más cortés o más astuto que Dostoievsky, no cursó invitación a sus interiores; mediante el recurso
al monstruo, hizo que lectura y habitación fueran lo mismo, ya que la
función, o el funcionamiento, del monstruo, de todo monstruo, es la
convivencia. Ésa es la “gracia” del monstruo, podría decirse. (Entre
paréntesis: el departamento de los Samsa en La
Transformación volvió a usarlo Franz Werfel en su breve y extraordinaria
novela La Muerte de un Pequeño Burgués.
Es un caso raro, único por lo que sé, de reutilización de un escenario de
ficción.)
Pero
este paréntesis me hace notar que hasta ahora hemos estado encerrados en interiores: un sótano en la calle
Garay, un departamento en Praga... Vamos a los grandes espacios abiertos, a un grandioso paisaje marino.
Supongamos que un autor pone en escena a su héroe en un acantilado, una noche
de tormenta, y desde ahí ve hundirse un barco cerca de la costa. Observa atento
la desesperación de los náufragos y no hace nada por dar la alarma o ir a
buscar ayuda. Por el contrario, prepara su fusil de dos tiros para liquidar a
algún sobreviviente que trate de ganar la
orilla. Tiene ocasión de usarlo, porque un joven viene nadando desde el lugar
de la catástrofe y parece con posibilidades de salvarse. Un tiro certero, una
bala en la cabeza, y el joven se va
a pique. El barco mientras
tanto se ha hundido del todo, y en
su remolino suben varios de sus tripulantes, todavía con vida y haciendo un
esfuerzo supremo por mantenerse a flote
en medio de las olas embravecidas. Con satisfacción
el observador ve que no necesitará emplear el fusil, porque seis grandes
tiburones vienen a toda velocidad, y devoran a los desesperados nadadores en
una carnicería que enrojece la espuma. Pero en medio del festín llega,
apartando las aguas, una gigantesca tiburón hembra que les disputa los restos
humanos a sus congéneres. Tres de ellos huyen, los otros tres le hacen frente y
se inicia un combate. La hembra,
aunque más grande y fuerte, se ve en apuros con sus tres contrincantes.
El observador desde la costa se pone de parte de ella. Con el tiro que le queda
mata a uno de los tiburones, tras lo cual se zambulle, empuñando su cuchillo, y
nada hacia el combate. Ahora son dos contra dos, y la tiburón hembra y el
hombre no tienen problemas en imponerse. Entonces, ya solos y nadando en círculos, se miran,
y los dos por primera vez encuentran a alguien que los iguala en ferocidad.
Sigue una violenta y portentosa escena de sexo entre el hombre y la hembra de
tiburón. La conclusión subsiguiente
del hombre es: “Al fin, yo había encontrado a alguien que se me parecía... De
ahora en más, ya no estaría solo en la vida... Teníamos las mismas ideas... Yo
tenía frente a mí a mi primer amor.”
La
perplejidad que suscita este episodio, que es la decimotercera estrofa del
segundo canto de Maldoror, es si se quiere superior a la que pudo
producir la visión del Aleph, y la
convivencia con el insecto gigante. Debemos retroceder a la Caperucita Roja para apreciar
en toda su extensión la distancia recorrida. Recordemos que el Sexto Canto, la culminación de la
obra y su realización plena, es explícitamente
un cuento precautorio, y su lección es que los niños deben cuidarse de
los extraños. El extraño es Maldoror en persona, el marido de la tiburona, y se
sale con la suya al seducir, violar y asesinar a un inocente
y rosado escolar.
El episodio marino
es preparatorio, apenas descriptivo, del mecanismo de inversión de las moralidades domésticas. Es esta inversión, este giro, el que produce la
intensa visualidad de la escena, lo vuelve todo juego de miradas, de
reconocimientos, de puntería. El autor dirá poco después que “la poesía debe
ser hecha por todos”. Retrospectivamente entendemos que para él la poesía
es el gesto de arrojo en que el hombre encara el Mal.
¿Cómo
entenderlo? ¿Parodia, burla? No habría inconveniente. Pero igual hay que ir más allá. La Luna de la
escritura ha girado a velocidad diferente a la de la lectura, y se enfrentan
miradas y prácticas que hasta entonces se habían esquivado cautelosamente. Como
el autor ha tomado la iniciativa, es el lector el que se queda sin palabras,
frente a las bodas místicas del hombre y el tiburón.
***
Como
ven, todo se está explicando en base a ejemplos. De algún modo, toda
teorización sobre la literatura desemboca
en ejemplos, o mejor dicho en casos
particulares. Porque hay que aclarar que son ejemplos que no son
ejemplos. El ejemplo que sí es ejemplo es intercambiable. Cuando se dice
“mamíferos, por ejemplo la vaca”, quiere decir que en tanto mamífero, la vaca
es intercambiable con la jirafa o el gato. En cambio, una obra literaria que se
da como ejemplo de esto o aquello no es intercambiable con cualquier otra obra
literaria que llene esas características. Las
características de una obra literaria, sean las que sean, son inherentes a esa obra y no se desprenden de ella para
funcionar en otra obra. Lo que hace la obra, su esencia misma, es una individualidad irreductible; no pertenece a ningún “general”; una silla es el particular
del general “silla”; una novela, si pretende ser literatura, no puede ser un caso de un
género sino la reinvención y consumación individual-general de la novela, como
las mónadas de Leibniz, cada una de las cuales contiene todo el universo,
porque cada una es, en la terminología de Leibniz, un “alma” (en términos nuestros: un “punto de vista”). Y ese punto que contiene el universo
entero nos lleva de vuelta al Aleph.
Cuando
Leibniz dice que las mónadas “no tienen puertas ni ventanas” está planteando el
adentro y el afuera del tiempo y el espacio (es decir, del universo). Cuestión
central de la literatura, a la que se refiere Lukács cuando dice que si
queremos llegar al núcleo secreto
más íntimo de una obra literaria debemos
examinar lo que está fuera de
ella: la sociedad en la que nació. El adentro está afuera, y eso es lo que
diferencia a una novela o un poema de un reloj o de un auto. Si queremos saber
cómo funciona un auto, debemos desarmarlo; si queremos saber cómo funciona una
novela debemos rearmar la sociedad en la que vivió su autor.
Es
como el llamado “vaso de Rubin”, esos dos perfiles enfrentados que forman un
florero, pero si vemos los perfiles no vemos el florero, y viceversa, lo que
demuestra (y es lo que se proponía demostrar el experimento) que la percepción
de dos cosas no puede ser simultánea. Aplicado a la literatura, aplicado vaga y
poéticamente, sólo a modo de sugerencia, como pueden aplicarse los conceptos a
la literatura, la percepción estética de la obra obstruye su percepción en
lengua común, y ésta a aquélla. Es una cuestión de seriedad y juego. La
sociedad en la que vivió el autor está hecha de palabras; es palabras; es un
discurso. El autor vivió, porque no tuvo más remedio que hacerlo, y
probablemente lo disfrutó, y necesitó de las palabras para vivir. Pero en
cierto momento de iluminación jugó a los dados con las palabras, hizo trampas
con los mecanismos básicos de la vida social, incurrió en la irresponsabilidad
minoritaria de la literatura.
Un
ejemplo de lo cual, fuera de lo estrictamente literario y por ello más
demostrativo, podría ser el ya mencionado Leibniz. Recientes investigaciones
biográficas han mostrado que Leibniz podía fabricar un simulacro de discurso
filosófico, que sonaba profundo y sugestivo aunque no quería decir nada. Lo
hizo en su juventud, para burlarse de sus maestros, y queda la sospecha de que
pudo seguir haciéndolo, toda su vida (como hoy día lo hace Homi Bhabha). Es un
ejemplo que tampoco es un ejemplo; pues Leibniz, al inventar el cálculo
diferencial, fue el hombre que le dio una notación a la eterna carrera de
Aquiles y la Tortuga.
***
Uno
de los nombres con los que se debate la consideración puramente estética de la
obra de arte es “formalismo”. La mirada formalista ante un cuadro hace a un
lado sus contenidos psicológicos, históricos, sociales o sentimentales para ver
sólo el juego de las formas, colores, volúmenes. Más fácil es hacerlo con la
música, que tiene una larga historia de abstracción, y hasta puede reivindicar
la abstracción como su esencia y definición. Pero aun así la música está
cargada de elementos extra formales: los paralelismos melódicos, que
representan los regresos del tiempo; o
las resonancias orgánicas de la armonía y el ritmo. La prueba extrema de
formalismo es contemplar un cuadro colgado al revés, patas arriba. La música
pudo permitirse estas inversiones en la composición misma.
En
la literatura, como dije al principio, todo intento de llevar a sus extremos la
preponderancia formal parece destinado a suceder una sola vez y no dejar
descendencia. Pero lejos de ser una carencia, eso destaca la superioridad de la
literatura, y el motivo por el que todas las demás artes terminan dependiendo
de ella.
En
literatura las formas están preformadas por sus contenidos, y la comunicación
se resiste a desalojar el discurso. Esa resistencia es a su vez creadora de
formas, y el combate que se entabla termina siendo la historia misma de la
literatura. No, el escritor no puede colgar el libro al revés; pero esa
imposibilidad de llegar hasta el final y salir al otro lado por la puerta del
formalismo lo obliga a seguir dentro de la literatura, enriqueciéndola con
invenciones y maniobras, volviéndola siempre nueva, porque no hay novedad fuera
de ella.
Para no excederme en ejemplos, que de todos modos no serían ejemplos,
doy uno solo, que me llevará a otro. Un joven escritor argentino, Pablo
Katchadjian, publicó el año pasado un libro maravilloso: El Martín Fierro ordenado
alfabéticamente. Como el nombre lo
indica, consta de los 2316 versos del Martín Fierro (de la primera
parte), puestos en orden alfabético, sin cambiarles una palabra ni una sílaba
ni una coma. El resultado es un poema a la vez extraño y conocido, una cámara
de ecos del poema nacional; la
maniobra parece constar de un solo gesto: reordenar alfabéticamente los versos
de un poema; pero en realidad hay algo más: ese poema es el Martín Fierro, que por estar instalado en la memoria
de los lectores argentinos se entrega a todas las prestidigitaciones del
reconocimiento. La voz del recitador permanece, en una dislocación de
ultratumba, al mismo tiempo ha desaparecido, y nos damos cuenta con sorpresa de
que nos hemos librado justo de lo que más nos molestaba: de esa insistencia de
una voz en decirnos algo, hacerse entender, convencernos. El ritmo, que ahora
sí podemos percibir en su materialidad, es a la vez lento y precipitado. Se
desenrosca como una letanía de fórmulas alfabéticas, con una sugerencia de racionalidad superior que no deja de recordar
a las Nuevas Impresiones de África de
Roussel.
Leo la primera página:
A andar con los avestruces
a andar reclamando sueldos
a ayudarles a los piones
a bailar un pericón
a bramar como una loba
a buscar almas más tiernas
a buscar una tapera
a cada alma dolorida
A cada rato, de chasque
a cantar un argumento
a cortarme en un carrillo
a dar con la coyuntura
a decir lo que pasaba
Y la última:
Yo sé que allá los caciques
yo seguiré mi destino
yo seré cruel con los crueles
yo soy toro en mi rodeo
yo soy un gaucho redondo
yo también dejé las rayas
yo también quiero cantar
yo también tuve una pilcha
yo tengo intención a veces
yo tengo otros pareceres
yo tengo poca paciencia
yo tenía un facón con S
yo tenía unas medias botas
Lo
más extraordinario de esta reformulación es que el nuevo orden nos recuerda
enérgicamente que había un viejo orden: los versos del Martín Fierro de Hernández seguían un orden también, no estaban
intercalados al azar. Era el orden de la historia, pero con un atisbo de
formalización extraña a los significados: el recuento de sílabas, la rima,
los paralelismos que hacen
a la
retórica. Todo orden contiene otro orden, como una máquina
latente de formalización. Todo orden, sea cual sea su argumento, es
convencional y permutable.
Hay
algo de operación mágica aquí, que recuerda esos temores de desclasificación
del universo, que están en todas las mitologías. Cito a Borges, en El Aleph: “de chico, yo solía
maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y
perdieran en el decurso de la noche”. En el orden siempre precario de los
signos acecha una amenaza de disgregación, y tendrá que ser un formalismo u
otro el que reponga el equilibrio. No importa si lo hace como una broma o una
provocación dadaísta: la precariedad también se repone, se repone esa
fugacidad, ese temblor de juego e incoherencia en el que reconocemos a la
literatura.
Yo podría
recomendar, y lo hago, calurosamente, la lectura del Martín
Fierro de Katchadjian. Pero habría que aspirar a más, porque una lectura
aislada se quedaría en la autocomplacencia de lo individual. Habría que pensar
en generaciones y generaciones de escolares a los que se les hiciera leer sólo
este Martín Fierro ordenado alfabéticamente, ocultando celosamente el
otro, el convencional. Las desventuras del gaucho, consteladas en orden
alfabético, y acompañando a estos jóvenes argentinos el resto de sus vidas
(porque el juego no tendría gracia si no se los obligara a aprenderlo de
memoria), daría origen a la larga a una nueva nacionalidad, distinta, si no
mejor al menos más arriesgada...
Pero
Pablo Katchadjian ha subido la apuesta, y este año publicó un segundo libro de
lo que se ha propuesto que sea una Trilogía Argentina: El Aleph Engordado. Se trata del cuento de Borges ampliado,
ampliado “por dentro”, agregando palabras, frases, episodios, “catalizando”
mediante aposiciones sin cambiar el argumento ni agregar personajes, de modo de
hacer del cuento de diez páginas una novela, breve pero novela, o más bien,
para no entrar en la discusión de los géneros, “un
libro”. En rigor de verdad, episodios no se agrega más que uno, repetido y en
cierto modo autorrepresentativo: Carlos Argentino Daneri, cuando algo lo
perturba o emociona, se infla como un globo. A diferencia de lo hecho con el Martín Fierro, cuya extensión se
mantenía intacta a pesar del reordenamiento de los versos (de hecho, la
extensión se hacía más exacta, pues lo que antes eran 2316 versos por
casualidad, se volvían 2316 versos por necesidad) aquí es la extensión la que
se modifica, manteniendo el orden sin cambio.
En
los dos casos interviene la posibilidad del infinito: la recombinatoria de los versos
del Martín Fierro
podría volver a hacerse, con otras claves
que la alfabética, y daría miles de millones de Martín Fierros
diferentes. Y El Aleph podría seguir
engordando indefinidamente, como el zapallo
que se hizo cosmos de Macedonio Fernández, hasta llenar todos los
estantes de todas las bibliotecas del mundo. El formalismo en general, ya sea
radical, ya atenuado, es un juego de infinitos, al abrir la puerta a las
permutaciones y las combinatorias. El artista necesita valor, para mantener a
raya la angustia o el desaliento inherentes a todo enfrentamiento con los abismos del infinito, y también
necesita decisión, y ojo certero, para detener la rueda de los posibles en el
momento justo en que la obra se ha realizado.
En
El Aleph Engordado, igual que había
hecho en El Martín Fierro Ordena- do Alfabéticamente, Katchadjian
realiza dos operaciones donde parece efectuar
una. Aquí, amplía un cuento
famoso, pero además el cuento que amplía es El Aleph.
Y la elección está justificada, como en el Martín
Fierro lo estaba por la memoria nacional, por la ampliación latente en el
centro del Aleph, es decir en el Aleph mismo. Dentro de esa bolita luminosa
está todo, y Borges alude al todo con su procedimiento favorito: la
enumeración caótica. La lista
es la siguiente:
1. el populoso
mar
2.
el alba
3.
la tarde
4.
las muchedumbres de América
5.
una plateada
telaraña
6.
un laberinto
roto (Londres)
7.
interminables ojos
8.
todos los espejos del planeta
9.
baldosas en un traspatio de la calle Soler...
10.
racimos
11.
nieve
12.
tabaco
13.
vetas de metal
14.
vapor de
agua
15.
desiertos ecuatoriales
16.
una mujer en Inverness
17.
la violenta
cabellera
18.
el altivo cuerpo
19.
un cáncer
en el pecho
20.
un círculo
de tierra seca en una vereda
21.
una quinta
de Adrogué
22.
un ejemplar
de la primera edición de Plinio
23.
cada letra de cada
página
24.
la noche
y el día contemporáneos
25.
un poniente
en Querétaro
26.
mi dormitorio
27.
un globo terráqueo
28. caballos de crin arremolinada
29.
la delicada
osatura de una
mano
30.
los sobrevivientes de una batalla
31.
una baraja española
32.
las sombras
de unos helechos
33.
tigres
34.
émbolos
35.
bisontes
36.
marejadas
37.
ejércitos
38.
todas las hormigas que hay en la tierra
39.
un astrolabio persa
40.
cartas obscenas
41.
un monumento
en la Chacarita
42.
el cadáver
de Beatriz Viterbo
43.
la circulación de mi sangre
44.
el engranaje
del amor
45.
la modificación de la muerte
46.
el Aleph
47.
la tierra
en el Aleph
48.
mi cara
49.
mis vísceras
50.
tu cara
No
sé si alguien las habrá contado antes, pero son exactamente cincuenta. “Sin
cuenta”, innumerables. ¿Las habrá contado Borges, y será deliberada esta
cantidad, y el débil juego de palabras a que da lugar? Nadie se lo preguntó
nunca. Cincuenta fichas, que podrían servir
para un juego de
azar novelístico. La novela argentina podría utilizar esta máquina
inagotable de generación de historias.
[Aquí
hago un paréntesis, porque no lo anoté. En Borges casi no hay juego de
palabras, un amigo me dijo que no hay ninguno. Esto de “sin cuenta” sería una
excepción. No sé si exactamente no hay ningún
juego de palabra,
pero en la lista de las cosas
que él ve en El Aleph, esta lista que acabo de leer, hay uno de los ítems,
el número seis, da origen a
una situación bastante curiosa. En la obra de Borges, en la obra que se empezó
a reeditar a mediados de los años ’50 en Emecé, en estos libritos verde-gris,
tan entrañables para la gente de mi generación, se incorporaron una gran
cantidad de erratas respecto de las primeras ediciones. Probablemente Borges no
las revisó, ya en esa época estaba perdiendo la vista o la había perdido
definitivamente; en el ’60, por ejemplo, cuando se reedita Otras
inquisiciones. Y esas erratas quedaron para siempre. Erratas no de las que corrigen los correctores de
erratas sino que de las que cambian el sentido. Por ejemplo: la palabra
independiente se transforma en dependiente. Y así ha quedado para siempre en
todas las demás ediciones y en las traducciones a otros idiomas. Y hay muchas
frases que quedan sin sintaxis y así han quedado para siempre. Acá hay,
prácticamente, yo diría, promedio una por página. En esta lista hay una donde
dice “la noche y el día contemporáneo”, que en la primera edición que es de
Losada, o en la revista Sur, figura
como lo correcto, que es “la noche y el día contemporáneos”, en plural. Pero
ahí la sexta cosa que ve Borges es un laberinto roto, que era Londres, dice.
Eso es evidentemente la cita que él hizo muchas veces de Quincey, de Londres
como un laberinto rojo. O sea que uno pensaría que ahí hay una errata, y
probablemente la haya. Yo no he podido ver ahora la primera edición o el
manuscrito que está en Madrid. Pero en otro manuscrito que está en una
universidad en Estados Unidos sí lo pude ver, y ahí dice, escrito con la letra
de Borges, bien claramente, “roto”, “un laberinto roto”. Ese manuscrito que
está en Estados Unidos es bastante sospechoso, y no sería improbable que los
falsificadores de manuscritos de Borges, que ahora abundan, los falsifiquen con
las erratas. Pero un amigo me sugería que esto puede ser un rarísimo juego de
palabras de Borges. Aludiendo a la cita, que él repite tantas veces, de
“Londres como un laberinto rojo”, acá pone “roto” porque en los años que
escribió El Aleph, en el ’47 - ’48,
circulaban esas fotos que se hicieron tan conocidas de Londres bombardeado por
la Blitzkrieg, y Londres, el laberinto rojo, era un laberinto roto en ese
momento. Eso es algo que habría que investigar analizando los manuscritos o las
primeras ediciones].
En El Aleph Engordado la
enumeración caótica engorda
como todo lo demás. Katchadjian intercala visiones
extra, legitimado por lo innumerable. Así, entre la tres y la cuatro de Borges,
es decir entre “la tarde” y “las muchedumbres de América”, agrega “un
serrucho”. Y más adelante:
una
corbata
mosquitos
ron
una página
del tratado de fisiognomía de Della
Porta
un
gasómetro
una pareja peleando
un manuscrito de Petrarca
extraterrestres
mujeres
y hombres desnudos
el nacimiento de cinco perros
salchicha
una joven salvaje rodeada de ardillas
un hombre comprando un alfajor
microbios
un crimen
tatuajes de prostitutas en un libro de Lombroso
un obrero en una línea de montaje
lápices
un sapo aplastado por un jeep
escarabajos
bananas
un levantamiento popular
en Oriente
Carlos
Argentino Daneri hablando
por teléfono
en la tierra el Aleph
en el Aleph la tierra
Son
veinticinco exactamente, algo así como la mitad del infinito, como si quisiera
aportar una demostración extra a la conocida verdad matemática de que la mitad
del infinito es igual al infinito entero. Habría que preguntarle a Katchadjian si la cifra estuvo calculada, y en su caso
sería posible hacerlo, ya que él sí está vivo; bastaría con llamarlo por
teléfono. Pero sería inútil, porque en realidad no hay, en este aspecto,
ninguna diferencia entre un autor vivo y uno muerto. Es curioso notar que, en
las dos series, en la de las visiones originales y en la de los suplementos, la
que está en el centro es autoinclusiva. La de Borges es “cada
letra de cada página”, y en un
paréntesis: “de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen
cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche”. La de
Katchadjian es irónica, y se refiere más bien a su propia intervención, lúdica e infantil, en la obra del maestro: “vi en una línea de
montaje a un obrero dejando pasar una cuchara deforme”, una cuchara para tomar
sopa de letras.
El
Martín Fierro, el Aleph. El gaucho vagabundo
urdiendo en el desierto de los años su destino, y el escritor inmovilizado en
una incómoda escalera, con la vista fija en un punto del espacio. El Martín
Fierro es el tiempo de la literatura argentina, el Aleph su lugar. Son
nuestras categorías, fuera de las cuales no podemos pensar. ¿O sí podemos? Por
lo pronto, podemos escribir. El pensamiento descubre en la literatura el tercer
término superador de las oposiciones infranqueables del adentro y el afuera, el
antes y el después. No importa que sigamos pensando en los viejos términos, y
que no podamos hacer otra cosa. En su papel de promesa, la literatura es ese
horizonte sinuoso, espiralado, en el que el pensamiento se redime de sus
limitaciones. Pablo Katchadjian anuncia para el año que viene el volumen final
de su trilogía: El Matadero, de
Echeverría. No sé qué hará con él, no he querido preguntarle; podemos esperar
cualquier cosa.