Orfeo en la Setúbal - Rafael Arce

 

Los preliminares de Präuse fueron tan arduos como los cinco escasos números que infligió a sus benevolentes lectores.

Me gusta imaginar que las ansias eran más afirmativas que reactivas. Ahora podría decir que el berretín de una revista tenía que ver con una alergia a nuestra academización. Eso es cierto a medias, porque una parte del grupo no estaba, y nunca estuvo, academizada. Signifique lo que eso signifique. Veníamos de la universidad, así que en cierto modo lo estábamos, pero no todos escribíamos para revistas académicas, esos recintos para el compromiso de campo y el hastío.

Prefiero pensar que la afirmación inmediata de publicar lo que quisiéramos fue tanto o más fuerte que cualquier pasión triste. Obedecíamos así al dictum lamborghiniano: Primero publicar, después escribir. Bastaban dos cosas: literatura y amistad. El proyecto y su ejecución resultaron asambleísticos hasta la caricatura. Descartando de entrada cualquier asomo de dirección, discutíamos todo, todos. Hace poco redescubrí, perplejo, al azar de mis archivos, que llevábamos incluso actas. No sé si imagino o recuerdo que la dificultad neurótica de esos inicios pudo habernos hecho fracasar antes del primer número. Nos reuníamos en mi casa promediando el 2016: Bruno Grossi, Emiliano Rodríguez Montiel, Leo Cherri, Juan Pablo Descalzo, Francisco Vanrell y Leo Arsenio. Queríamos hacer una mezcla de Paradoxa con Martín Fierro. Nos gustaba la polémica y el vago ensayismo. La imaginábamos anti-académica (el componente reactivo era ineludible aunque secundario). No desdeñábamos el color local: éramos santafesinos, es decir, saerianos (también entrerrianos, es decir, federales). No queríamos ser ajenos a la política. Tampoco a cierto debate contemporáneo, aunque preferíamos lo intempestivo. Para compensar nuestro provincianismo orgulloso, henchido por la sumatoria de Carlos Catania (en los dos primeros números) y de Sergio Delgado (en el tercero), también éramos airianos y le dedicamos el quinto número, primer y único monográfico (expulsada por la puerta, la academia se nos metía por la ventana).

Duró tres años y cinco episodios. Hubo escaramuzas, desencuentros, incluso purgas. Quisimos remedar a los surrealistas y ahí mostramos lo negativo de nuestro juvenilismo (la parte “adolescente”). El grupo se disolvió.

Poco tiempo después, Bruno Grossi emprendió la tarea archivística de recuperar todos los textos en formato de blog. Entonces Präuse volvió.  Los textos de presentación quedaron, inútiles, como entradas sueltas. Traté de imprimirle, al del primer número, una impronta comunitaria que evocara a Acephale, tanto a la revista que fundó Georges Bataille como a la sociedad secreta que presidió. Me rondaban las interminables asambleas en casa, en donde la falta de cabeza era programática y rigurosa, y en donde más de una vez me hubiera gustado sacrificar a algún integrante. Preferí y prefiero el del segundo número, que escribió Bruno, donde se esboza la biografía del Marqués de von Präuse. Más allá del formato, la aventura mutó. Para la versión primitiva, nos esforzábamos en los ensayos, que debían ser el corazón de la empresa. La automatización del procedimiento (nos llegaban colaboraciones espontáneas) nos hizo adoptar la velocidad semanal. Nuestra hospitalidad se volvió (casi) incondicional. Nuestros textos se abreviaron, más parecidos a posteos. Nos habíamos negado a las reseñas y ahora nos llegaban, así que les dábamos paso. Tratábamos de que fueran disfrazadas de ensayos, pero se notaba el barniz. Los diálogos imaginarios, irónicos y a veces malintencionados, otras celebratorios, se convirtieron en debates, y más acá en innegables entrevistas. En la Präuse original éramos sectarios, dogmáticos, laboriosos, intrigantes. Lo que cambió, lo hizo sin que nos lo propusiéramos, dejando que entrara casi todo, subiéndonos nosotros a lo que ella, por inercia, nos proponía o deparaba.

La amistad, o su recuerdo, seguía jugando su papel. Se sumó, como operador en las sombras, Carlos Surghi. Su insobornable cordobecismo, que él gusta parodiar y del que simula renegar, nos alivianaba, o nos arruinaba, la sucursal de la Zona. Yo ya no vivía en Santa Fe (esa Siberia canicular), lo que me permitía multiplicar y exagerar, a la distancia, sus mitos. Carlos procrastinaba sus artículos académicos dilatando extensos y hermosos ensayos exclusivamente para ella. Por aquellos días, retomó y rubricó el mito de la escuela crítica rosarina (o, como él los llama en privado, los cuatro fantásticos: Ritvo-Rosa-Giordano-Cueto), a la que con Bruno deseábamos, pretenciosos, sumar nuestros nombres. Por añadidura, Carlos pedía textos a otros escritores y críticos. En su rigor, había una vuelta a la Präuse primitiva, que nosotros habíamos cambiado haciéndonos más breves y más contemporáneos. Aira me había despertado del sueño dogmático saeriano y Farrés me despertaba del sueño dogmático airiano. El blog circulaba sin que se supiera muy bien quiénes lo hacíamos y lo cierto es que esa impersonalidad se había impuesto por sí misma (la expresión esconde una paradoja, el sí-mismo de la impersonalidad). Las interminables discusiones bizantinas (nombre de la revista, secciones, línea editorial, imágenes, invitados, conversaciones, tono, vetos, etc.), que rehuían toda soberanía, recién encontraban su consumación cuando el proyecto había, heroica y bellamente, fracasado.

A título personal, Präuse fue el último aliento de mi juventud, o de mi juvenilismo. Pero esto me lo invento, o lo descubro, escribiendo estas líneas, que querían rehuir toda historia y toda biografía.

Si cometés el error de irte, no cometas el error de regresar. Sin embargo, no lo pensamos como ningún regreso. Ya nos fuimos y es irremediable. La clave es seguirnos yendo. Huir siempre hacia adelante. Y mirar atrás, desde luego, para perderlo todo.