Médicos - Carlos Surghi

 

Desde que abandoné la casa de mis padres para transformarme en el estudiante de letras que quería ser, se suspendieron las visitas a los médicos. Tal vez por ese tiempo adquirí lo que se dice una salud de hierro que, con el fin de esa conquista solitaria y la demanda de obligaciones futuras que le siguieron, se alteró en una serie de cuadros alérgicos que despistaban a cualquier especialista poniendo todo de nuevo en su debido lugar: la molesta dependencia de encontrar un origen a una afección de mínimas alteraciones. Claro, cumplido el objetivo de recibirme, la incertidumbre disparaba mi ansiedad hacia lo más predecible: lo obvio y lo obtuso del síntoma. Antes de ello, viviendo como un monje lo que otros vivían como el desenfreno juvenil que jamás regresaría, apenas si un resfrío me distraía de la concentración lectora que, ya de muy chico, había querido como lugar de residencia. Evidentemente, familia y amigos eran una distracción que conducía a la enfermedad; perderlos, a cambio de volverme fuerte a fuerza de reducir el mundo a una ilusión, fue de algún modo la excusa con la cual me distancié y me transformé en quien finalmente soy.

Hoy pienso que la soledad fue la farmacopea de un poderoso antibiótico, el cual, por supuesto, lo restituía todo sin saber muy bien si su amplio espectro cubría mi particular afección de entonces: pagar cualquier precio para asegurar mi crisálida hecha de libros por leer. Muy delgado, recluido, ojeroso y desalineado en el principio de mi autismo ‒como un artista de la lectura, pero con más voracidad que hambre‒ extrañamente me sentía inmortal; aunque en realidad, no era más que una víctima de las promesas de la juventud cuando ésta nos quiere solo para ella y, al fin, encuentra un modo de apartarnos de todo al tendernos una de las tantas trampas con las que se apodera de la más bella mariposa.  

Sin embargo, la fragilidad no es otra cosa que una excusa para acceder a la fortaleza de cierta salud distintiva. Con decepción leí en Deleuze que Nietzsche, Spinoza, Proust o Kafka volvían fuertes y esplendidos de los lugares a los cuales su fragilidad los había conducido. El asma, la demencia o la tuberculosis eran un método muy particular de inmunidad imaginaria. Por supuesto, la decepción radicaba en que cualquier motivo es un último motivo, pero no necesariamente, y ante la falta de talento, cualquier motivo se transforma en el deslumbramiento de una obra. Uno podía volver entonces imbatible por las usanzas de la fragilidad, pero todavía, y tal vez nunca, habiendo escrito algo digno al menos en su primera frase. Por lo que la auténtica fragilidad, excepción de un estado suprasensible, terminaba siendo hipocondría, el mal de los neuróticos.

En ese sentido no hay relato como El médico rural de Kafka. Dejando de lado todas las alegorías de autor ‒como él mismo lo deseaba de una manera ambigua‒ en esas pocas páginas la paradoja de la salud se enuncia como nunca: la fragilidad es fortaleza, la debilidad, una forma de lo demoníaco. Sacado en medio de la noche de su casa, llevado por fuerzas que se confabulan a sus espaldas, ante un enfermo que reclama su atención, un pobre y aplicado médico de distrito nada puede hacer para impedir que todo se precipite; salvo, comprender que “es simple prescribir recetas, pero fuera de eso, difícil entenderse con la gente”. Aunque en verdad, eso es solo comprender la mitad de lo que pasa. Bajo la nieve y la oscuridad de una noche profunda, el médico rural es arrojado por lo que ignora ‒pero que lo tiene por objeto de su loco remolino‒ a los pies de su enfermo. A partir de ahí todo es una inversión infinita. La paradoja de la salud dice entonces que todo médico envidia y desea la enfermedad de su enfermo, ¿sino por qué atendería al llamado nocturno? ¿Por qué saldría siguiendo el lamento de un desconocido que poco a poco va resonando como propio? Aun así, el médico de Kafka regresa maltrecho, endemoniado por lo que ha visto, con cierto escepticismo respecto a su trabajo y sobre todo fascinado por lo que no entiende. Lo único que desea es volver a la comodidad de su cama y su lejanía para con la noche; pero ¡oh sorpresa! ya no puede dormir, conciliar el sueño es querer anularse y fracasar. Habrá que estar siempre despierto para leer en cada instante lo que adviene. Lo que no ha visto es que la enfermedad del no entender es en realidad la experiencia saludable de su época, aquello que lo lleva a dejar intacta su cama, como lo hacía Kafka cuando, de un tirón, podía escribir feliz y ser encontrado por el primer rayo de la mañana. Quien suspende el sentido, y puede contar tal suceso, se ha enfermado para siempre de la salud filosófica. O en todo caso, como Reiner Stach señala en su monumental biografía, “ha encontrado un procedimiento para el fin de todo procedimiento”. 

Pero entre la literatura y la vida la salud siempre es una vieja moneda de cambio, algo que cotiza a la baja, en franco detrimento de ciertos valores que todo lo aseguran. Vean sino la infinidad de casos en los cuales, aun cumplida la demanda de la obra, la salud maltrecha termina por dejarla inacabada, transformándose así en el personaje distintivo de un estilo. Cerca del final Kafka apenas si podía escribir, tragar cerveza, respirar recostado como un despojo que espera desinflarse en un chirrido apenas audible. Y, sin embargo, él ya era su pasado, esa vida vivida a fuerza de revertir la pérdida autoimpuesta con el valor de cambio otorgado a su salud; salud hecha de monedas que sonaban a frases sentenciosas pero débiles, monumentales y temblorosas.

Mi última visita al médico fue por un cuadro de cansancio, desgano y abatimiento, propio de esa mezcla explosiva que es toda neurosis melancólica. Guiado por su saber clínico el doctor L pidió infinidad de análisis ‒una infinidad que se incrementa con el paso de los años, con las sospechas respecto a los limites clínicos que va teniendo la juventud. Una atención aparte merece el hecho de que el doctor L tiene algo de médico rural; lo delata su soltería, su retraimiento, el manierismo con el cual busca la ironía cayendo en la pedantería profesional. El hecho es que ni bien los hice supe que esos análisis darían bien, que todos los valores estarían en sus porcentajes esperados; no había margen para que algo se hubiese alterado. Concurría entonces al médico más por compulsión y hábito que por prudencia. Sin embrago, algo pasó y comprobé que me he vuelto temeroso. Un índice de colesterol llevó al doctor L a decir “está un poco por encima de lo normal, pero no vamos a medicar todavía; recién a los cincuenta tal vez sea necesario monitorearlo más seguido”. Ni bien terminó de hablar, por la reacción vista en mi rostro, dejó escapar una sonrisa hiriente que no sé si se debía a mi hipocondría de la edad, o a su simple maledicencia de tener siempre la última palabra sin ser necesariamente la última. De inmediato saqué la cuenta y para eso faltaban tan solo siete años, lo cual para mí es un abrir y cerrar de ojos, un fugaz relampagueo que pasa como el viento al mover y desprender la última hoja del invierno. Me entristecí ahí mismo, tanto que al volver a casa Mariana se dió cuenta y me preguntó qué me había pasado. Mi explicación, como siempre, le pareció fabuladora y exagerada, y tal vez tuviera razón. Sin embargo, percibí que no había podido transmitirle fielmente la angustia que me generó un puñado de años por delante con una meta más que clara: la farmacopea prescripta. Por primera vez entonces, me pareció que mi fragilidad ya no tenía la salud de antaño; las dolencias en breve comenzarían a ser reales.     

Hay un momento en el cual todo en la vida se vuelve una cuestión de cálculos, aritmética, expectativas numeradas por lo previsible de lo que se espera. Toda edad tiene entonces la inscripción de lo que ya no podremos hacer; la juventud nos despide de la infancia, la madurez nos prohíbe adolecer de ciertas cosas y así hasta que, en realidad, comprendemos dicho sistema de exclusiones por lo que a cada momento se resiste a cumplir con su ley. Ser padre a los cuarenta años altera ese esquema de responsabilidades cronológicas. Por eso uno tiende a creer que es todo lo contrario; que un aire de responsabilidad infla la vela de los días para continuar; pero es a la inversa, uno está atemorizado por lo que no podrá cumplir, por lo que lisa y llanamente es la compañía ausente en los años por venir. Cuando mi hijo tenga diez años yo tendré cincuenta, cuando él veinte yo sesenta; y así hasta llegar a un momento en el que la cuenta se perderá, no porque algo se detenga, sino porque no habrá más tiempo en el que depositar la emoción de un mañana juntos. Nos sentimos entonces extremadamente estúpidos por una gravedad que nos afecta, pero no es más que la seriedad de la vida en comunidad que pide un comportamiento adecuado a la edad. Aunque la anacronía nos gana una que otra vez, aliviando ese peso que nos entristece, ella en sí misma ya no es el farmacon de antaño. Al ser un negador compulsivo me siento mucho más joven que el resto de los padres con los cuales mi hijo ingresa al mundo de la educación. Pero cada vez que lo dejo en la guardería y me cruzo en un cortés saludo, no puedo evitar envidiar sus veinte años menos, sus tatuajes de mal gusto, su inconciencia mesurada, su capricho de la moda y su estupidez juvenil que, de seguro, envejecerá más rápido que mi resistencia a envejecer. Al final me pregunto, ¿qué edad se corresponde con la felicidad súbita? ¿Qué edad es la adecuada para ser ganado por la desdicha? Tal vez ninguna, por el simple hecho de que sigo expectante a tergiversar toda tristeza escribiendo como si así pudiera finalmente alejarla.