Diario del año pasado - Serge Daney
Traducción: José Miccio – Bruno Grossi
[Este texto fue publicado originalmente en el primer número de Trafic, revista de cine fundada por el propio Daney, correspondiente al invierno de 1991. Hasta donde entendemos es la primera traducción
al español.]
Vuelven entonces
las preguntas dulzonas que parecía que nunca
nos volverían a hacer. Por ejemplo: ¿es el cine un arte? ¿Perdurará, en su
totalidad o en parte? ¿Y qué sucederá con lo que hemos amado en él? ¿Y con
nosotros, que nos hemos amado indebidamente a través suyo? ¿Y con el mundo que
nos prometió, y del que íbamos a ser ciudadanos?
Día a día,
tomo notas y anoto mis observaciones. Pero ahora es del cine en general de lo
que hablo y me hablo, al punto de disgustarme por haber hablado demasiado.
"¿Hemos soñado?" podría ser mi leitmotiv, y cuando encuentro a
alguien me pregunto si forma parte de ese "nosotros", de esa tradición oral que ha sido el amor al
cine. Porque de esto al menos estoy seguro: el cine no es más resistente al
mundo porvenir que África al mapa del mundo presente.
Se
necesitaría un lugar para escribir esto. Para que la tradición oral continúe.
Antes de que los griots[i]
emprendan su retirada. Se necesitaría una revista, por ejemplo. Una revista de
cine.
21 de abril
Durante
nuestro almuerzo ritual en Train Bleu S.J. me cuenta que, como quienes tienen
poder de decisión en Hollywood consideran que la versión de Errol Flynn es
imposible de ver para los niños de hoy, Kevin Costner está en proceso de hacer
una nueva Robin Hood.
El hecho de
que una de las películas de aventuras más límpidas de mi infancia haya sido
declarada obsoleta me deja en estado de ensueño. Oigo la voz del grosero
sentido común diciéndome que llega un momento en el que hay que guardar los
juguetes en el orden en que hemos renunciado a ellos. Esa voz me dice que el
famoso “découpage clásico” debe ser como el latín para los niños criados con la
leche descremada de la televisión y la publicidad. Y que las arrugas del viejo
Robin Hood en la pantalla chica, sin sonido dolby ni efectos especiales, no son
una pátina de museo ni un encanto de culto, no son un "más" sino un
"menos": un atraso, una vergüenza. Pero el cine, ¿ha sido para los
americanos algo más que una prodigiosa fábrica mitológica? Y en ese sentido, ¿no es Walt Disney el mejor cineasta
del mundo? Es decir, alguien a quien nunca le dediqué una línea (salvo una vez,
por Dumbo) porque era claro que no me
concernía. Son serios llamados de atención.
Porque
supongo que, si una obra de arte es, por definición, aquello que perdura, una
mitología, por el contrario, no deja de ser administrada y reciclada constantemente
de acuerdo con el espíritu de la época y el estado de las técnicas. Por eso, en
lugar de “colorear” las viejas películas de Huston, a la industria del
entretenimiento le resulta más rentable rehacer las "películas
legendarias” y solo ellas. No se
conservará del cine más que aquello que se pueda rehacer. A saber, películas
que han conocido un éxito en sí mismo legendario, ya que es verdad que, incluso
a título póstumo, el dinero busca al dinero, y el éxito al éxito. La misma
Europa se suma: ¿no se rumorea que Kieslowski se haría cargo de la remake de Citizen Kane?
Los
elementos estructurales de un mito como el de Robin Hood deben ser como los
componentes inalterables de una caja
negra. Siempre producen el mismo sentido, sean cuales sean sus sucesivos atuendos. La caja negra informa
igualmente todos los formatos y todas las formas por venir: película, video,
videoclip, publicidad, tráiler, cómic y otros productos derivados son
mitológicamente equivalentes. La versión de Errol Flynn no es más que el
momento- cine (1937) de un mito que durará todavía uno o dos siglos más.
Ahora bien,
como a todo el mundo, me encanta el mito de Robin Hood, pero no olvido la forma en que apareció ante mí por
primera vez, en la impecable geometría del inmigrante húngaro Mihály Kertész
devenido en Michael Curtiz. Egoísmo cinéfilo: en el fondo, amo más mi infancia
que los mitos que la alimentaron. Mi infancia es única, mientras que los mitos
apenas son inmortales.
22 de abril
Si a veces
estamos tan perplejos es porque probablemente lo que queda del cine "para
el gran público" ha entrado desde hace unos quince años en un período de remodelación figurativa de los mitos (incluido
el Cine como mito). Me doy cuenta entonces de hasta qué punto nuestro amor por
el cine consistió en dejar definitivamente los mitos a los sociólogos de
claustro o a los clubes de fans excitados. Ya no era el mito de Carlitos el que
nos hacía escribir (Bazin lo había hecho por nosotros), sino el hilo que
conectaba al cineasta Chaplin con el
siglo y con nosotros. Mirábamos a Chaplin con el imperativo categórico del cine
moderno: nunca la remodelación de los mitos, siempre la puesta al desnudo de la Historia y de sus habitantes concretos.
Incluso tardíamente, estuve del lado de Verdoux, de Calvero, del rey Shadov. Y
de Keaton, siempre. Porque Keaton no es un mito, es el regalo más hermoso que
el cine le ha hecho al siglo del cine.
¿Hemos
soñado esto, también? Y la idea de un arte del cine independiente del estado de
las técnicas, ¿ha existido en otro lugar que no sea el viejo mundo, y en
Francia más precisamente? Recuerdo haber tropezado con esta pregunta durante un
viaje por Asia. En China, en India e incluso en Japón. En Tokio, un famoso
dibujante de cómics, Tezuka Osamu, estaba sinceramente apenado porque yo
afirmaba que con sus cincuenta mil entradas en París, una vieja película de Ozu
(la admirable He nacido, pero...)
hacía más por la cultura japonesa que todos los Grendizer del mundo. Era como si se avergonzara de que una película
en blanco y negro llevara consigo y para siempre un pedazo de la esencia de
Japón. Como si una película en blanco y negro fuera siempre inferior a una
película en color. Como si el cine fuera solo una técnica y, como toda técnica,
"mejorable". Y nosotros, que lloramos con He nacido, pero…., ¿lloramos lágrimas mejorables?
Recuerdo
también, esta vez en Hong Kong, mi único encuentro con el escurridizo Chris
Marker. Era un día de mucho calor y consideramos (un poco demasiado audazmente, cuando lo pienso) la
desaparición pura y simple del cine, su feliz disolución, su frívola pérdida,
como si fuera un sueño exclusivo del siglo XX y no pudiera sobrevivir a nuestro
desencantado despertar en el umbral del siglo XXI. Y acá estamos.
23 de abril
Pienso a
menudo en Merci la vie [Blier, 1991],
que no me gusta mucho y de la que ya nadie habla. Tengo la impresión de que
este gran opus magnum, ante el cual
todo el establishment crítico se ha
prosternado con bastante precipitación, expresa la visión de ese personaje tan
de nuestro tiempo que es el padre de alumno.[ii]
La
película es como el show/popurrí que uno de esos padres algo excéntricos daría
al final del año frente a sus compañeros estupefactos. Orgulloso de haberse
adentrado en la zona turbia de su propio inconsciente, de abrazar la supuesta
brutalidad del tiempo y de consolar a esos niños de la era del sida que se
sienten tan incómodos en su piel de herederos de la liberación sexual bien o
mal vivida por sus padres (y tan mal -Calmos-
por Blier hijo). Es indudable que esto, bien rancio, no produce una "obra
maestra".
¿El padre
de alumno es portador de algo más que de un art
pompier [iii]?
¿El sentimiento de haber dejado su infancia atrás para siempre produce en ellos
algo más que este saber-hacer revanchista? No lo creo. La escena de los trenes
de la muerte, en la que cuerpos desnudos y bien alimentados caen en ralenti
hacia colchones invisibles, permanece como una de esas escenas que son para
siempre un descrédito. ¿Acaso Blier sospecha siquiera que el desnudo es asunto
de la pintura o el dibujo, y que el cine solo tiene algo que ver con la
desnudez banal, incómoda o risible? Los desnudos de Merci la vie, bolsas de carne hermética, azuladas y bien nutridas,
me hicieron pensar en los desnudos sin desnudez de los cuadros de Bouguereau
que de niño me sorprendía que representaran, en el ya demodé Larousse del siglo XX, el último estado
conocido de la pintura occidental.
24 de abril
Mal humor
ante el éxito estético del espectáculo kurdo en la tele. Poblaciones
desplazadas, barro y frío, niños desconcertados y belleza cruel del paisaje
pertenecen a un género antiguo: la pintura de género humanitario, es decir, la
intromisión estética. Este género tuvo su hora de gloria en el siglo pasado,
cuando la burguesía no dudaba de nada y no temía, en todos los sentidos de la
palabra, “ilustrarse”.
Al no
exigir a la televisión más que un poco de consistencia,
sin duda no hago más que un alegato pro
domo y milito a favor de la consistencia (poco probable) de mi propia
existencia. Y esta forma (la mía) de relacionarme con el cine necesita, me doy
cuenta cada vez más, que exista, al otro lado de la pantalla, un “otro”. Un
otro que tenga, también él, un empleo del
tiempo, una propia duración, una preocupación por la “consistencia”. La
consistencia de un jefe kurdo en la frontera turca, de un fotógrafo que debe
enviar sus fotos a París o de un niño tembloroso en el barro, he aquí las
“imágenes” que necesito tener a disposición antes de ver también las postales del sufrimiento kurdo tele-caritativo.
Son días en
que ya no entendemos el empleo del tiempo de los otros, no importa qué otro,
días en que hemos caído en el post-cine, esto es (¿quién sabe?) en una cierta
forma de barbarie. Esto es lo que está sucediendo en este momento ante nuestros
ojos: la imagen ya no llega, el cine desaparece (en los dos sentidos de la
palabra[iv]), la
televisión sigue sin aparecer y es la imaginería,
la vieja y tierna enemiga, la que se lleva el botín. De ahí esta
“folcrorización” creciente del otro y su cortejo de racismos sublimados y
emociones reemplazables, todo para la felicidad de los estados-mayores del
nuevo orden mundial.
Haría falta
una revista para gritar contra esto.
27 de abril
Nos
encontramos, S.P., J.-C.B. y yo, frente a El
silencio de los inocentes, muy reticentes a la idea de tener miedo. J.-C.B.
compra garrapiñadas en la plaza Montparnasse y decidimos comerlas para conjurar
la angustia. Las llamamos «garrapiñadas antimiedo», pero como el miedo no acude
a la cita comemos las garrapiñadas con un sentimiento de prueba superada.
Salimos del cine un poco por demás enfrascados en los defectos de la película,
señal de que, como se dice en estos casos, la película “existe” (de hecho, todo
el mundo habla de ella). Una fórmula, al menos, nos hizo reír: frente a este
bazar pirotécnico en el que hay cadáveres, mariposas, canibalismo,
transexuales, puertas, un pozo, un avión, jaulas, sangre y harapos, uno
quisiera exclamar: “y es más, ¡había una cámara!”
El público,
por su parte, parece contento con la película y se queja por el ruido de
nuestras garrapiñadas. Jonathan Demme parece contento de recibir con fanfarria
hasta la más mínima irrupción de una «cosa» en la pantalla. Se diría que la
realidad se ha vuelto tan lejana que ya no es posible acompañar la simple rutina. Hitchcock daba miedo porque
filmaba, especialmente en los psicópatas, gestos todavía cotidianos, banales,
utilitarios. Demme filma todo como si fuera un evento audiovisual insensato,
una pulsación dopada. Un auto que arranca, un extra que pasa, un fósforo que se
enciende, una falsa pista de dos segundos ya son clímax. El efecto-cine tiende a la fanfarria autodestructiva y al
desfile de modas acelerado.
"Realizar
una película" y "hacer cine" se convierten en dos cosas
diferentes, incluso incompatibles. Tal es la paradoja del cine actual. Así como
muchos jóvenes cineastas están menos interesados en "hacer una
película" que en "ser cineasta" por lo menos una vez en la vida,
es posible que el público de El silencio
de los inocentes esté más interesado en "ver cine", y cine
"en todos sus estados", es decir, ostensiblemente no televisivo, que
en seguir desempeñando su antiguo papel de público. El partido de tenis entre
la película y el público ya no tiene realmente lugar, todas las pelotas están
perdidas, cargadas o no sirven más que una vez. El rol de
"partenaire-objetivo-testigo" que tuvo el público, así como la moral
de la percepción que le estaba asociada, ya no es asumido por nadie en la sala.
Así que es sobre el recuerdo cinéfilo de una maestría ya pasada que comienza un
"post-cine" que oscila entre el academicismo y el espectáculo de
luces y sonidos.
Apenas
terminé de escribir estas líneas me di cuenta hasta qué punto falta en mi
cultura el espectáculo de luces y sonido, tanto como Walt Disney. Recuerdo
haber escapado, al borde del odio, del Disneyland de Anaheim (California) y
haber soportado un espectáculo de luces y sonido inepto y maya, una vez, en
Chichén Itzá (Yucatán)."
1 de mayo
Imposible
saber lo que un producto como Delicatessen
quiere de mí. Nada, sin duda, salvo flujos de complicidad excesiva desde los
créditos y un gesto final de admiración por el bluff plástico. La película
forma parte de la contraofensiva de lo que llamo, desde la guerra del Golfo, lo
«visual». Como si, una vez agotada la mística romántica de la imagen-que-salva
(Godard, Tarkovski, Wenders, a la espera de Carax), lo visual fuera lo que
viniera a decirnos: «Circulen, no hay nada que ver”.
La referencia
de Caro y Jeunet es la historieta para adultos, es decir, el dibujo. Ahora
bien, mucho más que el cine (que debe ‘componer’ con la resistencia de un
real), el dibujo tiene el poder temible de realizar las fantasías. Si Tex Avery
es el más grande, es porque lleva a su punto de incandescencia solo las fantasías sexuales. Pero las
películas nacidas de una venganza del dibujo sobre el registro nos precipitan
más rápida y más crudamente a la eventual mediocridad de esas fantasías. Sobre
todo porque esas fantasías son siempre colectivas.
Los
cineastas que son fundamentalmente dibujantes siempre tienen problemas con el
cierre de sus películas (esto es cierto incluso para los más grandes; Fellini,
por ejemplo). Las figuras que “animan” (desde el exterior, forzosamente, dado
que se trata de un gesto, de una mano que hace trazos) son de aquellas que hay
que descartar al final de la película, ya
que es imposible que ellas pongan el tiempo de su lado y se metamorfoseen por
sí solas. De ahí el desbordamiento final y literal de Delicatessen.
“Liquidación
total” [“Tout doit disparaître”] es el lema juguetón y furioso de todo cine
que, vía el storyboard o el imaginario de las historietas, se sacrifica al
imperialismo del dibujo o de lo «visual». Es por eso que me gusta mucho la
figura ejemplar del “Limpiador”[v] de Nikita, primer ángel guardián del cine
post-publicitario, héroe nervioso del «espacio limpio» y de la limpieza
impecable: realización en el mundo
«artístico» del ideal publicitario.
Delicatessen, con la provocativa doble S
de su título alemán, propone además una nueva imaginería de la Francia ocupada.
Uranus lo había hecho para un público
cercano a la tercera edad (nuestros padres), Merci la vie para cuarentones cultos (nosotros), y Delicatessen lo hace para chicos
risueños (nuestros hijos). Cada una lo ha hecho a su propio estilo; hay para
todos los gustos. ¿Cómo no pensar que un deseo completamente subrepticio —y
para decirlo todo, vichyano— acecha a la sociedad francesa? ALGO RASTRERO
QUIERE REGRESAR A FRANCIA.
Decididamente,
tendría que existir una revista de cine para eructar modestamente, en su
rincón. Una revista intempestiva, que no se agotara en seguir la actualidad
falsa de los acontecimientos publicitados y los aniversarios obligatorios
(¡viva 1992, año no-Mozart!), sino que diera noticias de aquellos que no saben,
no quieren y no pueden colaborar con eso que ha vuelto a arrastrarse.
2 de mayo
La Belle Noiseuse no altera, a pesar
de todo, la costumbre que tengo del cine de Rivette. Apetito sin hambre,
curiosidad sin riesgo, juegos cuyas reglas es innecesario conocer y cuyas
prolongaciones son lo único que conmueven. Siempre le tengo un poco de bronca a
sus películas (pero, como se dice, es “personal”) por quitarme los personajes
masculinos sin darme los femeninos a cambio. Son películas que no me tocan,
extrañamente, más que por aquello que tienen de abstracto, es decir, por la
idea de un tiempo infinitamente ganado y los modos en que se intenta «hacer
durar el placer» en un mundo donde el placer es un hecho pero raramente un
valor.
¿Cómo tomar posesión de un espacio sin estar nunca en casa? El comienzo de L'Amour par
terre, por ejemplo. Toda Le Pont du
Nord, esa obra maestra. ¿Cómo bailar el hecho de estar “en casa de otros”,
en un departamento-teatro, en una ciudad-atelier, en una ciudad-trampa? No hay
solo dilatación del tiempo en Rivette; los momentos de dilatación del espacio son también muy bellos. Por eso me gusta
cómo la heroína, apenas entra en la morada del pintor, se dirige inmediatamente
a la biblioteca, toma un libro al azar y lo hojea con autoridad.
Hay siempre
un costado de “misión cumplida” en Rivette, y la misión siempre es la misma.
Consiste en extraer a una o dos mujeres del mundo y privar de ellas a todos los
demás hombres. De hecho, es la misión erótica de toda la Nouvelle Vague y el deal implícito (y un poco estrecho) que
sus cineastas han hecho con su público: no añadir miembros al retrato de la
familia tradicional sino restar del
mundo a aquellas que se simula ofrecer al espectador. Por eso este no puede
sino saludar al paso, con todos los honores que les son debidos, a esas
películas hermosas (de Vivir su vida a
El rayo verde) que lo toman como
testigo de la ”subutilización” de un cuerpo de mujer.
En un
tiempo pensé que La Belle Noiseuse era
para Rivette la más arriesgada de las películas. Evidentemente, me equivoqué.
Habrá que esperar Juana de Arco,
quemada en Ruan, en el corazón mismo del punto del que partió el hombre
Rivette. Me intriga imaginar cómo el único cineasta que se niega con todas sus
fuerzas a la idea misma de una imagen congelada [arrêt sur l’image] se las
arreglará para mantener, más allá de la hoguera donde arderá su heroína fundamental (aquella de
Péguy)[vi], la
idea de que todo, sin embargo, continúa. Siempre he soñado con las comedias
musicales que habría hecho Rivette en los años 50 si hubiera sido
estadounidense (al estilo de Quine o Walters), ya que su lema podría haber sido
“the show must go on”. Sí, ¿pero qué show?
3 de mayo
Rivette, de
nuevo. La longitud de sus películas no se parece a ninguna otra en tanto no es
más que objetiva. No está al servicio
de ninguna verdad superior: catarsis, milagro, cansancio, aprendizaje, etc.
Solo es el índice—comparable al famoso mapa de Borges[vii]—de
otro espacio-tiempo rigurosamente paralelo
al nuestro, a veces visible, a veces invisible, y por derecho infinito. Es
la fantasía realizada del cine permanente.
Y sabemos que la verdadera invención del cine, por los Lumière, no es la
proyección en sí misma sino una proyección inmediatamente repetible.
Es en este
sentido que C.D. y yo titulamos nuestra pequeña película sobre Rivette Le Veilleur. Rivette es quien vigila
porque la garantía de la pura continuidad del tiempo y del espacio sea
preservada . Garantía de un buen no-fin para un cine-guardián kantiano. Él es
el generador que proporcionaría la
energía de reserva si el espacio-tiempo de la vida “normal” llegara a
desajustarse o dejara de funcionar.
Es por eso
que las intrigas de sus películas son tan alambicadas. No existe más que la
felicidad de los encadenamientos que aseguran la promesa de un tiempo
indefinidamente prolongado. Pero para prolongar el tiempo es necesario trabajar, es decir, según el adagio
rivettiano, "hacer las cosas complicadas cuando se pueden hacer
simples". El resultado es muy paradójico: a menudo, Rivette es mejor
cineasta cuando filma escenas inútiles que cuando se acerca a algún
"corazón del asunto". Porque no es el corazón, el nudo, el asunto lo
esencial, ni siquiera la meditación sobre la pintura o la creación. Lo que es
bello del nudo es que se tarda dos segundos en deshacerlo, que no deja rastros
y que sirve para evadirse.
5 de mayo
Muchas
películas tienen, en nuestros días, esta extraña virtud: evitan trampas que ya
no les tienden verdaderamente. Esto les confiere dignidad (me gusta mucho esta
palabra, siento que debe volver a usarse), pero no toma el lugar de un proyecto
autónomo. ¿Quién piensa que la guerra civil libanesa constituye, como se dice,
"una fuente de temas"? Fuentes, sí. Temas, no. Así, Hors la vie de Maroun Bagdadi es la
respuesta más digna posible a lo que, alguna vez, podría haber sido un encargo
de muy baja categoría.
Esto pese a
que de la banalidad del mal, que es
sin dudas la cuestión de toda modernidad desde hace más de un siglo, Bagdadi no
logró proponer realmente una versión contemporánea y «libanesa». Cuando
trabajaba en su guion, le hablé de la película con la que, obviamente, yo
soñaba. Menos los tormentos y la experiencia del rehén blanco que la vida
cotidiana de sus captores, esos jóvenes libaneses intensos, divertidos y
peligrosos. Solo pudo esbozar esa película. Si la hubiera realizado (pero
¿Perrin la habría producido?), ni siquiera habría causado escándalo. Estos
libaneses son seres humanos que interesan hoy tan poco que el «cine» que
necesitan para construir una identidad lo crean por sí mismos. Ese es el
sentido de uno de los personajes de la película, un carcelero que ha vivido en
los Estados Unidos y que se hace llamar “De Niro”. Ellos están todavía en el
cine mientras que el Líbano, para nosotros, hace tiempo que es un telón de
fondo de la televisión.
10 de mayo
Ningún
Scud, por desgracia, sobre el hotel Martinez desde donde TF1 parasita el
festival de Cannes. Es sorprendente cómo la televisión, que sin el cine no
sobreviviría, no muestra la más elemental cortesía de informar sobre él como lo haría sobre Renault-Volvo o Aérospatiale.
¿Por qué es imposible, por ejemplo, que la existencia de la película más bella
del año, Recordações da Casa Amarela,
sea mencionada en la pantalla chica?
Pero apenas
escribí esto, apenas imaginé a Monteiro frente a Poivre d'Arvor[viii],
me reí solo y me dije que no. Debemos aceptar una realidad: nosotros, cinéfilos
“incomprensibles”, también nos hemos vuelto socialmente impresentables y
mediáticamente aberrantes (“malos sujetos”, en cierto modo). Por eso la
película de Monteiro es tan bella: cuenta la prehistoria humana (y portuguesa,
a la Pessoa) de un ser del que solo conocíamos la eternidad (alemana, a la
Murnau): João Cesar Nosferatu, monstruo urbano y poeta maldito.
11 de mayo
Siempre en
la tele, revisión de El último subte,
una de las menos buenas de Truffaut, gran cineasta cuando negocia los giros, siempre que estos no contengan un ápice de
ideología. El dispositivo de El último
subte es la misma habilidad dramatúrgica, pero la línea de fuga que la
activa y la recorre es demasiado lenta. Entonces se ve la dificultad de
Truffaut para “negociar” temas que le repelen profundamente. La homosexualidad,
por ejemplo. Se siente obligado a incluirla porque es parte de “las costumbres
del teatro” o porque sus maestros Renoir o Lubitsch lo habrían hecho.
Truffaut
siempre es menos interesante en la vertiente educativa-noble de su inspiración
que en la vertiente donjuanesca-compulsiva. Por eso pasó por alto a los
cineastas que tomaron muy en serio el tema del niño perdido y adoptado: Ford y
Laughton.
De todos
modos, hay en los cineastas de la Nouvelle Vague una discreta pedofobia,
ciertamente no militante, pero del todo real. Pienso incluso que han
desarrollado de una manera tan impecable (a través de Bazin) una moral de la
alteridad y una deontología de los procedimientos fílmicos (desde el famoso
travelling-affaire moral hasta los escrúpulos de Rivette con el primer plano o
la pareja pintor-modelo) precisamente porque su “otro” lo encontraron de la
manera más “normal” del mundo, bajo los rasgos exclusivos, y preferiblemente
burgueses, de una joven a sadizar.
13 de mayo
Revisando
la magnífica Silver Lode de Dwan, me
digo que esta joya de clase B funciona como un reloj de arena, equilibrando con
precisión el flujo de “lo que entra” y de “lo que sale”. La información
funciona como energía pura y la narración solo obedece a la lógica del deseo de
los personajes. Momento inolvidable, “clásico” si se quiere, de ese cine de
clase B y de género que, a principios de los años 60, se acelera a sí mismo y
vira hacia la pureza. Momento “Tigre de
Bengala” del cine que los “macmahonistas”[ix]debieron
querer eternizar. Momento Dwan. Momento John Payne.
Si esto es
así, los modernos son aquellos que han intentado ralentizar un poco ese reloj
de arena, mostrar aciertos granos en primer plano. Y el manierismo ha tenido
que comenzar cuando quedó claro que “ya no fluía” (de la fuente), que la forma
antigua se había coagulado en fetiches. El pompierismo, en fin, el pompierismo
actual, surge cuando es necesario animar desde el exterior lo que ya no se mueve por sí mismo. Sacudir el reloj de
arena, volver al dibujo, a la “animación” (como ya hemos aprendido a “animar
culturalmente” a las clases medias cada vez más educadas).
Es así que
quizás lleguemos al segundo sueño de
Langlois, a saber: el museo. Ya ha tenido lugar el éxito de Cités-cinés[x], y
apuesto a que el centenario del cine nos prepara sobre todo para la exhibición
de pruebas materiales del cine. Menos
la proyección ideal de las películas (restauradas, remusicalizadas) que la
exhibición de decorados y accesorios. Más el privilegio de moverse en el
verdadero decorado de Los niños del
paraíso (o, quién sabe, en el de Los
amantes del Pont-Neuf) que el sentimiento conmovedor de que la estación de
Lyon ya no será nunca la que filmaba Bresson en Pickpocket.
Ya no lo
que se ha visto, sino lo que se podrá "tocar". Será el fin de la
materialidad de nuestras alucinaciones verdaderas (nuestro misticismo, en
cierto modo) y el retorno del culto a las verdaderas reliquias (su religión,
sin dudas).
17 de mayo
Salí muy
emocionado de Rapsodia en agosto de
Kurosawa, que parece pasar totalmente desapercibida. La visita al museo de
Nagasaki por los gentiles (kawai)
adolescentes japoneses de hoy es tan bella como en Rossellini. Misma creencia,
tan tenaz como desesperada, en la capacidad que tendría el cine de “decir” y de
“mostrar” al mismo tiempo. Mismo voluntarismo pedagógico de quien teme no tener
más tiempo.
Nadie en
Japón le exige nada a Kurosawa, quien se encuentra, al final de una carrera
ajetreada, en una situación comparable a la de cualquier cineasta
de hoy en día: no responde a ninguna exigencia y no obtiene autoridad más que
de sí mismo. Desde la grandiosa Dodeskaden
es libre, es decir, está muy solo.
En este
sentido, Kurosawa, que es célebre, es como Monteiro o Muratova (El síndrome asténico, recientemente
estrenada y que vi—¡solo en la sala!—en el Panthéon), que son oscuros. Hace
cine de búsqueda, sin certeza de
encontrarlo. Tales películas ya no coexisten con un cine de “calidad
media” del que sería útil distinguirlas. Ya no son la excepción: son la
excepción convertida en regla. Por lo tanto, proponen, al igual que yo, “las
preguntas y las respuestas”, las pistas verdaderas y las falsas, el diablo y el
abogado del diablo. Falsos finales en Monteiro, falsa película en abismo al
comienzo de Muratova, falso happy end en la mitad de Kurosawa. Porque deben
inventarlo todo: el tema, el mensaje, el tiempo, las convenciones, el pacto con
el público y el público mismo.
Hay una
historia de la relación entre el espectáculo y el público. Espectadores hemos
sido por estatus; luego, por pacto. ¿Pero hoy? Es como si hubiera una mediación
adicional. No es con las películas que tenemos una cita sino con el
“acontecimiento” sociológico que constituye el encuentro entre el producto y el consumidor. Cuando el
acontecimiento no se produce (es decir, la mayor parte de las veces), la
cuestión del pacto se plantea de nuevo ex
nihilo, sin atención por los servicios prestados.
Haría falta
inventar una manera de escribir a
partir de estos enfoques. Haría falta una revista que funcionara como una
circulación entre cuerpos singulares y paisajes inéditos, nunca filmados,
máquinas de guerra y soledades demasiado “pobladas en el interior de sí
mismas”. Todo ese tráfico merecería una revista. Tan lenta como los héroes de
estas tres películas (un poeta-vampiro, un durmiente-muerto vivo, una
anciana-espíritu del bosque). Una revista trimestral que podría llamarse Trafic, precisamente. Por amor a Tati,
que supo mostrarnos todo eso cuando todavía
era visible. Con pocas o ninguna foto y, como todo embalaje, un simple
papel kraft.
20 de mayo
El pacto,
una vez más. La ausencia de pacto entre el espectador y la película, con
estupefacción volví a encontrarla en Rusia, cuando fuimos hace tres años para
el número especial de Cahiers. La
brutalidad de las relaciones sociales es tal que la dimensión de seducción, de
juego, de encanto no existe. No hay lugar
para el espectador reservado en la puesta en escena, por la simple razón de
que ese lugar, para nosotros, era, en el doble sentido de la palabra, “payante”[xi]. En
cambio: eternidad del pictorialismo edificante y resistencia del ícono. El
"punto de vista", nuestro hilo rojo (¿nuestra propia invitación?), es
allí un lujo democrático. ¿Quién
puede permitirse un "punto de vista" en una servidumbre semejante, y
aún más, en esa misteriosa servidumbre comunista y rusa, tan deseada como
sufrida, que los rusos de hoy corren el riesgo de reivindicar como su
"plus" espiritual en oposición a nuestros "plus"
materiales?
Porque no
creo que empiecen a estudiar o a copiar el cine que les es más furiosamente
opuesto. El de Hitchcock, por ejemplo. Esa manera de jugar con el dinero del
espectador, el “cerdo que paga” que hay en nosotros, les resultará siempre
repulsiva. Solo queda esperar que no pierdan demasiado tiempo mirando de reojo
a América y que recuerden que hubo en su país hipótesis cinematográficas, a
menudo geniales y regularmente abandonadas, de Eisenstein a Paradjanov y de
Vertov a Pelechian.
22 de mayo
No logro
deshacerme de la siguiente idea: no tiene sentido que los adultos se reúnan en
la oscuridad de las salas de cine para ver películas que abordan de manera
adulta problemas de adultos. Esto da como resultado la agobiante caricatura de
esas películas-juegos de mesa al
estilo de Deville, Greenaway o Blier, exorcismos puros y simples del
aburrimiento que acecha a nuestras sociedades.
23 de mayo
Solo en
Garrel encuentro un asombro infantil ante la idea de haberse vuelto adulto, después de todo. Hay treinta años entre los
primeros grandes cineastas irremediablemente adultos —digamos Antonioni— y J’entends plus la guitare. Treinta años
de experiencias para la generación del 68. Hoy, cuando esa generación está más
o menos alineada o liquidada, es un alivio escuchar la exactitud de las
palabras de Cholodenko en la película de Garrel. “No necesitábamos ser felices.
Quizás no era eso lo que buscábamos, en todo caso. —¿Entonces, qué era? —Ser
héroes... cambiar la vida, quizás." Era necesario un heroísmo para optar por un cine adulto, mientras que
para los adolescentes de hoy la adultez no es más que una sombría fatalidad.
25 de mayo
Los Cahiers tienen cuarenta años. Tristeza
algo flácida de la telecelebración.
27 de mayo
El final de
Las Damas del Bosque de Boulogne,
vuelto a ver en televisión, es extraordinario. No solo Paul Bernard escucha
cómo Maria Casarès le revela la verdad última de la trampa que le tendió, ¡sino
que ella lo hace en el mismo momento en
que, en tres ocasiones, él debe maniobrar con el volante del auto para
arrancar! He aquí el espacio de maniobra [le créneau[xii]]
del cine moderno. No el humanismo, ni siquiera lo humano, sino ese momento de
terror y gozo entre lo humano y lo no
humano. Y lo no humano, cuya presencia en el interior de los hombres (alemanes)
más banalmente humanos había sido revelada por los campos, es simplemente un
cierto proceso maquínico al interior
de las conductas y los cuerpos ordinarios: arrancar, maniobrar, continuar
haciendo dos cosas al mismo tiempo. Hay, en esos cuerpos de la inmediata
posguerra, algo que ahora “funciona solo”, y en Bresson es necesario un
milagro, una toma de conciencia, un acto violento (“Lucho. Me quedo”)[xiii]
para que se detenga. Estamos en 1945.
¿En qué
momento dejó de tener sentido torturar los cuerpos para extraer de ellos lo
“maquinal”'? Me inclinaría por el gag lúgubre de Salò a mediados de los años 70. Cuanto más pasa el tiempo, más veo
en aquella mitad de década un momento decisivo en nuestra historia. Fin de los
Treinta Gloriosos y comienzo del desempleo, crisis del petróleo y boom del
mercado publicitario, entrada de los Jemeres Rojos en Phnom Penh y lectura de
Solzhenitsyn. Y en el cine: detención abrupta de las nuevas olas, muerte
de Pasolini, oración fúnebre del cine militante (Ici et ailleurs), retorno de la qualité francesa, y, en lo que a mí
concierne, comienzos de Libération y
momento en que “heredé” los Cahiers du
cinéma
Hay por lo
tanto una historia de “lo que funciona solo” y sería necesario saber
contarla. Una historia que, durante mucho tiempo, solo el cine podía registrar,
que estaba en su naturaleza registrar.
En Renoir está aún la idea del trabajo humano, del oficio. Pero en Bresson es
ya una gestualidad clandestina, asocial: una técnica. Renoir nunca habría
filmado a un carterista, ni Bresson a un ferroviario.
Cuando,
después de 1968, las cosas volvieron a politizarse, la cuestión de “lo que
funciona solo” regresó a nosotros a través de la filmación del trabajo. He aquí por qué acompañamos al
cine militante en sus últimas vueltas a la pista. Pero si hasta el mismo Godard
tiene muchas dificultades para plantear la cuestión de las cadenas (de cuerpos, de decisiones, de gestos, de imágenes) es
porque, objetivamente, esas cadenas
se han vuelto abstractas e inasibles.
El trabajo
en cadena, el más sincronizado con el funcionamiento de una cámara (máquina que
encadena veinticuatro imágenes por segundo, “la muerte trabajando”) ha dejado
de ser la metáfora central del cine y de sus estudios. Los tiempos modernos están detrás nuestro y como por casualidad, en
un país que casi ha renunciado al cine, Japón, los teóricos de Toyota intentan
repensar el proceso de trabajo. Lo hacen a partir del eslabón y no ya de la
cadena, a partir del deseo y no de la necesidad, a partir de lo implícito
personalizado y no de la demanda estandarizada. ¿Historia del refuerzo de las
cadenas por medio de la personalización de los eslabones? Sin duda.
2 de junio
Sucumbí
recientemente al encanto absoluto de Twin
Peaks. Esta serie, considerada ya de culto, parece estar hecha para refutar
dos o tres de mis ideas más sombrías sobre la televisión. La serie inventa,
sobre la marcha, una hipótesis terriblemente seductora que constituye un
verdadero contragolpe: la subversión de
la publicidad por el cine. La prueba de que todavía es posible contar una
historia articulando planos (es decir, niveles de conciencia) e interesar a los
espectadores en ella apoyándose en personajes procedentes de un universo
publicitario. La belleza de los chicos y las chicas de Twin Peaks no impide que sostengan la historia y se conviertan en
personajes dotados de una extraña
perseverancia en su apariencia. Como si su look hubiera perdurado y el storyboard no los hubiera agotado de
antemano. Porque lo que no se ha dicho lo suficiente es que estos jóvenes
actores, que parecen diseñados para vender computadoras o gaseosas, son calientes y no venden otra cosa que el
placer de estar allí.
Encuentro
muchos puntos en común entre Lynch y Hitchcock. El mismo puritanismo de obseso
impúdico, entre una fobia a lo orgánico y un exceso de esmaltes
"chic". La misma lógica seca de deducciones sobre un fondo de
irracionalidad destinado a permanecer como tal. El mismo gusto por la pequeña
ciudad de provincia americana en la que seguramente sólo ocurre lo peor. El
mismo respeto por el público donde está y donde debe estar, es decir, delante
de su televisor. El mismo talento de artista plástico, generoso solo,
precisamente, en "ideas plásticas", alegremente formales y al borde
de lo naíf. El mismo exhibicionismo discreto de "autor" en medio de
sus personajes. El mismo gusto por los actores rígidos y los maniquíes
engominados. El héroe de la serie, el magnífico Cooper, tiene algo del joven
Cary Grant o del intenso Dana Andrews, reencarnados con un sentido del humor
adicional.
20 de junio
Cuando la
gente me pregunta qué me ha gustado últimamente "en el cine", me
gusta responder: Twin Peaks y Sale comme un ange. Y al decir esto,
siento que sostengo los dos polos de lo que es "bueno" en el cine
actual. El polo masculino y el polo femenino. Porque hay algo que no quiere
desaparecer en Lynch y Frost y algo que quiere aparecer en la película de
Breillat.
Lo que no
quiere desaparecer en Twin Peaks es
el juego con un espectador
fidelizado. Juego con las formas, los planos y todos los objetos parciales,
juego con el tiempo del folletín y el control del televisor. Se le podría
llamar "cinefilia", siempre y cuando se sepa de una vez por todas que
toda cinefilia es el punto de vista de un ex-niño que ha sabido reciclar sus
juguetes y nunca se queda sin compañeros de viaje o de juego.
Lo que,
inversamente, quiere aparecer en una película como Sale comme un ange no es lo femenino, ni siquiera es la niña, es la
mujer. La mujer de la que, en el cine, no sabemos gran cosa, ya que hizo una
entrada tan destacada como tardía.
Vuelvo a
pensar en mi idea fija de la aporía del cine "adulto". Esta idea me
vino -no por azar- cuando vi una película de Jane Campion titulada Sweetie. El cine decididamente
"moderno", el cine que se ha vuelto "adulto", ¿no significa
simplemente un cine "abierto a lo femenino"? En algún momento hubo
que alejarse del star system (por ejemplo, Anatahan,
de Sternberg, un desgarrador canto de despedida a LA mujer) y admitir en las películas a estos seres relativamente
nuevos: las mujeres. Así se hizo en Italia y tiene todo el sentido que
Rossellini robara a Hollywood una
estrella sueca (a la que Selznick creía poseer) para someterla, en nombre del
amor y por la gracia del cine, a la dura carrera de obstáculos de un viejo
mundo por reconstruir en Europa. Pronto se cumplirá medio siglo desde entonces.
¿Qué ocurre
cuando las mujeres hacen cada vez más películas y, además, cuando estas
películas ya no tienen que propulsar a sus autoras hacia un una escena
feminista? Ocurre que ya no se juega y,
en consecuencia, no se hace trampa. Sale comme un ange pone frente a frente
a un hombre y a una mujer, pero tropieza sin remedio con un "no hay
relación sexual" tanto más intenso cuanto que el deseo y el sexo son,
justamente, lo que hay en la película. ¿De qué se trata? El hombre impone
"su" [son] deseo a la mujer, la mujer roba "su" [sa] goce
al hombre. Esa es la belleza de la lengua francesa: los posesivos remiten
simultáneamente a los dos géneros. En inglés no se podría. Es eso, la falta de
relación, lo que Breillat tiene el atrevimiento de filmar tan de cerca: en los rostros y en las palabras de los
personajes, durante el amor.
¿De dónde
viene esta terrible seriedad femenina? ¿Del hecho de que las mujeres parecen
derivar su deseo de cine menos de su infancia feliz que de su adolescencia
dañada? Pregunta.
21 de junio
Extraña
"Carta de la juventud del mundo", publicidad a toda página en la contraportada
de los periódicos. Se trata (sic) sobre la operación
"Yoplait-Generación1992"[xiv]. En ella se lee que (artículo 1)
"La Tierra pertenece a todo el mundo" y que (artículo 2) "La
Tierra es naturalmente bella". A continuación sigue "La Tierra está
viva". "Nuestro cuerpo está vivo". "Decretamos la urgencia
de un plan de saneamiento del planeta", etc.
Supuestas
palabras de jóvenes deportistas con un ideal olímpico, este texto redactado
apresuradamente difunde algo bien diferente que una estricta preocupación
ambientalista. En sus quince artículos, en los que palabras como
"hombre" o "humanidad" son inhallables, se siente que el
objetivo es sustituir la historia humana por la historia natural del planeta.
Con sus poblaciones desigualmente contaminantes y sus migraciones cada vez más
temidas. La política se reduce a la necesidad de un "tratamiento
global" de los males y se deplora "la pérdida de sentido de los
verdaderos valores".
Resta
esperar que este loco deseo de saneamiento naturista no encuentre jamás a su
Leni Riefenstahl.
25 de junio
Cometo el
error de participar en un debate "contradictorio" en la radio,
demasiado temprano por la mañana. Tema: la televisión. Todos los puntos de
vista tradicionales están representados. Está el joven teleasta que, siguiendo
el espíritu de Buttes-Chaumont, "no desprecia a su público" y se
queja de que nosotros, franceses, seamos todavía capaces de consumir (¿o
fabricar?) una cosa diferente de Dallas.
Luego está el moralista que se pregunta qué produce toda esta violencia
descerebrada en las neuronas de nuestros queridos niños. Finalmente, hay un
nuevo personaje, el que piensa que la tele es
ya la cultura del futuro y que nosotros no somos más que viejos tontos
elitistas y sacerdotes rancios. Cada uno intenta rapiñar el tiempo de la
palabra en medio del olor del primer café apresurado de la mañana.
Lo que no se
le ocurre a nadie es que la televisión, tal
como es, no es un problema para nadie, no es tema de debate para nadie, no
indigna a nadie. Desde hace mucho tiempo, "satisface" a su público,
es decir, a toda una población inactiva de lisiados varios: niños pequeños,
viejos y enfermos enchufados al cable. En ninguna parte oímos siquiera los
viejos discursos de “Solo hay que” [yaka][xv]
aplicados a la tele. De ahí mi nuevo lema: "La tele está bien como está,
es perfecta, no la toquemos".
Intento
decir todo esto, pero paso por cínico y no me anoto ningún punto. En cualquier
caso, cuanto más sigue esto, más pienso que hay algo que no está bien en
ejercitar la inteligencia en objetos que no la demandan tanto. Es incluso
inmoral. Empiezo a creer que nada quedará de la tele, por la sencilla razón de que, salvo raras excepciones, ella jamás pensó en
permanecer.
1 de julio
Sin duda
será necesario, cada vez más, vincular el cine con aquello que lo precedió, es
decir, la fotografía. "Cine-fotográfico" es el siglo y medio en el
que, a través de utopías colectivas, el hombre occidental trabajó de hecho por
la emancipación del individuo. El individuo quizás nació el día en que, para
retratarse a sí mismo, se hizo inevitable retratar también su entorno inmediato: una mesa, una silla, unas flores, un
paisaje. Inmortalización clandestina, junto al objeto enfocado, de los
"detalles" que la luz no podía dejar de iluminar ni la emulsión de
retener. Esto no debió suceder sin dificultades ni resistencias, a juzgar por
la forma en que la foto carnet ha seguido haciéndose sobre un fondo blanco o
sobre un cortinaje de Photomaton[xvi].
Como si la imaginería no quisiera
perder su derecho a representarnos.
Pero la
cine-fotografía nos hizo nacer a la imagen del mismo modo que ya habíamos
nacido una primera vez: al mismo tiempo
como un extraño suplemento y un falso doble, la placenta, el parto, el primer objeto
a de la teoría lacaniana. Nos hacía
posar en medio de objetos que no posaban pero que acabarían inscribiéndose del mismo modo que nosotros, como la
manta de piel sobre la que el bebé desnudo balbucea. Es esta solidaridad a
medias vista, a medias deseada, entre nuestros cuerpos y lo que los rodeaba lo
que hizo a la grandeza del cine, es decir, su impureza. Este es el sentido del
"vestido sin costuras de lo real" de Bazin o de la "no reconciliación"
de Straub: el rechazo a aislar al ser humano de su entorno espacio-temporal.
¿Es esta grandeza
menos evidente hoy en día? Sin duda. Es que el cine-fotografía correspondió
históricamente a la emergencia conflictiva del individuo en y contra la
sociedad, a su nacimiento heroico, a su época romántica. El retorno de lo
visual corresponde al momento en que, al individuo emancipado y atomizado, corresponden modos de
figuración que son en sí mismos aislantes y puros. Es decir, el dibujo, el storyboard, muestra quirúrgica, la
pureza icónica, el objeto-sujeto a exhibir de forma aislada, despojado de sus
"objetos transicionales".
La
desvinculación quirúrgica de aquello que el cine-fotografía había unido libera
los componentes de la imagen. Los pequeños "ladrones de colores" de
Goude[xvii]
son una imagen muy poética de las aventuras que pueden advenir en este
paisaje visual. Lo que puede advenir -en forma de gag- es que los elementos
desatados se divorcien de sus soportes y vivan sus propias aventuras. Pero como
se trata de una guerra y de un mercado, los pequeños ladrones de colores son
castigados ante nuestros propios ojos.
4 de julio
¿El reencantamiento
del mundo se hará sobre la base del triángulo individuo-mercado-democracia? Si
es así, se necesita un mundo algo desubjetivado. Un mundo donde el sujeto -en todos los sentidos de esta palabra
temible- pierda un poco de su gravedad y de su orgullosa propensión a lo
trágico. Habrá que desencantar al sujeto (que es lo que ya está ocurriendo)
para proceder a la subjetivización (un poco animista, japonesa) de todas las
esferas con las que el individuo está conectado (interfaz por interfaz). Efecto
reloj de arena
Es así como
la esfera y el mercado de lo «casi humano» crecen cada día. A veces por el lado
ecológico: «derechos del planeta» y doctrinas-Yoplait. A veces por el lado
doméstico. Familiaridad creciente con las prótesis: el animal, el juguete, el
objeto inteligente, la computadora, el robot y, last but not least, la imagen.
Pero,
abogado del diablo: en lugar de lamentarnos por la alienación que esto
supondría, ¿por qué no alegrarnos de nuestra capacidad de «humanizar» todos
estos objetos? He aquí el reencantamiento del mundo. Incluso me pregunto si,
más allá de la puesta en cuestión de las Luces [des Lumière], esto no trae
consigo un vago y perturbador “deseo de Edad Media”.
6 de julio
Hace tiempo
que el término “cine de autor” ya no quiere decir nada. Deberíamos abandonarlo.
Incluso “cine personal” se ha vuelto débil. Frente a la extraordinaria Border Line, uno tiene más ganas de
hablar de una película «en primera persona del singular», lo cual es otra cosa.
Porque de lo que se trata aquí es, ni más ni menos, que de los propios
intereses del autor. En este caso, los de la mujer-personaje-directora-actriz Danièle
Dubroux, en el momento en el que, vía
su película, hace una declaración de guerra despiadada contra todos aquellos
que tengan la mala idea de hacerle daño.
Cuando la
película termina, uno se da cuenta de que la historia se ha cerrado tan
impecablemente como en Buñuel (digamos, el de Él), como un sueño laborioso del que se sale con una sonrisa
forzada y el sentimiento de que nada se ha resuelto realmente. Pero uno adivina
enseguida que Dubroux ha justamente concebido su película como el derecho a
ocupar todo el terreno durante un cierto tiempo y no más. La autora, de hecho, “defiende” el caso de Hélène y
obtiene su absolución. Más por un “vicio de forma” que por íntima convicción.
La película
no está hecha desde el punto de vista de un hombre que observa a una mujer
deslizarse hacia la locura (Répulsion,
citada), sino desde el punto de vista de una mujer ya loca que encuentra perfecta la telaraña en la que ella ha
terminado -buena ama de casa y domadora de síntomas- por atrapar a todos sus
partenaires. El saber de Dubroux, ex crítica de cine familiarizada con las
cosas del inconsciente, no está puesto a disposición del espectador para
sugerirle una interpretación del “caso” de Hélène. Está, de hecho, al servicio
de la defensa del personaje, con
exactamente la misma seriedad y mala fe desesperada que en ciertas grandes
películas maníacas de Truffaut, como La
habitación verde.
Con Border Line, tocamos el momento en que
la película “en primera persona del singular” roza la construcción
jurídico-paranoica, solitaria e inexpugnable. Película pro domo sería una expresión aún mejor.
He
observado, por otra parte, que muchas (muy buenas) películas realizadas por
gente de mi generación (a menudo amigos) tienen esto en común: una contabilidad férrea, una mezcla
explosiva de rigor y tacañería, en resumen, una “grandeza en la pequeñez” que
viene de Moullet, Eustache y Rozier y que llega hasta Garrel, Jacquot o Biette,
pasando por Dubroux.
16 de agosto
De vuelta
de las vacaciones, de un festival a otro. Intenté hacerme notar en las
“jornadas del video” que siguieron al festival de Taormina. Una sesión estuvo
consagrada a Guy Debord, sobre el que se pronunciaron sabios discursos. La
escena pronto se volvió digna de Moretti cuando alguien en la sala señaló que, incluso entre los expositores, nadie había
visto las películas de Debord. ¡Era casi cierto!
En
realidad, lo que no funcionaba es que las pocas fotos extraídas del libro de
Debord y proyectadas en diapositivas mostraban que no había un gramo de video
en esas películas y que, como todos los de su generación, Debord poseía un
sólido imaginario cinematográfico. El ama, con una fijación irónica, el eco
canettiano de los grandes espectáculos de
masas: la octava brigada[xviii] o
los tableaux vivants. Nada que ver
con el video.
Uno de los
expositores, un joven nórdico, se me acerca para hablarme de vanguardia y
provocación. Menciono a Straub. No lo conoce. ¿Video e impostura? Es un buen
tema de reflexión. Pero sigo sin sentirme cómodo en la manera en que el
arte-video ha querido ignorar al cine.
Todavía en
Taormina, reviso la pobre copia saturada de India,
ya vista en Pesaro hace unos años. Las cosas nunca serán sencillas con
Rossellini, quien es finalmente el más presente de los cineastas del pasado, el
único que nunca será un “maestro” y cuyos filmes nunca podrán ser amados por
razones académicas.
Pero hay
dos Rossellinis. Por un lado, está el hombre que, sin pensarlo dos veces, quiso
anticiparse a la evolución previsible del audiovisual y fue el primero en dar
lugar a la idea pura de “comunicación”. Él fue como un campeón de
automovilismo que completa su carrera con una o dos vueltas de ventaja sobre
los demás y que luego se aburre. Porque, por otro lado, me parece que
Rossellini deliberadamente se desentendió
de las ideas fuertes de esas nuevas olas (de 1960 a 1975) que él mismo
había influenciado.
La idea, o
más bien el asunto, de las grandes
películas de aquellos años (especialmente después de 1968) es, creo yo, el
ascenso a una cierta dignidad estética de la idea minoritaria en general. Digamos, para abreviar, todo lo que
aún hoy hace valiosos a un Fassbinder, un Oshima, un Ferreri, un Cassavetes o
un Pasolini, con toda su procesión de nuevos actores sociales: los jóvenes, las
mujeres, los niños, los inmigrantes, los homosexuales, los marginados, los
errantes, etc.
Rossellini
se mantuvo entre lo demasiado genérico y lo demasiado singular, y es en esa
enorme brecha en la que se vuelve el primer y más grande cineasta moderno. Pero terminó –via la televisión, medio con vocación
mayoritaria- optando por lo genérico, es decir, por el progreso racional y
plenamente comunicable del género humano. Ahí radica su dogmatismo.
Este es el
motivo por el cual nunca me gustará en India
el montaje paralelo entre los amores de los elefantes y los de sus cornacas.
Demasiado paternalista. Prefiero por lejos el episodio final –aunque sea de un
raro antropomorfismo– en el que “logra” filmar la humillación de un mono,
obligado a hacer trapecio ante la mirada de otro mono.
18 de agosto
Una noche,
en Locarno, en la admirable Pensión Müller, volví a ver El amor en fuga de Truffaut y la encontré magnífica. Truffaut es un
cineasta de "la escena" que nunca plantea más que una sola pregunta: ¿por dónde se sale? Todo espacio es
filmado desde el punto de vista de la puerta, del pasaje, del tragaluz, de la
línea de fuga. El París de Truffaut, cineasta del siglo XIX que debió estimar
muy poco su siglo, es el de los "pasajes" de Walter Benjamin.
La verdad
existencial de esa escenografía es evidentemente la del hombre que amaba a las
mujeres, es decir, la de un depredador sexual que no tiene tiempo que perder.
Truffaut construye sus escenas con la perspectiva de evitar "la"
escena, y lo hace con tal velocidad que no se ve más que fuego. La belleza de
sus películas es ingrata y paradójica, ya que si su "material
figurativo" es de una gran fealdad (su falta de gusto es desoladora), la
forma en que recita y hace recitar con voz uniforme unos guiones funámbulos,
que solo se sostienen por sus articulaciones, es la elegancia misma.
De todas
formas, constato en mí y alrededor de mí que la figura de Truffaut no ha dejado
de crecer desde su muerte. Todas sus películas llamadas "menores" son
grandes, solo algunas películas "de grandes temas" suenan a veces
huecas. La voz de Truffaut, blanca,
un poco demasiado alta, es inolvidable. Creo que nos hace falta.
También en
Locarno, se rindió homenaje a los viejos, vitales y en buena forma, Riccardo
Freda y Vittorio Cottafavi. Tienen al menos treinta años más que sus
admiradores (franceses e italianos), que ya peinan canas. Pienso que los dos
viejos se detestan, pero que han orquestado un dueto muy divertido en el que
fingen odiarse para que creamos que se quieren. Así, a través de ellos, el cine
popular italiano de la posguerra, marginado por la enormidad del fenómeno
neorrealista, está aún acá para exigir su rehabilitación. Y el
pendenciero Freda puede hablar de Rossellini como del hombre que no solo
pervirtió el cine, sino que le hizo sombra a él, Freda. Me parece muy
exagerado.
Hay algo
cómico y conmovedor en la forma en que todos nosotros,
"incomprensibles" cinéfilos presentes en Locarno, reencontramos
nuestros reflejos de hace treinta años o más, cuando era impensable amar a la vez a Freda y a Cottafavi. Por
mucho que me dé placer parlotear con el frediano S.M., no me atrevo a decirle
(¿para qué una ruptura, sobre todo ahora?) que encuentro Il cavaliere misterioso "simpática pero nada más", y me
pregunto si se da cuenta de que soy, desde siempre, evidentemente partidario de los cottafavianos.
21 de agosto
Atlantis es una película muy charlatana en
la que es la música la que parlotea. Un caldo de barullos firmado por Serra no
deja de subrayar a qué "estándares de emoción" deben obedecer
nuestras percepciones. Como todo producto que quiere ser consagrado más que
amado, Atlantis pone inmediatamente
lo nunca-visto al servicio de lo ya-sentido. Tanto es así que la performance
técnica (picados, tomas, iluminación) desaparece bajo la banalidad de los
sentimientos ya codificados. No es de extrañar entonces que sólo la raya
gigante convoque a la Callas y que la idea de maldad esté a cargo de los
habituales tiburones y solo por ellos. A cada uno su papel. Es como si se
tratara de no perturbar la visión del mundo de un niño de diez años y de no
abrirlo a otra cosa que no sea un poco de gluglú mortífero. Esa es la
diferencia con la película de Malle y Cousteau, a menudo citada, pero que
ofrecía, en 1956, la maravillosa promesa no de un “más”, sino de un mundo más.
Gran amante
de los peces filmados, solo me gusta en Atlantis
un pulpo rosado e inquietantemente prerrafaelista, único momento de poesía en
una película que sólo la poesía -o al menos una cierta inocencia- podría haber
salvado de ser definitivamente cheap.
La cuestión "de fondo" (si me atrevo a decirlo) es esta. ¿Por
qué usar todavía las técnicas
del registro cinematográfico si se trata de celebrar el universo simplificado
del dibujo animado, universo de código rígido y de la mismidad de lo “mismo” en
loop? ¿Por qué vestir aún con los trajes legendarios del cine (heroísmo de la
toma submarina, spot altanero de la inmersión del pequeño Besson en el gran
azul) un proyecto que pertenece ya a
las imágenes sintéticas? ¿Homenaje del vicio a la virtud?
En todas
las épocas, los hacedores son aquellos que saben espontáneamente vestir la
novedad con los viejos trajes de las ideas y los sentimientos establecidos. Su
éxito está hecho a la medida de la gratitud de un público que, por sobre todas
las cosas, tiene miedo de aquello que se mueve. Y el miedo, hoy, está en todas
partes.
25 de agosto
Godard
decía recientemente que el cine francés nunca había tenido más que un tema, a
saber, el prisionero. Si es así, Le Trou es una película única. La visión
de Becker no es en efecto ni la de Renoir (cineasta de la evasión) ni la de Bresson (cineasta de la liberación). Solo quizá Becker se acerca a la idea de libertad. Momento inolvidable de la
prisión La Santé vista desde la tapa levantada de una alcantarilla: libertad
como aquello que puede no ser más que una bocanada.
5 de septiembre
Salgo de Los Amantes del Pont-Neuf como salí de Mala sangre: perplejo y aturdido. ¿Será
porque recuerdo a Leos, oyente libre en mis clases de cine, en otro tiempo, en
el Censier, escuchando con todos sus oídos y sin decir nada, que me planteo,
con cada una de sus películas, la cuestión de sus “referencias”?
Si hay un
cineasta al que estos Amantes me
recuerdan y en el que nadie más pensará es Abel Gance. Intimidad forzada (pero
no violación), sentimientos extrovertidos (pero no exhibición) y sobre todo ese
agotador acoplamiento entre el voluntarismo del estilo y el motivo romántico (casi “gótico”) de la invalidez. Es como si,
para mantener con el decorado lazos puramente sensoriales, el cine se alimentara de la creciente dificultad
física de los personajes. También hay algo de esto en un admirador de Gance, el
Coppola de One from the Heart, una
película soberbia sobre la que no supe qué pensar durante mucho tiempo. ¿No fue
de hecho uno de los hermanos de Coppola quien recientemente desarrolló un
sistema para que los ciegos pudieran ir al cine?
El cine de
Carax es un acontecimiento suntuoso que llega a un momento simétrico con el
momento gancieno. Carax, seguro de sí y en estado de mutismo, es testigo del
fin del cine sonoro del mismo modo que Gance, embriagado de sí mismo y verboso,
lo fue del cine mudo. Entre Napoleón y
El fin del mundo, antes de Mater Dolorosa, Un gran amor de Beethoven y La
Vénus ciega, las películas de Gance muestran y subliman una verdadera
amenaza para los órganos de los sentidos. Momento ambiguo en el que el cineasta
-habiendo cuidadosamente hecho el vacío en torno suyo- tiene que hacer dos
películas en una: la de la invalidez física de los personajes y la de los
poderes milagrosos del cine, esta última como salvación de la primera. Ya en
Gance: fin del mundo, gases mortales, ceguera, sordera. En Carax: ceguera,
sida, automutilación, desequilibrio e higienismo enfermizo. ¿Está haciendo
Carax el cine genciano del “fin de la cinefilia”? ¿Se entrega a los
trabajos prácticos de un salvataje interminable? ¿O se trata, definitivamente,
de “redención”?
Si
estuviera todavía dando clases de cine, resumiría los últimos veinticinco años
del cine francés mostrando dos visitas al Louvre. La de Godard en Banda aparte y la de Carax en Los amantes del Pont-Neuf. Por un lado,
la visita fugaz al museo a plena luz del día y la eufórica juventud de los
autodidactas malcriados. Por otro, la irrupción nocturna en el Louvre, con la
joven subida a los hombros de un linyera paradigmático. A la luz de una vela,
ella mira por última vez un autorretrato de Rembrandt y toca el lienzo. Futura
memoria de los dedos para aquellos que ya no ven.
8 de septiembre
Hay que
saber ir más rápido que uno mismo. Preguntarse, unos días después de haber
visto una película, cuáles son las imágenes que se presentan por sí mismas a la
memoria. Partir de ellas. La imagen de la película de Carax es finalmente
aquella, banal, de dos niños corriendo por un puente, niños que, incluso como
crítico, no tengo derecho a abandonar.
Porque estos dos gigantes frágiles, en un decorado demasiado grande para ellos,
persiguen la gracia y solo cosechan pesadez.
10 de septiembre
A petición
de T.F., redacto tres páginas para la plaquette Wenders del Institut Lumière en
Lyon. Solo hablo de lo que me gusta de la película, su episodio australiano, y
encuentro un título que me agrada mucho. "La surface de réparation”[xix].
Decido incluirlo en la primera entrega de Trafic
(porque Trafic, está decidido,
existirá). Aquí está el texto:
"Hace
diez años, con motivo del estreno parisino de Nick's Movie, escribí un largo texto en Cahiers du cinéma. Era ya bastante tardío. Nick Ray había muerto y
yo estaba a punto de dejar los Cahiers.
Pero de todos los cineastas de mi generación, Wenders era decididamente el que
jugaba de maravilla el papel de retrovisor.
Mirar sus películas era descubrir finalmente el paisaje en el que habíamos
crecido, era verlo al mismo tiempo más pequeño y más preciso, era comprender el
verdadero sentido de la palabra “cinéfilo”. Juzgarlas no era cosa fácil, porque
era un poco como juzgarse a uno mismo. Buscarles problemas habría sido
inapropiado, ya que Wenders era entonces uno de los raros cineastas que
captaban la atención y los intereses imaginarios de al menos dos generaciones.
Cuando ganó la Palma en Cannes por Paris,
Texas, recuerdo haber pensado que Cannes se había sentido obligado a
recompensar a su enemigo íntimo: la cinefilia. La cinefilia, con su lado lúdico
y serio de niño malcriado, de niño sabio.
Escribiendo
sobre Nick's Movie, me atreví a hacer
un juego de palabras del que no estaba poco orgulloso. ¿Qué es un cinéfilo?, me
pregunté. Nada más que un buen cine-hijo [cine-fils]. O también un guardametas
(con miedo) ante el penal. Alguien que guarda las metas. Aquellas que se había dado el cine antiguo, es decir,
aquellas que habían llevado a un nivel tan alto nuestros padres y abuelos
cineastas. No olvidar lo que debemos a Lang, Ray, Ford, Dwan u Ozu. Cineastas
más bien contemplativos, por otra parte, como Wim.
Estaba
contento con mi juego de palabras, pero lejos de pensar que sería todavía
válido diez años después, y válido hasta
el fin del mundo. Había subestimado esta historia, que también es la mía.
No había pensado que los cineastas cinéfilos no podrían escapar infinitamente a
la más simple de las obligaciones: hablar finalmente de sus padres, de sus
verdaderos papás-mamás.
Siempre me
había parecido magnífica la escena de En
el transcurso del tiempo entre el padre impresor y el hijo escritor. Si el
padre tiene siempre el poder de la impresión, ¿qué le queda al hijo sino el de
la expresión? ¿Y cuál es el modo de expresión del cinéfilo sino una capacidad
intacta pero inquieta, amenazada y frágil, de ver, es decir, de prestar sus ojos a la visión del padre?
Había
pensado por un momento que Wenders, con su eterno aire de mejor alumno,
elevaría cada vez más la vara cinematográfica, hasta competir con cineastas tan
visionarios en su tiempo como Gance o Kubrick. Me equivoqué. Lamento en cierto
sentido que Hasta el fin del mundo no
me ofrezca un “otro mundo” que mapear, un mundo desconocido, esquizoide, como
lo hizo 2001. Pero también aquí me
equivoco. Wenders está anclado a este mundo como un cine-hijo, es para siempre
fiel a sus cine-padres. Es para preservar su visión que corre el riesgo de
perder la vista. Es por esto que no hay que tener miedo de decir que los
momentos en que Wenders es un gran cineasta son exactamente aquellos en los que
es más clásicamente edípico. Esto es especialmente cierto en Hasta el fin del mundo, con su episodio
australiano, tan hermoso como la literatura popular alemana que nutría al joven
Lang, el de Las arañas o La mujer en la luna.
Hablo de
Lang, pero sé que hay una diferencia entre Lang y Wenders: este último no es
paranoico. Es, como todos los cinéfilos, un huérfano o un niño abandonado. Lang
(o Kubrick) nos dice, en resumen, QUE EN EFECTO SON LOS HOMBRES LOS QUE HACEN
LA HISTORIA, EXCEPTO QUE ESTA NO ES LA SUYA. Wenders (o Godard) se limita a
señalar QUE ES LA HISTORIA LA QUE HIZO A NUESTROS PADRES Y QUE ESOS PADRES SON
SIN NINGUNA DUDA LOS NUESTROS. La deuda es por tanto infinita y el romanticismo
está al final del camino. El romanticismo siempre ha sido un ostentoso gesto de
respeto hacia el pasado, una vigilancia sobre aquello que es necesario
preservar, restaurar, reparar. El
cine como culto, la pantalla como “surface du reparation”. Como en el fútbol.
Era por lo
tanto inevitable que el loop cinéfilo se clausurara con una pareja
desarraigada: hombre visionario-mujer ciega y su hijo-visionador que no da la vuelta al mundo por el placer de errar
(¡basta de esta bagatela ociosa sobre la errancia wendersiana!) sino para
trabajar en su misión, que es traer de vuelta imágenes, “vistas” [vu] que
no son ni “ya vistas” [déjà vu] ni ”vistas y corregidas” [vu et corrigé].
Jeanne
Moreau y Max von Sydow están magníficos como utopistas alemanes atravesados por
la guerra, Wenders-Hurt es convincente como conejillo de indias. Porque el mito
en torno al cual gira Wenders no es el de Ulises sino el de Saturno devorando a
sus hijos (los grandes autores del cine devorando a sus admiradores póstumos).
Es un punto de vista masoquista, el del niño que acepta ser devorado. Es
exactamente la respuesta de Wenders a Nicholas Ray, quien contaba la historia
inversa, la de Edipo vista desde el punto de vista de un Layo lo
suficientemente perverso como para disfrazar su suicidio de asesinato y
cargárselo al otro. El verdadero tema de Wenders (¿pero lo abordará algún día?)
es el peso de los muertos sobre los vivos, ese peso que Marx encontraba un poco
demasiado excesivo.
¿Esto da
lugar a un gran cine? No necesariamente. No siempre. Pero es difícil
pretender que este camino, incluso si es un callejón sin salida, no es el
nuestro. ¿Hasta dónde habrá que desmalezar el camino recorrido? ¿Más allá de
qué maleza?"
13 de septiembre
Hay muchas
cosas que no funcionan en la película de Wenders. Toda la última parte, por
ejemplo, no me convence. Esta concepción del sueño como nada más que imágenes
ignora demasiado el lenguaje para mí. En cuanto a la última imagen de la
película -la satelización de la mujer-, cumple demasiado tarde el deseo secreto
del espectador, que dudo haya podido creer alguna vez en el personaje de Claire
Tourneur. Wenders, que todavía no sabe cómo hacernos conectar con un personaje
femenino, no deja de quitarle a sus tres héroes-clones (especialmente a Rüdiger
Vogler) aquello que le da, en vano, a su heroína única e indivisible. Finalmente,
si bien el comienzo de la película está muy logrado, esa especie de «comedia de
la conexión global» que viene a continuación se ve perjudicada por la seriedad
papal del autor.
Es por otra
parte un verdadero rompecabezas común a un
gran número de películas actuales: ¿cómo hacer una Intriga internacional de nuestro tiempo? ¿Cómo hacerla sin la
actuación ingenua de Cary Grant y sus muecas de asombro? Desde hace mucho
tiempo, frente a las “maravillas de la tecnología”, hemos adoptado un aire
superado y opaco que dificulta mucho la comedia, la cual seguirá dependiendo
durante mucho tiempo de la herencia muda de un rostro sorprendido.
Hay tantas
similitudes -Gance incluido- entre la película de Wenders y la de Carax que la exégesis
queda completamente desalentada. Tomemos su desmesura,
por ejemplo. Ésta reside menos en su guion que en el forcejeo [forcing] al que
someten a su herramienta de trabajo. Sin embargo el forcejeo no transforma en “visión” (el único visionario del cine
contemporáneo sigue siendo Kubrick) lo que permanece como un deseo banal de ser
aceptado por la sociedad tal como es
y de interesar, a fuerza de malabares, al mundo de los adultos.
Este temor
a no ser adoptado es, me temo, la esencia misma de la neurosis cinéfila, la
nuestra, la más filial que haya existido. En Los Amantes del Pont-Neuf tres niños toman un puente como rehén
para repetir, en un entorno cerrado, las duras pruebas de iniciación al término
de las cuales se reunirán de todos modos con la familia. Porque es al deseo de
un hombre mayor (Piccoli ya en Mala
sangre) al que la joven cede finalmente, obligando al muchacho a aceptar
que será para siempre “un tercero” en el calor sudoroso de un triángulo dos
veces incestuoso (hija-padre, hermano-hermana).
Lo que
suena justo en Carax no es el amor ni los amantes, sino todas las
desproporciones, todas las desmesuras, todas las asimetrías pequeñas y grandes,
que “trata” una a una, a toda prisa, con una vivacidad abrumadora. Como si la
película recomenzara a cada instante y ya no fuera necesario, como decía
Mizoguchi, “lavarse la mirada entre plano y plano”, sino más bien volver a
desplegar entre dos tomas todos los
poderes de la máquina(ría) cine.
No necesito
más prueba que la caída final de los amantes en el Sena, antes de su último
rescate por la barcaza de Vigo. La cámara acompaña primero a los amantes bajo
el agua, haciéndose cuerpo con ellos, e ilustra los poderes oníricos de un cine
que “llega a todas partes”. Sin embargo, inmediatamente después, la cámara,
vuelta ya a la orilla, observa la superficie del agua y organiza brillantemente
el suspenso y la puesta en escena de la reaparición de los amantes. Es como si
la escena hubiera sido filmada dos veces: una para los personajes, otra para el
cine. Una vez de forma continua, otra discontinua. La escena del paracaidista
en Mala sangre practicaba esta doble
aproximación. Ante la euforia del salto y del vacío, el temor a saltar era
visto a distancia, en un fragmento digno de Hawks.
De ahí, sin
duda, la pesadez. Pero de ahí también la gracia. Cuando el temor, el temor a
ser demasiado pequeño, imperceptible, insignificante o monstruoso, cuando
el temor a no encajar (una especie de
“síndrome de Quasimodo”) es conjurado durante el tiempo de una gesticulación
clandestina.
15 de septiembre
La pregunta
que estos tiempos débiles plantean es la de qué
es lo que resiste. ¿Qué es lo que resiste al mercado, a los medios, al
temor, al cinismo, a la estupidez, a la indignidad? La respuesta actual, la respuesta
romántica, parece ser una vez más: el arte. Pero señalo al menos dos cosas. En
primer lugar, que no se trata tanto del arte en general como del artista en
particular. Por no hablar de la figura
del artista y del artista como personaje (a menudo estruendoso). En segundo
lugar, que ya no se trata tanto de la figura del cineasta. La época
ombliguista de las películas en abismo (de 8 1/2 a El estado de las
cosas pasando por El desprecio y La Noche americana) parece haber
terminado. No. El artista que mejor “resiste” es el que tiene acceso al botín
simbólico de nuestra civilización: la palabra escrita y la pintura. Sobre todo
la pintura. Estamos en la época en que Berri posa junto a Castelli[xx].
Pero aún
así hay pintores y pintores. Cuando vuelvo a pensar en, por ejemplo, La Belle Noiseuse, sigo sin verla como
una película sobre el arte o una película sobre un artista. Pienso que eso no
le interese mucho a Rivette. Lo que le interesa del arte es el trabajo en lo que tiene de duración y la
posibilidad de producir esa duración en tanto tal. En la vieja oposición
“mentira romántica/verdad novelesca”, Rivette está decididamente del lado de lo
novelesco. El artista no es ni un santo, ni un héroe, ni un niño, sino, en el
mejor de los casos, alguien que despierta o mantiene en su público una cierta
calidad de percepción. Ahí reside sin duda el único aspecto “progresista” del
trabajo del artista. En Rivette, es este trabajo
el que resiste.
La cosa es
ya más romántica en Godard y Garrel, por razones que Garrel resume bien cuando
dice que nació en “el mundo del arte” y que nunca ha tenido nada que probar en
ese aspecto. En Garrel, es el hecho de que haya habido experiencia lo que resiste. En cuanto a Godard, aunque haya soñado
con sustituir la imagen del artista por la del militante o el científico, su
pregunta nunca se centra en el artista, sino siempre en el cine. Lo que resiste
aún, lo que debería haber resistido mejor a la barbarie de lo no-visto y lo
no-montado, es el cine.
Sin
embargo, allí donde Straub y Rivette dicen todavía: “¡Y he aquí el trabajo!”,
Godard añade a pesar de todo un “¡Salud, los artistas!” admirativo y desolado.
Melancolía romántica del primer y último historiador de su arte: puesto que el
cine no ha redimido al mundo, sólo queda saldar las cuentas al interior del
propio cine, montar/mostrar [mont(r)er] aquello que ha sido visto, bien visto,
no visto, mal visto. Es toda la belleza de Allemagne
neuf zéro, esa película verdaderamente habitada por su tema.
Pero cuanto
más se trata de cineastas jóvenes, más prima el tema romántico del Artista
(incluso en el trabajo) sobre el tema romántico del trabajo (incluso
artístico). En los albores de la década de 1990, esto es sin duda
inevitable. Este romanticismo adolescente-ecológico, me dice P.R.B., es la
lengua espontánea de los jóvenes: no hay otra.
Es así que,
invitado al programa de radio de Finkielkraut, Beineix, más en carne viva que
nunca, dijo recientemente que se consideraba un “resistente” (sic), en
apariencia sin sospechar del todo que la oposición "artista puro contra
mundo impuro" en la que se envuelve es el reverso cómplice del
“burguesismo” que cree denunciar. El Romanticismo, en cualquier caso, siempre
ha estado lleno de poetas tramposos con quejas amenazantes y emociones
eficaces. Aquello que resiste en ellos es, creen, su ego de artista. Se sabe en qué aguas sucias terminan a menudo estas
poses.
Restan
Wenders y Carax. ¿Qué resiste en ellos? Ni el trabajo, ni el cine, ni el
artista, sino una idea común a todos ellos, la idea de imagen. De una sola imagen. De una imagen justa [image juste]
finalmente convertida en “justo una imagen” [juste image][xxi].
Ciertamente Wenders ya no cree demasiado en ella, pero Carax, él sí, persiste y
firma. Sus amantes del Pont-Neuf se
salvarán si la chica consigue darle a tiempo al chico una imagen de sí mismo
que revierta el destino común de ambos. El destino de la chica es perder la
vista, el del chico es devenir tan mineral como el Pont-Neuf. Es el boceto
del comienzo mismo de la película el que, reforzado por otras imágenes
incendiarias e incendiadas (del Rembrandt nocturno a los carteles del subte),
debe devenir en esa imagen de “héroe de nuestro tiempo”: aquella que puede
redimir a su modelo.
30 de octubre
Finalmente
vi el Van Gogh de Pialat.
Sorprendente cómo las anticuadas nociones del naturalismo son aún hoy saludables.
1 de noviembre
El primer
número de Trafic está en marcha. Como no se descorcha un champagne
lanzado al mar, nos mantendremos sobrios.
[i]Los griots son narradores orales de
historias de África oriental.
[ii]Parent d’élève. En 1989, la Ley de Orientación, que
reformó el sistema educativo francés, reconoció a los padres como miembros activos de la comunidad
educativa y los incorporó como parte de la toma de decisiones en las escuelas.
Desde entonces, los padres forman parte de la mayoría de los órganos existentes
en los diferentes niveles de la Educación Nacional.
[iii]Forma peyorativa de
referirse al arte académico del siglo XIX. Se trata de una variante del
neoclasicismo.
[iv]Los dos sentidos de “disparaît” a los
que Daney parece aludir son “desaparece” y “es liquidado”, tal como si
dijéramos: “es puesto en oferta”. Poco después, Daney hará un juego de palabras
con esta segunda acepción.
[v]“Nettoyeur”. Daney se refiere al
personaje de Jean Reno, ansioso y obsesivo (“nervioso”) encargado de borrar las
huellas de los crímenes encargados a Nikita. En los créditos, el personaje
aparece como “Victor nettoyeur”.
[vi]Daney se refiere al libro de
Charles Péguy, El misterio de la caridad
de Juana de Arco, publicado en 1910.
[vii]Daney se refiere a “Del
rigor en la ciencia”.
[viii]Patrick Poivre d'Arvor, periodista
francés famoso por su trabajo como presentador del noticiero de TF1 durante
muchos años.
[ix]Se conoce como
“macmahonistas“ a los críticos que frecuentaban el cine MacMahon, partidarios
de películas narrativas y vigorosas. Su panteón de directores estaba compuesto
por Fritz Lang, Joseph Losey, Otto Preminger y Raoul Walsh. El panteón de
actores, por su parte, estaba formado por Charlton Heston, Robert Wagner y Jack
Palance.
[x]Exposición curada por
François Confino. Consistía en ambientes que evocaban distintas ciudades o
distintos aspectos de la vida urbana. Según Michael Tarantino: “Estos ambientes
fueron construidos como escenarios, a menudo con accesorios reales de las
películas, para enfatizar cómo la visión cinematográfica ha moldeado nuestra
concepción de la metrópolis”. La primera realización de Cités-cinés tuvo lugar
en Francia, en 1987. El éxito la llevó también a Bélgica y a Canadá en 1988 y
1989.
[xi]Payante. En sentido literal, que se paga con
dinero, es decir, el espectador paga por su entrada para asistir a la función.
En sentido figurado, que es "provechoso" o "rentable" en
términos de experiencia o contenido, es decir, que el espectador obtiene algo
valioso o significativo por ocupar ese lugar.
[xii]La palabra créneau hace
referencia al espacio entre dos autos estacionados, dentro del cual podría
caber otro. En la película de Bresson, Paul Bernard maniobra dificultosamente
para salir mientras Maria Casarès le cuenta la verdad que solo él ignoraba.
[xiii]Son las palabras que
pronuncia la esposa de Paul Bernard al final de la película, al borde la
muerte, cuando el hombre le pide que dé pelea, que se quede con él, y le dice
que la ama, palabras que suponen la aceptación de su pasado indecoroso y una
apertura al futuro.
[xiv] Yoplait es una marca de
yogur popular en Francia.
[xv]“Yaka" es una forma
coloquial en francés que se utiliza como una contracción de "il n'y a
qu'à", que significa "basta con" o "solo hay que". Se
emplea para sugerir una solución o una forma sencilla de hacer algo.
[xvi]“Photomaton” es la cabina
automática que permite tomarse fotos instantáneas, generalmente de tamaño
carnet.
[xvii]“Ladrones de colores” es una
expresión utilizada por Jean-Paul Goude, en particular en relación con las
ilustraciones y diseños que realiza para diversas campañas publicitarias.
[xviii] Es posible que Daney esté
aludiendo a La charge de la huitième brigade, nombre en Francia de A Distant Trumpet de Raoul Walsh.
[xix] Término
futbolístico que hace referencia al área grande. Resulta imposible mantener en
español las connotaciones del francés: área de reparación. A propósito
del fútbol, mas adelante traducimos “gardien de but” no como “arquero”, que es
lo que preferiríamos (que es lo que corresponde), sino como “guardametas”, en
pos de mantener el juego de palabras de Daney.
[xx]Daney se refiere al famoso e
influyente marchant Leo Castelli.
[xxi]Daney
juega con la famosa frase de Godard: ‘ce n’est pas un image juste, c’est juste
un image’.