Diario del año pasado - Serge Daney

 

Traducción: José Miccio – Bruno Grossi


    [Este texto fue publicado originalmente en el primer número de Trafic, revista de cine fundada por el propio Daney, correspondiente al invierno de 1991. Hasta donde entendemos es la primera traducción al español.]

 

Vuelven entonces las preguntas dulzonas que parecía que nunca nos volverían a hacer. Por ejemplo: ¿es el cine un arte? ¿Perdurará, en su totalidad o en parte? ¿Y qué sucederá con lo que hemos amado en él? ¿Y con nosotros, que nos hemos amado indebidamente a través suyo? ¿Y con el mundo que nos prometió, y del que íbamos a ser ciudadanos?

Día a día, tomo notas y anoto mis observaciones. Pero ahora es del cine en general de lo que hablo y me hablo, al punto de disgustarme por haber hablado demasiado. "¿Hemos soñado?" podría ser mi leitmotiv, y cuando encuentro a alguien me pregunto si forma parte de ese "nosotros", de esa tradición oral que ha sido el amor al cine. Porque de esto al menos estoy seguro: el cine no es más resistente al mundo porvenir que África al mapa del mundo presente. 

Se necesitaría un lugar para escribir esto. Para que la tradición oral continúe. Antes de que los griots[i] emprendan su retirada. Se necesitaría una revista, por ejemplo. Una revista de cine.

 

21 de abril

Durante nuestro almuerzo ritual en Train Bleu S.J. me cuenta que, como quienes tienen poder de decisión en Hollywood consideran que la versión de Errol Flynn es imposible de ver para los niños de hoy, Kevin Costner está en proceso de hacer una nueva Robin Hood.

El hecho de que una de las películas de aventuras más límpidas de mi infancia haya sido declarada obsoleta me deja en estado de ensueño. Oigo la voz del grosero sentido común diciéndome que llega un momento en el que hay que guardar los juguetes en el orden en que hemos renunciado a ellos. Esa voz me dice que el famoso “découpage clásico” debe ser como el latín para los niños criados con la leche descremada de la televisión y la publicidad. Y que las arrugas del viejo Robin Hood en la pantalla chica, sin sonido dolby ni efectos especiales, no son una pátina de museo ni un encanto de culto, no son un "más" sino un "menos": un atraso, una vergüenza. Pero el cine, ¿ha sido para los americanos algo más que una prodigiosa fábrica mitológica? Y en ese sentido, ¿no es Walt Disney el mejor cineasta del mundo? Es decir, alguien a quien nunca le dediqué una línea (salvo una vez, por Dumbo) porque era claro que no me concernía. Son serios llamados de atención.

Porque supongo que, si una obra de arte es, por definición, aquello que perdura, una mitología, por el contrario, no deja de ser administrada y reciclada constantemente de acuerdo con el espíritu de la época y el estado de las técnicas. Por eso, en lugar de “colorear” las viejas películas de Huston, a la industria del entretenimiento le resulta más rentable rehacer las "películas legendarias” y solo ellas. No se conservará del cine más que aquello que se pueda rehacer. A saber, películas que han conocido un éxito en sí mismo legendario, ya que es verdad que, incluso a título póstumo, el dinero busca al dinero, y el éxito al éxito. La misma Europa se suma: ¿no se rumorea que Kieslowski se haría cargo de la remake de Citizen Kane

Los elementos estructurales de un mito como el de Robin Hood deben ser como los componentes inalterables de una caja negra. Siempre producen el mismo sentido, sean cuales sean sus sucesivos atuendos. La caja negra informa igualmente todos los formatos y todas las formas por venir: película, video, videoclip, publicidad, tráiler, cómic y otros productos derivados son mitológicamente equivalentes. La versión de Errol Flynn no es más que el momento- cine (1937) de un mito que durará todavía uno o dos siglos más.

Ahora bien, como a todo el mundo, me encanta el mito de Robin Hood, pero no olvido la forma en que apareció ante mí por primera vez, en la impecable geometría del inmigrante húngaro Mihály Kertész devenido en Michael Curtiz. Egoísmo cinéfilo: en el fondo, amo más mi infancia que los mitos que la alimentaron. Mi infancia es única, mientras que los mitos apenas son inmortales.

 

22 de abril

Si a veces estamos tan perplejos es porque probablemente lo que queda del cine "para el gran público" ha entrado desde hace unos quince años en un período de remodelación figurativa de los mitos (incluido el Cine como mito). Me doy cuenta entonces de hasta qué punto nuestro amor por el cine consistió en dejar definitivamente los mitos a los sociólogos de claustro o a los clubes de fans excitados. Ya no era el mito de Carlitos el que nos hacía escribir (Bazin lo había hecho por nosotros), sino el hilo que conectaba al cineasta Chaplin con el siglo y con nosotros. Mirábamos a Chaplin con el imperativo categórico del cine moderno: nunca la remodelación de los mitos, siempre la puesta al desnudo de la Historia y de sus habitantes concretos. Incluso tardíamente, estuve del lado de Verdoux, de Calvero, del rey Shadov. Y de Keaton, siempre. Porque Keaton no es un mito, es el regalo más hermoso que el cine le ha hecho al siglo del cine. 

¿Hemos soñado esto, también? Y la idea de un arte del cine independiente del estado de las técnicas, ¿ha existido en otro lugar que no sea el viejo mundo, y en Francia más precisamente? Recuerdo haber tropezado con esta pregunta durante un viaje por Asia. En China, en India e incluso en Japón. En Tokio, un famoso dibujante de cómics, Tezuka Osamu, estaba sinceramente apenado porque yo afirmaba que con sus cincuenta mil entradas en París, una vieja película de Ozu (la admirable He nacido, pero...) hacía más por la cultura japonesa que todos los Grendizer del mundo. Era como si se avergonzara de que una película en blanco y negro llevara consigo y para siempre un pedazo de la esencia de Japón. Como si una película en blanco y negro fuera siempre inferior a una película en color. Como si el cine fuera solo una técnica y, como toda técnica, "mejorable". Y nosotros, que lloramos con He nacido, pero…., ¿lloramos lágrimas mejorables?

Recuerdo también, esta vez en Hong Kong, mi único encuentro con el escurridizo Chris Marker. Era un día de mucho calor y consideramos (un poco demasiado audazmente, cuando lo pienso) la desaparición pura y simple del cine, su feliz disolución, su frívola pérdida, como si fuera un sueño exclusivo del siglo XX y no pudiera sobrevivir a nuestro desencantado despertar en el umbral del siglo XXI. Y acá estamos.

 

23 de abril

Pienso a menudo en Merci la vie [Blier, 1991], que no me gusta mucho y de la que ya nadie habla. Tengo la impresión de que este gran opus magnum, ante el cual todo el establishment crítico se ha prosternado con bastante precipitación, expresa la visión de ese personaje tan de nuestro tiempo que es el padre de alumno.[ii]

La película es como el show/popurrí que uno de esos padres algo excéntricos daría al final del año frente a sus compañeros estupefactos. Orgulloso de haberse adentrado en la zona turbia de su propio inconsciente, de abrazar la supuesta brutalidad del tiempo y de consolar a esos niños de la era del sida que se sienten tan incómodos en su piel de herederos de la liberación sexual bien o mal vivida por sus padres (y tan mal -Calmos- por Blier hijo). Es indudable que esto, bien rancio, no produce una "obra maestra".

¿El padre de alumno es portador de algo más que de un art pompier [iii]? ¿El sentimiento de haber dejado su infancia atrás para siempre produce en ellos algo más que este saber-hacer revanchista? No lo creo. La escena de los trenes de la muerte, en la que cuerpos desnudos y bien alimentados caen en ralenti hacia colchones invisibles, permanece como una de esas escenas que son para siempre un descrédito. ¿Acaso Blier sospecha siquiera que el desnudo es asunto de la pintura o el dibujo, y que el cine solo tiene algo que ver con la desnudez banal, incómoda o risible? Los desnudos de Merci la vie, bolsas de carne hermética, azuladas y bien nutridas, me hicieron pensar en los desnudos sin desnudez de los cuadros de Bouguereau que de niño me sorprendía que representaran, en el ya demodé Larousse del siglo XX, el último estado conocido de la pintura occidental. 

 

24 de abril

Mal humor ante el éxito estético del espectáculo kurdo en la tele. Poblaciones desplazadas, barro y frío, niños desconcertados y belleza cruel del paisaje pertenecen a un género antiguo: la pintura de género humanitario, es decir, la intromisión estética. Este género tuvo su hora de gloria en el siglo pasado, cuando la burguesía no dudaba de nada y no temía, en todos los sentidos de la palabra, “ilustrarse”.

Al no exigir a la televisión más que un poco de consistencia, sin duda no hago más que un alegato pro domo y milito a favor de la consistencia (poco probable) de mi propia existencia. Y esta forma (la mía) de relacionarme con el cine necesita, me doy cuenta cada vez más, que exista, al otro lado de la pantalla, un “otro”. Un otro que tenga, también él, un empleo del tiempo, una propia duración, una preocupación por la “consistencia”. La consistencia de un jefe kurdo en la frontera turca, de un fotógrafo que debe enviar sus fotos a París o de un niño tembloroso en el barro, he aquí las “imágenes” que necesito tener a disposición antes de ver también las postales del sufrimiento kurdo tele-caritativo.

Son días en que ya no entendemos el empleo del tiempo de los otros, no importa qué otro, días en que hemos caído en el post-cine, esto es (¿quién sabe?) en una cierta forma de barbarie. Esto es lo que está sucediendo en este momento ante nuestros ojos: la imagen ya no llega, el cine desaparece (en los dos sentidos de la palabra[iv]), la televisión sigue sin aparecer y es la imaginería, la vieja y tierna enemiga, la que se lleva el botín. De ahí esta “folcrorización” creciente del otro y su cortejo de racismos sublimados y emociones reemplazables, todo para la felicidad de los estados-mayores del nuevo orden mundial.

Haría falta una revista para gritar contra esto.

 

27 de abril

Nos encontramos, S.P., J.-C.B. y yo, frente a El silencio de los inocentes, muy reticentes a la idea de tener miedo. J.-C.B. compra garrapiñadas en la plaza Montparnasse y decidimos comerlas para conjurar la angustia. Las llamamos «garrapiñadas antimiedo», pero como el miedo no acude a la cita comemos las garrapiñadas con un sentimiento de prueba superada. Salimos del cine un poco por demás enfrascados en los defectos de la película, señal de que, como se dice en estos casos, la película “existe” (de hecho, todo el mundo habla de ella). Una fórmula, al menos, nos hizo reír: frente a este bazar pirotécnico en el que hay cadáveres, mariposas, canibalismo, transexuales, puertas, un pozo, un avión, jaulas, sangre y harapos, uno quisiera exclamar: “y es más,  ¡había una cámara!” 

El público, por su parte, parece contento con la película y se queja por el ruido de nuestras garrapiñadas. Jonathan Demme parece contento de recibir con fanfarria hasta la más mínima irrupción de una «cosa» en la pantalla. Se diría que la realidad se ha vuelto tan lejana que ya no es posible acompañar la simple rutina. Hitchcock daba miedo porque filmaba, especialmente en los psicópatas, gestos todavía cotidianos, banales, utilitarios. Demme filma todo como si fuera un evento audiovisual insensato, una pulsación dopada. Un auto que arranca, un extra que pasa, un fósforo que se enciende, una falsa pista de dos segundos ya son clímax. El efecto-cine tiende a la fanfarria autodestructiva y al desfile de modas acelerado.

"Realizar una película" y "hacer cine" se convierten en dos cosas diferentes, incluso incompatibles. Tal es la paradoja del cine actual. Así como muchos jóvenes cineastas están menos interesados en "hacer una película" que en "ser cineasta" por lo menos una vez en la vida, es posible que el público de El silencio de los inocentes esté más interesado en "ver cine", y cine "en todos sus estados", es decir, ostensiblemente no televisivo, que en seguir desempeñando su antiguo papel de público. El partido de tenis entre la película y el público ya no tiene realmente lugar, todas las pelotas están perdidas, cargadas o no sirven más que una vez. El rol de "partenaire-objetivo-testigo" que tuvo el público, así como la moral de la percepción que le estaba asociada, ya no es asumido por nadie en la sala. Así que es sobre el recuerdo cinéfilo de una maestría ya pasada que comienza un "post-cine" que oscila entre el academicismo y el espectáculo de luces y sonidos. 

Apenas terminé de escribir estas líneas me di cuenta hasta qué punto falta en mi cultura el espectáculo de luces y sonido, tanto como Walt Disney. Recuerdo haber escapado, al borde del odio, del Disneyland de Anaheim (California) y haber soportado un espectáculo de luces y sonido inepto y maya, una vez, en Chichén Itzá (Yucatán)."

 

1 de mayo

Imposible saber lo que un producto como Delicatessen quiere de mí. Nada, sin duda, salvo flujos de complicidad excesiva desde los créditos y un gesto final de admiración por el bluff plástico. La película forma parte de la contraofensiva de lo que llamo, desde la guerra del Golfo, lo «visual». Como si, una vez agotada la mística romántica de la imagen-que-salva (Godard, Tarkovski, Wenders, a la espera de Carax), lo visual fuera lo que viniera a decirnos: «Circulen, no hay nada que ver”.

La referencia de Caro y Jeunet es la historieta para adultos, es decir, el dibujo. Ahora bien, mucho más que el cine (que debe ‘componer’ con la resistencia de un real), el dibujo tiene el poder temible de realizar las fantasías. Si Tex Avery es el más grande, es porque lleva a su punto de incandescencia solo las fantasías sexuales. Pero las películas nacidas de una venganza del dibujo sobre el registro nos precipitan más rápida y más crudamente a la eventual mediocridad de esas fantasías. Sobre todo porque esas fantasías son siempre colectivas.

Los cineastas que son fundamentalmente dibujantes siempre tienen problemas con el cierre de sus películas (esto es cierto incluso para los más grandes; Fellini, por ejemplo). Las figuras que “animan” (desde el exterior, forzosamente, dado que se trata de un gesto, de una mano que hace trazos) son de aquellas que hay que descartar al final de la película, ya que es imposible que ellas pongan el tiempo de su lado y se metamorfoseen por sí solas. De ahí el desbordamiento final y literal de Delicatessen.

“Liquidación total” [“Tout doit disparaître”] es el lema juguetón y furioso de todo cine que, vía el storyboard o el imaginario de las historietas, se sacrifica al imperialismo del dibujo o de lo «visual». Es por eso que me gusta mucho la figura ejemplar del “Limpiador”[v] de Nikita, primer ángel guardián del cine post-publicitario, héroe nervioso del «espacio limpio» y de la limpieza impecable: realización en el mundo «artístico» del ideal publicitario.

Delicatessen, con la provocativa doble S de su título alemán, propone además una nueva imaginería de la Francia ocupada. Uranus lo había hecho para un público cercano a la tercera edad (nuestros padres), Merci la vie para cuarentones cultos (nosotros), y Delicatessen lo hace para chicos risueños (nuestros hijos). Cada una lo ha hecho a su propio estilo; hay para todos los gustos. ¿Cómo no pensar que un deseo completamente subrepticio —y para decirlo todo, vichyano— acecha a la sociedad francesa? ALGO RASTRERO QUIERE REGRESAR A FRANCIA.

Decididamente, tendría que existir una revista de cine para eructar modestamente, en su rincón. Una revista intempestiva, que no se agotara en seguir la actualidad falsa de los acontecimientos publicitados y los aniversarios obligatorios (¡viva 1992, año no-Mozart!), sino que diera noticias de aquellos que no saben, no quieren y no pueden colaborar con eso que ha vuelto a arrastrarse.

 

2 de mayo

La Belle Noiseuse no altera, a pesar de todo, la costumbre que tengo del cine de Rivette. Apetito sin hambre, curiosidad sin riesgo, juegos cuyas reglas es innecesario conocer y cuyas prolongaciones son lo único que conmueven. Siempre le tengo un poco de bronca a sus películas (pero, como se dice, es “personal”) por quitarme los personajes masculinos sin darme los femeninos a cambio. Son películas que no me tocan, extrañamente, más que por aquello que tienen de abstracto, es decir, por la idea de un tiempo infinitamente ganado y los modos en que se intenta «hacer durar el placer» en un mundo donde el placer es un hecho pero raramente un valor.

¿Cómo tomar posesión de un espacio sin estar nunca en casa? El comienzo de L'Amour par terre, por ejemplo. Toda Le Pont du Nord, esa obra maestra. ¿Cómo bailar el hecho de estar “en casa de otros”, en un departamento-teatro, en una ciudad-atelier, en una ciudad-trampa? No hay solo dilatación del tiempo en Rivette; los momentos de dilatación del espacio son también muy bellos. Por eso me gusta cómo la heroína, apenas entra en la morada del pintor, se dirige inmediatamente a la biblioteca, toma un libro al azar y lo hojea con autoridad.

Hay siempre un costado de “misión cumplida” en Rivette, y la misión siempre es la misma. Consiste en extraer a una o dos mujeres del mundo y privar de ellas a todos los demás hombres. De hecho, es la misión erótica de toda la Nouvelle Vague y el deal implícito (y un poco estrecho) que sus cineastas han hecho con su público: no añadir miembros al retrato de la familia tradicional sino restar del mundo a aquellas que se simula ofrecer al espectador. Por eso este no puede sino saludar al paso, con todos los honores que les son debidos, a esas películas hermosas (de Vivir su vida a El rayo verde) que lo toman como testigo de la ”subutilización” de un cuerpo de mujer.

En un tiempo pensé que La Belle Noiseuse era para Rivette la más arriesgada de las películas. Evidentemente, me equivoqué. Habrá que esperar Juana de Arco, quemada en Ruan, en el corazón mismo del punto del que partió el hombre Rivette. Me intriga imaginar cómo el único cineasta que se niega con todas sus fuerzas a la idea misma de una imagen congelada [arrêt sur l’image] se las arreglará para mantener, más allá de la hoguera donde arderá su heroína fundamental (aquella de Péguy)[vi], la idea de que todo, sin embargo, continúa. Siempre he soñado con las comedias musicales que habría hecho Rivette en los años 50 si hubiera sido estadounidense (al estilo de Quine o Walters), ya que su lema podría haber sido “the show must go on”. Sí, ¿pero qué show?

 

3 de mayo

Rivette, de nuevo. La longitud de sus películas no se parece a ninguna otra en tanto no es más que objetiva. No está al servicio de ninguna verdad superior: catarsis, milagro, cansancio, aprendizaje, etc. Solo es el índice—comparable al famoso mapa de Borges[vii]—de otro espacio-tiempo rigurosamente paralelo al nuestro, a veces visible, a veces invisible, y por derecho infinito. Es la fantasía realizada del cine permanente. Y sabemos que la verdadera invención del cine, por los Lumière, no es la proyección en sí misma sino una proyección inmediatamente repetible.

Es en este sentido que C.D. y yo titulamos nuestra pequeña película sobre Rivette Le Veilleur. Rivette es quien vigila porque la garantía de la pura continuidad del tiempo y del espacio sea preservada . Garantía de un buen no-fin para un cine-guardián kantiano. Él es el generador que proporcionaría la energía de reserva si el espacio-tiempo de la vida “normal” llegara a desajustarse o dejara de funcionar.

Es por eso que las intrigas de sus películas son tan alambicadas. No existe más que la felicidad de los encadenamientos que aseguran la promesa de un tiempo indefinidamente prolongado. Pero para prolongar el tiempo es necesario trabajar, es decir, según el adagio rivettiano, "hacer las cosas complicadas cuando se pueden hacer simples". El resultado es muy paradójico: a menudo, Rivette es mejor cineasta cuando filma escenas inútiles que cuando se acerca a algún "corazón del asunto". Porque no es el corazón, el nudo, el asunto lo esencial, ni siquiera la meditación sobre la pintura o la creación. Lo que es bello del nudo es que se tarda dos segundos en deshacerlo, que no deja rastros y que sirve para evadirse. 

 

5 de mayo

Muchas películas tienen, en nuestros días, esta extraña virtud: evitan trampas que ya no les tienden verdaderamente. Esto les confiere dignidad (me gusta mucho esta palabra, siento que debe volver a usarse), pero no toma el lugar de un proyecto autónomo. ¿Quién piensa que la guerra civil libanesa constituye, como se dice, "una fuente de temas"? Fuentes, sí. Temas, no. Así, Hors la vie de Maroun Bagdadi es la respuesta más digna posible a lo que, alguna vez, podría haber sido un encargo de muy baja categoría.

Esto pese a que de la banalidad del mal, que es sin dudas la cuestión de toda modernidad desde hace más de un siglo, Bagdadi no logró proponer realmente una versión contemporánea y «libanesa». Cuando trabajaba en su guion, le hablé de la película con la que, obviamente, yo soñaba. Menos los tormentos y la experiencia del rehén blanco que la vida cotidiana de sus captores, esos jóvenes libaneses intensos, divertidos y peligrosos. Solo pudo esbozar esa película. Si la hubiera realizado (pero ¿Perrin la habría producido?), ni siquiera habría causado escándalo. Estos libaneses son seres humanos que interesan hoy tan poco que el «cine» que necesitan para construir una identidad lo crean por sí mismos. Ese es el sentido de uno de los personajes de la película, un carcelero que ha vivido en los Estados Unidos y que se hace llamar “De Niro”. Ellos están todavía en el cine mientras que el Líbano, para nosotros, hace tiempo que es un telón de fondo de la televisión.

 

10 de mayo

Ningún Scud, por desgracia, sobre el hotel Martinez desde donde TF1 parasita el festival de Cannes. Es sorprendente cómo la televisión, que sin el cine no sobreviviría, no muestra la más elemental cortesía de informar sobre él como lo haría sobre Renault-Volvo o Aérospatiale. ¿Por qué es imposible, por ejemplo, que la existencia de la película más bella del año, Recordações da Casa Amarela, sea mencionada en la pantalla chica?

Pero apenas escribí esto, apenas imaginé a Monteiro frente a Poivre d'Arvor[viii], me reí solo y me dije que no. Debemos aceptar una realidad: nosotros, cinéfilos “incomprensibles”, también nos hemos vuelto socialmente impresentables y mediáticamente aberrantes (“malos sujetos”, en cierto modo). Por eso la película de Monteiro es tan bella: cuenta la prehistoria humana (y portuguesa, a la Pessoa) de un ser del que solo conocíamos la eternidad (alemana, a la Murnau): João Cesar Nosferatu, monstruo urbano y poeta maldito.

 

11 de mayo

Siempre en la tele, revisión de El último subte, una de las menos buenas de Truffaut, gran cineasta cuando negocia los giros, siempre que estos no contengan un ápice de ideología. El dispositivo de El último subte es la misma habilidad dramatúrgica, pero la línea de fuga que la activa y la recorre es demasiado lenta. Entonces se ve la dificultad de Truffaut para “negociar” temas que le repelen profundamente. La homosexualidad, por ejemplo. Se siente obligado a incluirla porque es parte de “las costumbres del teatro” o porque sus maestros Renoir o Lubitsch lo habrían hecho.

Truffaut siempre es menos interesante en la vertiente educativa-noble de su inspiración que en la vertiente donjuanesca-compulsiva. Por eso pasó por alto a los cineastas que tomaron muy en serio el tema del niño perdido y adoptado: Ford y Laughton. 

De todos modos, hay en los cineastas de la Nouvelle Vague una discreta pedofobia, ciertamente no militante, pero del todo real. Pienso incluso que han desarrollado de una manera tan impecable (a través de Bazin) una moral de la alteridad y una deontología de los procedimientos fílmicos (desde el famoso travelling-affaire moral hasta los escrúpulos de Rivette con el primer plano o la pareja pintor-modelo) precisamente porque su “otro” lo encontraron de la manera más “normal” del mundo, bajo los rasgos exclusivos, y preferiblemente burgueses, de una joven a sadizar.

 

13 de mayo

Revisando la magnífica Silver Lode de Dwan, me digo que esta joya de clase B funciona como un reloj de arena, equilibrando con precisión el flujo de “lo que entra” y de “lo que sale”. La información funciona como energía pura y la narración solo obedece a la lógica del deseo de los personajes. Momento inolvidable, “clásico” si se quiere, de ese cine de clase B y de género que, a principios de los años 60, se acelera a sí mismo y vira hacia la pureza. Momento “Tigre de Bengala” del cine que los “macmahonistas”[ix]debieron querer eternizar. Momento Dwan. Momento John Payne.

Si esto es así, los modernos son aquellos que han intentado ralentizar un poco ese reloj de arena, mostrar aciertos granos en primer plano. Y el manierismo ha tenido que comenzar cuando quedó claro que “ya no fluía” (de la fuente), que la forma antigua se había coagulado en fetiches. El pompierismo, en fin, el pompierismo actual, surge cuando es necesario animar desde el exterior lo que ya no se mueve por sí mismo. Sacudir el reloj de arena, volver al dibujo, a la “animación” (como ya hemos aprendido a “animar culturalmente” a las clases medias cada vez más educadas).

Es así que quizás lleguemos al segundo sueño de Langlois, a saber: el museo. Ya ha tenido lugar el éxito de Cités-cinés[x], y apuesto a que el centenario del cine nos prepara sobre todo para la exhibición de pruebas materiales del cine. Menos la proyección ideal de las películas (restauradas, remusicalizadas) que la exhibición de decorados y accesorios. Más el privilegio de moverse en el verdadero decorado de Los niños del paraíso (o, quién sabe, en el de Los amantes del Pont-Neuf) que el sentimiento conmovedor de que la estación de Lyon ya no será nunca la que filmaba Bresson en Pickpocket.

Ya no lo que se ha visto, sino lo que se podrá "tocar". Será el fin de la materialidad de nuestras alucinaciones verdaderas (nuestro misticismo, en cierto modo) y el retorno del culto a las verdaderas reliquias (su religión, sin dudas).

 


17 de mayo

Salí muy emocionado de Rapsodia en agosto de Kurosawa, que parece pasar totalmente desapercibida. La visita al museo de Nagasaki por los gentiles (kawai) adolescentes japoneses de hoy es tan bella como en Rossellini. Misma creencia, tan tenaz como desesperada, en la capacidad que tendría el cine de “decir” y de “mostrar” al mismo tiempo. Mismo voluntarismo pedagógico de quien teme no tener más tiempo. 

Nadie en Japón le exige nada a Kurosawa, quien se encuentra, al final de una carrera ajetreada, en una situación comparable a la de cualquier cineasta de hoy en día: no responde a ninguna exigencia y no obtiene autoridad más que de sí mismo. Desde la grandiosa Dodeskaden es libre, es decir, está muy solo.

En este sentido, Kurosawa, que es célebre, es como Monteiro o Muratova (El síndrome asténico, recientemente estrenada y que vi—¡solo en la sala!—en el Panthéon), que son oscuros. Hace cine de búsqueda, sin certeza de encontrarlo.  Tales películas ya no coexisten con un cine de “calidad media” del que sería útil distinguirlas. Ya no son la excepción: son la excepción convertida en regla. Por lo tanto, proponen, al igual que yo, “las preguntas y las respuestas”, las pistas verdaderas y las falsas, el diablo y el abogado del diablo. Falsos finales en Monteiro, falsa película en abismo al comienzo de Muratova, falso happy end en la mitad de Kurosawa. Porque deben inventarlo todo: el tema, el mensaje, el tiempo, las convenciones, el pacto con el público y el público mismo.

Hay una historia de la relación entre el espectáculo y el público. Espectadores hemos sido por estatus; luego, por pacto. ¿Pero hoy? Es como si hubiera una mediación adicional. No es con las películas que tenemos una cita sino con el “acontecimiento” sociológico que constituye el encuentro entre el producto y el consumidor. Cuando el acontecimiento no se produce (es decir, la mayor parte de las veces), la cuestión del pacto se plantea de nuevo ex nihilo, sin atención por los servicios prestados.

Haría falta inventar una manera de escribir a partir de estos enfoques. Haría falta una revista que funcionara como una circulación entre cuerpos singulares y paisajes inéditos, nunca filmados, máquinas de guerra y soledades demasiado “pobladas en el interior de sí mismas”. Todo ese tráfico merecería una revista. Tan lenta como los héroes de estas tres películas (un poeta-vampiro, un durmiente-muerto vivo, una anciana-espíritu del bosque). Una revista trimestral que podría llamarse Trafic, precisamente. Por amor a Tati, que supo mostrarnos todo eso cuando todavía era visible. Con pocas o ninguna foto y, como todo embalaje, un simple papel kraft.

 

20 de mayo

El pacto, una vez más. La ausencia de pacto entre el espectador y la película, con estupefacción volví a encontrarla en Rusia, cuando fuimos hace tres años para el número especial de Cahiers. La brutalidad de las relaciones sociales es tal que la dimensión de seducción, de juego, de encanto no existe. No hay lugar para el espectador reservado en la puesta en escena, por la simple razón de que ese lugar, para nosotros, era, en el doble sentido de la palabra, “payante”[xi]. En cambio: eternidad del pictorialismo edificante y resistencia del ícono. El "punto de vista", nuestro hilo rojo (¿nuestra propia invitación?), es allí un lujo democrático. ¿Quién puede permitirse un "punto de vista" en una servidumbre semejante, y aún más, en esa misteriosa servidumbre comunista y rusa, tan deseada como sufrida, que los rusos de hoy corren el riesgo de reivindicar como su "plus" espiritual en oposición a nuestros "plus" materiales?

Porque no creo que empiecen a estudiar o a copiar el cine que les es más furiosamente opuesto. El de Hitchcock, por ejemplo. Esa manera de jugar con el dinero del espectador, el “cerdo que paga” que hay en nosotros, les resultará siempre repulsiva. Solo queda esperar que no pierdan demasiado tiempo mirando de reojo a América y que recuerden que hubo en su país hipótesis cinematográficas, a menudo geniales y regularmente abandonadas, de Eisenstein a Paradjanov y de Vertov a Pelechian.

 

22 de mayo

No logro deshacerme de la siguiente idea: no tiene sentido que los adultos se reúnan en la oscuridad de las salas de cine para ver películas que abordan de manera adulta problemas de adultos. Esto da como resultado la agobiante caricatura de esas películas-juegos de mesa al estilo de Deville, Greenaway o Blier, exorcismos puros y simples del aburrimiento que acecha a nuestras sociedades.

 

23 de mayo

Solo en Garrel encuentro un asombro infantil ante la idea de haberse vuelto adulto, después de todo. Hay treinta años entre los primeros grandes cineastas irremediablemente adultos —digamos Antonioni— y J’entends plus la guitare. Treinta años de experiencias para la generación del 68. Hoy, cuando esa generación está más o menos alineada o liquidada, es un alivio escuchar la exactitud de las palabras de Cholodenko en la película de Garrel. “No necesitábamos ser felices. Quizás no era eso lo que buscábamos, en todo caso. —¿Entonces, qué era? —Ser héroes... cambiar la vida, quizás." Era necesario un heroísmo para optar por un cine adulto, mientras que para los adolescentes de hoy la adultez no es más que una sombría fatalidad.

 

25 de mayo

Los Cahiers tienen cuarenta años. Tristeza algo flácida de la telecelebración.

 

27 de mayo

El final de Las Damas del Bosque de Boulogne, vuelto a ver en televisión, es extraordinario. No solo Paul Bernard escucha cómo Maria Casarès le revela la verdad última de la trampa que le tendió, ¡sino que ella lo hace en el mismo momento en que, en tres ocasiones, él debe maniobrar con el volante del auto para arrancar! He aquí el espacio de maniobra  [le créneau[xii]] del cine moderno. No el humanismo, ni siquiera lo humano, sino ese momento de terror y gozo entre lo humano y lo no humano. Y lo no humano, cuya presencia en el interior de los hombres (alemanes) más banalmente humanos había sido revelada por los campos, es simplemente un cierto proceso maquínico al interior de las conductas y los cuerpos ordinarios: arrancar, maniobrar, continuar haciendo dos cosas al mismo tiempo. Hay, en esos cuerpos de la inmediata posguerra, algo que ahora “funciona solo”, y en Bresson es necesario un milagro, una toma de conciencia, un acto violento (“Lucho. Me quedo”)[xiii] para que se detenga. Estamos en 1945.

¿En qué momento dejó de tener sentido torturar los cuerpos para extraer de ellos lo “maquinal”'? Me inclinaría por el gag lúgubre de Salò a mediados de los años 70. Cuanto más pasa el tiempo, más veo en aquella mitad de década un momento decisivo en nuestra historia. Fin de los Treinta Gloriosos y comienzo del desempleo, crisis del petróleo y boom del mercado publicitario, entrada de los Jemeres Rojos en Phnom Penh y lectura de Solzhenitsyn. Y en el cine:  detención abrupta de las nuevas olas, muerte de Pasolini, oración fúnebre del cine militante (Ici et ailleurs), retorno de la qualité francesa, y, en lo que a mí concierne, comienzos de Libération y momento en que “heredé” los Cahiers du cinéma

Hay por lo tanto  una historia de “lo que funciona solo” y sería necesario saber contarla. Una historia que, durante mucho tiempo, solo el cine podía registrar, que estaba en su naturaleza registrar. En Renoir está aún la idea del trabajo humano, del oficio. Pero en Bresson es ya una gestualidad clandestina, asocial: una técnica. Renoir nunca habría filmado a un carterista, ni Bresson a un ferroviario.

Cuando, después de 1968, las cosas volvieron a politizarse, la cuestión de “lo que funciona solo” regresó a nosotros a través de la filmación del trabajo. He aquí por qué acompañamos al cine militante en sus últimas vueltas a la pista. Pero si hasta el mismo Godard tiene muchas dificultades para plantear la cuestión de las cadenas (de cuerpos, de decisiones, de gestos, de imágenes) es porque, objetivamente, esas cadenas se han vuelto abstractas e inasibles.

El trabajo en cadena, el más sincronizado con el funcionamiento de una cámara (máquina que encadena veinticuatro imágenes por segundo, “la muerte trabajando”) ha dejado de ser la metáfora central del cine y de sus estudios. Los tiempos modernos están detrás nuestro y como por casualidad, en un país que casi ha renunciado al cine, Japón, los teóricos de Toyota intentan repensar el proceso de trabajo. Lo hacen a partir del eslabón y no ya de la cadena, a partir del deseo y no de la necesidad, a partir de lo implícito personalizado y no de la demanda estandarizada. ¿Historia del refuerzo de las cadenas por medio de la personalización de los eslabones? Sin duda.

 

2 de junio

Sucumbí recientemente al encanto absoluto de Twin Peaks. Esta serie, considerada ya de culto, parece estar hecha para refutar dos o tres de mis ideas más sombrías sobre la televisión. La serie inventa, sobre la marcha, una hipótesis terriblemente seductora que constituye un verdadero contragolpe: la subversión de la publicidad por el cine. La prueba de que todavía es posible contar una historia articulando planos (es decir, niveles de conciencia) e interesar a los espectadores en ella apoyándose en personajes procedentes de un universo publicitario. La belleza de los chicos y las chicas de Twin Peaks no impide que sostengan la historia y se conviertan en personajes dotados de una extraña perseverancia en su apariencia. Como si su look hubiera perdurado y el storyboard no los hubiera agotado de antemano. Porque lo que no se ha dicho lo suficiente es que estos jóvenes actores, que parecen diseñados para vender computadoras o gaseosas, son calientes y no venden otra cosa que el placer de estar allí. 

Encuentro muchos puntos en común entre Lynch y Hitchcock. El mismo puritanismo de obseso impúdico, entre una fobia a lo orgánico y un exceso de esmaltes "chic". La misma lógica seca de deducciones sobre un fondo de irracionalidad destinado a permanecer como tal. El mismo gusto por la pequeña ciudad de provincia americana en la que seguramente sólo ocurre lo peor. El mismo respeto por el público donde está y donde debe estar, es decir, delante de su televisor. El mismo talento de artista plástico, generoso solo, precisamente, en "ideas plásticas", alegremente formales y al borde de lo naíf. El mismo exhibicionismo discreto de "autor" en medio de sus personajes. El mismo gusto por los actores rígidos y los maniquíes engominados. El héroe de la serie, el magnífico Cooper, tiene algo del joven Cary Grant o del intenso Dana Andrews, reencarnados con un sentido del humor adicional.

 

20 de junio

Cuando la gente me pregunta qué me ha gustado últimamente "en el cine", me gusta responder: Twin Peaks y Sale comme un ange. Y al decir esto, siento que sostengo los dos polos de lo que es "bueno" en el cine actual. El polo masculino y el polo femenino. Porque hay algo que no quiere desaparecer en Lynch y Frost y algo que quiere aparecer en la película de Breillat.

Lo que no quiere desaparecer en Twin Peaks es el juego con un espectador fidelizado. Juego con las formas, los planos y todos los objetos parciales, juego con el tiempo del folletín y el control del televisor. Se le podría llamar "cinefilia", siempre y cuando se sepa de una vez por todas que toda cinefilia es el punto de vista de un ex-niño que ha sabido reciclar sus juguetes y nunca se queda sin compañeros de viaje o de juego.

Lo que, inversamente, quiere aparecer en una película como Sale comme un ange no es lo femenino, ni siquiera es la niña, es la mujer. La mujer de la que, en el cine, no sabemos gran cosa, ya que hizo una entrada tan destacada como tardía.

Vuelvo a pensar en mi idea fija de la aporía del cine "adulto". Esta idea me vino -no por azar- cuando vi una película de Jane Campion titulada Sweetie. El cine decididamente "moderno", el cine que se ha vuelto "adulto", ¿no significa simplemente un cine "abierto a lo femenino"? En algún momento hubo que alejarse del star system (por ejemplo, Anatahan, de Sternberg, un desgarrador canto de despedida a LA mujer) y admitir en las películas a estos seres relativamente nuevos: las mujeres. Así se hizo en Italia y tiene todo el sentido que Rossellini robara a Hollywood una estrella sueca (a la que Selznick creía poseer) para someterla, en nombre del amor y por la gracia del cine, a la dura carrera de obstáculos de un viejo mundo por reconstruir en Europa. Pronto se cumplirá medio siglo desde entonces.

¿Qué ocurre cuando las mujeres hacen cada vez más películas y, además, cuando estas películas ya no tienen que propulsar a sus autoras hacia un  una escena feminista? Ocurre que ya no se juega y, en consecuencia, no se hace trampa. Sale comme un ange pone frente a frente a un hombre y a una mujer, pero tropieza sin remedio con un "no hay relación sexual" tanto más intenso cuanto que el deseo y el sexo son, justamente, lo que hay en la película. ¿De qué se trata? El hombre impone "su" [son] deseo a la mujer, la mujer roba "su" [sa] goce al hombre. Esa es la belleza de la lengua francesa: los posesivos remiten simultáneamente a los dos géneros. En inglés no se podría. Es eso, la falta de relación, lo que Breillat tiene el atrevimiento de filmar tan de cerca: en los rostros y en las palabras de los personajes,  durante el amor.

¿De dónde viene esta terrible seriedad femenina? ¿Del hecho de que las mujeres parecen derivar su deseo de cine menos de su infancia feliz que de su adolescencia dañada? Pregunta.

 


21 de junio

Extraña "Carta de la juventud del mundo", publicidad a toda página en la contraportada de los periódicos. Se trata (sic) sobre la operación "Yoplait-Generación1992"[xiv]. En ella se lee que (artículo 1) "La Tierra pertenece a todo el mundo" y que (artículo 2) "La Tierra es naturalmente bella". A continuación sigue "La Tierra está viva". "Nuestro cuerpo está vivo". "Decretamos la urgencia de un plan de saneamiento del planeta", etc.

Supuestas palabras de jóvenes deportistas con un ideal olímpico, este texto redactado apresuradamente difunde algo bien diferente que una estricta preocupación ambientalista. En sus quince artículos, en los que palabras como "hombre" o "humanidad" son inhallables, se siente que el objetivo es sustituir la historia humana por la historia natural del planeta. Con sus poblaciones desigualmente contaminantes y sus migraciones cada vez más temidas. La política se reduce a la necesidad de un "tratamiento global" de los males y se deplora "la pérdida de sentido de los verdaderos valores".

Resta esperar que este loco deseo de saneamiento naturista no encuentre jamás a su Leni Riefenstahl.

 

25 de junio

Cometo el error de participar en un debate "contradictorio" en la radio, demasiado temprano por la mañana. Tema: la televisión. Todos los puntos de vista tradicionales están representados. Está el joven teleasta que, siguiendo el espíritu de Buttes-Chaumont, "no desprecia a su público" y se queja de que nosotros, franceses, seamos todavía capaces de consumir (¿o fabricar?) una cosa diferente de Dallas. Luego está el moralista que se pregunta qué produce toda esta violencia descerebrada en las neuronas de nuestros queridos niños. Finalmente, hay un nuevo personaje, el que piensa que la tele es ya la cultura del futuro y que nosotros no somos más que viejos tontos elitistas y sacerdotes rancios. Cada uno intenta rapiñar el tiempo de la palabra en medio del olor del primer café apresurado de la mañana.

Lo que no se le ocurre a nadie es que la televisión, tal como es, no es un problema para nadie, no es tema de debate para nadie, no indigna a nadie. Desde hace mucho tiempo, "satisface" a su público, es decir, a toda una población inactiva de lisiados varios: niños pequeños, viejos y enfermos enchufados al cable. En ninguna parte oímos siquiera los viejos discursos de “Solo hay que” [yaka][xv] aplicados a la tele. De ahí mi nuevo lema: "La tele está bien como está, es perfecta, no la toquemos".

Intento decir todo esto, pero paso por cínico y no me anoto ningún punto. En cualquier caso, cuanto más sigue esto, más pienso que hay algo que no está bien en ejercitar la inteligencia en objetos que no la demandan tanto. Es incluso inmoral. Empiezo a creer que nada quedará de la tele, por la sencilla razón de que, salvo raras excepciones, ella jamás pensó en permanecer.

 

1 de julio

Sin duda será necesario, cada vez más, vincular el cine con aquello que lo precedió, es decir, la fotografía. "Cine-fotográfico" es el siglo y medio en el que, a través de utopías colectivas, el hombre occidental trabajó de hecho por la emancipación del individuo. El individuo quizás nació el día en que, para retratarse a sí mismo, se hizo inevitable retratar también su entorno inmediato: una mesa, una silla, unas flores, un paisaje. Inmortalización clandestina, junto al objeto enfocado, de los "detalles" que la luz no podía dejar de iluminar ni la emulsión de retener. Esto no debió suceder sin dificultades ni resistencias, a juzgar por la forma en que la foto carnet ha seguido haciéndose sobre un fondo blanco o sobre un cortinaje de Photomaton[xvi]. Como si la imaginería no quisiera perder su derecho a representarnos.

Pero la cine-fotografía nos hizo nacer a la imagen del mismo modo que ya habíamos nacido una primera vez: al mismo tiempo como un extraño suplemento y un falso doble, la placenta, el parto, el primer objeto a de la teoría lacaniana. Nos hacía posar en medio de objetos que no posaban pero que acabarían inscribiéndose del mismo modo que nosotros, como la manta de piel sobre la que el bebé desnudo balbucea. Es esta solidaridad a medias vista, a medias deseada, entre nuestros cuerpos y lo que los rodeaba lo que hizo a la grandeza del cine, es decir, su impureza. Este es el sentido del "vestido sin costuras de lo real" de Bazin o de la "no reconciliación" de Straub: el rechazo a aislar al ser humano de su entorno espacio-temporal.

¿Es esta grandeza menos evidente hoy en día? Sin duda. Es que el cine-fotografía correspondió históricamente a la emergencia conflictiva del individuo en y contra la sociedad, a su nacimiento heroico, a su época romántica. El retorno de lo visual corresponde al momento en que, al individuo emancipado y atomizado, corresponden modos de figuración que son en sí mismos aislantes y puros. Es decir, el dibujo, el storyboard, muestra quirúrgica, la pureza icónica, el objeto-sujeto a exhibir de forma aislada, despojado de sus "objetos transicionales".

La desvinculación quirúrgica de aquello que el cine-fotografía había unido libera los componentes de la imagen. Los pequeños "ladrones de colores" de Goude[xvii] son una imagen muy poética de las aventuras que pueden  advenir en este paisaje visual. Lo que puede advenir -en forma de gag- es que los elementos desatados se divorcien de sus soportes y vivan sus propias aventuras. Pero como se trata de una guerra y de un mercado, los pequeños ladrones de colores son castigados ante nuestros propios ojos.

 

4 de julio

¿El reencantamiento del mundo se hará sobre la base del triángulo individuo-mercado-democracia? Si es así, se necesita un mundo algo desubjetivado. Un mundo donde el sujeto -en todos los sentidos de esta palabra temible- pierda un poco de su gravedad y de su orgullosa propensión a lo trágico. Habrá que desencantar al sujeto (que es lo que ya está ocurriendo) para proceder a la subjetivización (un poco animista, japonesa) de todas las esferas con las que el individuo está conectado (interfaz por interfaz). Efecto reloj de arena

Es así como la esfera y el mercado de lo «casi humano» crecen cada día. A veces por el lado ecológico: «derechos del planeta» y doctrinas-Yoplait. A veces por el lado doméstico. Familiaridad creciente con las prótesis: el animal, el juguete, el objeto inteligente, la computadora, el robot y, last but not least, la imagen.

Pero, abogado del diablo: en lugar de lamentarnos por la alienación que esto supondría, ¿por qué no alegrarnos de nuestra capacidad de «humanizar» todos estos objetos? He aquí el reencantamiento del mundo. Incluso me pregunto si, más allá de la puesta en cuestión de las Luces [des Lumière], esto no trae consigo un vago y perturbador “deseo de Edad Media”.

 

6 de julio

Hace tiempo que el término “cine de autor” ya no quiere decir nada. Deberíamos abandonarlo. Incluso “cine personal” se ha vuelto débil. Frente a la extraordinaria Border Line, uno tiene más ganas de hablar de una película «en primera persona del singular», lo cual es otra cosa. Porque de lo que se trata aquí es, ni más ni menos, que de los propios intereses del autor. En este caso, los de la mujer-personaje-directora-actriz Danièle Dubroux, en el momento en el que, vía su película, hace una declaración de guerra despiadada contra todos aquellos que tengan la mala idea de hacerle daño.

Cuando la película termina, uno se da cuenta de que la historia se ha cerrado tan impecablemente como en Buñuel (digamos, el de Él), como un sueño laborioso del que se sale con una sonrisa forzada y el sentimiento de que nada se ha resuelto realmente. Pero uno adivina enseguida que Dubroux ha justamente concebido su película como el derecho a ocupar todo el terreno durante un cierto tiempo y no más. La autora, de hecho, “defiende” el caso de Hélène y obtiene su absolución. Más por un “vicio de forma” que por íntima convicción.

La película no está hecha desde el punto de vista de un hombre que observa a una mujer deslizarse hacia la locura (Répulsion, citada), sino desde el punto de vista de una mujer ya loca que encuentra perfecta la telaraña en la que ella ha terminado -buena ama de casa y domadora de síntomas- por atrapar a todos sus partenaires. El saber de Dubroux, ex crítica de cine familiarizada con las cosas del inconsciente, no está puesto a disposición del espectador para sugerirle una interpretación del “caso” de Hélène. Está, de hecho, al servicio de la defensa del personaje, con exactamente la misma seriedad y mala fe desesperada que en ciertas grandes películas maníacas de Truffaut, como La habitación verde.

Con Border Line, tocamos el momento en que la película “en primera persona del singular” roza la construcción jurídico-paranoica, solitaria e inexpugnable. Película pro domo sería una expresión aún mejor.

He observado, por otra parte, que muchas (muy buenas) películas realizadas por gente de mi generación (a menudo amigos) tienen esto en común: una contabilidad férrea, una mezcla explosiva de rigor y tacañería, en resumen, una “grandeza en la pequeñez” que viene de Moullet, Eustache y Rozier y que llega hasta Garrel, Jacquot o Biette, pasando por Dubroux.

 

16 de agosto

De vuelta de las vacaciones, de un festival a otro. Intenté hacerme notar en las “jornadas del video” que siguieron al festival de Taormina. Una sesión estuvo consagrada a Guy Debord, sobre el que se pronunciaron sabios discursos. La escena pronto se volvió digna de Moretti cuando alguien en la sala señaló que, incluso entre los expositores, nadie había visto las películas de Debord. ¡Era casi cierto!

En realidad, lo que no funcionaba es que las pocas fotos extraídas del libro de Debord y proyectadas en diapositivas mostraban que no había un gramo de video en esas películas y que, como todos los de su generación, Debord poseía un sólido imaginario cinematográfico. El ama, con una fijación irónica, el eco canettiano de los grandes espectáculos de masas: la octava brigada[xviii] o los tableaux vivants. Nada que ver con el video.

Uno de los expositores, un joven nórdico, se me acerca para hablarme de vanguardia y provocación. Menciono a Straub. No lo conoce. ¿Video e impostura? Es un buen tema de reflexión. Pero sigo sin sentirme cómodo en la manera en que el arte-video ha querido ignorar al cine.

Todavía en Taormina, reviso la pobre copia saturada de India, ya vista en Pesaro hace unos años. Las cosas nunca serán sencillas con Rossellini, quien es finalmente el más presente de los cineastas del pasado, el único que nunca será un “maestro” y cuyos filmes nunca podrán ser amados por razones académicas.

Pero hay dos Rossellinis. Por un lado, está el hombre que, sin pensarlo dos veces, quiso anticiparse a la evolución previsible del audiovisual y fue el primero en dar lugar a la idea pura de “comunicación”.  Él fue como un campeón de automovilismo que completa su carrera con una o dos vueltas de ventaja sobre los demás y que luego se aburre. Porque, por otro lado, me parece que Rossellini deliberadamente se desentendió de las ideas fuertes de esas nuevas olas (de 1960 a 1975) que él mismo había influenciado.

La idea, o más bien el asunto, de las grandes películas de aquellos años (especialmente después de 1968) es, creo yo, el ascenso a una cierta dignidad estética de la idea minoritaria en general. Digamos, para abreviar, todo lo que aún hoy hace valiosos a un Fassbinder, un Oshima, un Ferreri, un Cassavetes o un Pasolini, con toda su procesión de nuevos actores sociales: los jóvenes, las mujeres, los niños, los inmigrantes, los homosexuales, los marginados, los errantes, etc.

Rossellini se mantuvo entre lo demasiado genérico y lo demasiado singular, y es en esa enorme brecha en la que se vuelve el primer y más grande cineasta moderno. Pero terminó –via la televisión, medio con vocación mayoritaria- optando por lo genérico, es decir, por el progreso racional y plenamente comunicable del género humano. Ahí radica su dogmatismo.

Este es el motivo por el cual nunca me gustará en India el montaje paralelo entre los amores de los elefantes y los de sus cornacas. Demasiado paternalista. Prefiero por lejos el episodio final –aunque sea de un raro antropomorfismo– en el que “logra” filmar la humillación de un mono, obligado a hacer trapecio ante la mirada de otro mono.

 


 18 de agosto

Una noche, en Locarno, en la admirable Pensión Müller, volví a ver El amor en fuga de Truffaut y la encontré magnífica. Truffaut es un cineasta de "la escena" que nunca plantea más que una sola pregunta: ¿por dónde se sale? Todo espacio es filmado desde el punto de vista de la puerta, del pasaje, del tragaluz, de la línea de fuga. El París de Truffaut, cineasta del siglo XIX que debió estimar muy poco su siglo, es el de los "pasajes" de Walter Benjamin.

La verdad existencial de esa escenografía es evidentemente la del hombre que amaba a las mujeres, es decir, la de un depredador sexual que no tiene tiempo que perder. Truffaut construye sus escenas con la perspectiva de evitar "la" escena, y lo hace con tal velocidad que no se ve más que fuego. La belleza de sus películas es ingrata y paradójica, ya que si su "material figurativo" es de una gran fealdad (su falta de gusto es desoladora), la forma en que recita y hace recitar con voz uniforme unos guiones funámbulos, que solo se sostienen por sus articulaciones, es la elegancia misma.

De todas formas, constato en mí y alrededor de mí que la figura de Truffaut no ha dejado de crecer desde su muerte. Todas sus películas llamadas "menores" son grandes, solo algunas películas "de grandes temas" suenan a veces huecas. La voz de Truffaut, blanca, un poco demasiado alta, es inolvidable. Creo que nos hace falta.

También en Locarno, se rindió homenaje a los viejos, vitales y en buena forma, Riccardo Freda y Vittorio Cottafavi. Tienen al menos treinta años más que sus admiradores (franceses e italianos), que ya peinan canas. Pienso que los dos viejos se detestan, pero que han orquestado un dueto muy divertido en el que fingen odiarse para que creamos que se quieren. Así, a través de ellos, el cine popular italiano de la posguerra, marginado por la enormidad del fenómeno neorrealista, está aún  acá para exigir su rehabilitación. Y el pendenciero Freda puede hablar de Rossellini como del hombre que no solo pervirtió el cine, sino que le hizo sombra a él, Freda. Me parece muy exagerado.

Hay algo cómico y conmovedor en la forma en que todos nosotros, "incomprensibles" cinéfilos presentes en Locarno, reencontramos nuestros reflejos de hace treinta años o más, cuando era impensable amar a la vez a Freda y a Cottafavi. Por mucho que me dé placer parlotear con el frediano S.M., no me atrevo a decirle (¿para qué una ruptura, sobre todo ahora?) que encuentro Il cavaliere misterioso "simpática pero nada más", y me pregunto si se da cuenta de que soy, desde siempre, evidentemente partidario de los cottafavianos.

 

 21 de agosto

Atlantis es una película muy charlatana en la que es la música la que parlotea. Un caldo de barullos firmado por Serra no deja de subrayar a qué "estándares de emoción" deben obedecer nuestras percepciones. Como todo producto que quiere ser consagrado más que amado, Atlantis pone inmediatamente lo nunca-visto al servicio de lo ya-sentido. Tanto es así que la performance técnica (picados, tomas, iluminación) desaparece bajo la banalidad de los sentimientos ya codificados. No es de extrañar entonces que sólo la raya gigante convoque a la Callas y que la idea de maldad esté a cargo de los habituales tiburones y solo por ellos. A cada uno su papel. Es como si se tratara de no perturbar la visión del mundo de un niño de diez años y de no abrirlo a otra cosa que no sea un poco de gluglú mortífero. Esa es la diferencia con la película de Malle y Cousteau, a menudo citada, pero que ofrecía, en 1956, la maravillosa promesa no de un “más”, sino de un mundo más.

Gran amante de los peces filmados, solo me gusta en Atlantis un pulpo rosado e inquietantemente prerrafaelista, único momento de poesía en una película que sólo la poesía -o al menos una cierta inocencia- podría haber salvado de ser definitivamente cheap. La cuestión "de fondo" (si me atrevo a decirlo) es esta. ¿Por qué  usar todavía las técnicas del registro cinematográfico si se trata de celebrar el universo simplificado del dibujo animado, universo de código rígido y de la mismidad de lo “mismo” en loop? ¿Por qué vestir aún con los trajes legendarios del cine (heroísmo de la toma submarina, spot altanero de la inmersión del pequeño Besson en el gran azul) un proyecto que pertenece ya a las imágenes sintéticas? ¿Homenaje del vicio a la virtud? 

En todas las épocas, los hacedores son aquellos que saben espontáneamente vestir la novedad con los viejos trajes de las ideas y los sentimientos establecidos. Su éxito está hecho a la medida de la gratitud de un público que, por sobre todas las cosas, tiene miedo de aquello que se mueve. Y el miedo, hoy, está en todas partes.

 

25 de agosto

Godard decía recientemente que el cine francés nunca había tenido más que un tema, a saber, el prisionero. Si es así, Le Trou es una película única. La visión de Becker no es en efecto ni la de Renoir (cineasta de la evasión) ni la de Bresson (cineasta de la liberación). Solo quizá Becker se acerca a la idea de libertad. Momento inolvidable de la prisión La Santé vista desde la tapa levantada de una alcantarilla: libertad como aquello que puede no ser más que una bocanada.

 

 5 de septiembre

Salgo de Los Amantes del Pont-Neuf como salí de Mala sangre: perplejo y aturdido. ¿Será porque recuerdo a Leos, oyente libre en mis clases de cine, en otro tiempo, en el Censier, escuchando con todos sus oídos y sin decir nada, que me planteo, con cada una de sus películas, la cuestión de sus “referencias”?

Si hay un cineasta al que estos Amantes me recuerdan y en el que nadie más pensará es Abel Gance. Intimidad forzada (pero no violación), sentimientos extrovertidos (pero no exhibición) y sobre todo ese agotador acoplamiento entre el voluntarismo del estilo y el motivo romántico (casi “gótico”) de la invalidez. Es como si, para mantener con el decorado lazos puramente sensoriales, el cine se alimentara de la creciente dificultad física de los personajes. También hay algo de esto en un admirador de Gance, el Coppola de One from the Heart, una película soberbia sobre la que no supe qué pensar durante mucho tiempo. ¿No fue de hecho uno de los hermanos de Coppola quien recientemente desarrolló un sistema para que los ciegos pudieran ir al cine?

El cine de Carax es un acontecimiento suntuoso que llega a un momento simétrico con el momento gancieno. Carax, seguro de sí y en estado de mutismo, es testigo del fin del cine sonoro del mismo modo que Gance, embriagado de sí mismo y verboso, lo fue del cine mudo. Entre Napoleón y El fin del mundo, antes de Mater Dolorosa, Un gran amor de Beethoven y La Vénus ciega, las películas de Gance muestran y subliman una verdadera amenaza para los órganos de los sentidos. Momento ambiguo en el que el cineasta -habiendo cuidadosamente hecho el vacío en torno suyo- tiene que hacer dos películas en una: la de la invalidez física de los personajes y la de los poderes milagrosos del cine, esta última como salvación de la primera. Ya en Gance: fin del mundo, gases mortales, ceguera, sordera. En Carax: ceguera, sida, automutilación, desequilibrio e higienismo enfermizo. ¿Está haciendo Carax el cine genciano del “fin de la cinefilia”?  ¿Se entrega a los trabajos prácticos de un salvataje interminable? ¿O se trata, definitivamente, de “redención”? 

Si estuviera todavía dando clases de cine, resumiría los últimos veinticinco años del cine francés mostrando dos visitas al Louvre. La de Godard en Banda aparte y la de Carax en Los amantes del Pont-Neuf. Por un lado, la visita fugaz al museo a plena luz del día y la eufórica juventud de los autodidactas malcriados. Por otro, la irrupción nocturna en el Louvre, con la joven subida a los hombros de un linyera paradigmático. A la luz de una vela, ella mira por última vez un autorretrato de Rembrandt y toca el lienzo. Futura memoria de los dedos para aquellos que ya no ven.

 

8 de septiembre

Hay que saber ir más rápido que uno mismo. Preguntarse, unos días después de haber visto una película, cuáles son las imágenes que se presentan por sí mismas a la memoria. Partir de ellas. La imagen de la película de Carax es finalmente aquella, banal, de dos niños corriendo por un puente, niños que, incluso como crítico, no tengo derecho a abandonar. Porque estos dos gigantes frágiles, en un decorado demasiado grande para ellos, persiguen la gracia y solo cosechan pesadez.

 

 10 de septiembre

A petición de T.F., redacto tres páginas para la plaquette Wenders del Institut Lumière en Lyon. Solo hablo de lo que me gusta de la película, su episodio australiano, y encuentro un título que me agrada mucho. "La surface de réparation”[xix]. Decido incluirlo en la primera entrega de Trafic (porque Trafic, está decidido, existirá). Aquí está el texto:

 "Hace diez años, con motivo del estreno parisino de Nick's Movie, escribí un largo texto en Cahiers du cinéma. Era ya bastante tardío. Nick Ray había muerto y yo estaba a punto de dejar los Cahiers. Pero de todos los cineastas de mi generación, Wenders era decididamente el que jugaba de maravilla el papel de retrovisor. Mirar sus películas era descubrir finalmente el paisaje en el que habíamos crecido, era verlo al mismo tiempo más pequeño y más preciso, era comprender el verdadero sentido de la palabra “cinéfilo”. Juzgarlas no era cosa fácil, porque era un poco como juzgarse a uno mismo. Buscarles problemas habría sido inapropiado, ya que Wenders era entonces uno de los raros cineastas que captaban la atención y los intereses imaginarios de al menos dos generaciones. Cuando ganó la Palma en Cannes por Paris, Texas, recuerdo haber pensado que Cannes se había sentido obligado a recompensar a su enemigo íntimo: la cinefilia. La cinefilia, con su lado lúdico y serio de niño malcriado, de niño sabio.

Escribiendo sobre Nick's Movie, me atreví a hacer un juego de palabras del que no estaba poco orgulloso. ¿Qué es un cinéfilo?, me pregunté. Nada más que un buen cine-hijo [cine-fils]. O también un guardametas (con miedo) ante el penal. Alguien que guarda las metas. Aquellas que se había dado el cine antiguo, es decir, aquellas que habían llevado a un nivel tan alto nuestros padres y abuelos cineastas. No olvidar lo que debemos a Lang, Ray, Ford, Dwan u Ozu. Cineastas más bien contemplativos, por otra parte, como Wim.

Estaba contento con mi juego de palabras, pero lejos de pensar que sería todavía  válido diez años después, y válido hasta el fin del mundo. Había subestimado esta historia, que también es la mía. No había pensado que los cineastas cinéfilos no podrían escapar infinitamente a la más simple de las obligaciones: hablar finalmente de sus padres, de sus verdaderos papás-mamás.

Siempre me había parecido magnífica la escena de En el transcurso del tiempo entre el padre impresor y el hijo escritor. Si el padre tiene siempre el poder de la impresión, ¿qué le queda al hijo sino el de la expresión? ¿Y cuál es el modo de expresión del cinéfilo sino una capacidad intacta pero inquieta, amenazada y frágil, de ver, es decir, de prestar sus ojos a la visión del padre? 

Había pensado por un momento que Wenders, con su eterno aire de mejor alumno, elevaría cada vez más la vara cinematográfica, hasta competir con cineastas tan visionarios en su tiempo como Gance o Kubrick. Me equivoqué. Lamento en cierto sentido que Hasta el fin del mundo no me ofrezca un “otro mundo” que mapear, un mundo desconocido, esquizoide, como lo hizo 2001. Pero también aquí me equivoco. Wenders está anclado a este mundo como un cine-hijo, es para siempre fiel a sus cine-padres. Es para preservar su visión que corre el riesgo de perder la vista. Es por esto que no hay que tener miedo de decir que los momentos en que Wenders es un gran cineasta son exactamente aquellos en los que es más clásicamente edípico. Esto es especialmente cierto en Hasta el fin del mundo, con su episodio australiano, tan hermoso como la literatura popular alemana que nutría al joven Lang, el de Las arañas o La mujer en la luna.

Hablo de Lang, pero sé que hay una diferencia entre Lang y Wenders: este último no es paranoico. Es, como todos los cinéfilos, un huérfano o un niño abandonado. Lang (o Kubrick) nos dice, en resumen, QUE EN EFECTO SON LOS HOMBRES LOS QUE HACEN LA HISTORIA, EXCEPTO QUE ESTA NO ES LA SUYA. Wenders (o Godard) se limita a señalar QUE ES LA HISTORIA LA QUE HIZO A NUESTROS PADRES Y QUE ESOS PADRES SON SIN NINGUNA DUDA LOS NUESTROS. La deuda es por tanto infinita y el romanticismo está al final del camino. El romanticismo siempre ha sido un ostentoso gesto de respeto hacia el pasado, una vigilancia sobre aquello que es necesario preservar, restaurar, reparar. El cine como culto, la pantalla como “surface du reparation”. Como en el fútbol.

Era por lo tanto  inevitable que el loop cinéfilo se clausurara con una pareja desarraigada: hombre visionario-mujer ciega y su hijo-visionador que no da la vuelta al mundo por el placer de errar (¡basta de esta bagatela ociosa sobre la errancia wendersiana!) sino para trabajar en su misión, que es traer de vuelta  imágenes, “vistas” [vu] que no son ni “ya vistas” [déjà vu] ni ”vistas y corregidas” [vu et corrigé].

Jeanne Moreau y Max von Sydow están magníficos como utopistas alemanes atravesados por la guerra, Wenders-Hurt es convincente como conejillo de indias. Porque el mito en torno al cual gira Wenders no es el de Ulises sino el de Saturno devorando a sus hijos (los grandes autores del cine devorando a sus admiradores póstumos). Es un punto de vista masoquista, el del niño que acepta ser devorado. Es exactamente la respuesta de Wenders a Nicholas Ray, quien contaba la historia inversa, la de Edipo vista desde el punto de vista de un Layo lo suficientemente perverso como para disfrazar su suicidio de asesinato y cargárselo al otro. El verdadero tema de Wenders (¿pero lo abordará algún día?) es el peso de los muertos sobre los vivos, ese peso que Marx encontraba un poco demasiado excesivo. 

¿Esto da lugar a un gran cine?  No necesariamente. No siempre. Pero es difícil pretender que este camino, incluso si es un callejón sin salida, no es el nuestro. ¿Hasta dónde habrá que desmalezar el camino recorrido? ¿Más allá de qué maleza?" 

 


 13 de septiembre

Hay muchas cosas que no funcionan en la película de Wenders. Toda la última parte, por ejemplo, no me convence. Esta concepción del sueño como nada más que imágenes ignora demasiado el lenguaje para mí. En cuanto a la última imagen de la película -la satelización de la mujer-, cumple demasiado tarde el deseo secreto del espectador, que dudo haya podido creer alguna vez en el personaje de Claire Tourneur. Wenders, que todavía no sabe cómo hacernos conectar con un personaje femenino, no deja de quitarle a sus tres héroes-clones (especialmente a Rüdiger Vogler) aquello que le da, en vano, a su heroína única e indivisible. Finalmente, si bien el comienzo de la película está muy logrado, esa especie de «comedia de la conexión global» que viene a continuación se ve perjudicada por la seriedad papal del autor.

Es por otra parte un verdadero rompecabezas común a un gran número de películas actuales: ¿cómo hacer una Intriga internacional de nuestro tiempo? ¿Cómo hacerla sin la actuación ingenua de Cary Grant y sus muecas de asombro? Desde hace mucho tiempo, frente a las “maravillas de la tecnología”, hemos adoptado un aire superado y opaco que dificulta mucho la comedia, la cual seguirá dependiendo durante  mucho tiempo de la herencia muda de un rostro sorprendido.

 

14 de septiembre

Hay tantas similitudes -Gance incluido- entre la película de Wenders y la de Carax que la exégesis queda completamente desalentada. Tomemos su desmesura, por ejemplo. Ésta reside menos en su guion que en el forcejeo [forcing] al que someten a su herramienta de trabajo. Sin embargo el forcejeo no transforma en “visión” (el único visionario del cine contemporáneo sigue siendo Kubrick) lo que permanece como un deseo banal de ser aceptado por la sociedad tal como es y de interesar, a fuerza de malabares, al mundo de los adultos.

Este temor a no ser adoptado es, me temo, la esencia misma de la neurosis cinéfila, la nuestra, la más filial que haya existido. En Los Amantes del Pont-Neuf tres niños toman un puente como rehén para repetir, en un entorno cerrado, las duras pruebas de iniciación al término de las cuales se reunirán de todos modos con la familia. Porque es al deseo de un hombre mayor (Piccoli ya en Mala sangre) al que la joven cede finalmente, obligando al muchacho a aceptar que será para siempre “un tercero” en el calor sudoroso de un triángulo dos veces incestuoso (hija-padre, hermano-hermana).

Lo que suena justo en Carax no es el amor ni los amantes, sino todas las desproporciones, todas las desmesuras, todas las asimetrías pequeñas y grandes, que “trata” una a una, a toda prisa, con una vivacidad abrumadora. Como si la película recomenzara a cada instante y ya no fuera necesario, como decía Mizoguchi, “lavarse la mirada entre plano y plano”, sino más bien volver a desplegar entre dos tomas todos los poderes de la máquina(ría) cine.

No necesito más prueba que la caída final de los amantes en el Sena, antes de su último rescate por la barcaza de Vigo. La cámara acompaña primero a los amantes bajo el agua, haciéndose cuerpo con ellos, e ilustra los poderes oníricos de un cine que “llega a todas partes”. Sin embargo, inmediatamente después, la cámara, vuelta ya a la orilla, observa la superficie del agua y organiza brillantemente el suspenso y la puesta en escena de la reaparición de los amantes. Es como si la escena hubiera sido filmada dos veces: una para los personajes, otra para el cine. Una vez de forma continua, otra discontinua. La escena del paracaidista en Mala sangre practicaba esta doble aproximación. Ante la euforia del salto y del vacío, el temor a saltar era visto a distancia, en un fragmento digno de Hawks.

De ahí, sin duda, la pesadez. Pero de ahí también la gracia. Cuando el temor, el temor a ser demasiado pequeño, imperceptible,  insignificante o monstruoso, cuando el temor a no encajar (una especie de “síndrome de Quasimodo”) es conjurado durante el tiempo de una gesticulación clandestina. 

 

15 de septiembre

La pregunta que estos tiempos débiles plantean es la de qué es lo que resiste. ¿Qué es lo que resiste al mercado, a los medios, al temor, al cinismo, a la estupidez, a la indignidad? La respuesta actual, la respuesta romántica, parece ser una vez más: el arte. Pero señalo al menos dos cosas. En primer lugar, que no se trata tanto del arte en general como del artista en particular. Por no hablar de la figura del artista y del artista como personaje (a menudo estruendoso). En segundo lugar, que ya no se trata tanto de la figura del cineasta. La época ombliguista  de las películas en abismo (de 8 1/2 a El estado de las cosas pasando por El desprecio y La Noche americana) parece haber terminado. No. El artista que mejor “resiste” es el que tiene acceso al botín simbólico de nuestra civilización: la palabra escrita y la pintura. Sobre todo la pintura. Estamos en la época en que Berri posa junto a Castelli[xx].

Pero aún así hay pintores y pintores. Cuando vuelvo a pensar en, por ejemplo, La Belle Noiseuse, sigo sin verla como una película sobre el arte o una película sobre un artista. Pienso que eso no le interese mucho a Rivette. Lo que le interesa del arte es el trabajo en lo que tiene de duración y la posibilidad de producir esa duración en tanto tal. En la vieja oposición “mentira romántica/verdad novelesca”, Rivette está decididamente del lado de lo novelesco. El artista no es ni un santo, ni un héroe, ni un niño, sino, en el mejor de los casos, alguien que despierta o mantiene en su público una cierta calidad de percepción. Ahí reside sin duda el único aspecto “progresista” del trabajo del artista. En Rivette, es este trabajo el que resiste.

La cosa es ya más romántica en Godard y Garrel, por razones que Garrel resume bien cuando dice que nació en “el mundo del arte” y que nunca ha tenido nada que probar en ese aspecto. En Garrel, es el hecho de que haya habido experiencia lo que resiste. En cuanto a Godard, aunque haya soñado con sustituir la imagen del artista por la del militante o el científico, su pregunta nunca se centra en el artista, sino siempre en el cine. Lo que resiste aún, lo que debería haber resistido mejor a la barbarie de lo no-visto y lo no-montado, es el cine.

Sin embargo, allí donde Straub y Rivette dicen todavía: “¡Y he aquí el trabajo!”, Godard añade a pesar de todo un “¡Salud, los artistas!” admirativo y desolado. Melancolía romántica del primer y último historiador de su arte: puesto que el cine no ha redimido al mundo, sólo queda saldar las cuentas al interior del propio cine, montar/mostrar [mont(r)er] aquello que ha sido visto, bien visto, no visto, mal visto. Es toda la belleza de Allemagne neuf zéro, esa película verdaderamente habitada por su tema.

Pero cuanto más se trata de cineastas jóvenes, más prima el tema romántico del Artista (incluso en el trabajo) sobre el tema romántico del trabajo (incluso artístico). En los albores de la década de 1990, esto es sin duda  inevitable. Este romanticismo adolescente-ecológico, me dice P.R.B., es la lengua espontánea de los jóvenes: no hay otra.

Es así que, invitado al programa de radio de Finkielkraut, Beineix, más en carne viva que nunca, dijo recientemente que se consideraba un “resistente” (sic), en apariencia sin sospechar del todo que la oposición "artista puro contra mundo impuro" en la que se envuelve es el reverso cómplice del “burguesismo” que cree denunciar. El Romanticismo, en cualquier caso, siempre ha estado lleno de poetas tramposos con quejas amenazantes y emociones eficaces. Aquello que resiste en ellos es, creen, su ego de artista. Se sabe en qué aguas sucias terminan a menudo estas poses.

Restan Wenders y Carax. ¿Qué resiste en ellos? Ni el trabajo, ni el cine, ni el artista, sino una idea común a todos ellos, la idea de imagen. De una sola imagen. De una imagen justa [image juste] finalmente convertida en “justo una imagen” [juste image][xxi]. Ciertamente Wenders ya no cree demasiado en ella, pero Carax, él sí, persiste y firma. Sus amantes del Pont-Neuf se salvarán si la chica consigue darle a tiempo al chico una imagen de sí mismo que revierta el destino común de ambos. El destino de la chica es perder la vista, el del chico es devenir tan mineral como el Pont-Neuf. Es el boceto del  comienzo mismo de la película el que, reforzado por otras imágenes incendiarias e incendiadas (del Rembrandt nocturno a los carteles del subte), debe devenir en esa imagen de “héroe de nuestro tiempo”: aquella que puede redimir a su modelo.

 

 30 de octubre

Finalmente vi el Van Gogh de Pialat. Sorprendente cómo las anticuadas nociones del naturalismo son aún hoy saludables.

 

1 de noviembre

El primer número de Trafic está en marcha. Como no se descorcha un champagne lanzado al mar, nos mantendremos sobrios.







[i]Los griots son narradores orales de historias de África oriental.

[ii]Parent d’élève. En 1989, la Ley de Orientación, que reformó el sistema educativo francés, reconoció a los padres como miembros activos de la comunidad educativa y los incorporó como parte de la toma de decisiones en las escuelas. Desde entonces, los padres forman parte de la mayoría de los órganos existentes en los diferentes niveles de la Educación Nacional.

[iii]Forma peyorativa de referirse al arte académico del siglo XIX. Se trata de una variante del neoclasicismo.

[iv]Los dos sentidos de “disparaît” a los que Daney parece aludir son “desaparece” y “es liquidado”, tal como si dijéramos: “es puesto en oferta”. Poco después, Daney hará un juego de palabras con esta segunda acepción. 

[v]“Nettoyeur”. Daney se refiere al personaje de Jean Reno, ansioso y obsesivo (“nervioso”) encargado de borrar las huellas de los crímenes encargados a Nikita. En los créditos, el personaje aparece como “Victor nettoyeur”.

[vi]Daney se refiere al libro de Charles Péguy, El misterio de la caridad de Juana de Arco, publicado en 1910.

[vii]Daney se refiere a “Del rigor en la ciencia”.

[viii]Patrick Poivre d'Arvor, periodista francés famoso por su trabajo como presentador del noticiero de TF1 durante muchos años.

[ix]Se conoce como “macmahonistas“ a los críticos que frecuentaban el cine MacMahon, partidarios de películas narrativas y vigorosas. Su panteón de directores estaba compuesto por Fritz Lang, Joseph Losey, Otto Preminger y Raoul Walsh. El panteón de actores, por su parte, estaba formado por Charlton Heston, Robert Wagner y Jack Palance.

[x]Exposición curada por François Confino. Consistía en ambientes que evocaban distintas ciudades o distintos aspectos de la vida urbana. Según Michael Tarantino: “Estos ambientes fueron construidos como escenarios, a menudo con accesorios reales de las películas, para enfatizar cómo la visión cinematográfica ha moldeado nuestra concepción de la metrópolis”. La primera realización de Cités-cinés tuvo lugar en Francia, en 1987. El éxito la llevó también a Bélgica y a Canadá en 1988 y 1989. 

[xi]Payante. En sentido literal, que se paga con dinero, es decir, el espectador paga por su entrada para asistir a la función. En sentido figurado, que es "provechoso" o "rentable" en términos de experiencia o contenido, es decir, que el espectador obtiene algo valioso o significativo por ocupar ese lugar.

[xii]La palabra créneau hace referencia al espacio entre dos autos estacionados, dentro del cual podría caber otro. En la película de Bresson, Paul Bernard maniobra dificultosamente para salir mientras Maria Casarès le cuenta la verdad que solo él ignoraba.

[xiii]Son las palabras que pronuncia la esposa de Paul Bernard al final de la película, al borde la muerte, cuando el hombre le pide que dé pelea, que se quede con él, y le dice que la ama, palabras que suponen la aceptación de su pasado indecoroso y una apertura al futuro.

[xiv] Yoplait es una marca de yogur popular en Francia.

[xv]“Yaka" es una forma coloquial en francés que se utiliza como una contracción de "il n'y a qu'à", que significa "basta con" o "solo hay que". Se emplea para sugerir una solución o una forma sencilla de hacer algo.

[xvi]“Photomaton” es la cabina automática que permite tomarse fotos instantáneas, generalmente de tamaño carnet.

[xvii]“Ladrones de colores” es una expresión utilizada por Jean-Paul Goude, en particular en relación con las ilustraciones y diseños que realiza para diversas campañas publicitarias.

[xviii] Es posible que Daney esté aludiendo a La charge de la huitième brigade, nombre en Francia de A Distant Trumpet de Raoul Walsh.

[xix] Término futbolístico que hace referencia al área grande. Resulta imposible mantener en español las connotaciones del francés: área de reparación. A propósito del fútbol, mas adelante traducimos “gardien de but” no como “arquero”, que es lo que preferiríamos (que es lo que corresponde), sino como “guardametas”, en pos de mantener el juego de palabras de Daney.

[xx]Daney se refiere al famoso e influyente marchant Leo Castelli.

[xxi]Daney juega con la famosa frase de Godard: ‘ce n’est pas un image juste, c’est juste un image’.