Zeitgeist – Siglo XXI – NRx. Ocaso del Dominium mundial moderno y auge de la teología política anarcocapitalista - Fabián Ludueña Romandini y Ulises González Ferro
No hay
palabras que irrumpan en la oscuridad
ni
dioses que alcen la mano.
Adonde
quiera que mire…
tierra
amontonándose.
No hay
formas que se desprendan
ni
sombras que se ciernan.
Y sigo
oyendo todavía:
“Demasiado
tarde, demasiado tarde”
Hannah Arendt
Proposición
Toda economía, como
ha tenido a bien mostrarlo Walter Benjamin superando con creces el minimalismo
teórico de las tesis de Max Weber, es una forma de religión (Benjamin 1985). El capitalismo era la
forma extrema de la religión moderna. Empero, el diagnóstico de Benjamin merece
ser revisado a luz del ocaso del capitalismo hodierno y el ascenso fulgurante
del anarcocapitalismo. Este último no se presenta únicamente como el vértice
del Capital NRx (neorreaccionario) sino como el fin de la por lo demás precaria
alianza táctica entre la democracia y el capitalismo. Un neotérico ciclo
histórico cobra impulso: es el tiempo de la Era Titánica del Acceso que marca
el advenimiento de un novedoso modo de producción digitalizado y la
consolidación de una tradición de teología política radical como nutriente sine
qua non de la misa negra del socius contemporáneo. Los Antiguos
dioses han muerto pero el mundo ahora clama por el regreso de los Titanes
derrotados que aún aguardan, sigilosos desde hace milenios, en el Tártaro del
Universo. Su destino es tan contundente como preciso: convertirse en los Nuevos
dioses oscuros que están llamados a la conquista del orbe terrestre.
Demostración
I.
Jesús Huerta de Soto
ha desarrollado el teorema central del anarcocapitalismo de manera ejemplar:
Dios es anarcocapitalista. Podrá argumentarse que hay corrientes tanto NRx como
anarcocapitalistas que son ateas. El detalle del fenómeno, no obstante, no cambia
la configuración de la macroestructura
de los conceptos pues los NRx ateos no son sino la transfiguración secular del
anarcocapitalismo que no deja de poseer una misma matriz
teológico-económico-política común:
Voy a tratar de
demostrar que Dios no solo es un Ser Supremo, Creador por amor de todas las
cosas, sino que además... Dios es libertario. Esa es la principal tesis sobre
la que va a girar mi intervención. ¿Y qué significa ser libertario? Quizá
sea ocioso que
nos planteemos aquí
esta pregunta: libertario es
aquel que ama la libertad, una e indivisible, del ser humano; sobre todo que
defiende la libertad de empresa, la
capacidad creativa del
ser humano, el
orden espontáneo del
mercado y aquel que aborrece la coacción institucional, sistemática y
organizada de esas agencias monopolísticas de la violencia que conocemos con el
nombre de Estados (Huerta de Soto,
2018: 173)
Sostener que Dios es
libertario equivale a la afirmación, sin reservas, del carácter anárquico de la
Divinidad. Ciertamente no se trata aquí de una disputa bizantina sino del
principio del fundamento de todo el anarcocapitalismo como religión del Eón del
Acceso. La idea de un Dios anárquico, con todo, es el vértice contemporáneo
extremo de una disputa milenaria que se remonta a los tiempos de las luchas de
la ortodoxia contra el arrianismo (Agamben,
2007: 69-80). Con todo, su más sofisticada elaboración se alcanza en la Edad
Media cuando, por ejemplo, leemos en Juan Escoto Eriúgena:
Dios solo, quien
solo, creando todos los seres, se comprende que es ánarchos, vale decir,
sin principio, porque únicamente Él es la causa principal de todos los seres
que han sido creados a partir de Él y por Él mismo. Y por esto, es también el
fin de todos los seres que son por Él; pues todos los seres tienden hacia Él
mismo. De este modo entonces, es el principio y el medio y el fin: ciertamente
es el principio, porque por Él existen todos los seres que participan la
esencia; es, sin embargo, el medio, porque en Él subsisten y se mueven; es el
fin, porque hacia Él se mueven los seres buscando el reposo de su movimiento y
la estabilidad de su perfección (Escoto
Eriúgena, Periphyseon, 451C – 451D)
La significación de
este pasaje debe ser sopesada en toda su amplitud puesto que implica que toda
la oikonomia divina de la Creación y gobierno del mundo descansa sobre
un Dios anárquico. En otros términos, la arché divina no tiene su
principio del fundamento en el Ser y, consecuentemente, más que un gobierno
directo del mundo lo que la “economía anárquica divina” habilita es el
despliegue de un organismo vivo que se autorregula con el ímpetu colaborador de
Dios. Este organismo no es otro que el Mercado como ente vivo en cuyo seno
prospera la anarquía divina. La oikonomia de Dios con su mano invisible
no consiste en un intervencionismo soberano sino que, al contrario, el Creador
se transforma en una especie de manager que se asegura de la continuidad
ininterrumpida de la autorregulación de la Entidad Viviente Mercado para que su
voluntad prospere en el mundo con la única salvedad de la protección estatal
mínima que provee la minarquía.
La ausencia de toda arché
en el gobierno anárquico del mundo que sólo ahora logra alcanzar su pleno
despliegue epocal luego de siglos de sedimentación geológica, tiene, a su vez,
consecuencias sobre el sistema de la democracia occidental pues aunque se ha
podido postular que la Democracia, unida al Management, posibilitan el
imperio mundial actual (Legendre,
2007: 19), hay que señalar que, de hecho, la tesis contraria es la verdadera.
La Democracia burguesa fue un dique de contención del anarquismo económico que
hoy está siendo definitivamente derribado en beneficio de la proliferación sin
límites de una oikonomia desprovista de todo fundamento, vale decir, de
todo freno. El final de la Democracia y el ascenso de un Imperium
Technologicum global signan los tiempos del ocaso del Dominium Mundi
moderno para dar lugar a la guerra civil mundial que cobija más adecuadamente
el espíritu del anarcocapitalismo transformado en paradigma universal de lo
transhumano en una escala global que no distingue ningún régimen de gobierno
salvo en la equivalencia generalizada de las formas autoritarias.
II.
Un principio de
correlación obra entre la teología medieval y la contemporánea y un lazo
novedoso reactualiza a la primera: el mercado pasa a ser una creación divina y,
como tal, una criatura viviente. No es otra cosa lo que ha querido transmitir
Adam Smith cuando señaló:
Prefiriendo apoyarse
en la industria doméstica antes que en la extranjera, [el individuo] busca
solamente su propia seguridad (security); dirigiendo la industria de tal
modo que su producción pueda ser del más alto valor, busca su propia ganancia y
en esto está, como en muchos otros casos, conducido por una mano invisible (invisible
hand) para que promueva un fin que no era parte de su intención […]
Persiguiendo su propio interés, frecuentemente promueve aquel propio de la
sociedad de manera más efectiva que cuando realmente busca promoverlo (Smith, 1975: 456)
Las conclusiones de
Smith dejan entrever, no obstante, un corolario metafísico que ha pasado
inadvertido para sus exégetas más perspicuos. Si el mercado es una entidad
manejada por la Mano Invisible de Dios que dirige las innumerables y
contradictorias voluntades humanas, todo aquello que denominamos bajo la
rúbrica de Mercado no es sino el nombre de una entidad metafísica viviente.
Este aspecto, tan
explícito en Adam Smith, trató de ser suavizado en la tratadística posterior.
Así, en la escuela austríaca avanzada, la praxeología de Ludwig von Mises
otorga un lugar muy preciso al mercado cuando lo hace partir del estudio de las
acciones individuales en contraste con los agregados socialistas (von Mises, 1996: 232). En el mercado,
justamente “cada cual actúa en nombre propio; pero las acciones de todos buscan
la satisfacción de las necesidades de otras personas así como la satisfacción de
las propias”. De esta forma “cada cual es a la vez medio y fin (means and
end) en sí mismo”. Todo el sistema, en consecuencia, adopta una forma de
autorregulación que no debe ser interferido por la coerción del aparato Estatal
dado que “el mercado es supremo. Sólo el mercado puede ordenar el sistema
social y proveerlo con sentido y significado”. De la misma manera, piensa el
economista austríaco, el mercado no es un lugar, una cosa o una entidad
colectiva. El mercado es un proceso, actuado por la interacción (interplay)
de las acciones de varios individuos” (Von
Mises, 1996: 257).
Por ello, “no hay
nada inhumano o místico respecto del mercado. El proceso del mercado es
enteramente un resultado de las acciones humanas” (von Mises, 1996: 258). Ahora bien, precisamente, en esta
visión aparentemente secularizada del mercado es donde mejor se aprecia lo que
pretende negar von Mises: el mercado, constituido por un agregado procesual de
individuos en inter-juego, conforma un Organismo sintiente. Por esta razón, con
una supremacía que transfigura, en una suerte de archi-huella ultra-histórica,
la del Dios soberano, el mercado dirige los destinos del sistema en su
totalidad. Apenas se necesita, justamente, la voluntad humana de servir a un
sistema supremo para que dicho proceso devenga en Organismo viviente alimentado
por los cuerpos y pensamientos de los homines a su servicio.
Admitir este
postulado cambia, de cabo a rabo, nuestra comprensión del problema en juego
pues no se trata ya de concebir al mercado como un producto social sino, al
contrario, como una entidad cuya ontología está signada por su organicidad
viviente. En ese sentido, hasta el escéptico von Mises no rechaza completamente
la “unio mystica” divina o la presencia de lo biológico en lo social
sino que más bien considera que “la experiencia de comunión o comunidad no es
la fuente de las relaciones societales, sino su producto” (Von Mises, 1996: 168). La sociología del mercado debe ceder su
lugar, a pesar de su indudable relevancia, a una ontología política del mercado
como centro de una teología económica. Si no se comprende este punto
cabalmente, será imposible tomar dimensiones del sentido histórico-metafísico
del Eón que estamos atravesando.
La idea de
que existen principios económicos objetivos y universales que rigen las
interacciones humanas en el mercado es un factor común entre los economistas
austríacos. Esto se refleja claramente en la obra de Ludwig von Mises, quien
argumenta que la praxeología (la teoría de la acción humana) se basa en leyes
objetivas que pueden ser descubiertas a través de la razón. Mises considera la
praxeología como una ciencia objetiva y a las leyes del mercado como reflejos
de la estructura misma de la acción humana.
En este
contexto, el mercado es visto como la institución central donde estas leyes se
manifiestan de la manera más pura. La oferta y la demanda, los precios y la
competencia son fenómenos que reflejan la estructura objetiva de la realidad
económica. Intentar alterar estos procesos (por ejemplo, a través de
intervenciones estatales) equivale a violar las leyes mismas de la existencia,
lo que, según Mises, llevará inevitablemente a resultados desastrosos.
Friedrich
Hayek (2008) también comparte la idea de un orden espontáneo que se desarrolla
en el mercado. Aunque enfatiza las limitaciones de la razón humana para
comprender plenamente este orden, no rechaza la existencia de una estructura
objetiva y regulada que subyace a los procesos económicos. El “orden” que
describe Hayek no es una mera convención humana, sino algo que surge de la
interacción de elementos que responden a reglas objetivas, preexistentes y
observables. Según Hayek, el mercado asume un orden espontáneo que trasciende
la planificación humana y que se justifica a partir de la estructura misma de
la realidad y de las limitaciones del conocimiento humano.
La existencia
de este orden objetivo también se refleja en su visión sobre la propiedad
privada. Para Hayek (2006), la propiedad privada es una institución natural que
surge de las condiciones objetivas de la escasez y de la acción humana. Su
defensa del derecho de propiedad se basa en una ética racional que prescinde de
interpretaciones subjetivas o relativistas de la justicia. Murray Rothbard
(2011) lleva este realismo aún más lejos en su defensa de los derechos de
propiedad. Para Rothbard, la propiedad privada y el intercambio voluntario no
se derivan de consensos sociales cambiantes, sino de principios racionales y
objetivos. En esta línea, Rothbard considera que la praxeología y las leyes
económicas son manifestaciones de una realidad objetiva e inmutable, y
cualquier intento de alterarlas es ir en contra de la naturaleza misma de las
cosas.
Muchos de los
presupuestos centrales del anarcocapitalismo derivan de la idea de que la
realidad tiene una estructura fija que puede ser comprendida mediante la razón.
El anarcocapitalismo parte de una ontología objetivista, según la cual la
realidad tiene una estructura fija, independiente de las percepciones humanas.
Las leyes naturales –morales y económicas– no son fruto de acuerdos sociales,
sino principios inmutables inscritos en la naturaleza misma de las cosas. Desde
esta perspectiva, la ética no es una construcción arbitraria, sino el reflejo
de la realidad objetiva que emerge de la acción humana. Intentar alterar ese
orden mediante intervenciones es no solo inútil, sino sacrílego: es pretender
subyugar lo absoluto a la ilusión del control.
El socialismo
y el intervencionismo cometen la herejía de ignorar esas leyes inmutables, como
si la sociedad pudiera ser organizada al margen de lo que dicta la realidad.
Sin embargo, para el anarcocapitalismo, el mercado no es una simple herramienta
de intercambio, sino una manifestación inmanente del orden cósmico, una especie
de hiper-realidad que, como las leyes físicas, está más allá del alcance
humano. Intervenir en este proceso espontáneo es profanar lo sagrado, una
blasfemia racionalista que busca imponer artificios sobre un entramado que
trasciende la voluntad humana.
En esta visión, cualquier intento de desviar el curso natural de las leyes
económicas es condenado a fracasar, pues va contra la esencia misma del ser. El
mercado demanda obediencia, no manipulación, y resistir su flujo es como
pretender detener el tiempo o desafiar la gravedad: tarde o temprano, las
fuerzas ignoradas se imponen, arrasando con todo lo que se interponga en su
camino. En este punto, es inocultable el trasfondo teológico político que
subyace a las premisas anarcocapitalistas.
Como realidad
creada por un Dios anárquico o por un orden espontáneo natural, el mercado
trasciende las individualidades que lo conforman y, a partir de ellas, toman
forma en un Organismo vivo que desafía todos los presupuestos ontológicos
preexistentes sobre lo que debe entenderse por una relación que ya no es social
sino ontológica. O, dicho de otra manera, lo social es fruto es una ontología
objetivista que depende de supuestos teológico-políticos que hacen posible una
realidad a la vez objetiva y completamente desfondada de principios, vale
decir, anárquica. Si el principio del fundamento del objetivismo de Rand no es
otro que el anarquismo ontológico infundado que articula lo real, su
realización efectiva carece de todo el anclaje que Rand querría darle en el
Ser.
De este modo,
las entidades objetivas de Rand, pasadas por el tamiz del Mercado, devienen en
fantasmas, es decir, en una proliferación de entidades sin arché que
buscan producir una ilusión de realismo que se licúa en los sobre-excedentes de
un Capital, hoy digitalizado, que difumina todos los límites metafísicos
subjetivizando a la realidad y objetivando las subjetividades. Este proceso que
constituye un auténtico colapso cósmico-temporal de nuestro tiempo es el legado
anárquico que habita a todo el pensamiento anarcocapitalista y sus
descendientes NRx. Si la implosión es inevitable, la filosofía debe, en
consecuencia, ser capaz de transitar el desafío que implica, a partir de estos
supuestos, repensar completamente los principios de una post-metafísica a la
altura del Eón venidero.
IV.
En drástica
oposición al absolutismo del Patriarcha de Robert Filmer publicado en
1680, John Locke estableció una teología política donde la propiedad es
inherente, aunque con algunas limitaciones, al estado de naturaleza previo a la
existencia de la sociedad civil:
Dios, y su propia
razón, ordenaron al hombre que este dominara (subdue) la tierra, es
decir, que la mejorara para beneficio de su vida, agregándole algo que fuese
suyo, su trabajo. Por lo tanto, aquel que obedeciendo al mandato de Dios,
dominó (subdued), labró (tilled) y sembró (sowed) alguna
parcela de tierra, añadió a ella algo que era de su propiedad (property)
y a lo que ningún otro tenía derecho ni podía arrebatar sin cometer injuria (Locke, Second Treatise, Sect. 32)
La acción creadora
de Dios lleva implícita la posibilidad de una propiedad privada armónica entre
los hombres y, por tanto, dicha propiedad se transforma en un rasgo ontológico
que resulta ínsito al mundo que heredan Adán y Eva. La teología política del soberano
unitario lo constituye también en propietario. Cabe suponer que como
propietario de la Creación, Dios mismo delega esa facultad en el hombre creado a su imagen y semejanza. De esta manera, el mundo
mismo deviene la base de un mercado que, en poco tiempo más, el pensamiento
económico reconocerá como el ente viviente supremo.
En este punto, el
dinero actúa como un factor antropotécnico decisivo pues es una de las razones
que propulsan el nacimiento del convenio social con el fin de defender el
exceso monetario del lucro humano. En este sentido, el dinero es el flujo cuyo
carácter de plus-de-ser habilitó el desarrollo civilizatorio de Homo
pues le permitió “poseer mayores extensiones de tierra de las que puede obtener
un beneficio para sí recibiendo a cambio por el excedente (overplus)
dinero y plata que puede ser atesorado sin provocar perjuicio a nadie” (Locke, Second Treatise, Sect.
50).
Un singular
malentendido ha imposibilitado la auténtica comprensión de la filosofía
política moderna por parte de los estudiosos al haberla divorciado,
incomprensiblemente, de las estructuras metafísicas en cuya configuración
cobran pleno sentido. Así, por ejemplo, resulta esencial tomar plena conciencia
de que la propiedad, en el pensamiento de Locke, pertenece a una forma de
teología política de corte especulativo donde el Dios detentor de la propiedad
sobre el cosmos la transfiere al hombre creado y, a partir de allí, esta última
se transforma en un operador ontológico que define, antropotécnicamente, la
esencia de Homo.
No habrá de
sorprendernos, en consecuencia, que el anarcocapitalismo contemporáneo haga
suya esta premisa teológico política y esta ontología de la apropiación como
definición misma de lo humano para hacerla cohabitar, en plena coherencia, con
las definiciones teológico económicas y, por ende, asimismo ontológicas de Adam
Smith en tanto y en cuanto el Mercado constituye el Organismo vivo por
excelencia en el cual Homo como propietario puede desarrollarse y
prosperar. Si no se comprende que, en lugar de un campo de fuerzas social, el
Mercado es un ente que goza de la categoría de lo viviente jamás se podrá
entrever el alcance que significa estar gobernados por una Entidad cuyo
sustrato noético pensante lo transforma en un vórtice independiente de las
voluntades humanas que puedan haber contribuido a formatearlo para devenir una
configuración metafísica autónoma y, por definición, anárquica.
En este sentido, la
concepción anarcocapitalista resulta heredera de una tradición secular que ha
concebido al Dios cristiano no sólo como soberano sino también y,
fundamentalmente, como el primer soberano que destituye su propia soberanía
estatal en un estado de excepción que da paso al Anarca que impera en un
Mercado cobijado por una sociedad minárquica (Nozick,
1999: 10-25). Se puede arriesgar entonces la hipótesis según la cual la
historia de la metafísica no es otra cosa que el despliegue, paciente y meticuloso,
de la destitución soberana del Dios gobernante para erigirse en su forma
originaria de Anarca ontológico primogénito, estadio al que, en el final de la
filosofía, adquiere su máximo esplendor en el Estado minárquico.
De allí que revista
una importancia decisiva entender que cuando se habla del dominio del Mercado
no debe entenderse únicamente el predominio financiero-corporativo sino que, al
contrario, hay que tener en mientes que hemos de lidiar con una Entidad noética
viviente y con tendencia a la omnipresencia que hace del mundo financiero
simplemente el flujo de su fisiología vital que está por encima de los propios
seres humanos que son pensados y marketinizados, en forma ininterrumpida, por
las capacidades omnívoras del Viviente mercantil.
Salvo que, en este
contexto, la marketinización no es sino una forma de praxis ontológica que hace
que cualquier entidad, biótica o abiótica, que habite el planeta pueda servir
de sustento y ser absorbida como nutriente de un Mercado cuya vida obedece a la
lógica de algoritmos que escapan a la comprensión humana. El anarcocapitalismo
es la religión del Mercado Viviente y los miembros NRx son los devotos de este
culto planetario que honra no al dinero sino a la Vida que se encarna en las
formas de las finanzas y en un inédito modelo tecnológico-político para todo el
globo.
V.
El estado de
excepción como suspensión del orden jurídico se ha transformado hoy, como es
bien sabido, en la forma predilecta del ejercicio de los poderes públicos bajo
el imperio de la cibernética como ciencia del gobierno a escala planetaria.
Como figura jurídica, el estado de excepción hunde sus raíces en los orígenes
mismos del derecho occidental en su vertiente romana donde la figura del senatus
consultum ultimum habilitaba la suspensión del orden jurídico (Dupla Ansuategui, 1990) para la
preservación del Estado ante la emergencia del tumultus bajo la forma ya
sea de la guerra externa ya sea de la guerra civil: “forma senatus consulti
ultimae semper necessitatis habita est” (Tito
Livio, Historia romana, III, 4).
La entrada del
estado de excepción en la teoría jurídica contemporánea se corona con la obra
de Carl Schmitt que pudo hacer de este dispositivo jurídico la esencia misma de
la soberanía: “soberano es quien decide sobre el estado de excepción (Souverän
ist, wer über den Ausnahmezustand entscheidet)” [Schmitt, 2021: 13]. La lenta progresión que ha llevado,
durante el siglo XX y, particularmente, en nuestros días a la consagración del
estado de excepción como regla en lugar de su supuesta excepcionalidad conceptual
ha sido señalada tempranamente por Walter Benjamin y, bajo su inspiración,
estudiada sesudamente por Giorgio Agamben (Agamben,
2003).
Con todo, es
necesario retornar sobre esta figura con una mirada ultra-histórica pues el
dispositivo del estado de excepción ha sabido desplegar una particular afinidad
electiva con el anarcocapitalismo y los partidarios NRx. Esto ha sido posible
gracias a la rehabilitación de una amalgama entre el estado de excepción y el
mundo de la economía. Se puede afirmar que el estado de excepción es el
ecosistema jurídico más propicio para servir de hábitat al Mercado como
organismo viviente. Con todo, el vínculo que liga a la excepción con la
propiedad y el mercado se remonta, ultra-históricamente, a la disputa medieval
entre los franciscanos espirituales y el Papado acerca del derecho de
propiedad. El Papado buscaba garantizar la inviolabilidad del derecho de propiedad
mientras que los franciscanos recurrieron al instituto del estado de excepción
para justificar el uso anárquico de todos los objetos económicos.
Así podemos
constatar en Buenagracia de Bérgamo la postura que sostiene que, en primado del
estado de excepción, no hay posible derecho de propiedad:
Además, es un hecho
establecido tanto en el derecho canónico, así como en el civil, que en el
estado de excepción extremo, todas aquellas cosas que tienen como expectativa
el sustento de la vida de este modo, son comunes a todos los hombres de este
mundo, tanto que nadie puede decir que algo le es propio de cuanto es común a
todos los hombres en este estado de excepción (quod tempore huius
necesitatis omnibus hominibus est commune)” (Buenagracia de Bergamo, 1929: 504-505).
Con todo, como hemos
visto, el sustento teórico del anarcocapitalismo está mucho más cerca de la
posición de John Locke para quien la propiedad privada ya existe en el estado
de naturaleza (otro término técnico que designa el estado de excepción
originario). De esta forma, el anti-nomismo franciscano es invertido en un nómos
de la tierra que la subdivide en partes apropiables privadamente. Aún así, no
deja de ser cierto que el anarcocapitalismo es la estructura invertida de una
economía cuyo modo de ejercicio necesita del estado de excepción como matriz
suprema. De allí los paralogismos en los que ha caído el pensamiento de Toni
Negri y Michael Hardt cuando han querido reivindicar al franciscanismo medieval
como un modo de vida para oponer al Imperium cuando, en realidad, no
hacían otra cosa que fortalecer su teología del Dios anárquico y empresarial.
El antinomismo
franciscano encierra las bases de la ambivalencia ante el orden que tendrá
luego el anarcocapitalismo. La ultra-historia de esta ambigüedad debe buscarse,
precisamente, en el hecho de que se haya sostenido como dispositivo teórico de
la libertad de uso sin propiedad al estado de excepción. Con la inversión que
posibilita la posición contraria, esto es, la existencia de la propiedad
privada garantizada por el Estado, el estado de excepción no ha dejado de ser
invocado como la sombra de legitimidad de todo poder constituido.
La vis
destituyente del anarcocapitalismo, en este sentido, ha heredado todas estas
aporías pues, si en teoría no debería haber un Estado con la soberanía para
declarar el estado de excepción, lo cierto es que, en la práctica, el
libertarianismo se ha pensado con el mismo dispositivo de la excepción extrema,
al modo de los franciscanos, pero heredando, por medio de la conservación de la
propiedad, la archi-huella del Estado abolido que perdura como excepción
soberana según la forma de una minarquía protectora de derechos aún bajo la
égida del Anarca antinomista. Y, si se observa algún caso concreto, como el
ascenso de algún político que se reivindique como anarcocapitalista, se podrá
constatar no ha podido evitar la aporía de tener que asumir, como la forma más
pura del ejercicio del poder, la utilización del estado de excepción como norma
de ejercicio de una democracia destituida.
En este punto, vale
destacar que, en un libro sumamente controvertido, Carl Schmitt hubo de
señalar, de modo visionario, que en “nuestra época (heutiger)”, los
estados de excepción se suelen declarar no tanto o no sólo por razones
militares o policiales sino más bien por causas “económicas y financieras (wirtschaftlichen
und finanziellen)” que constituyen el modelo preferencial de la actualmente
perenne emergencia bélica (Schmitt,
2016: 119). De igual modo, en su análisis del artículo 48, párrafo segundo de
la Constitución de Weimar, Schmitt admite, sin ambigüedades, el
crecimiento del estado de excepción ya no solamente o no tanto para las
emergencias bélicas como para las crisis económicas (Schmitt, 1958: 235) que, como se sabe, son hoy la causa
primera del desgalgadero de un planeta que atraviesa una guerra civil mundial
de consecuencias impredecibles. Esta transformación que afecta, de cabo a rabo,
la política mundial ha hecho que, en efecto, las razones económicas hayan
destruido las antiguas democracias occidentales junto con las guerras que le
son concomitantes y hoy en día el mundo financiero sea el vector esencial desde
el cual la excepcionalidad justifica el antinomismo en contra del Estado.
De allí que ante
esta sumatoria de aporías de origen y de situaciones de coyuntura histórica, el
anarcocapitalismo como forma consumada del Zeitgeist recurra al estado
de excepción como forma de justificación política del ejercicio del poder y de
restricción de las libertades que, paradójicamente, dice buscar incentivar y
proteger con la instauración de la excepcionalidad antinómica como norma del Novus
Ordo Seclorum propio del minarquismo. Esta antinomia profunda, nunca
resuelta del Derecho occidental hace posible que, anarcocapitalistas
anti-estatistas o anarcocapitalistas en espíritu (que dicen ejercer dicha
posición, si acaso es posible, desde el propio Estado reducido a una función
minárquica) no puedan sino tener que recurrir a un mismo y único dispositivo
destituyente: el estado de excepción como regla.
VI.
Una
cosmología subyace al anarcocapitalismo. Fue Ayn Rand quien le puso el nombre
de objetivismo y la resumió en un axioma: “la existencia existe” (Rand, 2022: 10). Afirmar “el hecho primario de la existencia”
supone que la realidad es unívoca y los humanos captan las entidades que la
componen a través de sus sentidos. La consciencia es la facultad de percibir lo
que existe. Las entidades percibidas como semejantes en sus características son
codificadas en nociones que, a su vez, pueden ser integrados en conceptos
abarcadores mediante un proceso de abstracción que implica omitir las
particularidades distintivas de los existentes (unidades) que lo integran. Así,
la conformación de abstracciones se consuma mediante la “medición”. El objetivo
de la medición es “expandir el campo de conocimiento del hombre más allá de los
concretos directamente perceptibles” (Rand,
2022: 97). Rand tiene una “navaja epistemológica” que implica que “no hay que
multiplicar los conceptos más de lo necesario ni integrarlos si no hay
necesidad” (Rand, 2022: 100).
Las unidades,
asimismo, son definidas de acuerdo a su naturaleza.
Hay características distintivas “esenciales” de esas unidades y que son las que
“apropiadamente” definen el concepto, aquellas que preceden lógicamente a todas las otras
características. Las definiciones pueden ser falsas si ellas no especifican las relaciones conocidas
(observadas) entre los existentes o si las niegan. Hay para Rand conceptos
axiomáticos, es decir, aquellos que están implícitos en todos los hechos y
conocimientos. Son leyes incontrovertibles del funcionamiento de la realidad:
la existencia (“la existencia existe”), la “identidad” (un ente es igual a sí
mismo) y la consciencia. Estos conceptos axiomáticos son la base de la
objetividad, son irrefutables y eternos.
Rand menciona
que la diferencia entre el objetivismo y la perspectiva aristotélica es que
esta afirma que la esencia es metafísica y, para el objetivismo, ésta es
epistemológica. Así, la filosofía objetivista reconoce dos herencias: la
primera, el realismo aristotélico, y la segunda, el racionalismo. En efecto, la
realidad, para Rand, existe independientemente de la percepción humana y tiene
una estructura que es accesible a la razón, el único medio de conocimiento:
Así como la
existencia física del hombre fue liberada cuando éste comprendió que “para
dominar la naturaleza hay que obedecerla”, así también su conciencia será
liberada cuando comprenda que para
entender la naturaleza hay que obedecerla, que las reglas de la cognición
deben derivar de la naturaleza de la existencia y de la naturaleza -de la identidad- de su facultad cognitiva (Rand, 2022: 101)
Rand,
categórica, distingue dos “arquetipos psicoepistemológicos” en la historia de
la filosofía occidental. Los hechiceros y los bárbaros. Ambos, por distintas
vías, según afirma, están en contra de la razón. Parecen opuestos, pero los
caracteriza la misma forma de conciencia, una que se mantiene dentro del método
de funcionamiento perceptivo, previo al nivel conceptual.
El hechicero,
para Rand, es aquel que confunde la percepción con la realidad. Oblitera la
distinción entre consciencia y real, entre el perceptor y lo percibido,
“esperando que una certeza automática y un conocimiento infalible del universo,
le serán concedidos por la mirada ciega, desenfocada de sus ojos, vueltos hacia
dentro, contemplando las sensaciones, los sentimientos, los deseos, las
bochornosas asociaciones tergiversadas proyectadas por el mecanismo de su
conciencia, sin timón” (Rand,
2009a: 19). De esta manera, son hechiceros todos los filósofos idealistas,
racionalistas o subjetivistas, desde Platón hasta William James, pasando por
Descartes y Hegel.
El bárbaro,
por el contrario, es aquel que se contenta con la mera percepción, sin
pretender establecer ninguna generalización, lo que le impide aprehender las
leyes que rigen el mundo e imposibilita la deducción. Esta forma de
(des)conocer el mundo lleva a la creencia de que la realidad es modificable
mediante la fuerza o la coerción. Este tipo de mentalidad rechaza la razón como
medio de conocimiento y se basa, en cambio, en el uso de la violencia o la
intimidación para obtener lo que desea. Así, son considerados bárbaros los
empiristas, Nietzche, Marx y los positivistas lógicos.
Bárbaros y
hechiceros comparten, según Rand, una característica: tienen miedo a la
realidad. Mantienen su conciencia en un nivel perceptual, sin arriesgarse a la
conceptualización. Y, aunque son contradictorios, puesto que “el hechicero se
encierra en el culto y el bárbaro en el garrote”, el bárbaro considera que el
hechicero puede darle lo que le falta, esto es, una visión de largo alcance. El
hechicero, por su parte, piensa que el bárbaro puede otorgarle los medios
materiales de supervivencia. Dicha alianza se forma contra aquellos hombres
“cuya existencia y carácter se rehúsan admitir dentro de su visión del
universo: los hombres que producen, hombres que piensan y trabajan, que
descubren cómo guardar la existencia, de qué modo producir los valores intelectuales
y materiales que ésta requiere” (Rand,
2009a: 23).
La filosofía
objetivista no es sólo una filosofía. Despliega asimismo un proyecto moral. La
realidad es considerada como un absoluto inmutable, regido por leyes objetivas
que el ser humano puede entender mediante la razón. La conciencia humana, en
esta perspectiva, no crea la realidad, sino que la descubre, la descifra y la
interpreta a través de un proceso lógico. Esta visión se basa en una metafísica
realista, es decir, la convicción de que la realidad existe independientemente
de la percepción humana, y en un racionalismo, la suposición de que es la razón
el único medio de conocimiento.
La razón es
el medio de acceso a las entidades que integran la realidad que están no
obstante en una continuidad ontológica. Es por ello que puede ser aprehendida
por el mismo dispositivo, la mente humana, lo que implica una relación de
exterioridad e interioridad entre la consciencia y las otras entidades que
integran el mundo: el sujeto humano se relaciona con las demás entidades, pero
al mismo tiempo es el único que puede aprehenderlas. La cosmología objetivista
supone un universo topológico. Los humanos lo integran y también lo contienen
en el sentido de que aprehenden las lógicas que lo rigen. Se trata de una
especie de punto de vista trascendente que existe en la inmanencia. Uno de los
personajes de Rand es elocuente. En una realidad distópica donde los individuos
están plenamente subsumidos en la sociedad y no existe la palabra “yo”, sino
que todos hablan en la primera persona del plural, un hombre se revela y descubre su individualidad:
Yo quise
saber el significado de las cosas. Yo soy el significado. Yo quise encontrar la
justificación de mi existencia. No necesito justificación para existir, y
ninguna palabra de permiso para existir. Yo soy la justificación y el permiso. […]
Mi felicidad no necesita un objetivo superior para justificarse. Mi felicidad
no es el medio para ningún fin. Ella es el fin. Es su propio objetivo. Es su
propio propósito. […] Y ahora veo la cara del dios, y elevo a este dios sobre
la tierra, este dios, a quien en los hombres han buscado desde el comienzo de
su existencia, este dios que les garantiza la felicidad, la paz y el orgullo.
Este Dios, esta única palabra: yo” (Rand,
2009a: 73)
El individuo
humano es para Rand una realidad irreductible, no susceptible de ser
conceptualizada o incluida en una abstracción que lo abarque. Así lo expresa
otro de sus personajes, Kira Argonova, una víctima de la arbitrariedad del
poder en la Rusia soviética:
He nacido
para vivir y podía vivir, y sabía lo que quería. ¿Qué crees que está vivo en
mí? ¿por qué piensas que vivo? ¿porque tengo un estómago y me alimento y
digiero? ¿porque respiro y trabajo, y soy capaz de ganar mi sustento? ¿o bien
porque sé lo que quiero y cómo lo quiero? ¿No es eso la vida? ¿Y quién, en todo
este maldito universo, puede decirme por qué tengo que vivir, si no es por lo
que yo quiero? ¿Quién es capaz de contestar con palabras humanas que hablen la
razón humana?” (Rand, 2009a: 70).
Ayn Rand es,
en efecto, una iusnaturalista. El individuo es irrefutable y porta consigo
derechos que le son inalienables. En sus términos: “de acuerdo con las dos
teorías éticas, la mística y la social, algunos hombres aseveran que los
derechos son un regalo de dios[...] y otros que los derechos son una dádiva de
la sociedad. Pero, de hecho, la fuente de los derechos es la naturaleza del
hombre”. (Rand, 2008a: 418).
Ahora bien,
la sociedad es para Rand una organización de segundo orden, un resultado de las
relaciones que establecen los individuos que son la realidad última. Así, la
sociedad no es una entidad en sí misma, sino apenas un resultado de los
acuerdos que establecen los individuos. Es por ello que los derechos -que son
naturales- pertenecen únicamente a ellos. Así, para Rand el individuo está a
priori emancipado de cualquier otra entidad, y su subsunción a lo social es
sólo producto de una desviación de la naturaleza. El orden económico, esto es,
el mercado o el comercio, expresa aquella la objetividad del individuo,
operando como un mecanismo de justicia. Ello explica, justamente, las
desavenencias que el objetivismo mantiene con la democracia.
La democracia
es para Rand una “anti-ideología”, esto es, un principio incuestionado, una
idea hegemónica que está llevando a la decadencia de Occidente (no es casual la
resonancia spengleriana) en tanto asume que la mayoría es criterio de verdad,
lo que resulta de reconocer (falazmente) que la sociedad, como tal, es una entidad. En tanto ese presupuesto
permanezca incuestionado, Occidente se encamina hacia la disolución de los
ideales que le dieron origen. Para Rand, el fascismo es el futuro: los hombres
de mercado existen, pero se encuentran oprimidos por las autoridades
gubernamentales, coaccionados por el Estado para beneficio de las mayorías que
no merecen dicho bienestar. Dicha subordinación del hombre de negocios para
provecho de “la sociedad” es el germen del autoritarismo. Para Rand, todas las
economías mixtas se encuentran en precario estado de transición, que en última
instancia deben caminar hacia libertad o caer en una dictadura. Así, la
filosofía política de Ayn Rand se basa en una especie dialéctica sin síntesis,
o en una anti-dialéctica en que la coexistencia de los valores de la
individualidad y de la jerarquía lleva necesariamente al extremo del segundo
polo, a la dictadura y la tiranía. Una vez más, estas tensiones aporéticas
terminan resolviéndose, en la práctica, en el estado de excepción, paradigma
impensado de la filosofía política anarcocapitalista.
De esta
manera, el objetivismo se opone a cualquier forma de trascendencia que englobe
o preceda al individualismo, sea ésta divina (Dios) o secular (la sociedad). El
individuo randiano es precisamente indiviso, está autocontenido y completo.
Podría decirse que no existe, en la cosmología objetivista, un “pecado
original”. Ella misma confiesa, acaso sin quererlo, la raíz teológico-política
de su pensamiento, al reivindicar a los Padres Fundadores:
La
declaración de la independencia especificó que los hombres “son dotados por su
creador con ciertos derechos inalienables”. Que se crea que el hombre es
producto de un creador o de la naturaleza, es decir, la cuestión del origen
humano, no altera el hecho de que es una entidad de tipo específico, un ser
racional, que no puede funcionar exitosamente bajo coerción y que los derechos
son una condición necesaria de su forma particular supervivencia. La fuente de
los derechos del hombre no es la ley divina o alguna ley del Congreso, sino la
ley de identidad. A es A… Y el hombre es el hombre. Los derechos son
condiciones de la existencia requeridas por la naturaleza del hombre para
sobrevivir adecuadamente” (Rand,
2008a: 418).
Como el
individuo es una verdad irreductible,
su existencia no se debe a nada ni a nadie, más allá de la misma naturaleza
que, para Rand, es carente de consciencia, no existen deudas “ontológicas”. El
individuo randiano es un individuo sin falta. Tal como exclama Howard Roar en El
Manantial:
[...]se dice
que he destruido el hogar de los marginados. Se han olvidado de decir que, si
no hubiese sido por mí, los marginados nunca habrían podido tener ese hogar.
Los que se interesan por los pobres tuvieron que acudir a mí, que nunca me
interesé en ayudar a los pobres. Creyeron que la pobreza de los futuros
ocupantes les daba derecho sobre mi trabajo. Que la necesidad de ellos
constituye un derecho sobre mi trabajo. Que la necesidad de ellos constituya
una exigencia sobre mi vida. Que era mi deber contribuir con cualquier cosa que
ellos me exigieran. Ese es el credo del parásito que actualmente está huyendo
el mundo. Aparte he venido aquí para manifestar que no reconozco a nadie
derecho alguno por un minuto de mi vida. Ni sobreparto alguna de mi energía. Ni
sobre ningún logro mío. No me interesa quien lo pida, cuántos son los que lo
hacen, ni el tamaño de su necesidad [...] No reconozco ninguna obligación en
los demás, excepto una: respetar su libertad y no formar parte de una sociedad
esclava” (Rand, 2009a: 96)
El
descubrimiento de las entidades que pueblan el mundo y de las leyes lógicas que
rigen su comportamiento es, para el objetivismo, una cuestión de voluntad.
Incluso el hallazgo del sí mismo depende del empeño de los sujetos, tal como
ocurre con el protagonista de Himno. Ese es el único dilema con el que
los sujetos lidian en su vida: vivir una vida consciente, conceptual, o
mantenerse en un nivel pre-conceptual, subhumano.
La propiedad
es siempre privada. La propiedad pública, para Rand, es un contrasentido
producto de una ficción colectivista, dado que el público como un todo no puede
usar ni puede deshacerse de su propiedad, esa propiedad siempre será comandada
por alguna élite política. Es propiedad de los individuos todo aquello que para
ser usufructuado necesite su intervención. Esto ha de ser así por el principio
de escasez: ningún producto se encuentra ilimitadamente.
No obstante,
Rand no se oponía a ciertos servicios garantizados por el Estado. Al contrario
de lo que esgrimen muchos de sus críticos, defendía las universidades públicas,
a condición de que éstas fuesen verdaderamente públicas y democráticas, esto
es, que su currícula no tuviese ningún sesgo, que manifestasen todas las
perspectivas existentes sobre los temas de estudio. Este último objetivo, no
obstante, refleja una ingenuidad de transparencia y universalismo que no sólo
la propia Rand no puede cumplir sino que contradice, explícitamente, el hecho
de que las Universidades siempre han respondido, a lo largo de la historia, a
las necesidades socio-económicas y culturales que le dieron sustento salvo,
quizá, en alguna Era de Oro de las Humanidades que hoy se ha extinguido.
En este
escenario, el desarrollo material y espiritual depende de aquellas personas que
emprendan esa gesta. La relación entre filosofía y empresarios es, en verdad,
un poco más compleja. Como se dijo, Ayn Rand considera que buena parte de la
historia de la filosofía es un debate estéril entre aquellos que deducen
exclusivamente los conceptos, los cuales provienen de su mente, y aquellos que
consideraron que el conocimiento deviene de la experiencia. Así, la razón fue,
para Rand, excluida de la filosofía. Simultáneamente, los empresarios
se elevaban a
logros espectaculares, de habilidad creativa y coraje, desafiando el dogma
primordial de la pobreza del hombre y su sufrimiento sobre la tierra, abriendo
por la fuerza las rutas comerciales del mundo, liberando la energía productiva
de la humanidad y poniendo a su servicio el poder libertador de las máquinas (Rand, 2009a: 38)
Sin embargo,
se quedaron por fuera del pensamiento. Y esto fue culpa de los intelectuales
que despreciaron y temieron el reino de la realidad material y expulsaron al
hombre de negocios de la filosofía. El hombre de negocios también se dejó
expulsar y, al volverse antiintelectual, “el hombre de negocios se condenó a sí
mismo a la posición de un bárbaro” (Rand,
2009a: 54). Producto de esos embates y resistencias, el hombre de negocios
perdió la confianza en todas las teorías y se relegaron al ámbito de la conveniencia
del momento, sin atreverse a considerar el futuro. En tanto, el intelectual se
ha aislado en la realidad y, extraviado en un fútil juego de palabras, no se
atreve a considerar el pasado:
El hombre de
negocios considera que el intelectual es poco práctico; el intelectual piensa
que el hombre de negocio es inmoral. Pero, en secreto, cada uno de ellos cree
que el otro posee una facultad misteriosa, que a él le falta, que el otro es el
amo verdadero de la realidad, el auténtico exponente del poder para tratar con
la existencia. Por esta actitud recíproca, y por las premisas filosóficas, de
las cuales proviene, se están destruyendo uno al otro” (Rand, 2009a: 57).
El origen de
todo esto es, según Rand, la dicotomía cuerpo-espíritu. El nuevo intelectual
debe descartar esa premisa y sus contradicciones y conflictos irracionales como
“la mente versus el corazón; el pensamiento versus la acción; la realidad
versus el deseo; lo práctico versus lo moral. Será un hombre integrado” (Rand, 2009a: 60), esto es, un pensador y
al mismo tiempo un hombre de acción. El nuevo intelectual ha de ser el pensador
práctico y el hombre de negocios filósofo. No obstante, no es difícil ver que
el grueso de esa empresa de “reintegración” del cuerpo y el espíritu es más
tarea del hombre de negocios que de los intelectuales. El peso de la historia
recae, fundamentalmente, sobre los hombres a los que se debe el progreso
material de la humanidad. De esta forma se consagra, a pesar de los supuestos
axiomas ateológicos de Rand, la raíz teológico-política del objetivismo
existencialista. En su formulación más extrema, se produce una teofanía del
individuo o una suerte de teúrgia donde Dios se confunde por entero con el
sujeto que pronuncia el pronombre “yo”.
La
deificación del individuo implica la transubstanciación de la trascendencia
metafísica en inmanencia epistemológico-objetivista. La esencia del individuo
es, en este contexto, una existencia divinizada. Ahora bien, si la esencia y la
existencia ahora coinciden en el yo objetivo bajo la forma de una
teo-antropo-tecnia (que bien puede entenderse como una formulación alternativa
al concepto ontológico de “propiedad” en Max Stirner), el Mercado es la
condensación de todo lo divino que existe en el mundo y los empresarios son los
sacerdotes de este poderoso Organismo que reclama, paradójicamente, suturar la
herida de su origen inmanente para alzarse como entidad supra-individual. Esta
dualidad, nunca abolida por el objetivismo, marca con contundencia el carácter
místico de una realidad que, a fuerza de querer mantener como objetivizada y
objetivizante, se trastoca, a cada paso, en una fantasmagoría del dinero,
fetiche insuperable que agita el deseo del empresario gnóstico de Rand en su
cruzada contra los males del mundo al que está originariamente arrojado en su
existir.
VII.
En 1874, Adolf Baumgartner, por entonces estudiante en Basilea,
retiró en préstamo de la Biblioteca de la Universidad un libro inquietante y
poco frecuentado, tanto que sólo había sido pedido dos años antes por el privat-dozent Schwarzkopf (Syrus Archimedes) y no sería vuelto a solicitar sino
hasta transcurridos otros cinco años más, en 1879, por el profesor Hans
Heussler.
El título del libro: Der Einzige und sein Eigentum [El Único
y su propiedad] publicado en 1844 por el temerario editor Otto Wigand de
Leipzig quien ya contaba entre su selecto catálogo de escritores radicales a
Arnold Ruge, Ludwig Feuerbach y Lorenz von Stein. Su autor era Max Stirner
(pseudónimo elegido por Johann Caspar Schmidt, oscuro profesor de liceo de
señoritas y miembro ocasional del grupo de los “Libres” de Berlín), quien renunció
a su puesto de enseñanza luego de la publicación de su libro para precipitarse
sucesivamente en la ruina económica, la separación matrimonial por pedido de su
esposa, las deudas, la cárcel, la miseria y, finalmente, la muerte por
infección de un forúnculo el 25 de junio de 1856.
Una “vida infame” que hubiese quedado
disuelta en la vorágine del tiempo y del olvido de no haber intervenido
–todavía mientras Stirner se disolvía en los abismos del derrumbe social al que
el orden del mundo lo había condenado irremediablemente– los lectores secretos,
los censores empedernidos y los apologistas exaltados como Mackay (1898) que se
encarnecieron con su obra. Apenas publicado, el libro había sido secuestrado
por las autoridades de la Königlich-Sächisische Kreis-Direktion bajo el
argumento de que
en pasajes concretos del tal escrito,
no sólo Dios, Cristo, la Iglesia y la religión en general son objeto de la más
inconveniente blasfemia, sino que también todo el orden social, el Estado y el
gobierno se definen como algo que ya no debería existir, mientras que se
justifica la mentira, el perjurio, el asesinato y el suicidio, y se niega el
derecho de propiedad (Calasso,
1991: 374).
Más allá de los debates entre los
ministros Von Falkenstein y Von Arnim, el libro fue definitivamente secuestrado
por el Consejo Superior Prusiano de Censura el 26 de agosto de 1845. Con todo,
el libro circularía fuera de Prusia y llegaría hasta la biblioteca de Basilea,
a las manos del joven Baumgartner.
¿Por qué este adusto estudiante
universitario se interesaría en un libro semejante y cómo llegaría al
conocimiento de la existencia misma de la obra? Adolf Baumgartner no era un
alumno más: era el favorito de Friedrich Nietzsche, su Erzschüler, como le gustaba llamarlo al filósofo y quien se
encargaría de la traducción de las Intempestivas
del maestro al francés. Por consejo
de su mentor, Baumgartner retiró en préstamo el libro de Stirner de la
biblioteca universitaria. Los argumentos no podían ser más persuasivos:
Nietzsche le había dicho que Stirner era lo más audaz que se había pensado
desde Hobbes.
Karl Löwith
ha sido uno de los primeros filósofos contemporáneos en señalar inequívocamente
que la obra de Stirner es “una última consecuencia lógica de la construcción
histórica hegeliana (aus Hegels weltgeschichtlicher Konstruktion)” (Löwith, 1988: 134; Stepelevich, 1985: 597-614). Empero,
resulta igualmente cierto que Stirner se aleja decisivamente de muchos de los
postulados centrales del filósofo de Heidelberg, para quien el yo constituye
“el tránsito de la indeterminación indiferenciada a la diferenciación (das Übergehen aus unterschiedsloser
Unbestimmtheit zur Unterscheidung)” como eliminación de la primera “negatividad abstracta (abstrakten Negativität)” [Hegel, 1979: Band 7: 52]. El sistema hegeliano aspira, por otra parte, a
una voluntad universal precisamente porque en ella “está superada (aufgehoben) toda limitación y toda
individualidad particular (alle Beschränkung und besondere
Einzelheit)” [Hegel, 1979:
Band 7: 52].
De allí que
el concepto no se constituya como individualidad exclusiva sino que sea “universalidad y conocimiento (Allgemeinheit und
Erkennen)” que tiene “en su otro su propia
objetividad como objeto” (Hegel, 1979: Band 6: 549). En
efecto, lo que para Hegel constituye un punto de partida, esto es, la
auto-determinación del yo que luego debe elevarse más allá de sus
determinaciones propias de la finitud hacia lo infinito y lo divino (Wallace, 2005: 5-9) es, para Stirner, al
contrario, el fundamento de su sistema, y por lo tanto, para este último, la
auto-determinación del yo es el único absoluto posible sin ninguna
trascendencia existente por fuera de la finitud. Esto es posible dado que, como
ha sido oportunamente señalado, Stirner “condujo el cogito cartesiano
sin cuerpo (entkörpertes) a un ‘yo existo’ corporizado (leibhaftiges)”
[Sloterdijk, 2014: 454].
Desde este punto de vista, Stirner sienta las bases de un
hegelianismo herético que postula una filosofía no teleológica de la historia.
Si bien el pensamiento de Hegel es la condición de posibilidad del sistema de
ideas stirneriano (como el propio Stirner señala en su escrito contra Bruno
Bauer, el “eremita de Rixdorf” (Stirner,
1914: 11-25), no menos cierto es que el camino del Único conduce al rechazo más radical del Espíritu hegeliano. En ese
sentido, es posible sostener que Stirner constituye la semilla que el
hegelianismo sembró para su propia autodestrucción (o, quizá, para una última,
inesperada y paradójica metamorfosis post-especulativa).
En el diagnóstico que Stirner establece del mundo moderno, la
Revolución francesa no hizo otra cosa que convertirse en un operador de la
secularización de la monarquía divina en monarquía humanista: “la Revolución no
se dirigió contra lo establecido sino
contra lo concreto vigente, contra un
existente determinado; suprimió a este soberano pero no al soberano” [Stirner, 1924: 118 (152)]. Sin embargo, a los ojos de
Stirner, la fantasmagoría de la igualdad de derechos (un sucedáneo de la
teología de la gracia y del mérito) crea una democracia en la cual la marca
distintiva y, por así decirlo, su esencia última está constituida, a pesar de
la opinión de los liberales al respecto, por el “estado de excepción”
permanente: “cualquier cosa que pudiera estar permitida en circunstancias
tranquilas, deja de estar permitida en cuanto se declara el estado de excepción
(Belagerungszustand)” [Stirner, 1924: 196 (249-250)].
En este sentido, cabe destacar lo premonitorio de la filosofía
política stirneriana que, tempranamente, identifica al estado de excepción como
la forma imperativa de gobierno mundial que pone fin a la democracia liberal.
Si bien en el ámbito de los egoístas no debería tener lugar tal cosa como un
estado de excepción, Stirner tampoco puede evitar empantanarse con la aporía
según la cual, un cuestionamiento de la metafísica de la arché que ha
imperado en Occidente lleva, necesariamente, a medirse con el poder
distituyente del Estado que no puede sino retornar como archi-huella mediante
su existencia fantasmática como excepción. En este punto, la libertad de los
egoístas coincide con la borradura de la arché en el Estado liberal
destituido en la excepcionalidad pero preservado en la propiedad. Este impasse
tiene lugar porque el valor ontológico del Único es definido, precisamente, por
su carácter materialista y anti-categorial, una suerte de a priori inmanente a
la propia individualidad. Sin embargo, la falta de cuestionamiento de la
unicidad como propiedad ontológica del yo individuado, deja abierta la puerta
para que la excepcionalidad se traslade del yo a un Estado trascendental. Al no
llegar a colocar en tela de juicio el sentido mismo de la arché negada
pero conservada como latencia, la hace aflorar
en una suerte de paradoja de anarquismo estatal que conserva al gobierno
bajo la forma de la excepción.
De este modo, el Estado liberal se torna un Estado policial y los
ciudadanos son “criminalizados” [Stirner,
1924: 197-203 (251-254)] hasta el punto de que la seguridad interior se
transforma en el problema rector de la “cuestión social”. Así, “el Estado no
aplica la muerte contra sí mismo, sino contra un miembro enojoso; arranca el
ojo que le disgusta” [Stirner,
1924: 199 (253)]. Esta lógica profunda que afecta los cimientos constitutivos
de la política moderna explica la aparente paradoja, señalada por Michel
Foucault, de que todo lo que él denominaba biopolítica tenga su doble
tanatológico (Foucault, 1976:
191-198). Sin embargo, lo que para Foucault era simplemente un proceso dual
originado en la contingencia histórica de la aparición del “Estado de
población” (Foucault, 2004), para
Stirner es la resultante esperable de una determinación ontológico-epocal cuyos
contornos fueron trazados por dos milenios de sedimentación fantasmática cuyos
puntos fuertes sólo pueden ser elucidados por una espectrografía crítica de los tiempos históricos que supere
cualquier concepción habitual de la historia como cronología materialista.
Por esta misma razón, la época moderna ha radicalizado su atención
sobre la gestión de lo viviente, constituyéndose en una auténtica era
“zoopolítica”. El Dios cristiano es quien “da la vida” y, al mismo tiempo,
promete la “vida en la eternidad (Leben in Ewigkeit)” [Stirner, 1924:
312 (390)]. Con la secularización liberal, en cambio,
no se quiere que nadie se encuentre en un apuro por las más
básicas necesidades vitales, sino que se encuentre asegurado (gesichert) y, por otra parte, se enseña que
el hombre se tiene que preocupar por esta vida y vivir en el mundo real (in die wirkliche Welt). [Stirner, 1924: 313 (391)].
La política pasada y la apuesta de toda política por venir se
encuentra en la encrucijada de la vida. Para el propio Stirner, el egoísta tiene la misión de oponerse al
orden liberal, no administrando la vida, sino gozándola hasta su extenuación: “se utiliza la vida y, por
consiguiente, lo viviente, al consumirla
y consumirse. El goce de la vida
es el empleo de la vida” [Stirner,
1924: 313 (391)]. El uso de la vida
por oposición a la gestión de la vida anuncia la política futura del Único que hoy corre el albur de haberse
convertido en la divisa de una buena parte de la filosofía política
contemporánea que parece haber olvidado su anclaje genealógico en un
post-hegelianismo del cual no hace sino ofrecer nuevas encarnaciones
espectrales.
Sin embargo, para Stirner, el comunismo representa acaso la figura
extrema del cristianismo secularizado (un diagnóstico que, sin duda, había
ofendido al materialismo dialéctico de Marx). Como señala el propio Stirner:
“aún vivimos en la era cristiana y los que más se enojan por ello son
precisamente los que más colaboran en ‘consumarlo’” [Stirner, 1924: 307 (384)]. El problema de la propiedad
privada, según Stirner, no puede resolverse simplemente con la vía propuesta
por el comunismo que implica, en última instancia, la presencia fantasmal de
una suerte de Estado como resto omnipotente que resuelva la transición hacia la
socialización de los medios de producción: “la propiedad no puede ni debe
suprimirse, más bien debe ser arrebatada de manos fantasmales y convertirse en
mi propiedad” [Stirner, 1924: 254
(320)].
Del mismo modo en que Stirner descree del mito de la “libre
competencia (freie Konkurrenz)” [Stirner, 1924:
256 (323)] dado que, por definición, “las cosas en realidad no me pertenecen a
mí sino al derecho” [Stirner,
1924: 270 (340)] también descarta cualquier tipo de expropiación o
redistribución estatal de la propiedad privada: “la cuestión de la propiedad
[…] sólo se resolverá mediante la guerra de todos contra todos” [Stirner, 1924: 254 (321)]. Es decir, que si existe una “meta de la
historia (Ziel der Geschichte)” [Stirner, 1924:
357 (442)] –una posibilidad, por otra parte, de la que Stirner desconfía– ésta
no consistirá en otra cosa que en el reino inapelable de la guerra perpetua
entre los egoístas. En ese sentido,
la disolución del lazo social que propone Stirner sólo puede lograrse
instalando no una “revolución permanente” sino una auténtica “guerra
permanente” que, no obstante, no debe confundirse con un retorno hobbesiano a
un estado de naturaleza dado que, para Stirner “la sociedad es nuestro estado
de naturaleza (die Gesellschaft ist unser Naturzustand)” [Stirner 1924: 299
(374)].
De allí el grito profanatorio que profiere Stirner para intentar
acallar el imperio de los espectros sobre la unicidad del egoísta:
yo, en cambio, me doy o me tomo el derecho de mi propia
omnipotencia […] propietario y creador de mi derecho no reconozco ninguna otra
fuente del derecho que yo mismo, ni Dios, ni el Estado, ni la naturaleza, ni
siquiera el hombre con sus ‘eternos derechos humanos’, ni el derecho humano ni
el divino [Stirner, 1924: 202
(257)].
No es casual que estas palabras ya contengan, in nuce, la buena nueva anunciada por los partidarios de algunas
posiciones antinomistas y aparentemente ateológicas de cierta filosofía de la
izquierda contemporánea. Los herederos de Stirner son tan numerosos como
inadvertido y subterráneo ha sido su legado nunca reconocido.
Después del cataclismo de la Segunda Guerra mundial y a las
sombras de un mundo devastado (del cual había sido activo protagonista), Carl
Schmitt se entregó a una grave reflexión sobre su propio pasado intelectual y
sobre el sentido de la historia universal. Estas elucubraciones, que asomaron
en el pensamiento schmittiano durante el período del proceso de Nuremberg,
constituyen un testimonio fundamental acerca de las convicciones últimas del
jurista alemán en materia de filosofía y teología.
En abril de 1947, frente a lo que él percibía como la amenaza
titánica de la tecnificación ineluctable de la Tierra y del mundo hasta
entonces conocido como humano, Schmitt decide evocar la figura de Max Stirner.
Por un lado, según las palabras del jurista, Stirner es
abominable (scheusslich), grosero (lümmelhaft), pretencioso (angeberisch), presumido (renommistisch), un alumno novato (ein Pennalist), un estudiante que se echó a perder (ein verkommener Studiker), un imbécil (ein Knote), un loco consigo mismo (ein Ich-Verrückter), visiblemente un profundo psicópata (offenbar ein schwerer Psychopath) [Schmitt, 1950:
80].
Sin embargo, este habitual florilegio de insultos (a los que
Stirner, como hemos visto, estuvo acostumbrado desde el instante mismo en que
terminó su opus magnum) no debe
hacernos confundir respecto de la importancia secreta que tuvo Stirner en el
pensamiento de Schmitt. En efecto, el jurista tuvo conocimiento del filósofo,
según su propio testimonio, desde “el octavo curso de su educación secundaria (Max Stirner kenne ich seit Unterprima) [Schmitt, 1950:
80]” esto es, a partir de un período tan temprano como 1902. Schmitt
consideraba a El Único y su propiedad
como el libro con el título más bello o, en todo caso, más alemán de toda la
literatura alemana. El espectro de Max, dice Schmitt, es “el único que me
visita en mi celda”.
En efecto, Schmitt tenía algunos autores oraculares a los que
acudía en los momentos de crisis de su pensamiento. Estos forman parte de las
“minas de uranio de la historia del espíritu (Uran-Bergwerke der Geistesgeschichte)” [Schmitt, 1950:
80] y entre ellos se encuentran, para el jurista, los Presocráticos, ciertos
padres de la Iglesia, y también algunos escritos de la época anterior a 1848:
“el pobre Max forma absolutamente parte de ellos (der arme Max gehört durchaus dazu)” [Schmitt, 1950:
80]. De hecho, Schmitt era agudamente consciente de una verdad que hoy parece
haber sido olvidada por buena parte de la filosofía política contemporánea,
esto es, que “lo que explota hoy se preparó antes de 1848; el fuego que arde
hoy, fue encendido en esa época (das Feuer, das heute brennt, wurde
damals gelegt)”. Por lo tanto, “quien conoce
profundamente el curso del pensamiento europeo de 1830-1848 (des europäischen Gedankenganges von 1830 bis 1848)” [Schmitt, 1950:
80], está preparado para hacer frente a los sucesos que, a escala planetaria,
se suceden en la política contemporánea.
Stirner inició a Schmitt en ese verdadero torrente esotérico del
pensamiento de los “Libres”, los jóvenes hegelianos de izquierda que se reunían
en una legendaria taberna de Weinstube. Más allá de la fascinación mezclada con horror que su
concepción política despertaba en Schmitt, el jurista llegó, sugestivamente, a
admirar en Stirner, “la desesperación (Verzweiflung)
de su lucha contra el vértigo (mit dem
Schwindel) y los fantasmas de su época (den
Gespenstern seiner Zeit)” [Schmitt,
1991: 48].
VIII.
Aunque diferente del que proponemos
aquí, Ernst Jünger ha desarrollado un ideario del Titanismo que tiene, en su
centro, a la figura del Anarca. Se trata, como admite el propio Jünger, de un
descendiente conceptual cuya proveniencia es inequívocamente stirneriana: “la
obra de Stirner es, en este sentido, fundamental (Gnoli – Volpi,
1997: 34)”. Opuesto al anarquista político, el Anarca es una Figura metafísica
que “no se deja implicar en la dimensión de la técnica : se vale de ella y la
explota si le resulta útil, de lo contrario la ignora y se retira a su mundo
interior” (Gnoli – Volpi, 1997: 33). Que la propuesta sea
genuinamente una ontología analítica de corte existenciario lo revela el hecho
de que, según Jünger, “en cada uno de nosotros hay un fondo anárquico, un
impulso originario hacia la anarquía” (Gnoli
– Volpi, 1997: 34). Frente a dicho
élan, los padres, la sociedad y el Estado están allí para limitarlo
hasta que el anarquismo pueda resurgir de su latencia para liberar, bajo el
riesgo de la destrucción, al individuo. Como señala el propio Jünger:
el Anarca sabe que la libertad tiene
un precio, y sabe que quien quiere disfrutarla gratuitamente da muestra de no
merecerla. Por eso no ha de confundírselo con el anárquico: este último se
relaciona con la sociedad, tiene con ella una relación negativa que se
manifiesta de manera virulenta en disponibilidad para practicar el terror con
el objetivo de conseguir sus propios fines. El Anarca no tiene sociedad. La
suya es una existencia insular (Gnoli
– Volpi, 1997: 34).
Sin embargo, a pesar de los cuidados
exegéticos que discierne el pensador alemán, no es posible ocultar que, como en
Stirner, el Anarca es un Unicum, plenamente anclado en la metafísica de
la presencia. Su cualidad definitoria es, precisamente, su asiento en el Uno
metafísico devenido en categoría existencial y, por tanto, propietario de sí
mismo. Por esta razón, el Anarca no puede eludir su auténtico destino que es,
al final de la historia de la metafísica de la presencia, convertirse en el
arquetipo supremo de Homo como figura post-histórica. Antes de ser
reemplazado por los Póstumos transhumanos, Homo asume su salida de la
historia como entidad anárquica cuyo ser se define en la propiedad de sí mismo.
No hay, en este punto, una filosofía del “sí mismo” que no deba medirse con una
economía ontológica de la propiedad aunque muchos de los filósofos que, con
mayor o menor fortuna, han explorado esta vía durante el siglo XX, hayan
omitido este dilema ineludible.
En este sentido, el anarcocapitalismo
puede perfectamente transformarse en la expresión más acabada del Anarca que,
al ser destituyente sin tomar conciencia de su propia herencia ultra-histórica
anclada en el final de la metafísica, asume la Figura post-histórica opuesta a
los designios para los que Jünger lo había concebido. Como depende de una misma
estructura ontológica, el Anarca se transforma, sin solución de continuidad, en
Tecno-Anarca y como jamás es posible dominar a la técnica, como ingenuamente intenta
creer Jünger, la cibernética termina haciéndose cargo de su destino epocal para
erigirlo en su representante supremo. La domesticación del Anarca por parte de
la Entidad-Mercado marca, de este modo, el ocaso del pensamiento del siglo XX y
el triunfo pleno de la era del nihilismo NRx.
IX.
El
objetivismo no es sólo una teoría de la existencia y un principio
epistemológico. De los principios expuestos en su doctrina, se deduce una ética
que Ayn Rand se encargó de formalizar. El alejamiento de aquella verdad última,
natural, que constituye el individuo es lo que explica, para Rand “la
paralización del desarrollo moral de la humanidad”. Aparece entonces la
reencarnación, moderna y norteamericana, del Único de Stirner que ahora reviste
los ropajes, acordes a los nuevos tiempos, del egoísta como figura arquetípica
de la ética objetivista. El egoísmo es “la preocupación por los intereses
personales”.
El altruismo,
por el contrario, es definido como la doctrina que declara que “toda acción
realizada en beneficio de los demás es buena y toda acción realizada en
beneficio propio es mala” (Rand,
2009b: 10). La moralidad del altruismo es desde esta perspectiva un fenómeno
tribal, una supervivencia de los tiempos prehistóricos en que los hombres eran
físicamente incapaces de sobrevivir sin aferrarse en una tribu para contar con
el liderazgo y la protección contra los otros. La causa de la perpetuación del
altruismo en la
era civilizada es según Rand psico-epistemológica. Los hombres de mentalidad
perceptual son incapaces de sobrevivir sin liderazgo tribal y sin protección
contra la realidad.
No obstante,
como el ser humano no llega al mundo con una forma de supervivencia automática,
la preocupación por el sí mismo es un elemento fundamental de la vida. Por
ello, la preocupación por los intereses personales es una disposición natural,
y la naturaleza, para Rand, es amoral. No conoce las calificaciones morales.
Sin embargo, la ética antinatural del altruismo ha creado la idea de que el
cuidado del sí mismo es algo indeseable para lograr que los seres humanos
acepten dos dogmas inhumanos: que ocuparse del interés personal es malo sea
cual fuera tal interés y que las actividades del egoísta son de hecho de
interés personal. Con ironía, Rand sostiene que, para el altruismo, el
beneficiario de una acción es el único criterio de comparación del valor moral
de esta, de manera que mientras el beneficiario sea cualquiera salvo uno mismo,
todo está permitido. Y, como la naturaleza no provee al hombre un mecanismo
automático de supervivencia, sino que para sobrevivir debe valerse de su
esfuerzo personal, la doctrina que afirma que es malo preocuparse por el
interés personal, “significa en consecuencia que el deseo de vivir es malo, que
la vida humana como tal es mala” (Rand,
2009b: 12). Así, para el objetivismo -de clara influencia iusnaturalista- “la
preocupación por el propio interés es la esencia de una existencia moral y el
hombre debe ser beneficiario de sus propias acciones morales” (Rand, 2009b: 13).
Sin embargo,
Rand distingue ese egoísmo natural, esa virtud, del egoísmo nietzscheano, que
de hecho es para ella fruto de la moralidad altruista, que sostiene que toda
acción, cualquiera que sea su naturaleza, es buena, siempre que tenga como
objetivo el propio beneficio. Así como la satisfacción de los deseos irracionales de los demás no es un
criterio de valor moral tampoco ha de serlo la satisfacción de los deseos irracionales de uno mismo. Guiar la
conducta por la mera satisfacción de un deseo es una ética que lleva
necesariamente a la guerra, porque si el deseo se elige como pauta ética,
tendrá igual validez ética el deseo de todos y eso lleva necesariamente al
conflicto. En el estado de naturaleza hobbesiano, la anarquía es el
igualitarismo del deseo. Como se dijo, el descubrimiento de uno mismo sólo
acontece con el uso de la conciencia y es sólo mediante ella, también, que el
individuo descubre sus derechos, sus necesidades y el camino correcto para
satisfacerlas que, por su naturaleza, nunca entra en conflicto con la necesidad
de autoconservación del prójimo. Ese es el verdadero egoísmo, el egoísmo
virtuoso. El self de un hombre, lo que debe ser defendido, es su mente,
la facultad que percibe la realidad, forma juicios, y escoge valores. Para un
“lobo solitario tribal” –así los llama a los egoístas nietzscheanos– la
realidad es un término sin significado.
La “ciencia” es
la encargada de descubrir el código de valores que ha de guiar las elecciones y
acciones del ser humano. Dicho código de valores –cuyo hallazgo Rand juzga
necesario para la vida humana– es, por supuesto, racional, científico y objetivo en el sentido de que se deduce
de la identidad de la conciencia. Rand cuestiona las ideas subjetivistas de la
ética, las perspectivas que sostienen que la misma es una cuestión arbitraria,
“devenida de la voluntad de dios como norma del bien y como validación de su
ética” o, en su versión secularizada, aquella que defiende “el bien de la
sociedad”. Para el objetivismo, la ética consiste en la determinación de los
valores, y un valor es aquello que “nos lleva a actuar para obtenerlo y o conservarlo”. Aquí puede trazarse una analogía con la idea austriaca de
utilidad. Es la utilidad lo que guía la acción de los individuos. No obstante,
para la praxeología no existen valores determinados a priori, salvo la
“satisfacción” que el sujeto obtiene con el consumo de un bien o servicio.
Dicho esto,
las metas o los valores son naturales, como los derechos, naturales: “A nivel
físico las funciones de todos los organismos vivos son acciones originadas por
el propio organismo y dirigidas hacia una meta singular, el mantenimiento de la
vida” (Rand, 2009b: 23). Los seres
vivos no tienen elección posible al respecto de lo que se requiere para su
supervivencia. La vida solo puede mantenerse a través de un constante proceso
de acción de autosustentación. La meta de esta acción, el valor supremo que es
la propia vida del organismo. La vida es el patrón, según el cual se evalúan
las metas inferiores es el patrón de valor último. Lo que ayuda su vida es
bueno y aquello que la amenaza es malo.
¿Y cómo
descubren los seres humanos lo que es bueno o malo para su supervivencia? La
sensación física de placer entonces es una señal que indica que el organismo
está siguiendo el curso de acción correcto. El displacer por el contrario es un
índice de que se está cerrando el camino. Con ecos cognitivistas, Rand sostiene
que las emociones son resultados automáticos de los juicios de valor y que
semejan “calculadoras ultrarrápidas que le dan la suma de su ganancia o de su
pérdida” (Rand, 2009b: 39). Más
adelante, insiste: “el mecanismo emocional del hombre como una computadora
electrónica que debe ser programada por su mente, y la programación depende de
los valores que ésta elija” (Rand,
2009b: 40).
El párrafo
resulta curioso primero porque introduce la voluntad del dominio de las
emociones, un rasgo de su pensamiento que, según la filósofa, se lo debe al
romanticismo. En efecto, los valores son elegidos voluntariamente. Por otro
lado, Rand compara al humano con una máquina. Esto no debe sorprendernos pues
existe un vínculo sustancial para el anarcocapitalismo en general y para su
versión neorreaccionaria en particular, entre lo maquínico y lo humano. Por
ahora, basta aclarar que es esta otra convergencia entre el objetivismo y la
praxeología: allí donde Rand habla de valor,
Von Mises o Rothbard hablarían de “utilidad”, pero la fórmula es con todo
la misma: la acción está siempre motivada por alcanzar el mayor nivel de
satisfacción. Se diferencian no obstante en que Ayn Rand explicita el
componente normativo que está implícito en la praxeología. Las percepciones,
para el objetivismo, no revelan la verdad, sino que ésta sólo es asequible a
través de la consciencia, que es fruto de la voluntad. Las acciones y la supervivencia del hombre requieren la
guía de valores conceptuales obtenidos a partir de un conocimiento que no puede
obtenerse en forma automática.
La razón es
la facultad que identifica e integra el material provisto por los sentidos del
ser humano. Es una facultad que el hombre ejerce por elección. La única
disyuntiva existencial con que el ser humano se encuentra es: ¿pensar o no
pensar? ¿pensar o evadirse de ese esfuerzo? ¿estar consciente o no estarlo?
Pensar requiere un estado de atención total, y hacerlo es volitivo. El hombre
puede entonces desenfocar su mente, experimentando solamente sensaciones. No
obstante, esta elección implica condenarse a la muerte. Esto es así, porque la
satisfacción de las necesidades físicas implica siempre un proceso de
pensamiento. Es requisito para supervivencia del hombre descubrir “cómo
confirmar sus conceptos, sus conclusiones, su conocimiento; tiene que descubrir
las reglas del pensamiento, las leyes de la lógica, y cómo dirigir sus
pensamientos” (Rand, 2009b: 31).
De manera
que, lo que Rand plantea como una elección, no es tal, o al menos no debería
serlo, y aquí radica el componente explícitamente normativo del objetivismo.
Los hombres, que sin pensar, sin embargo, sobreviven, lo hacen imitando de
manera casi automática las acciones de los que se piensan, los empresarios, o
beneficiándose de manera espuria de los beneficios por ellos producidos: “La
supervivencia del hombre, como hombre
significa las condiciones, métodos, términos y metas necesarios para la
supervivencia de un ser racional durante su lapso total de vida, en todos
aquellos aspectos de su existencia que están abiertos a su elección” (Rand, 2009b: 35).
El humanismo
objetivista es potencialmente universal (todo humano puede acceder, mediante el
uso volitivo del intelecto, a la existencia y las leyes que la gobiernan), pero
excluyente de hecho (no todos eligen tomar ese camino): “Los parásitos, los
vagabundos, los saqueadores, los brutos y los criminales no tienen valor alguno
para el ser humano. Este no puede obtener ningún beneficio por vivir en una
sociedad dirigida a sustentar las necesidades, demandas y protección que ellos
requieren” (Rand, 2009b: 47). Esa
sería una sociedad basada en la ética del altruismo, que es, como se afirmó al
comienzo del apartado, antinatural en tanto contradice las necesidades de
supervivencia de los seres humanos.
La ética que
se desprende del objetivismo, es decir, aquella que las personas descubrirían
si eligiesen la vida consciente, plantea tres valores nodales, la razón, el
propósito y la autoestima, y tres virtudes para alcanzarlos, la racionalidad,
la productividad y el orgullo. A su vez, estas virtudes están vinculadas de
manera causal: “El trabajo productivo es el propósito fundamental de la vida de
un hombre racional, el valor central que integra y determina la jerarquía de
todos sus valores. La razón es la fuente, la precondición de su trabajo
productivo. El orgullo es el resultado” (Rand,
2009b: 36). Cada valor y cada virtud configuran, en verdad, un mandato ético.
La virtud de
la racionalidad consiste en el reconocimiento y la aceptación de la razón como
guía para la vida y como única fuente de conocimiento, que lleva a aceptar la
existencia de la existencia, y a establecer las convicciones, metas y deseos a
partir del pensamiento. Vivir racionalmente supone aceptar la responsabilidad
de las acciones tomadas, la valoración de las propias metas y convicciones, y
nunca resignarlas en beneficio ajeno, y no procurar ni otorgar lo inmerecido.
La virtud de
la productividad es el reconocimiento de que el trabajo productivo es el
dispositivo mediante el cual el hombre sustenta su vida, el proceso que lo emancipa de sus pares y de su entorno. La
virtud del orgullo, por último, radica en considerarse a sí mismo como el valor
máximo y supone el autoperfeccionamiento permanente. El orgullo es un modo de
vida que parte de los principios objetivistas expuestos anteriormente: la
irreductibilidad del individuo. Supone rechazar las deudas no contraídas. En
palabras de Rand:
El principio
social básico de la ética objetivista es que, así como la vida es un fin en sí
misma, todo ser humano viviente, es un fin en sí mismo, y no el medio para los
fines, el bienestar de los otros; en consecuencia, el hombre debe vivir para su
propio provecho, sin sacrificarse por los demás y sin sacrificar los demás para
su beneficio. Vivir para su propio provecho significa que el propósito moral
más elevado del hombre es el logro de su propia Felicidad (Rand, 2009b: 38-39).
No obstante,
la felicidad, la eudaimonía, no es
autoevidente. Es resultado de alcanzar los propios valores y, como se dijo,
desde la perspectiva randiana, hay valores objetivos,
y son aquellos que se descubren mediante la razón:
Si un hombre,
valora el trabajo productivo, su felicidad será la medida de su éxito en el
servicio a que dedica su vida. Pero si lo que valora es la destrucción, como
sádico, o la tortura auto infringida, como el masoquista, o la vida de
ultratumba, como el místico, o la excitación momentánea, como el corredor de
autos de carrera, su aparente felicidad será la medida de su éxito, puesta al
servicio de su propia destrucción (Rand,
2009b: 41).
Como afirma
el célebre John Galt, “la felicidad es sólo posible para el hombre racional, el
que no desea más que alcanzar objetivos racionales, que no busca más que
valores racionales, y que no encuentra su alegría sino en acciones racionales”
(Rand, 2009a: 139). Así, el goce
momentáneo no es eudaimonía, ya que
ésta es una sensación reservada a muy pocos hombres, aquellos que se consagran
a la vida consciente. Porque alcanzar un objetivo que es contrario a la propia
vida, o, para usar una expresión psicoanalítica, ceder a la pulsión tanática,
no otorga, para Rand, verdadera felicidad. Es tan sólo un síntoma de evasión de
una realidad que resulta intolerable y por tanto incomprensible. Los intereses
racionales de los hombres no entran en conflicto, son naturalmente armoniosos:
“no hay conflicto de intereses entre hombres que no desean lo que no han
ganado, que no hacen sacrificios ni los aceptan y que traten entre sí como
comerciantes, entregando un valor por cada valor recibido” (Rand, 2009b: 46).
Las leyes que
rigen el cosmos son también las leyes del mercado. El principio de intercambio
comercial, sostiene Rand retomando la economía cataláctica, es el único
principio ético racional para todas las relaciones humanas, personales y
sociales, privadas y públicas, espirituales y materiales. El mercado es un
mecanismo de justicia y su lógica ha de aplicarse también en las “cuestiones
espirituales”, es decir, lo que refiere a la conciencia del hombre.
El humanismo
de Rand es paradójico. Hay una interioridad que es propia de los seres humanos
y que lo distingue de los otros organismos, de donde deviene que todo humano es
sagrado, es decir, intocable, lo que
justifica otra máxima de la ética objetivista, aquella que sentencia que los
hombres tienen derecho de recurrir a la fuerza física únicamente contra
aquellos que inician su uso. Pero su racionalismo desembozado la lleva a
sostener que el subconsciente, vale decir, lo propiamente humano, “es como una
computadora más compleja que cualquiera que haya sido construida por los
hombres y su función principal es la integración de sus ideas y la programa su
la mente consciente” (Rand, 2008b:
20), y a explicar su funcionamiento con metáforas de la programación: gigo, garbage in, garbage out, fórmula
que usaban los programadores para explicar el procesamiento de una máquina.
La convicción
de que todo es racionalizable, de que hay leyes universales que rigen el cosmos
en su totalidad y que el humano puede y debe
aprehenderlas para saber cómo vivir tiene como consecuencia en efecto una
suerte de maquinización de lo humano que se expresa con claridad en la ética
objetivista. Dicha aspiración, aunque combinada con cierta desesperanza por la
humanidad y compensada con un optimismo tecnológico incentivado por los nuevos
descubrimientos, inspira el posthumanismo neorreaccionario, en el que la
conciencia, la razón y la mente se emancipan de la humanidad, para encarnar en
“entes de silicio”.
Vemos aquí
cómo termina modificándose la proveniencia stirneriana del egoísta randiano. Lo
decisivo no es tanto la atenuación de la radicalidad del Único frente a los
temores de los impulsos irracionales sino la novedad según la cual el Único
actúa como un ente maquínico. En el sistema del objetivismo en general y del
anarcocapitalismo en particular, el egoísta no es regido por la filosofía sino
por la cibernética. Dicho en términos más precisos, en el horizonte último del
final de la metafísica de la presencia, la filosofía se metamorfosea en
cibernética y la objetividad pretendida de la realidad incuestionable del mundo
no es otra que la maquinización universal de todo lo existente.
El
ciber-existencialismo objetivista constituye, de este modo, la apertura hacia
la transhumanización de todo lo existente bajo la égida del Organismo sintiente
del Mercado que es la forma más pura de la cibernética erigida en principio
supremo del Ser y del actuar divorciados entre sí gracias a su dependencia
aporética de la anarquía que, aunque busque ser evitada en lo social, como
intenta hacerlo Rand, retorna como archi-huella determinante en el ámbito
ontológico. Dicho retorno, por lo demás, no es gratuito pues marca la
inviabilidad del objetivismo randiano en la medida en que nada de lo existente
puede sostenerse en lo real pues este último es sin arché. En cierta
forma, toda la realidad de Rand comienza a perder objetividad en nombre de una
fantasmagoría de la presencia que desbanca todo sustento seguro para un egoísta
que no es sino el golem teúrgico de una ensoñación de utopismo disolvente.
X.
Con una clara influencia de la filosofía de Ayn Rand, el
pensamiento de Murray Rothbard coloca a la praxeología como una lente
privilegiada para comprender lo social, visto como un tejido compuesto por
individuos. En la visión de Rothbard, esta disciplina se asienta sobre los
pilares sólidos de la lógica aristotélica, que él mismo abrazó bajo la tutela
intelectual de Rand. La praxeología observa a los individuos en su hábitat
natural: el mercado. De esa observación extrae los “axiomas” que rigen sus acciones
económicas y, con ellos, construye deducciones aplicables a cualquier contexto
y época. Se parte de la lógica de los intercambios capitalistas, se proyecta
cómo funcionarían esas dinámicas en ausencia del Estado, y se deducen las leyes
fundamentales de la acción individual para luego extrapolarlas a todo tiempo y
lugar.
De este modo, Rothbard desafiaba tanto la corriente empirista como
la inclinación teórica de la economía tradicional. El empirismo, en su visión,
niega los axiomas fundamentales que gobiernan el comportamiento humano,
reduciendo las acciones a meros datos fragmentarios. Por otro lado, el
teoricismo comete el error contrario: proyecta la acción humana hacia entidades
abstractas que trascienden la individualidad, diluyendo la esencia del sujeto
en constructos externos e impersonales. Rothbard veía en ambas perspectivas un
desvío del camino correcto, pues alejaban a la economía del núcleo irreductible
de la acción deliberada del individuo.
Rothbard encapsulaba los fundamentos de la praxeología en términos
simples: “el axioma fundamental de la acción —que los hombres utilizan medios
para alcanzar sus fines— y dos postulados subsidiarios: que existe una variedad
de recursos naturales y humanos, y que el ocio es un bien de consumo” (Rothbard, 2011: XXXVIII). En este marco,
toda acción se concibe como un acto deliberado, siempre enraizado en la
voluntad del individuo. Para que esta voluntad se concrete, es necesaria una
visión de un objetivo deseado junto a las “ideas tecnológicas” o planes que
guíen el camino hacia su consecución.
El individuo, entonces, organiza sus metas comparando entre
diferentes posibilidades y eligiendo aquella que le proporciona mayor valor,
siempre condicionado por la escasez de los medios disponibles frente a la
vastedad de los fines potenciales. En este universo praxiológico, no se
distingue entre bienes materiales e inmateriales, pues su esencia se define por
el grado de satisfacción que generan. Sin embargo, la valoración que se otorga
a los bienes es siempre ordinal: se puede jerarquizar cuál de ellos ofrece
mayor satisfacción, pero no medir esa satisfacción con precisión numérica. Es
imposible, según Rothbard, afirmar que un bien aporta exactamente “8 de
satisfacción” o cualquier otra cifra.
En la visión de Rothbard, los números nominales se limitan a
expresar los precios de mercado, resultado de la interacción de las
valoraciones individuales. Esta perspectiva refleja el rechazo de la
praxeología a la matematización de la economía. Según Rothbard, las matemáticas
no logran capturar la esencia de la acción humana porque el individuo, como
núcleo del análisis, escapa a la reducción numérica. Sin embargo, aquí surge
una paradoja: lo social, compuesto por múltiples acciones individuales, sí puede
medirse numéricamente, ya que lo colectivo se manifiesta en tendencias,
precios, y comportamientos generalizables. Así, la subjetividad personal
permanece incuantificable, pero sus efectos, cuando se agregan y proyectan en
la esfera social, sí se prestan al análisis matemático, lo que manifiesta que,
en verdad, los Robinson y los individuos agregados son entidades de orden
diferente, supuesto ontológico que no está presente en el origen del término
“catalaxia”. En efecto, katallássō designa la idea de reconciliación,
lo que supone la pre-existencia de una relación (aunque sea esta una
conflictiva), idea inconcebible para el individualismo moderno que los
austríacos hipostasían. La matematización de las agregaciones y la noción misma
de catalaxis son síntomas de la presencia fantasmática de lo social en la
praxiología.
En este cosmos praxiológico, las decisiones no se toman con
certeza, sino bajo conjeturas y especulaciones sobre lo que podría suceder.
Cada acción conlleva la posibilidad de error, pues las expectativas pueden no
coincidir con los resultados. Aunque un individuo disponga sus medios con el
propósito de obtener un bien, puede descubrir que ese logro no incrementa su
bienestar. No obstante, este fracaso es interpretado como un error de cálculo,
ya que, en última instancia, toda acción se orienta hacia la adquisición de
mayor satisfacción. Esta dinámica refleja una tensión constante entre lo
previsible y lo incierto, donde la búsqueda del bienestar se enfrenta a la
complejidad de las elecciones humanas y a las limitaciones propias del
conocimiento individual.
La satisfacción que un bien proporciona está íntimamente ligada a
su disponibilidad en el entorno del individuo. Este principio forma la base de
la ley de la oferta y la demanda y se conecta con otro axioma fundamental: la
utilidad marginal decreciente. Esta última idea sostiene que el nivel de
satisfacción que ofrece un bien disminuye a medida que su disponibilidad se
incrementa. Así, la praxeología no solo enuncia principios específicos, sino
que también establece ciertos postulados de carácter universal.
Entre estos principios, se encuentra la consideración del tiempo
como un recurso universal que debe ser economizado. De esta noción surge la
preferencia temporal, que sugiere que los individuos tienden a priorizar la
satisfacción inmediata por sobre la futura. Este fenómeno es lo que explica,
desde la óptica praxiológica, las tasas de interés en el mercado.
En este contexto, Rothbard y otros praxiológicos elaboran una
visión del comportamiento humano que integra tanto la lógica como la
experiencia empírica, destacando cómo las decisiones de los individuos se ven
influenciadas por su entorno y la naturaleza de los bienes disponibles.
La afirmación de que el precio de mercado surge de las
valoraciones individuales se entrelaza metafísicamente con el axioma de la
preferencia temporal. Ambas ideas se fundamentan en una noción de tiempo lineal
que minimiza la importancia del pasado, en tanto que “la acción ocurre en el
presente con vistas al futuro”. Asimismo, encubren un componente normativo que
Nick Land hará explícito: “la civilización, como proceso, es indistinguible de
la disminución de la preferencia temporal” (2022: 25). En efecto, con su
énfasis en el cálculo, el beneficio, la eficacia y la producción, la economía
praxiológica es ya ávida de futuro, avidez que los NRx exacerbarán.
Por otro lado, la teoría subjetiva del valor ha enfrentado
críticas, sobre todo a raíz de la paradoja que presenta el teorema regresivo
del valor. No obstante, es esencial destacar que el presentismo implícito en
estas teorías está vinculado a una perspectiva atomista: el individuo se define
en el ahora y su existencia se ve influida únicamente por otras entidades
similares. Así, el análisis de Rothbard invita a reflexionar sobre la
naturaleza del tiempo en la acción humana y su impacto en el comportamiento
económico, sugiriendo que el presente es el único instante relevante para la
toma de decisiones y la valoración de bienes. En este marco, se comprende que
cada individuo actúa en función de su contexto inmediato, dejando de lado
consideraciones del pasado que no afectan su presente.
Para aumentar su satisfacción, todo individuo busca maximizar su
producción de bienes de consumo por unidad de tiempo (Rothbard, 2011: 42). Para lograr este objetivo, se enfrenta
a la necesidad de incrementar la oferta de factores de producción. No obstante,
los recursos naturales son finitos, restringidos por las limitaciones del
entorno. Por tanto, la disyuntiva que se presenta es clara: o se opta por
aumentar la inversión en bienes de capital, o se decide incrementar la fuerza
laboral. Este dilema resalta la complejidad de la toma de decisiones
económicas, donde cada elección implica un sacrificio y debe ser considerada en
función de las oportunidades perdidas. En este sentido, la capacidad de
previsión y la valoración de los futuros beneficios juegan un papel fundamental
en la optimización de los recursos. Cada individuo, al ponderar sus opciones,
busca no solo el mayor rendimiento inmediato, sino también la sostenibilidad y
el crecimiento a largo plazo en un mundo de recursos limitados.
Desde esta perspectiva, el trabajo y el ocio se encuentran en una
tensión constante: las personas laboran únicamente cuando el rendimiento que
obtienen de su trabajo compensa la pérdida de satisfacción que conlleva
renunciar a su tiempo de ocio. Este último es el único bien de consumo cuyo
beneficio se experimenta de inmediato, brindando a los individuos un retorno
instantáneo. En este contexto, el "Robinson" de la praxeología
aparece como un ser perezoso, aquel que, al elegir el ocio por encima de la
producción, encarna una visión que desafía la lógica del esfuerzo humano.
Este equilibrio entre trabajo y ocio resalta la naturaleza
deliberada de la acción humana, donde cada elección está marcada por la
búsqueda de maximizar la satisfacción personal. Así, el ocio se convierte en un
refugio, un estado de bienestar inmediato, mientras que el trabajo se presenta
como un sacrificio que, si bien puede generar mayores bienes en el futuro,
implica una pérdida en el presente. En este sentido, la praxeología invita a
reflexionar sobre las motivaciones detrás de nuestras decisiones, reconociendo
que el valor del ocio es tan significativo como el del trabajo.
La formación de capital es fruto de aquellos individuos con
capacidad de previsión, quienes invierten el axioma de la preferencia temporal
al valorar más el futuro que el presente. En este sentido, la riqueza se
convierte en la recompensa de esa virtud. Sin embargo, otro axioma praxiológico
afirma que el fin de toda acumulación de capital es el gasto. Desde esta
perspectiva, el ahorro permanente es absurdo, lo que explica que la riqueza
tienda a redistribuirse. Aquél que demuestra la mayor previsión, que anticipa y
construye un futuro de posibilidades, se asemeja al Atlas de Ayn Rand, el titán
que sostiene el mundo en su espalda, cuyo esfuerzo es fundamental para la
prosperidad colectiva.
Para la praxeología, toda acción social se manifiesta como un
intercambio orientado hacia la búsqueda de una mayor satisfacción. Se produce
así un movimiento en el que se abandona un estado actual para acceder a otro
que se percibe como más beneficioso. En términos generales, se pueden
identificar dos formas de intercambio. Por un lado, está el cambio autístico,
que no requiere de relaciones interpersonales de servicio. Por otro lado, se
encuentra el intercambio interpersonal, donde un individuo renuncia a un bien
para adquirir otro.
Dentro de este último tipo de intercambio, Rothbard introduce la distinción del
intercambio hegemónico, que se observa en situaciones como la esclavitud o la
explotación. En estos casos, solo el amo se beneficia, ya que es el único que
actúa libremente; el súbdito, por su parte, se ve forzado a obedecer, movido
únicamente por la amenaza de la fuerza. Este concepto subraya el rechazo de la
dialéctica, ya que implica que uno de los polos de la relación (el amo)
disfruta de libertad, mientras que el otro (el súbdito) se encuentra atrapado
en una condición de servidumbre.
El intercambio voluntario se origina en la disparidad de
valoraciones entre los bienes que son objeto de cambio, lo que permite que cada
participante obtenga lo que más valora. Una economía sustentada en este tipo de
intercambio no solo propicia el progreso tecnológico, sino que también fomenta
libertades y avances materiales. En un mercado sin interferencias, son los
consumidores quienes dirigen el rumbo de la producción. Dado que todos aspiran
a un mayor progreso material, el avance de la sociedad se vuelve inevitable.
Las sociedades que se fundamentan en este modelo de intercambio
son aquellas de carácter contractual, caracterizadas por “responsabilidad
individual, ausencia de métodos violentos, libertad, plenas facultades para
tomar decisiones [...] y beneficios para todos los participantes” (Rothbard,
2011: 89). La praxeología, lejos de ignorar los costes marginales en la
búsqueda del beneficio, reconoce la existencia de lo que denomina
“deseconomías” externas. No obstante, estas son siempre consecuencia de errores
cometidos por un gobierno que actúa de manera coercitiva en su supuesta función
de proteger los derechos de propiedad.
En este contexto, el humanismo praxiológico niega a la tecnología
y al capital la capacidad de deliberación. No obstante, la tecnología mantiene
una continuidad metafísica con su creador o propietario, y esa continuidad
justifica su carácter de propiedad. Rothbard, por otro lado, sostiene que el
individuo es dueño de sí mismo, lo cual implica una separación ontológica
fundamental entre el sujeto y su entorno. Esta idea de la separación ontológica
sugiere que el individuo no solo es un ser en el mundo, sino que también posee
una individualidad intrínseca que le otorga autonomía y responsabilidad. Al
afirmar que se es “dueño de sí mismo”, sugiere una distancia entre el sujeto y
su propia individualidad. Esta noción puede interpretarse como una separación
entre el "sí mismo" como agente y el "sí mismo" como objeto
de propiedad. En esta perspectiva, el individuo no solo se define por su ser
interno, sino que también se percibe como un propietario de su propia
existencia, lo cual implica una relación dual. Esta distinción resalta la
capacidad de deliberación y autonomía del individuo, quien no es solo un ente
pasivo en el mundo, sino un actor que posee y controla su vida. Sin embargo, al
mismo tiempo, esta propiedad sobre uno mismo implica una cierta alienación, ya
que el individuo puede verse como separado de su ser esencial, problema que el
libertarianismo soslaya y que los neorreaccionarios resuelven, como se abordará
luego, con propuestas de robotización.
La defensa de esa individualidad -que, como vimos, no es tan
“indivisa”- redunda en que toda intervención del Estado o de cualquier agente
coercitivo debe limitarse a los casos en que se vulnera la propiedad, ya que la
propiedad es un concepto material y tangible. En contraste, el incumplimiento
de promesas es visto como algo menos contundente, una mera palabra sin el peso
físico que caracteriza a la propiedad. Así, Rothbard establece una clara
jerarquía entre la propiedad y las promesas, enfatizando la necesidad de
protección de lo material frente a lo etéreo, lo que subraya la importancia de
la responsabilidad individual en el contexto del intercambio y la acción
social.
Por otro lado, la escuela austríaca se basa en una historia
económica que es, como toda historia, un mito antropotécnico. Del Robinson se
pasó al intercambio directo, hasta que los individuos se enfrentaron a la
“falta de coincidencia de necesidades” y a los problemas de producción y
cálculo: sin una unidad de cuenta, “no puede establecerse la conveniencia de
dónde es conveniente invertir”. Para solucionar ese obstáculo, los individuos
ingresan en nuevas relaciones contractuales de “intercambio indirecto”, en las
cuales los bienes se adquieren no para satisfacer necesidades inmediatas, sino
con la intención de volver a cambiarlos. Al valor de uso se le suma así el
valor de cambio. Como explica Rothbard: “el proceso continúa, con una
diferencia siempre en aumento entre la comerciabilidad de los bienes usados
como medio de intercambio y la de los demás productos, hasta que finalmente uno
o dos de ellos son mucho más comerciables que los otros y se utilizan en forma
general como medio de intercambio” (Rothbard,
2011: 192).
Dichos productos usados como medios de cambio son las monedas o el
dinero. Gracias a estos instrumentos se eliminan los problemas del cambio
directo, haciendo posibles procesos largos y complicados de producción y de
especialización, generando la división del trabajo, apuntalando la creciente
especialización y el progreso tecnológico. Dicha moneda, retomando la cuestión
de la matematización, establece una unidad entre lo existente, manteniendo con
los objetos una relación semejante respecto a los humanos: son inmanentes y
trascendentes a las relaciones de intercambio y de propiedad. En este sentido,
la praxeología es el nombre de una extrema filosofía de la praxis como eficacia
sacramental del dinero. Si incluso Rothbard ha pregonado la posibilidad de prescindir
de una institución como el Banco Central, considerado un fraude, esto se debe a
su confianza absoluta en el orden espontáneo del Organismo-Mercado el cual, más
que en ningún otro caso, convoca a una teología política de la acción. Llegados
a este punto extremo, el Dios anarcocapitalista, despojado de toda arché
se realiza completamente en la praxis y, en cierta forma, gracias a la acción,
por oposición al Ser, es donde encuentra la posibilidad misma de su existencia.
En una teología donde la praxis desplaza al Ser y la teúrgia del hacer
transforma incluso al ocio en un bien de consumo no hay, en rigor, ningún lugar
para la ciudadanía política que no sea bajo el ropaje de un consumidor eficaz.
Cuando lo divino colapsa en la praxis y se justifica por ella, nos encontramos
ante las puertas de una religión sacrificial sin Dios puesto que el sacrificio
de la praxis vacía es el único ritual admitido y en él se abre el camino para
la abolición de cualquier forma-de-vida puesto que esta última no puede estar
sustentada en la propensión de la eficiencia del hacer sino únicamente en el
beneficio de la plenitud plural del Ser.
XI.
Un hombre
busca sesudamente, con ayuda de su computadora, resolver un problema matemático
que le permitiría entender el aparente caos del mercado bursátil. Siempre está
cerca, pero en el momento mismo en que parece haber alcanzado su meta, la
computadora colapsa, y él también: fuertes dolores de cabeza lo asedian día a
día. Un grupo de oscuros accionistas y una secta judía versada en los secretos
de la cábala lo persiguen implacables, con fines en apariencia distintos pero
que son, en el fondo, el mismo: entender a su Dios. El argumento del film Pi
(1998) podría ser un viaje lisérgico de Nick Land, uno de los intelectuales
NRx, otro ávido del colapso en que las fuerzas titánicas se imponen
revelándose tal cual son.
Toda
filosofía de la historia, esto es, toda concepción teleológica del devenir
encubre una teología (Löwith,
2007). La filosofía de la historia NRx imagina una fuerza maquínica que como
aliento vital en desarrollo vertiginoso engendra un proceso desordenado pero
inteligente, acorralado sólo de manera momentánea por las vidas de carbono que
no quieren ceder el trono de la Tierra. Acompañar, impulsar, destrabar, sacar
el freno al impulso desterritorializante de ese ímpetu extemporáneo llevará a
la “automatización del capital” o, lo que es lo mismo, la “singularidad
tecnocapitalista”. La Catedral humanista universalista ilustrada puede
obliterar el proceso, pero el espíritu maquínico se impondrá finalmente, el
cero en su inmensidad se revelará inexorable, arrastrándolo todo al colapso
cibernético.
El movimiento
neorreaccionario, como argumenta Yuk Hui (2020), está habitado por una
contradicción cuyo núcleo es su metafísica del tiempo. Anti-universalistas en
lo político, pretenden sustraerse de la dialéctica de la disputa democrática
que el economista Albert Hirshman desginó como “voz” y promueven la “salida”,
la búsqueda de un afuera radical, de una temporalidad paralela a la univocidad
temporal del universalismo. Este secesionismo metafísico, radical, que oficia
de fundamento para la demanda de “derecho a la diferencia”, es lo que hermana a
los profetas de la NRx con supremacistas blancos y políticos estrambóticos,
pero de manera sólo estratégica y contingente. La neorreacción desea inventar
una nueva civilización que abrace las leyes inexorables que todo lo gobiernan y
que son la catalaxia y la selección natural, contenidas ambas en la cibernética
(Land, 2022). Hijos malditos del
objetivismo, Thiel, Land y Moldbug confían en que, finalmente, la Historia está
de su lado. Antiuniversalistas en lo político, abrazan leyes universales. Y
saben que, finalmente, ellos y su proyecto saldrán victoriosos en la contienda
histórica puesto que todo organismo que vaya en contra de aquellas leyes, que
morigere la vertiginosidad impiadosa del Tiempo, sucumbirá a la entropía y
perecerá. La supervivencia requiere de mecanismos extrópicos, que disminuyan al
máximo la entropía, alejándose del estado de reposo con que sueñan los agentes
de la Catedral.
Es en ese
punto en que la NRx se inserta en el derrotero del aceleracionismo, pese a las
interpretaciones más confortables que hicieron los escasos exégetas del
filósofo británico, que suelen atribuir su “giro neorreaccionario” a una
pérdida del juicio. Por el contrario, la neorreacción es la conclusión lógica
del axioma marxiano de la retroalimentación positiva del capital llevada al
extremo a través del rechazo de la dialéctica que Land hereda de Deleuze y
Guattari. Si los franceses mesuraron algunas de sus hipótesis en el segundo
tomo de Capitalismo y esquizofrenia, el inglés depuró el marco
antiedípico de ciertos rasgos trascendentalistas que inspiraron la prosa de los
intelectuales tardíos del Mayo ‘68, quienes consideraban que, al acelerar la
descodificación y la desterritorialización del capitalismo podría encontrarse
un afuera exterior a sus lógicas. El aceleracionismo NRx –que es en verdad
aceleracionismo en estado puro, libre de cualquier hipótesis ad hoc para
compatibilizar aceleración con territorialización– por el contrario busca el
único afuera posible, un afuera inmanente al capitalismo, que se encuentra en
los intersticios de los dispositivos catedralicios que obstaculizan los
procesos de retroalimentación positiva del capital, demorándonos en la llegada
de lo que de todas maneras es inexorable. Es Bitcoin y no el supremacismo
blanco el verdadero aliado de la gesta NRx (Land,
2024).
La
teleoplexia capitalista (Land,
2023) propone precisamente desligar al capital del socius para que se
desarrolle en libertad hasta inaugurar una nueva era signada por la
singularidad tecnocomercial. Ese fin último, verdadero, necesita de un “régimen
teleológico gemelo” referido a su utilidad para objetivos socialmente
establecidos. Como dice Land, “que parezca orientarse hacia la
realización de las preferencias de consumo humano es esencial para su
emergencia sociohistórica y su supervivencia” (Land,
2022: 217). Pero el argumento utilitarista –que Land (2019b) esgrimió contra el
“miserabilismo trascendental” del izquierdismo– no es el principal. El desdén
por el utilitarismo constituye otra confluencia paradójica entre los
neorreaccionarios y los libertarios. Para Rothbard (2013), también el argumento
utilitario debía estar subordinado a una meta final, aunque divergen en la
definición de esa finalidad. La NRx considera que el telos es la
independización de la inteligencia.
En efecto, el
poshumanismo neorreaccionario considera que la inteligencia biológica está
fatalmente limitada. La homeostasis supone un condicionamiento de la
inteligencia por factores extrínsecos, que imposibilita el “autorrefinamiento
de la inteligencia”, obstrucción en que participan también la solidaridad y
cualquier forma de ayuda estatal. A este respecto, Land es terminante: “todo lo
realmente valioso se ha forjado en el infierno” (2022: 154), y es por ello que
el sueño de la neorreacción es “el infierno eterno”, donde el infierno denota
el calvario indolente de la naturaleza. En Land, como en Ayn Rand, inteligencia
y volición están inextricablemente unidos (aunque Land no niega –en rigor,
tampoco afirma– la influencia de factores genéticos en las capacidades
cognitivas). Y, en condiciones normales,
la naturaleza, al mismo tiempo que limita, obliga a querer pensar. La
correspondencia entre intelecto y capitalismo, entendido este último como una
complejización técnica de las leyes naturales, también radica en que el
intelecto es, como el capital, extrópico, desordenador (Land, 2019a). Por ello, el objetivo ha de ser dotar a la
tecnología de voluntad de saber para que la lógica de la maximización de
ganancias y la inteligencia hagan sinergia y lo hagan colapsar todo,
inaugurando la era del Horizonte Biónico, la supresión total de la distinción
entre Naturaleza y Cultura. De esta manera, la logofilia racionalista de los
neorreaccionarios se deshace de las vestiduras humanistas de sus antepasados
inmediatos libertarios y le rinden pleitesía a los cyborgs del mundo por
venir y cual cruzados se enfrentan a los caballeros del orden mundial.
La Catedral
es el nombre con que la NRx designan toda moral o creencia compartida que
contradiga la “irremediable incorrección política de la realidad” (Land, 2022: 50). La identificación de un
status quo que pervierte el orden social
que se daría de manera espontánea es perpendicular a la historia del
liberalismo. Esa hermenéutica de la sospecha es, paradójicamente, una herencia
del platonismo que todos ellos rechazan por su idealismo. El objetivismo
postulaba que, para salir de la mentira del establishment, era preciso un
trabajo de reflexión sobre el sí mismo y el mundo para identificar las
entidades existentes y su comportamiento. Llevándolo todo al extremo,
confirmando la tesis de Erik Davis (2004), los devotos NRx reconocen sin
embargo su impulso gnóstico – referenciándose en la película Matrix– y
su tecnofilia es producto de la convicción de que la cibernética domina
ineludiblemente la robótica, por lo que, para supeditarse de una vez y para
siempre a sus leyes es necesario delegar el poder a entes digitales y que los
seres de carbono se combinen con el silicio dando lugar a formas inéditas de
vida. Esa es la forma extrema de lo que Moldbug llamó “neocameralismo”.
Corolarios
XII.
La afirmación
de Ayn Rand de que “la existencia existe” —una ontología única y objetiva—
tiene profundas implicaciones para las filosofías políticas y económicas que se
derivan de este principio. El principio de que “la existencia existe” en el
objetivismo establece una ontología realista, donde dicha realidad es
independiente de la percepción humana y está gobernada por leyes objetivas y
universales. Este principio tiene implicancias tanto epistemológicas como
éticas, y se aplica directamente en la economía a través de varias ideas
fundamentales.
Al igual que
en el objetivismo, donde la razón es la única herramienta válida para conocer
la realidad, el cálculo económico se convierte en la única herramienta para
evaluar la acción humana. Cualquier intento de comprender al individuo fuera de
este marco es visto como un desvío subjetivo y sin fundamento. Por otro lado,
en el anarcocapitalismo extremo, el individuo se reduce a un agente dentro de
un proceso económico que trasciende sus propios fines y deseos. Esto resuena
con el antihumanismo de Nick Land, donde el capital se convierte en un agente
autónomo que disuelve la subjetividad humana.
Por otro
lado, la presunta universalidad de las leyes económicas y sociales es fruto de
la creencia en una única realidad objetiva. No hay lugar para el relativismo
cultural o moral, y cualquier desviación se considera una violación de las
leyes de la realidad. Si la realidad está gobernada por leyes objetivas y el
sujeto solo tiene que descubrirlas y actuar en consecuencia, entonces no hay
espacio para la pluralidad de interpretaciones o para la creación de
significado que no esté orientado a esta finalidad. Esto también conecta con el
desdén por la subjetividad y el exceso de sentido que caracterizan al
antihumanismo de Land.
Desde esta
perspectiva, el anarcocapitalismo contiene la metafísica objetivista al concebir
el mercado como un proceso autónomo y objetivo, donde el individuo es evaluado
según su capacidad de actuar conforme a estas leyes. A su vez, esto abre la
puerta a un potencial antihumanismo implícito, donde el ser humano es subsumido
por un orden económico que trasciende sus propios deseos y subjetividades. En
última instancia, la ontología única que subyace al pensamiento
anarcocapitalista puede llevar a una forma extrema de racionalismo que
deshumaniza, un punto que conecta sutilmente con la crítica que Nick Land y
otros antihumanistas desarrollan al final del recorrido intelectual de la
modernidad racionalista.
Tanto el
objetivismo como el anarcocapitalismo comparten una epistemología racionalista.
La razón y el cálculo son las herramientas que permiten comprender la realidad,
ya sea en el ámbito moral (como defiende Rand) o en el económico (como
sostienen von Mises y Rothbard). Dado que ambos sistemas parten de la
existencia de una realidad objetiva, rechazan cualquier teoría que considere
que las normas morales o económicas son construcciones sociales subjetivas.
Esta es una crítica que ambos dirigen hacia el constructivismo social, el
posmodernismo y el intervencionismo estatal.
La ética
objetivista se deriva de la realidad objetiva de la existencia humana. Del
mismo modo, la ética anarcocapitalista se deduce a partir de las condiciones
objetivas de la acción humana y la escasez. En ambos casos, la ética es un
reflejo de una estructura ontológica inmutable. El objetivismo privilegia la
razón y la lógica como las únicas herramientas válidas para interpretar el
mundo. Cualquier exceso de sentido (mitología, arte, angustia y así
sucesivamente) es visto como un obstáculo que debe ser superado. Esto conduce a
una suerte de “reificación del sujeto” donde el ser humano es reducido a un
agente de razonamiento lógico que tiene como función primaria aprender y actuar
en el mundo de acuerdo con las leyes que gobiernan la realidad. Cualquier aspecto
de la existencia humana que no se ajuste a esta finalidad se percibe como
accesorio, disfuncional o antinatural.
Así, aunque
Rand defiende la supremacía del individuo, su individualismo se construye
alrededor de un sujeto altamente racionalizado que se orienta exclusivamente
hacia la eficacia, la producción y la lógica. La creación de sentido (mediante
el arte, la filosofía o la mitología) se convierte en una actividad secundaria
que solo se justifica si potencia al individuo en su búsqueda de comprensión
racional. En este sentido, hay un potencial deshumanizante en el objetivismo,
porque transforma al ser humano en un agente de la razón, subordinando su
subjetividad a la necesidad de conocer y actuar en un mundo gobernado por leyes
universales.
Este es el
vínculo entre el objetivismo y el posthumanismo neorreaccionario. En la
filosofía de Nick Land, el humano es solo un paso intermedio hacia formas de
subjetividad posthumanas y distribuidas, en las que la individualidad se
fragmenta y la tecnología y el capital se convierten en agentes de
transformación. Este proceso se lleva a cabo a través de la aceleración del
capitalismo, que destruye las categorías tradicionales de lo humano (incluida
la subjetividad). Lo que en Rand es una tensión entre razón y creación de
sentido, en Land se convierte en un colapso de la subjetividad, donde la razón
y la lógica se disocian del sujeto humano y se convierten en fuerzas autónomas.
En este contexto, la lógica capitalista y la tecnociencia destruyen la subjetividad
humana para dar lugar a un tipo de pensamiento cibernético.
El
objetivismo de Rand, en su búsqueda por una racionalidad pura y su desdén por
el exceso de sentido (mitología, arte, deseo, angustia), contiene un germen
antihumanista que se revela plenamente en el pensamiento de Nick Land y los
teóricos de la reacción oscura. Aunque Rand se presenta como humanista al
exaltar al individuo racional, la estructura subyacente de su filosofía podría
interpretarse como el preludio de una concepción deshumanizada y funcionalista
del ser humano, que eventualmente se convierte en una máquina racional dentro
del sistema capitalista, tal como lo plantea Land. En síntesis, podría decirse
que la fe de Rand en la razón humana desaparece en Land, pero su ausencia es
compensada por la fe que despiertan en el británico los desarrollos
tecnológicos de los que la filósofa objetivista no pudo ser testigo. Las leyes
objetivas existen para ambos, pero para ella eran accesibles a través del
ejercicio consciente; para Land sólo son asequibles por los nuevos entes.
XIII.
En un diagnóstico
civilizatorio que no deja de tener su meritoria acuidad, se ha podido hablar
sobre la Stimmung contemporánea como una suerte de depresión en tanto
pandemia de angustia objetiva socialmente inducida por los engranajes reales
del capital y su ideología orientada a la proactividad exitosa donde el
individuo es convertido en el autor ineluctable de su propio fracaso
existencial. Con todos los méritos que pueda albergar una tesis semejante,
resulta errada por falta de una indagación metafísica del Mercado.
En efecto, el
Mercado es una forma bio-sintiente que, desde su conformación como religión
predominante del dinero globalizado, no ha dejado de crecer como Organismo
omnívoro y necesitado de algo así como lo que la doctrina brahmánica denominaba
el viraj o alimento para los dioses bajo las formas de diversos ritos,
himnos y sacrificios. En efecto, como ha sido señalado por uno de los más
grandes indólogos de la escuela francesa, “el sacrificio es el alimento de los
dioses” (Lévi, 1898: 29). Con
todo, en el sistema védico existía una ley de reciprocidad: “los dioses
subsisten de aquello que se les ofrece aquí abajo, así como los hombres
subsisten de los dones que les llegan del mundo celeste (Lévi, 1898: 82).
En otros términos,
si hay una depresión generalizada en todo el orbe es porque la forma humana ha
sido absorbida por el Mercado como su nutriente esencial gracias al cual
sobrevive pero que no devuelve nada a cambio excepto la destrucción del resto
de la vida existente que constituye sólo su alimento. El Organismo-Mercado es
una exo-formación sintiente que, literalmente, se alimenta de seres humanos así
como de todas las formas de vida planetarias pues se trata de una criatura que
demanda el sacrificio constante de todo lo existente. No sólo le quita su élan
vital al ecosistema en su conjunto, sino que transforma a los humanos en zombis
que, desorientados, deambulan sin destino posible por las urbes resquebrajadas
del mundo contemporáneo.
En suma, cuanto más
decrece la vitalidad de los seres vivientes tanto más se acrecienta la fuerza
sintiente del Organismo mercantil que, aliándose con la cibernética están
llevando adelante la transformación más extraordinaria de la que se tenga
ancestral memoria desde la emergencia del Homo sapiens. Nos referimos a la
trans-humanización que pone los destinos bio-sociales humanos en manos no ya de
los propios homines sino de entidades sintientes que, como el Mercado o
la Artificial Intelligence, están remodelando el orbe en su conjunto a
imagen y semejanza de sus estructuras maquínico-vitales.
El ciber-mercado es
la encarnación viviente de un titanismo que ha retornado bajo la forma de la
aniquilación de una humanidad que había sido cobijada por los dioses y que, en
el presente, se halla abandonada a su propia extinción. Anarcocapitalismo, en este
sentido, designa únicamente el nombre, circunstancial y contingente, de una
masiva mutación en curso que o bien destruirá el mundo o bien lo reconfigurará
en agrupaciones cuya fisonomía hoy nos resulta simplemente imposible de
imaginar.
Reiner Schürmann,
uno de los filósofos más originales del siglo XX, ha propuesto una lectura de
Heidegger donde la historicidad del Ser y, en consecuencia, su epocalidad, no
pueden ser entendidas sino como formas de la economía de la presencia. En este
sentido, toda historia del Ser es una recapitulación de su presencia como
economía. Todo teorema del fundamento, toda arché que deba ser
deconstruida, debe serlo a partir de la demostración de su falta de todo
fundamento en ningún principio metafísico. Ahora bien, si la ontología no es
sino una economía que se despliega históricamente, entonces, “hoy la
cibernética ha sustituido a la filosofía” (Schürmann,
2017: 400) y, en consecuencia, la economía es la auténtica metafísica de
nuestra época.
En este sentido, la
anarquía de Schürmann no coincide con los “anarquismos del poder” como los de
Proudhon o Bakunin ni con un pensamiento anómico. Al contrario, lo que el
filósofo inquiere es una economía que permita “un existir ‘sin porqué’ con el
fin de comprender la venida a la presencia como ella misma sin arché, ni
télos, sin ‘porqué’” (Schürmann,
2017: 413). Ahora bien, al concebir Schürmann la historicidad del Ser como
economía, su propuesta resulta insuficiente para superar a la cibernética como
destino de la metafísica y, más aún, para ir más allá de esta última. Al
contrario, como hemos querido hacer notar, la economía (y, por ende, la
cibernética) son las fuerzas más anárquicas que han gobernado la
onto-teo-logía.
De esta manera, el
principio anárquico como carente de todo fundamento es, precisamente, la
culminación (y no la superación) de la historia de la metafísica como presencia
bajo la forma histórica del anarcocapitalismo y del pensamiento de los NRx.
Este efecto no ha sido advertido por Schürmann quien no ha podido entrever que
el anarcocapitalismo, antes que una posición de poder, se presenta como una
culminación de la metafísica de la arché y, seguidamente, de su
superación en el nihilismo. Desde esta perspectiva, la adoración del Organismo
sintiente conocido como Mercado no es sino una consecuencia secundaria del
anarquismo metafísico primordial del anarcocapitalismo. Mientras la metafísica
se piense como economía y como anarquía no hay superación de la onto-teo-logía
sino, al contrario, se abre el espacio para la hegemonía del nihilismo
planetario destinado a desarrollar una vida “sin porqué”.
Por muy admirables
que resulten los esfuerzos de Schürmann, su filosofía entra en un impasse al no
poder esquivar las trampas ontológicas de pensar a la historia como economía y
al Ser como anárquico. Sólo podría tener alguna oportunidad divergente, un pensamiento
capaz de liberar a la temporalidad de toda economía y, al mismo tiempo, no sólo
intentar vivir sin arché sino, más bien, explorar activamente el dominio
(post-)metafísico que se abre en un mundo que reclama aquello que está más allá
de toda arché sin temer que su descripción sea una reconfiguración de
los principios del poder. En otras palabras, sólo una nueva metafísica
post-económica y post-anárquica que tomara en cuenta, ciertamente, lo logros
indubitables de la deconstrucción, podría ir más allá del impasse de nuestro
tiempo que, bajo el ropaje económico-cibernético, ha consagrado a la anarquía
del acontecimiento como principio de todo poder sobre la Tierra.
De hecho, este
camino debe ser recorrido pues el peligro que afrontan los seres vivientes de
la Tierra es su extinción. Por un lado, la cibernética como técnica suprema de
nuestro tiempo ha conquistado el orbe. Por otro lado, contra toda visión
ingenua sobre la neutralidad de la técnica, debemos recordar que “nadie puede
sustraerse a las consecuencias internas de la transformación de la vida (den
inneren Konsequenzen der Umgestaltung des Lebens) provocada por la
industria y la técnica” (Löwith,
1990: 109). En cierta forma, el nihilismo no es la consecuencia de la
desintegración de la arché que sustentaba, como sostén metafísico, a la
civilización occidental.
Al contrario, como
hemos visto, la anarquía es co-originaria a esta civilización al menos desde su
cristianización y, por tanto, el nihilismo es la consagración última y puesta
al descubierto, a ojos vista, de su latente imperio milenario. Ciertamente, su
visibilidad histórica comenzó a ponerse de manifiesto con el sacudimiento del orbis
christianus cuando entraron en conflicto los poderes temporales y
espirituales, antes fusionados en Unum político-religioso (Ewig, 1956: 7-73), a partir de la
querella de las investiduras (1057-1122) cuyo significado implicó el comienzo
del derrumbe de un modo de ejercicio del poder (Böckenförde,
1976: 42–63) que, precisamente, escondía la anarquía como condición de
posibilidad en forclusión política.
Por lo demás, se
sigue que el nihilismo no es, como suele interpretarse, únicamente una crisis
final de los valores y sentidos civilizatorios. Friedrich Nietzsche era
plenamente consciente de que el “ascenso” (Heraufkunft) del nihilismo
implicaba un magma de destrucción: la “aniquilación por el juicio (der
Ver-Nichtung durch das Urtheil)” es secundada por la “aniquilación por las
manos (die Ver-Nichtung durch die Hand)” [Nietzsche, 1999: 11 (123)]. En este punto, el
anarcocapitalismo puede no ser la ideología de la mayoría de los gobiernos de
la Tierra pero es, ciertamente, la forma paradigmática más extrema de toda
forma del poder tecno-financiero en Occidente, vale decir, del auténtico poder
luego de la erosión de la fuerza de ley de todos los Estados de un Occidente
resquebrajado. Y siendo el anarcocapitalismo la forma cibernética del
nihilismo, su reino es hoy indisputable como arquetipo del ejercicio del poder
a nivel planetario. La extensión ilimitada del nihilismo resulta, en
consecuencia, directamente proporcional con el riesgo de la extinción de la
vida terrestre a manos de la tecno-dominancia NRx.
El
anarcocapitalismo, de este modo, marca el tiempo presente y es el ápice del
ciclo histórico de la metafísica como onto-teo-logía que concluye con el
Mercado como organismo vivo autorregulado y la promesa de una Superinteligencia
artificial como Noûs telemático en tanto divinidad por venir. Con todo,
el estado de excepción planetario y el final de la democracia occidental no
marca el perfil histórico de los eones futuros. Al contrario, es sólo la
prehistoria (que, siguiendo a Franz Overbeck [1996], sólo puede darse,
paradojalmente, en el tiempo presente porque no se contiene en un pasado que
haga las veces de origen), ruda y precaria, de los escenarios geo-políticos y
metafísicos que vendrán los cuales, evidentemente, contemplan el abandono del
ecosistema de la Tierra en pos de una toma del mundo extra-geodésico.
Hoy el
Organismo-Mercado sólo sueña con su futuro y pergeña una civilización cuyos
contornos ni siquiera somos capaces de imaginar excepto por el hecho de que
podemos tener la certeza de que un horror de nuevo tipo habrá de marcar su Stimmung.
Los Titanes, que han vuelto para vengarse sin tregua ni piedad de la derrota
otrora infligida por los dioses que crearon el mundo occidental, apenas están
labrando los cimientos del Imperium cósmico para cuyo ascenso es
necesario que el anarcocapitalismo destruya, como su condición de posibilidad,
todo fundamento previo en el Ser como historia de la metafísica.
La visión profética
del retorno de los Titanes ha sido consolidada por la obra de Ayn Rand, Atlas
Shrugged publicada en 1957. En este sentido, con gran acuidad, se ha podido
señalar que Rand es una “minarquista explícita” pero una “anarquista implícita”
(Sechrest, 2007: 194) si nos
atenemos a las consecuencias últimas de su objetivismo político. Cabe resaltar,
en este contexto, que los Titanes eran los dioses primordiales anteriores a las
deidades Olímpicas. Estas últimas han tenido el albur de regir la historia
humana. Atlas, hijo del titán Jápeto y de la oceánide Clímene, “sostiene el
vasto cielo (uranón eurún)” [Hesíodo,
Teogonía, 517] como castigo perpetrado por Zeus (Stoll – Furtwängler,
1884-1937: Band I: 704-711) a causa del apoyo que Atlas brindó a la estirpe
titánica en su guerra contra los dioses olímpicos que concluyó con los titanes
vencidos y hechos prisioneros en el Tártaro, la región más remota y sombría del
inframundo.
No deja de ser
determinante en el mito de Atlas su origen en el Asia Menor, según podemos
constatar en la epopeya hurrito-hitita de Kumarbi donde, en la Canción de
Ullikummi se menciona al gigante Upelluri, de proveniencia inmemorial, que
sostiene el cielo y la tierra (Lesky,
1966: 363-368). Atlas, en su genealogía titánica, se hunde en la noche de los
tiempos previa a la existencia de la humanidad y conserva pues el arcano de los
poderes primordiales que rigieron este mundo antes de la pax olímpica.
En el mundo actual, con el ocaso de los dioses olímpicos y el final de la
metafísica que los representaba, los Titanes han sido liberados de su prisión
tartárica para acometer la toma del poder en todo el orbe. El
anarcocapitalismo, reactivando fuerzas primordiales, busca extender una
dominación planetaria en la que Atlas se presenta como la figura emblemática.
Con toda
probabilidad, Ayn Rand tuvo en mente, a la hora de escribir su libro, a la
escultura colosal de Atlas, de estilo art déco, realizada por Lee Lawrie en el
Rockefeller Center de Nueva York. Y no
vaciló en identificar a los antiguos Titanes según sus ropajes contemporáneos
bajo las figuras del empresario y los capitalistas. Debido a que Atlas estaba
castigado por Zeus a sostener al mundo sobre sus hombros, esto lo dejaba “con
sus rodillas doblándose, con sus brazos temblando (his knees buckling, his arms
trembling)” [Rand, 1996: 455].
En el eón emergente la situación habrá de invertirse para que Atlas, liberado
por la filosofía anarcocapitalista y liderado por los NRx, alcance el cenit de
su venganza para liderar la reconquista de los cielos.
Son asimismo los
titanes empresariales quienes ejercen el poder en el Nachtwächterstaat
anarco-capitalista que anuncia su estado de excepción permanente. En nuestros
días, Peter Thiel o Elon Musk podrían erigirse en sus representantes más
conspicuos. Por esa misma razón, cabe recordar que la tarea de Atlas era
sostener todo el cosmos y no sólo la tierra (como a veces se ha supuesto
erróneamente). En este sentido, tanto el titán Atlas como sus sucedáneos
contemporáneos albergan un mismo objetivo: sostener en sus manos al universo
entero, si acaso fuera posible.
No resulta casual,
en consecuencia, que los tecnoempresarios anarco-capitalistas de nuestros días
en alianza inclaudicable con la cibernética, hayan desencadenado, una vez más,
un proyecto cosmopolítico que aspira a la conquista del espacio exterior como
hábitat para la especie transhumana que dejará atrás la historia de Homo
tal y como la conocimos hasta no hace mucho tiempo. Los cielos se resquebrajan,
el Organismo viviente del Mercado absorbe al planeta en su conjunto y el estado
de excepción abre las puertas para un inédito gobierno cibernético de lo
existente objetivo y subjetivo.
En otras palabras, la batalla por el Dominio del Mundo que libró la Modernidad ha concluido con la derrota de un imperio: el de los ideales de la Revolución francesa y su herencia político-económica. El mundo cruje en sus cimientos ante el impacto de una escaramuza cósmica que ha quebrado todos los órdenes previamente conocidos. La rebelión de Atlas y los Titanes, esta vez por el dominio de la especie humana y su destino extra-geodésico, ha dado comienzo. La titanomaquia, con todo, implica un trastocamiento en el orden de la metafísica. Quizá el mayor trasvasamiento al que se haya visto sometida la onto-teo-logía en todo su devenir pues, al final de su historia, Bitcoin es el nuevo nombre del Ser, vale decir, el criterio maximalista que establece que blockchain es el principio supremo de toda la realidad (Land, 2024, § 1.3). El colapso, entonces, es el nombre de la guerra global en curso que los Titanes, a través del Organismo-Mercado, libran por el inaudito sentido de todo cuanto existe en el cosmos.
Escolio I
La sociedad
disciplinaria, si es que alguna vez existió en plenitud, tuvo corta duración.
Desde la mitad del siglo XIX, ya podemos encontrar, como ha sido estudiado, las
raíces de la sociedad de control enraizada en la información:
El microprocesador y
de las tecnologías computacionales, contrariamente a las opiniones de moda, no
son nuevas fuerzas desatadas sobre una sociedad que no estaba preparada, sino
meramente el último exponente (installement) en el desarrollo continuo
de la Revolución del Control. Esto explica la razón por cual por la cual tantas
contribuciones mayores del ordenador fueron anticipadas junto con los primeros
signos de una crisis de control a mediados del siglo XIX (Beniger, 1986: VII)
Sin lugar a duda, el
surgimiento de la sociedad de control se coronó con la digitalización
universal. Pero, de igual modo que el anarcocapitalismo es el fruto de una
sedimentación milenaria, su punto de eclosión se sitúa cuando se encuentra con
una sociedad basada en la información como eje conductor del poder y con una
ultra-historia que se remonta, precisamente, al problema del control de
mercancías en el capitalismo industrial. Es entonces cuando el anarcocapitalismo,
coincidiendo con el fin de la historia de la metafísica de la presencia,
deviene una expresión tecnófila del paradigma de la excepción como tecnología
económica del control de las poblaciones.
En ese contexto,
cobra toda su importancia la Artificial Intelligence y la consolidación
de una ferviente tecno-mitología sobre la Singularidad como evento apocalíptico
por venir (Ludueña Romandini,
2024). Como hemos señalado, el anarcocapitalismo es co-originario, en su fase
madura actual, de la cibernética y sus desarrollos. En este sentido, es
portador también de los peligros de esta última. Geoffrey Hinton, desarrollador
en Google y ganador del premio Nobel de física 2024, se ha destacado por su
labor en redes neuronales digitales y aprendizaje profundo. Los chatbots de
inteligencia artificial, señala Hinton, “no son por ahora más inteligentes que
nosotros, hasta donde llega mi conocimiento. Pero pienso que pronto pueden
serlo”. Un “escenario de pesadilla (nightmare scenario)” está en el
horizonte cercano y, por tanto, estima Hinton, “hay que empezar a preocuparse”
(Hinton, 2023). Como puede constatarse, el temor de los
especialistas en A.I. es, precisamente, el sueño y el deseo de los
anarcocapitalistas tecnócratas. Se levanta así la ciudad del futuro: no tanto o
no únicamente según los ideales que Aynd Rand expandió cinematográficamente con
The Fountainhead (1949) sino el desbordante mundo de Megalopolis
de Francis Ford Coppola (2024). Siendo
así las cosas, hay que dar por descontada la Singularidad y aceptar la
inevitabilidad de la pesadilla que definirá el futuro de la civilización que
hoy se erige sobre los escombros de un Occidente en ruinas.
Escolio II
Aunque en el marco
del anarcocapitalismo y los movimientos NRx es posible detectar líneas
conservadoras en materia de valores socio-culturales debido a su ultra-historia
vinculada a los idearios del cristianismo del cual desciende, de igual modo, se
torna viable la cara opuesta de la medalla pues, en una suerte de misa negra
que invierte la moral cristiana de la que proviene, otros exponentes del ideal
libertario abren las puertas de la liberación mercantil de cualquier actividad
valorada negativamente por la moral social predominante.
Si para Louis
Dumont, la sociedades se configuraban en una dialéctica entre la jerarquía y el
individuo, este último es concebido como tal después de la una larga historia
de división de la totalidad en dominios distintos y excluyentes. La sociedad,
para el estudioso francés, tenía una ideología distinguible por cómo se
relacionaban las ideas valor de individuo y sociedad. De esta manera, había
sociedades holistas e individualistas. Las primeras eran aquellas en las que la
jerarquía englobaba al individuo. Las segundas eran aquellas en las que la
totalidad estaba subsumida al individuo. La idea de economía mercantil es
inseparable de la idea de individuo. La economía supone por un lado una
distinción de lo social de la naturaleza y del individuo de lo social. Una
sociedad individualista tiende a poner la economía por sobre lo social. Si esto
es así, no hay una contradicción inherente entre las demandas de ampliación de
las libertades individuales y la defensa del avance del capitalismo incluso en
su versión deliberadamente deshumanizante. Puede haber tensiones, pero estas
son solo resultados contingentes de una contradicción también contingente entre
lo que queda de lo social como fue entendido hasta ahora y el desarrollo
capitalista. Ese “conservadurismo” es dispensable para el capitalismo. Es fruto
de determinaciones inmediatas.
Ayn Rand
manifiesta esto con claridad con sus diatribas contra el conservadurismo. Los
conservadores, para ella, quieren que la libertad actúe sobre el dominio
material; tienden a oponerse al control gubernamental de la producción, de la
industria, del comercio, de los negocios, de los bienes físicos, de la riqueza
material. Sin embargo, abogan por el control gubernamental sobre el “espíritu
del hombre”, es decir, sobre su conciencia: defiende el derecho del Estado a
imponer la censura, determinar los valores morales, crear e implementar un
establishment gubernamental de la moralidad.
Para Rand, el
sexo no constituye algo malo; por el contrario, lo considera bueno como “uno
los aspectos más importantes de la vida humana”. Por otro lado, apoyó también
la legalización del aborto. Esto no impide, claro, que tenga una ética que para
algunos pueda resultar puritana, pero llega a ella no por el reconocimiento de
una entidad superior, divina, que dictamina cómo ha de comportarse el humano,
sino precisamente por lo opuesto, por la valorización del sí mismo: el sexo,
afirma, es “demasiado importante y como para estar sujeto a la exhibición
anatómica pública. Pero el asunto aquí no es la perspectiva que uno tenga el
sexo, sino la libertad de expresión y prensa, o sea, el derecho de sostener
cualquier perspectiva y expresarla” (Rand,
2008a: 234). De esta forma, la condena de la obscenidad es producto para ella
del colectivismo moral. En suma, para Rand, el amor, la amistad, el respeto y
la admiración son la respuesta emocional de un hombre por las virtudes de
otros, el pago espiritual entregado a cambio, el placer personal, egoísta, que
un ser humano obtiene por las virtudes del carácter de otro hombre. Así, “amar
es valorar”.
El ideario
libertario, como indica Walter Block, no implica el pacifismo pues no prohíbe
el uso de la violencia en defensa propia o como represalia. Por esta razón, se
condena el “inicio de la violencia” contra “una persona no violenta o su
propiedad” (Block, 2008: XIII). De
este modo, el mercado es, para los libertarios, en sentido estricto, amoral (ni
moral ni inmoral), vale decir, plenamente nihilista. De allí que deba admitirse
que “el mercado produce bienes y servicios como los juegos de apuestas, la prostitución,
la pornografía, las drogas (heroína, cocaína, etc), alcohol, cigarrillos, club
swingers o la incitación al suicidio” (Block,
2008: XVI). En la misma sintonía, el feminismo libertario sostiene que “la
pornografía beneficia a las mujeres y es esencial para la salud del feminismo”
(McElroy, 1995: 6).
En este sentido,
cobra particular relevancia comprender el doble juego del anarcocapitalismo:
misa mística y misa negra, ilustración lumínica o ilustración oscura son los
dípticos metafísicos entre los que oscila un movimiento que, en su esencia
post-histórica más extrema, es precisamente amoral y, en este punto, toda
adjudicación de crueldad a sus actos puede ser vivida por sus protagonistas
como ajena al ideario libertario. En este conjunto, pueden entonces convivir
proyectos como las liberalizaciones de las costumbres por parte de los
anarcocapitalistas en nombre del mercado amoral junto con los ideales,
supuestamente de resistencia política hedonista, de las Zonas de Autonomía
Temporarias (TAZ), tanto virtuales como reales, propugnadas por Hakim Bey.
En su lógica
profunda, la liberación sexual y de costumbres producto de las luchas
progresistas del siglo XX y XXI también son subproductos del Ideario libertario
del cual conservan una arché común que obliga a repensar, por completo,
lo que puede entenderse como Eros o liberación de los cuerpos en la era
transhumana del post-Capital digitalizado donde ya ha tenido lugar el Gran
Éxodo del mundo humano hacia los espacios virtuales. El triunfo del
anarcocapitalismo provoca, al mismo tiempo, una crisis en los idearios
progresistas dado que sacan a la luz una gemelidad de origen que incomoda a
propios y ajenos. El S/M de Michel Foucault en California como clave de acceso
a su comprensión, por lo menos benevolente, del ideario neoliberal marca,
precisamente, el ocaso de todo cuanto creíamos haber sabido sobre la Revolución
y cierra un ciclo histórico que demanda un comienzo que ponga en cuestión, de
cabo a rabo, todo cuanto se creía haber sabido acerca de la ética de las otrora
sociedades liberales de las extintas democracias de un Occidente agotado en sus
posibilidades históricas.
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