Zeitgeist – Siglo XXI – NRx. Ocaso del Dominium mundial moderno y auge de la teología política anarcocapitalista - Fabián Ludueña Romandini y Ulises González Ferro

 

No hay palabras que irrumpan en la oscuridad

ni dioses que alcen la mano.

Adonde quiera que mire…

tierra amontonándose.

No hay formas que se desprendan

ni sombras que se ciernan.

Y sigo oyendo todavía:

“Demasiado tarde, demasiado tarde”

Hannah Arendt

 

Proposición

Toda economía, como ha tenido a bien mostrarlo Walter Benjamin superando con creces el minimalismo teórico de las tesis de Max Weber, es una forma de religión (Benjamin 1985). El capitalismo era la forma extrema de la religión moderna. Empero, el diagnóstico de Benjamin merece ser revisado a luz del ocaso del capitalismo hodierno y el ascenso fulgurante del anarcocapitalismo. Este último no se presenta únicamente como el vértice del Capital NRx (neorreaccionario) sino como el fin de la por lo demás precaria alianza táctica entre la democracia y el capitalismo. Un neotérico ciclo histórico cobra impulso: es el tiempo de la Era Titánica del Acceso que marca el advenimiento de un novedoso modo de producción digitalizado y la consolidación de una tradición de teología política radical como nutriente sine qua non de la misa negra del socius contemporáneo. Los Antiguos dioses han muerto pero el mundo ahora clama por el regreso de los Titanes derrotados que aún aguardan, sigilosos desde hace milenios, en el Tártaro del Universo. Su destino es tan contundente como preciso: convertirse en los Nuevos dioses oscuros que están llamados a la conquista del orbe terrestre.

 

Demostración

I.

Jesús Huerta de Soto ha desarrollado el teorema central del anarcocapitalismo de manera ejemplar: Dios es anarcocapitalista. Podrá argumentarse que hay corrientes tanto NRx como anarcocapitalistas que son ateas. El detalle del fenómeno, no obstante, no cambia la configuración de la  macroestructura de los conceptos pues los NRx ateos no son sino la transfiguración secular del anarcocapitalismo que no deja de poseer una misma matriz teológico-económico-política común:

 

Voy a tratar de demostrar que Dios no solo es un Ser Supremo, Creador por amor de todas las cosas, sino que además... Dios es libertario. Esa es la principal tesis sobre la que va a girar mi intervención. ¿Y qué significa ser libertario?  Quizá  sea  ocioso  que  nos  planteemos  aquí  esta  pregunta: libertario es aquel que ama la libertad, una e indivisible, del ser humano; sobre todo que defiende la libertad de empresa, la  capacidad  creativa  del  ser  humano,  el  orden  espontáneo  del  mercado y aquel que aborrece la coacción institucional, sistemática y organizada de esas agencias monopolísticas de la violencia que conocemos con el nombre de Estados (Huerta de Soto, 2018: 173)

 

Sostener que Dios es libertario equivale a la afirmación, sin reservas, del carácter anárquico de la Divinidad. Ciertamente no se trata aquí de una disputa bizantina sino del principio del fundamento de todo el anarcocapitalismo como religión del Eón del Acceso. La idea de un Dios anárquico, con todo, es el vértice contemporáneo extremo de una disputa milenaria que se remonta a los tiempos de las luchas de la ortodoxia contra el arrianismo (Agamben, 2007: 69-80). Con todo, su más sofisticada elaboración se alcanza en la Edad Media cuando, por ejemplo, leemos en Juan Escoto Eriúgena:

 

Dios solo, quien solo, creando todos los seres, se comprende que es ánarchos, vale decir, sin principio, porque únicamente Él es la causa principal de todos los seres que han sido creados a partir de Él y por Él mismo. Y por esto, es también el fin de todos los seres que son por Él; pues todos los seres tienden hacia Él mismo. De este modo entonces, es el principio y el medio y el fin: ciertamente es el principio, porque por Él existen todos los seres que participan la esencia; es, sin embargo, el medio, porque en Él subsisten y se mueven; es el fin, porque hacia Él se mueven los seres buscando el reposo de su movimiento y la estabilidad de su perfección (Escoto Eriúgena, Periphyseon, 451C – 451D)

 

La significación de este pasaje debe ser sopesada en toda su amplitud puesto que implica que toda la oikonomia divina de la Creación y gobierno del mundo descansa sobre un Dios anárquico. En otros términos, la arché divina no tiene su principio del fundamento en el Ser y, consecuentemente, más que un gobierno directo del mundo lo que la “economía anárquica divina” habilita es el despliegue de un organismo vivo que se autorregula con el ímpetu colaborador de Dios. Este organismo no es otro que el Mercado como ente vivo en cuyo seno prospera la anarquía divina. La oikonomia de Dios con su mano invisible no consiste en un intervencionismo soberano sino que, al contrario, el Creador se transforma en una especie de manager que se asegura de la continuidad ininterrumpida de la autorregulación de la Entidad Viviente Mercado para que su voluntad prospere en el mundo con la única salvedad de la protección estatal mínima que provee la minarquía.

La ausencia de toda arché en el gobierno anárquico del mundo que sólo ahora logra alcanzar su pleno despliegue epocal luego de siglos de sedimentación geológica, tiene, a su vez, consecuencias sobre el sistema de la democracia occidental pues aunque se ha podido postular que la Democracia, unida al Management, posibilitan el imperio mundial actual (Legendre, 2007: 19), hay que señalar que, de hecho, la tesis contraria es la verdadera. La Democracia burguesa fue un dique de contención del anarquismo económico que hoy está siendo definitivamente derribado en beneficio de la proliferación sin límites de una oikonomia desprovista de todo fundamento, vale decir, de todo freno. El final de la Democracia y el ascenso de un Imperium Technologicum global signan los tiempos del ocaso del Dominium Mundi moderno para dar lugar a la guerra civil mundial que cobija más adecuadamente el espíritu del anarcocapitalismo transformado en paradigma universal de lo transhumano en una escala global que no distingue ningún régimen de gobierno salvo en la equivalencia generalizada de las formas autoritarias.

 

 

II.

Un principio de correlación obra entre la teología medieval y la contemporánea y un lazo novedoso reactualiza a la primera: el mercado pasa a ser una creación divina y, como tal, una criatura viviente. No es otra cosa lo que ha querido transmitir Adam Smith cuando señaló:

 

Prefiriendo apoyarse en la industria doméstica antes que en la extranjera, [el individuo] busca solamente su propia seguridad (security); dirigiendo la industria de tal modo que su producción pueda ser del más alto valor, busca su propia ganancia y en esto está, como en muchos otros casos, conducido por una mano invisible (invisible hand) para que promueva un fin que no era parte de su intención […] Persiguiendo su propio interés, frecuentemente promueve aquel propio de la sociedad de manera más efectiva que cuando realmente busca promoverlo (Smith, 1975: 456)

 

Las conclusiones de Smith dejan entrever, no obstante, un corolario metafísico que ha pasado inadvertido para sus exégetas más perspicuos. Si el mercado es una entidad manejada por la Mano Invisible de Dios que dirige las innumerables y contradictorias voluntades humanas, todo aquello que denominamos bajo la rúbrica de Mercado no es sino el nombre de una entidad metafísica viviente.

Este aspecto, tan explícito en Adam Smith, trató de ser suavizado en la tratadística posterior. Así, en la escuela austríaca avanzada, la praxeología de Ludwig von Mises otorga un lugar muy preciso al mercado cuando lo hace partir del estudio de las acciones individuales en contraste con los agregados socialistas (von Mises, 1996: 232). En el mercado, justamente “cada cual actúa en nombre propio; pero las acciones de todos buscan la satisfacción de las necesidades de otras personas así como la satisfacción de las propias”. De esta forma “cada cual es a la vez medio y fin (means and end) en sí mismo”. Todo el sistema, en consecuencia, adopta una forma de autorregulación que no debe ser interferido por la coerción del aparato Estatal dado que “el mercado es supremo. Sólo el mercado puede ordenar el sistema social y proveerlo con sentido y significado”. De la misma manera, piensa el economista austríaco, el mercado no es un lugar, una cosa o una entidad colectiva. El mercado es un proceso, actuado por la interacción (interplay) de las acciones de varios individuos” (Von Mises, 1996: 257).

Por ello, “no hay nada inhumano o místico respecto del mercado. El proceso del mercado es enteramente un resultado de las acciones humanas” (von Mises, 1996: 258). Ahora bien, precisamente, en esta visión aparentemente secularizada del mercado es donde mejor se aprecia lo que pretende negar von Mises: el mercado, constituido por un agregado procesual de individuos en inter-juego, conforma un Organismo sintiente. Por esta razón, con una supremacía que transfigura, en una suerte de archi-huella ultra-histórica, la del Dios soberano, el mercado dirige los destinos del sistema en su totalidad. Apenas se necesita, justamente, la voluntad humana de servir a un sistema supremo para que dicho proceso devenga en Organismo viviente alimentado por los cuerpos y pensamientos de los homines a su servicio.

Admitir este postulado cambia, de cabo a rabo, nuestra comprensión del problema en juego pues no se trata ya de concebir al mercado como un producto social sino, al contrario, como una entidad cuya ontología está signada por su organicidad viviente. En ese sentido, hasta el escéptico von Mises no rechaza completamente la “unio mystica” divina o la presencia de lo biológico en lo social sino que más bien considera que “la experiencia de comunión o comunidad no es la fuente de las relaciones societales, sino su producto” (Von Mises, 1996: 168).   La sociología del mercado debe ceder su lugar, a pesar de su indudable relevancia, a una ontología política del mercado como centro de una teología económica. Si no se comprende este punto cabalmente, será imposible tomar dimensiones del sentido histórico-metafísico del Eón que estamos atravesando.

La idea de que existen principios económicos objetivos y universales que rigen las interacciones humanas en el mercado es un factor común entre los economistas austríacos. Esto se refleja claramente en la obra de Ludwig von Mises, quien argumenta que la praxeología (la teoría de la acción humana) se basa en leyes objetivas que pueden ser descubiertas a través de la razón. Mises considera la praxeología como una ciencia objetiva y a las leyes del mercado como reflejos de la estructura misma de la acción humana.

En este contexto, el mercado es visto como la institución central donde estas leyes se manifiestan de la manera más pura. La oferta y la demanda, los precios y la competencia son fenómenos que reflejan la estructura objetiva de la realidad económica. Intentar alterar estos procesos (por ejemplo, a través de intervenciones estatales) equivale a violar las leyes mismas de la existencia, lo que, según Mises, llevará inevitablemente a resultados desastrosos.

Friedrich Hayek (2008) también comparte la idea de un orden espontáneo que se desarrolla en el mercado. Aunque enfatiza las limitaciones de la razón humana para comprender plenamente este orden, no rechaza la existencia de una estructura objetiva y regulada que subyace a los procesos económicos. El “orden” que describe Hayek no es una mera convención humana, sino algo que surge de la interacción de elementos que responden a reglas objetivas, preexistentes y observables. Según Hayek, el mercado asume un orden espontáneo que trasciende la planificación humana y que se justifica a partir de la estructura misma de la realidad y de las limitaciones del conocimiento humano.

La existencia de este orden objetivo también se refleja en su visión sobre la propiedad privada. Para Hayek (2006), la propiedad privada es una institución natural que surge de las condiciones objetivas de la escasez y de la acción humana. Su defensa del derecho de propiedad se basa en una ética racional que prescinde de interpretaciones subjetivas o relativistas de la justicia. Murray Rothbard (2011) lleva este realismo aún más lejos en su defensa de los derechos de propiedad. Para Rothbard, la propiedad privada y el intercambio voluntario no se derivan de consensos sociales cambiantes, sino de principios racionales y objetivos. En esta línea, Rothbard considera que la praxeología y las leyes económicas son manifestaciones de una realidad objetiva e inmutable, y cualquier intento de alterarlas es ir en contra de la naturaleza misma de las cosas.

Muchos de los presupuestos centrales del anarcocapitalismo derivan de la idea de que la realidad tiene una estructura fija que puede ser comprendida mediante la razón. El anarcocapitalismo parte de una ontología objetivista, según la cual la realidad tiene una estructura fija, independiente de las percepciones humanas. Las leyes naturales –morales y económicas– no son fruto de acuerdos sociales, sino principios inmutables inscritos en la naturaleza misma de las cosas. Desde esta perspectiva, la ética no es una construcción arbitraria, sino el reflejo de la realidad objetiva que emerge de la acción humana. Intentar alterar ese orden mediante intervenciones es no solo inútil, sino sacrílego: es pretender subyugar lo absoluto a la ilusión del control.

El socialismo y el intervencionismo cometen la herejía de ignorar esas leyes inmutables, como si la sociedad pudiera ser organizada al margen de lo que dicta la realidad. Sin embargo, para el anarcocapitalismo, el mercado no es una simple herramienta de intercambio, sino una manifestación inmanente del orden cósmico, una especie de hiper-realidad que, como las leyes físicas, está más allá del alcance humano. Intervenir en este proceso espontáneo es profanar lo sagrado, una blasfemia racionalista que busca imponer artificios sobre un entramado que trasciende la voluntad humana.
En esta visión, cualquier intento de desviar el curso natural de las leyes económicas es condenado a fracasar, pues va contra la esencia misma del ser. El mercado demanda obediencia, no manipulación, y resistir su flujo es como pretender detener el tiempo o desafiar la gravedad: tarde o temprano, las fuerzas ignoradas se imponen, arrasando con todo lo que se interponga en su camino. En este punto, es inocultable el trasfondo teológico político que subyace a las premisas anarcocapitalistas.

Como realidad creada por un Dios anárquico o por un orden espontáneo natural, el mercado trasciende las individualidades que lo conforman y, a partir de ellas, toman forma en un Organismo vivo que desafía todos los presupuestos ontológicos preexistentes sobre lo que debe entenderse por una relación que ya no es social sino ontológica. O, dicho de otra manera, lo social es fruto es una ontología objetivista que depende de supuestos teológico-políticos que hacen posible una realidad a la vez objetiva y completamente desfondada de principios, vale decir, anárquica. Si el principio del fundamento del objetivismo de Rand no es otro que el anarquismo ontológico infundado que articula lo real, su realización efectiva carece de todo el anclaje que Rand querría darle en el Ser.

De este modo, las entidades objetivas de Rand, pasadas por el tamiz del Mercado, devienen en fantasmas, es decir, en una proliferación de entidades sin arché que buscan producir una ilusión de realismo que se licúa en los sobre-excedentes de un Capital, hoy digitalizado, que difumina todos los límites metafísicos subjetivizando a la realidad y objetivando las subjetividades. Este proceso que constituye un auténtico colapso cósmico-temporal de nuestro tiempo es el legado anárquico que habita a todo el pensamiento anarcocapitalista y sus descendientes NRx. Si la implosión es inevitable, la filosofía debe, en consecuencia, ser capaz de transitar el desafío que implica, a partir de estos supuestos, repensar completamente los principios de una post-metafísica a la altura del Eón venidero.

 

IV.

En drástica oposición al absolutismo del Patriarcha de Robert Filmer publicado en 1680, John Locke estableció una teología política donde la propiedad es inherente, aunque con algunas limitaciones, al estado de naturaleza previo a la existencia de la sociedad civil:

 

Dios, y su propia razón, ordenaron al hombre que este dominara (subdue) la tierra, es decir, que la mejorara para beneficio de su vida, agregándole algo que fuese suyo, su trabajo. Por lo tanto, aquel que obedeciendo al mandato de Dios, dominó (subdued), labró (tilled) y sembró (sowed) alguna parcela de tierra, añadió a ella algo que era de su propiedad (property) y a lo que ningún otro tenía derecho ni podía arrebatar sin cometer injuria (Locke, Second Treatise, Sect. 32)

 

La acción creadora de Dios lleva implícita la posibilidad de una propiedad privada armónica entre los hombres y, por tanto, dicha propiedad se transforma en un rasgo ontológico que resulta ínsito al mundo que heredan Adán y Eva. La teología política del soberano unitario lo constituye también en propietario. Cabe suponer que como propietario de la Creación, Dios mismo delega esa facultad en el hombre creado a su imagen y semejanza. De esta manera, el mundo mismo deviene la base de un mercado que, en poco tiempo más, el pensamiento económico reconocerá como el ente viviente supremo.

En este punto, el dinero actúa como un factor antropotécnico decisivo pues es una de las razones que propulsan el nacimiento del convenio social con el fin de defender el exceso monetario del lucro humano. En este sentido, el dinero es el flujo cuyo carácter de plus-de-ser habilitó el desarrollo civilizatorio de Homo pues le permitió “poseer mayores extensiones de tierra de las que puede obtener un beneficio para sí recibiendo a cambio por el excedente (overplus) dinero y plata que puede ser atesorado sin provocar perjuicio a nadie” (Locke, Second Treatise, Sect. 50).

Un singular malentendido ha imposibilitado la auténtica comprensión de la filosofía política moderna por parte de los estudiosos al haberla divorciado, incomprensiblemente, de las estructuras metafísicas en cuya configuración cobran pleno sentido. Así, por ejemplo, resulta esencial tomar plena conciencia de que la propiedad, en el pensamiento de Locke, pertenece a una forma de teología política de corte especulativo donde el Dios detentor de la propiedad sobre el cosmos la transfiere al hombre creado y, a partir de allí, esta última se transforma en un operador ontológico que define, antropotécnicamente, la esencia de Homo.

No habrá de sorprendernos, en consecuencia, que el anarcocapitalismo contemporáneo haga suya esta premisa teológico política y esta ontología de la apropiación como definición misma de lo humano para hacerla cohabitar, en plena coherencia, con las definiciones teológico económicas y, por ende, asimismo ontológicas de Adam Smith en tanto y en cuanto el Mercado constituye el Organismo vivo por excelencia en el cual Homo como propietario puede desarrollarse y prosperar. Si no se comprende que, en lugar de un campo de fuerzas social, el Mercado es un ente que goza de la categoría de lo viviente jamás se podrá entrever el alcance que significa estar gobernados por una Entidad cuyo sustrato noético pensante lo transforma en un vórtice independiente de las voluntades humanas que puedan haber contribuido a formatearlo para devenir una configuración metafísica autónoma y, por definición, anárquica.

En este sentido, la concepción anarcocapitalista resulta heredera de una tradición secular que ha concebido al Dios cristiano no sólo como soberano sino también y, fundamentalmente, como el primer soberano que destituye su propia soberanía estatal en un estado de excepción que da paso al Anarca que impera en un Mercado cobijado por una sociedad minárquica (Nozick, 1999: 10-25). Se puede arriesgar entonces la hipótesis según la cual la historia de la metafísica no es otra cosa que el despliegue, paciente y meticuloso, de la destitución soberana del Dios gobernante para erigirse en su forma originaria de Anarca ontológico primogénito, estadio al que, en el final de la filosofía, adquiere su máximo esplendor en el Estado minárquico.

De allí que revista una importancia decisiva entender que cuando se habla del dominio del Mercado no debe entenderse únicamente el predominio financiero-corporativo sino que, al contrario, hay que tener en mientes que hemos de lidiar con una Entidad noética viviente y con tendencia a la omnipresencia que hace del mundo financiero simplemente el flujo de su fisiología vital que está por encima de los propios seres humanos que son pensados y marketinizados, en forma ininterrumpida, por las capacidades omnívoras del Viviente mercantil.

Salvo que, en este contexto, la marketinización no es sino una forma de praxis ontológica que hace que cualquier entidad, biótica o abiótica, que habite el planeta pueda servir de sustento y ser absorbida como nutriente de un Mercado cuya vida obedece a la lógica de algoritmos que escapan a la comprensión humana. El anarcocapitalismo es la religión del Mercado Viviente y los miembros NRx son los devotos de este culto planetario que honra no al dinero sino a la Vida que se encarna en las formas de las finanzas y en un inédito modelo tecnológico-político para todo el globo.

 

V.

El estado de excepción como suspensión del orden jurídico se ha transformado hoy, como es bien sabido, en la forma predilecta del ejercicio de los poderes públicos bajo el imperio de la cibernética como ciencia del gobierno a escala planetaria. Como figura jurídica, el estado de excepción hunde sus raíces en los orígenes mismos del derecho occidental en su vertiente romana donde la figura del senatus consultum ultimum habilitaba la suspensión del orden jurídico (Dupla Ansuategui, 1990) para la preservación del Estado ante la emergencia del tumultus bajo la forma ya sea de la guerra externa ya sea de la guerra civil: “forma senatus consulti ultimae semper necessitatis habita est” (Tito Livio, Historia romana, III, 4).

La entrada del estado de excepción en la teoría jurídica contemporánea se corona con la obra de Carl Schmitt que pudo hacer de este dispositivo jurídico la esencia misma de la soberanía: “soberano es quien decide sobre el estado de excepción (Souverän ist, wer über den Ausnahmezustand entscheidet)” [Schmitt, 2021: 13]. La lenta progresión que ha llevado, durante el siglo XX y, particularmente, en nuestros días a la consagración del estado de excepción como regla en lugar de su supuesta excepcionalidad conceptual ha sido señalada tempranamente por Walter Benjamin y, bajo su inspiración, estudiada sesudamente por Giorgio Agamben (Agamben, 2003).

Con todo, es necesario retornar sobre esta figura con una mirada ultra-histórica pues el dispositivo del estado de excepción ha sabido desplegar una particular afinidad electiva con el anarcocapitalismo y los partidarios NRx. Esto ha sido posible gracias a la rehabilitación de una amalgama entre el estado de excepción y el mundo de la economía. Se puede afirmar que el estado de excepción es el ecosistema jurídico más propicio para servir de hábitat al Mercado como organismo viviente. Con todo, el vínculo que liga a la excepción con la propiedad y el mercado se remonta, ultra-históricamente, a la disputa medieval entre los franciscanos espirituales y el Papado acerca del derecho de propiedad. El Papado buscaba garantizar la inviolabilidad del derecho de propiedad mientras que los franciscanos recurrieron al instituto del estado de excepción para justificar el uso anárquico de todos los objetos económicos.

Así podemos constatar en Buenagracia de Bérgamo la postura que sostiene que, en primado del estado de excepción, no hay posible derecho de propiedad:

 

Además, es un hecho establecido tanto en el derecho canónico, así como en el civil, que en el estado de excepción extremo, todas aquellas cosas que tienen como expectativa el sustento de la vida de este modo, son comunes a todos los hombres de este mundo, tanto que nadie puede decir que algo le es propio de cuanto es común a todos los hombres en este estado de excepción (quod tempore huius necesitatis omnibus hominibus est commune)” (Buenagracia de Bergamo, 1929: 504-505).

 

Con todo, como hemos visto, el sustento teórico del anarcocapitalismo está mucho más cerca de la posición de John Locke para quien la propiedad privada ya existe en el estado de naturaleza (otro término técnico que designa el estado de excepción originario). De esta forma, el anti-nomismo franciscano es invertido en un nómos de la tierra que la subdivide en partes apropiables privadamente. Aún así, no deja de ser cierto que el anarcocapitalismo es la estructura invertida de una economía cuyo modo de ejercicio necesita del estado de excepción como matriz suprema. De allí los paralogismos en los que ha caído el pensamiento de Toni Negri y Michael Hardt cuando han querido reivindicar al franciscanismo medieval como un modo de vida para oponer al Imperium cuando, en realidad, no hacían otra cosa que fortalecer su teología del Dios anárquico y empresarial.

El antinomismo franciscano encierra las bases de la ambivalencia ante el orden que tendrá luego el anarcocapitalismo. La ultra-historia de esta ambigüedad debe buscarse, precisamente, en el hecho de que se haya sostenido como dispositivo teórico de la libertad de uso sin propiedad al estado de excepción. Con la inversión que posibilita la posición contraria, esto es, la existencia de la propiedad privada garantizada por el Estado, el estado de excepción no ha dejado de ser invocado como la sombra de legitimidad de todo poder constituido.

La vis destituyente del anarcocapitalismo, en este sentido, ha heredado todas estas aporías pues, si en teoría no debería haber un Estado con la soberanía para declarar el estado de excepción, lo cierto es que, en la práctica, el libertarianismo se ha pensado con el mismo dispositivo de la excepción extrema, al modo de los franciscanos, pero heredando, por medio de la conservación de la propiedad, la archi-huella del Estado abolido que perdura como excepción soberana según la forma de una minarquía protectora de derechos aún bajo la égida del Anarca antinomista. Y, si se observa algún caso concreto, como el ascenso de algún político que se reivindique como anarcocapitalista, se podrá constatar no ha podido evitar la aporía de tener que asumir, como la forma más pura del ejercicio del poder, la utilización del estado de excepción como norma de ejercicio de una democracia destituida.

En este punto, vale destacar que, en un libro sumamente controvertido, Carl Schmitt hubo de señalar, de modo visionario, que en “nuestra época (heutiger)”, los estados de excepción se suelen declarar no tanto o no sólo por razones militares o policiales sino más bien por causas “económicas y financieras (wirtschaftlichen und finanziellen)” que constituyen el modelo preferencial de la actualmente perenne emergencia bélica (Schmitt, 2016: 119). De igual modo, en su análisis del artículo 48, párrafo segundo de la Constitución de Weimar, Schmitt admite, sin ambigüedades, el crecimiento del estado de excepción ya no solamente o no tanto para las emergencias bélicas como para las crisis económicas (Schmitt, 1958: 235) que, como se sabe, son hoy la causa primera del desgalgadero de un planeta que atraviesa una guerra civil mundial de consecuencias impredecibles. Esta transformación que afecta, de cabo a rabo, la política mundial ha hecho que, en efecto, las razones económicas hayan destruido las antiguas democracias occidentales junto con las guerras que le son concomitantes y hoy en día el mundo financiero sea el vector esencial desde el cual la excepcionalidad justifica el antinomismo en contra del Estado.

De allí que ante esta sumatoria de aporías de origen y de situaciones de coyuntura histórica, el anarcocapitalismo como forma consumada del Zeitgeist recurra al estado de excepción como forma de justificación política del ejercicio del poder y de restricción de las libertades que, paradójicamente, dice buscar incentivar y proteger con la instauración de la excepcionalidad antinómica como norma del Novus Ordo Seclorum propio del minarquismo. Esta antinomia profunda, nunca resuelta del Derecho occidental hace posible que, anarcocapitalistas anti-estatistas o anarcocapitalistas en espíritu (que dicen ejercer dicha posición, si acaso es posible, desde el propio Estado reducido a una función minárquica) no puedan sino tener que recurrir a un mismo y único dispositivo destituyente: el estado de excepción como regla.

 

VI.

Una cosmología subyace al anarcocapitalismo. Fue Ayn Rand quien le puso el nombre de objetivismo y la resumió en un axioma: “la existencia existe” (Rand, 2022: 10).  Afirmar “el hecho primario de la existencia” supone que la realidad es unívoca y los humanos captan las entidades que la componen a través de sus sentidos. La consciencia es la facultad de percibir lo que existe. Las entidades percibidas como semejantes en sus características son codificadas en nociones que, a su vez, pueden ser integrados en conceptos abarcadores mediante un proceso de abstracción que implica omitir las particularidades distintivas de los existentes (unidades) que lo integran. Así, la conformación de abstracciones se consuma mediante la “medición”. El objetivo de la medición es “expandir el campo de conocimiento del hombre más allá de los concretos directamente perceptibles” (Rand, 2022: 97). Rand tiene una “navaja epistemológica” que implica que “no hay que multiplicar los conceptos más de lo necesario ni integrarlos si no hay necesidad” (Rand, 2022: 100).

Las unidades, asimismo, son definidas de acuerdo a su naturaleza. Hay características distintivas “esenciales” de esas unidades y que son las que “apropiadamente” definen el concepto, aquellas que preceden lógicamente a todas las otras características. Las definiciones pueden ser falsas si ellas no especifican las relaciones conocidas (observadas) entre los existentes o si las niegan. Hay para Rand conceptos axiomáticos, es decir, aquellos que están implícitos en todos los hechos y conocimientos. Son leyes incontrovertibles del funcionamiento de la realidad: la existencia (“la existencia existe”), la “identidad” (un ente es igual a sí mismo) y la consciencia. Estos conceptos axiomáticos son la base de la objetividad, son irrefutables y eternos.

Rand menciona que la diferencia entre el objetivismo y la perspectiva aristotélica es que esta afirma que la esencia es metafísica y, para el objetivismo, ésta es epistemológica. Así, la filosofía objetivista reconoce dos herencias: la primera, el realismo aristotélico, y la segunda, el racionalismo. En efecto, la realidad, para Rand, existe independientemente de la percepción humana y tiene una estructura que es accesible a la razón, el único medio de conocimiento:

 

Así como la existencia física del hombre fue liberada cuando éste comprendió que “para dominar la naturaleza hay que obedecerla”, así también su conciencia será liberada cuando comprenda que para entender la naturaleza hay que obedecerla, que las reglas de la cognición deben derivar de la naturaleza de la existencia y de la naturaleza -de la identidad- de su facultad cognitiva (Rand, 2022: 101)

 

Rand, categórica, distingue dos “arquetipos psicoepistemológicos” en la historia de la filosofía occidental. Los hechiceros y los bárbaros. Ambos, por distintas vías, según afirma, están en contra de la razón. Parecen opuestos, pero los caracteriza la misma forma de conciencia, una que se mantiene dentro del método de funcionamiento perceptivo, previo al nivel conceptual.

El hechicero, para Rand, es aquel que confunde la percepción con la realidad. Oblitera la distinción entre consciencia y real, entre el perceptor y lo percibido, “esperando que una certeza automática y un conocimiento infalible del universo, le serán concedidos por la mirada ciega, desenfocada de sus ojos, vueltos hacia dentro, contemplando las sensaciones, los sentimientos, los deseos, las bochornosas asociaciones tergiversadas proyectadas por el mecanismo de su conciencia, sin timón” (Rand, 2009a: 19). De esta manera, son hechiceros todos los filósofos idealistas, racionalistas o subjetivistas, desde Platón hasta William James, pasando por Descartes y Hegel.

El bárbaro, por el contrario, es aquel que se contenta con la mera percepción, sin pretender establecer ninguna generalización, lo que le impide aprehender las leyes que rigen el mundo e imposibilita la deducción. Esta forma de (des)conocer el mundo lleva a la creencia de que la realidad es modificable mediante la fuerza o la coerción. Este tipo de mentalidad rechaza la razón como medio de conocimiento y se basa, en cambio, en el uso de la violencia o la intimidación para obtener lo que desea. Así, son considerados bárbaros los empiristas, Nietzche, Marx y los positivistas lógicos.

Bárbaros y hechiceros comparten, según Rand, una característica: tienen miedo a la realidad. Mantienen su conciencia en un nivel perceptual, sin arriesgarse a la conceptualización. Y, aunque son contradictorios, puesto que “el hechicero se encierra en el culto y el bárbaro en el garrote”, el bárbaro considera que el hechicero puede darle lo que le falta, esto es, una visión de largo alcance. El hechicero, por su parte, piensa que el bárbaro puede otorgarle los medios materiales de supervivencia. Dicha alianza se forma contra aquellos hombres “cuya existencia y carácter se rehúsan admitir dentro de su visión del universo: los hombres que producen, hombres que piensan y trabajan, que descubren cómo guardar la existencia, de qué modo producir los valores intelectuales y materiales que ésta requiere” (Rand, 2009a: 23).

La filosofía objetivista no es sólo una filosofía. Despliega asimismo un proyecto moral. La realidad es considerada como un absoluto inmutable, regido por leyes objetivas que el ser humano puede entender mediante la razón. La conciencia humana, en esta perspectiva, no crea la realidad, sino que la descubre, la descifra y la interpreta a través de un proceso lógico. Esta visión se basa en una metafísica realista, es decir, la convicción de que la realidad existe independientemente de la percepción humana, y en un racionalismo, la suposición de que es la razón el único medio de conocimiento.

La razón es el medio de acceso a las entidades que integran la realidad que están no obstante en una continuidad ontológica. Es por ello que puede ser aprehendida por el mismo dispositivo, la mente humana, lo que implica una relación de exterioridad e interioridad entre la consciencia y las otras entidades que integran el mundo: el sujeto humano se relaciona con las demás entidades, pero al mismo tiempo es el único que puede aprehenderlas. La cosmología objetivista supone un universo topológico. Los humanos lo integran y también lo contienen en el sentido de que aprehenden las lógicas que lo rigen. Se trata de una especie de punto de vista trascendente que existe en la inmanencia. Uno de los personajes de Rand es elocuente. En una realidad distópica donde los individuos están plenamente subsumidos en la sociedad y no existe la palabra “yo”, sino que todos hablan en la primera persona del plural, un hombre se revela y descubre su individualidad:

 

Yo quise saber el significado de las cosas. Yo soy el significado. Yo quise encontrar la justificación de mi existencia. No necesito justificación para existir, y ninguna palabra de permiso para existir. Yo soy la justificación y el permiso. […] Mi felicidad no necesita un objetivo superior para justificarse. Mi felicidad no es el medio para ningún fin. Ella es el fin. Es su propio objetivo. Es su propio propósito. […] Y ahora veo la cara del dios, y elevo a este dios sobre la tierra, este dios, a quien en los hombres han buscado desde el comienzo de su existencia, este dios que les garantiza la felicidad, la paz y el orgullo. Este Dios, esta única palabra: yo” (Rand, 2009a: 73)

 

El individuo humano es para Rand una realidad irreductible, no susceptible de ser conceptualizada o incluida en una abstracción que lo abarque. Así lo expresa otro de sus personajes, Kira Argonova, una víctima de la arbitrariedad del poder en la Rusia soviética:

 

He nacido para vivir y podía vivir, y sabía lo que quería. ¿Qué crees que está vivo en mí? ¿por qué piensas que vivo? ¿porque tengo un estómago y me alimento y digiero? ¿porque respiro y trabajo, y soy capaz de ganar mi sustento? ¿o bien porque sé lo que quiero y cómo lo quiero? ¿No es eso la vida? ¿Y quién, en todo este maldito universo, puede decirme por qué tengo que vivir, si no es por lo que yo quiero? ¿Quién es capaz de contestar con palabras humanas que hablen la razón humana?” (Rand, 2009a: 70).

 

Ayn Rand es, en efecto, una iusnaturalista. El individuo es irrefutable y porta consigo derechos que le son inalienables. En sus términos: “de acuerdo con las dos teorías éticas, la mística y la social, algunos hombres aseveran que los derechos son un regalo de dios[...] y otros que los derechos son una dádiva de la sociedad. Pero, de hecho, la fuente de los derechos es la naturaleza del hombre”. (Rand, 2008a: 418).

Ahora bien, la sociedad es para Rand una organización de segundo orden, un resultado de las relaciones que establecen los individuos que son la realidad última. Así, la sociedad no es una entidad en sí misma, sino apenas un resultado de los acuerdos que establecen los individuos. Es por ello que los derechos -que son naturales- pertenecen únicamente a ellos. Así, para Rand el individuo está a priori emancipado de cualquier otra entidad, y su subsunción a lo social es sólo producto de una desviación de la naturaleza. El orden económico, esto es, el mercado o el comercio, expresa aquella la objetividad del individuo, operando como un mecanismo de justicia. Ello explica, justamente, las desavenencias que el objetivismo mantiene con la democracia.

La democracia es para Rand una “anti-ideología”, esto es, un principio incuestionado, una idea hegemónica que está llevando a la decadencia de Occidente (no es casual la resonancia spengleriana) en tanto asume que la mayoría es criterio de verdad, lo que resulta de reconocer (falazmente) que la sociedad, como tal, es una entidad. En tanto ese presupuesto permanezca incuestionado, Occidente se encamina hacia la disolución de los ideales que le dieron origen. Para Rand, el fascismo es el futuro: los hombres de mercado existen, pero se encuentran oprimidos por las autoridades gubernamentales, coaccionados por el Estado para beneficio de las mayorías que no merecen dicho bienestar. Dicha subordinación del hombre de negocios para provecho de “la sociedad” es el germen del autoritarismo. Para Rand, todas las economías mixtas se encuentran en precario estado de transición, que en última instancia deben caminar hacia libertad o caer en una dictadura. Así, la filosofía política de Ayn Rand se basa en una especie dialéctica sin síntesis, o en una anti-dialéctica en que la coexistencia de los valores de la individualidad y de la jerarquía lleva necesariamente al extremo del segundo polo, a la dictadura y la tiranía. Una vez más, estas tensiones aporéticas terminan resolviéndose, en la práctica, en el estado de excepción, paradigma impensado de la filosofía política anarcocapitalista.

De esta manera, el objetivismo se opone a cualquier forma de trascendencia que englobe o preceda al individualismo, sea ésta divina (Dios) o secular (la sociedad). El individuo randiano es precisamente indiviso, está autocontenido y completo. Podría decirse que no existe, en la cosmología objetivista, un “pecado original”. Ella misma confiesa, acaso sin quererlo, la raíz teológico-política de su pensamiento, al reivindicar a los Padres Fundadores:

 

La declaración de la independencia especificó que los hombres “son dotados por su creador con ciertos derechos inalienables”. Que se crea que el hombre es producto de un creador o de la naturaleza, es decir, la cuestión del origen humano, no altera el hecho de que es una entidad de tipo específico, un ser racional, que no puede funcionar exitosamente bajo coerción y que los derechos son una condición necesaria de su forma particular supervivencia. La fuente de los derechos del hombre no es la ley divina o alguna ley del Congreso, sino la ley de identidad. A es A… Y el hombre es el hombre. Los derechos son condiciones de la existencia requeridas por la naturaleza del hombre para sobrevivir adecuadamente” (Rand, 2008a: 418).

 

Como el individuo es una verdad irreductible, su existencia no se debe a nada ni a nadie, más allá de la misma naturaleza que, para Rand, es carente de consciencia, no existen deudas “ontológicas”. El individuo randiano es un individuo sin falta. Tal como exclama Howard Roar en El Manantial:

 

[...]se dice que he destruido el hogar de los marginados. Se han olvidado de decir que, si no hubiese sido por mí, los marginados nunca habrían podido tener ese hogar. Los que se interesan por los pobres tuvieron que acudir a mí, que nunca me interesé en ayudar a los pobres. Creyeron que la pobreza de los futuros ocupantes les daba derecho sobre mi trabajo. Que la necesidad de ellos constituye un derecho sobre mi trabajo. Que la necesidad de ellos constituya una exigencia sobre mi vida. Que era mi deber contribuir con cualquier cosa que ellos me exigieran. Ese es el credo del parásito que actualmente está huyendo el mundo. Aparte he venido aquí para manifestar que no reconozco a nadie derecho alguno por un minuto de mi vida. Ni sobreparto alguna de mi energía. Ni sobre ningún logro mío. No me interesa quien lo pida, cuántos son los que lo hacen, ni el tamaño de su necesidad [...] No reconozco ninguna obligación en los demás, excepto una: respetar su libertad y no formar parte de una sociedad esclava” (Rand, 2009a: 96)

 

El descubrimiento de las entidades que pueblan el mundo y de las leyes lógicas que rigen su comportamiento es, para el objetivismo, una cuestión de voluntad. Incluso el hallazgo del sí mismo depende del empeño de los sujetos, tal como ocurre con el protagonista de Himno. Ese es el único dilema con el que los sujetos lidian en su vida: vivir una vida consciente, conceptual, o mantenerse en un nivel pre-conceptual, subhumano.

La propiedad es siempre privada. La propiedad pública, para Rand, es un contrasentido producto de una ficción colectivista, dado que el público como un todo no puede usar ni puede deshacerse de su propiedad, esa propiedad siempre será comandada por alguna élite política. Es propiedad de los individuos todo aquello que para ser usufructuado necesite su intervención. Esto ha de ser así por el principio de escasez: ningún producto se encuentra ilimitadamente.

No obstante, Rand no se oponía a ciertos servicios garantizados por el Estado. Al contrario de lo que esgrimen muchos de sus críticos, defendía las universidades públicas, a condición de que éstas fuesen verdaderamente públicas y democráticas, esto es, que su currícula no tuviese ningún sesgo, que manifestasen todas las perspectivas existentes sobre los temas de estudio. Este último objetivo, no obstante, refleja una ingenuidad de transparencia y universalismo que no sólo la propia Rand no puede cumplir sino que contradice, explícitamente, el hecho de que las Universidades siempre han respondido, a lo largo de la historia, a las necesidades socio-económicas y culturales que le dieron sustento salvo, quizá, en alguna Era de Oro de las Humanidades que hoy se ha extinguido.

En este escenario, el desarrollo material y espiritual depende de aquellas personas que emprendan esa gesta. La relación entre filosofía y empresarios es, en verdad, un poco más compleja. Como se dijo, Ayn Rand considera que buena parte de la historia de la filosofía es un debate estéril entre aquellos que deducen exclusivamente los conceptos, los cuales provienen de su mente, y aquellos que consideraron que el conocimiento deviene de la experiencia. Así, la razón fue, para Rand, excluida de la filosofía. Simultáneamente, los empresarios

 

se elevaban a logros espectaculares, de habilidad creativa y coraje, desafiando el dogma primordial de la pobreza del hombre y su sufrimiento sobre la tierra, abriendo por la fuerza las rutas comerciales del mundo, liberando la energía productiva de la humanidad y poniendo a su servicio el poder libertador de las máquinas (Rand, 2009a: 38)

 

Sin embargo, se quedaron por fuera del pensamiento. Y esto fue culpa de los intelectuales que despreciaron y temieron el reino de la realidad material y expulsaron al hombre de negocios de la filosofía. El hombre de negocios también se dejó expulsar y, al volverse antiintelectual, “el hombre de negocios se condenó a sí mismo a la posición de un bárbaro” (Rand, 2009a: 54). Producto de esos embates y resistencias, el hombre de negocios perdió la confianza en todas las teorías y se relegaron al ámbito de la conveniencia del momento, sin atreverse a considerar el futuro. En tanto, el intelectual se ha aislado en la realidad y, extraviado en un fútil juego de palabras, no se atreve a considerar el pasado:

 

El hombre de negocios considera que el intelectual es poco práctico; el intelectual piensa que el hombre de negocio es inmoral. Pero, en secreto, cada uno de ellos cree que el otro posee una facultad misteriosa, que a él le falta, que el otro es el amo verdadero de la realidad, el auténtico exponente del poder para tratar con la existencia. Por esta actitud recíproca, y por las premisas filosóficas, de las cuales proviene, se están destruyendo uno al otro” (Rand, 2009a: 57).

 

El origen de todo esto es, según Rand, la dicotomía cuerpo-espíritu. El nuevo intelectual debe descartar esa premisa y sus contradicciones y conflictos irracionales como “la mente versus el corazón; el pensamiento versus la acción; la realidad versus el deseo; lo práctico versus lo moral. Será un hombre integrado  (Rand, 2009a: 60), esto es, un pensador y al mismo tiempo un hombre de acción. El nuevo intelectual ha de ser el pensador práctico y el hombre de negocios filósofo. No obstante, no es difícil ver que el grueso de esa empresa de “reintegración” del cuerpo y el espíritu es más tarea del hombre de negocios que de los intelectuales. El peso de la historia recae, fundamentalmente, sobre los hombres a los que se debe el progreso material de la humanidad. De esta forma se consagra, a pesar de los supuestos axiomas ateológicos de Rand, la raíz teológico-política del objetivismo existencialista. En su formulación más extrema, se produce una teofanía del individuo o una suerte de teúrgia donde Dios se confunde por entero con el sujeto que pronuncia el pronombre “yo”.

La deificación del individuo implica la transubstanciación de la trascendencia metafísica en inmanencia epistemológico-objetivista. La esencia del individuo es, en este contexto, una existencia divinizada. Ahora bien, si la esencia y la existencia ahora coinciden en el yo objetivo bajo la forma de una teo-antropo-tecnia (que bien puede entenderse como una formulación alternativa al concepto ontológico de “propiedad” en Max Stirner), el Mercado es la condensación de todo lo divino que existe en el mundo y los empresarios son los sacerdotes de este poderoso Organismo que reclama, paradójicamente, suturar la herida de su origen inmanente para alzarse como entidad supra-individual. Esta dualidad, nunca abolida por el objetivismo, marca con contundencia el carácter místico de una realidad que, a fuerza de querer mantener como objetivizada y objetivizante, se trastoca, a cada paso, en una fantasmagoría del dinero, fetiche insuperable que agita el deseo del empresario gnóstico de Rand en su cruzada contra los males del mundo al que está originariamente arrojado en su existir.

 

VII.

En 1874, Adolf Baumgartner, por entonces estudiante en Basilea, retiró en préstamo de la Biblioteca de la Universidad un libro inquietante y poco frecuentado, tanto que sólo había sido pedido dos años antes por el privat-dozent Schwarzkopf (Syrus Archimedes) y no sería vuelto a solicitar sino hasta transcurridos otros cinco años más, en 1879, por el profesor Hans Heussler.

El título del libro: Der Einzige und sein Eigentum [El Único y su propiedad] publicado en 1844 por el temerario editor Otto Wigand de Leipzig quien ya contaba entre su selecto catálogo de escritores radicales a Arnold Ruge, Ludwig Feuerbach y Lorenz von Stein. Su autor era Max Stirner (pseudónimo elegido por Johann Caspar Schmidt, oscuro profesor de liceo de señoritas y miembro ocasional del grupo de los “Libres” de Berlín), quien renunció a su puesto de enseñanza luego de la publicación de su libro para precipitarse sucesivamente en la ruina económica, la separación matrimonial por pedido de su esposa, las deudas, la cárcel, la miseria y, finalmente, la muerte por infección de un forúnculo el 25 de junio de 1856.

Una “vida infame” que hubiese quedado disuelta en la vorágine del tiempo y del olvido de no haber intervenido –todavía mientras Stirner se disolvía en los abismos del derrumbe social al que el orden del mundo lo había condenado irremediablemente– los lectores secretos, los censores empedernidos y los apologistas exaltados como Mackay (1898) que se encarnecieron con su obra. Apenas publicado, el libro había sido secuestrado por las autoridades de la Königlich-Sächisische Kreis-Direktion bajo el argumento de que

 

en pasajes concretos del tal escrito, no sólo Dios, Cristo, la Iglesia y la religión en general son objeto de la más inconveniente blasfemia, sino que también todo el orden social, el Estado y el gobierno se definen como algo que ya no debería existir, mientras que se justifica la mentira, el perjurio, el asesinato y el suicidio, y se niega el derecho de propiedad (Calasso, 1991: 374).

 

Más allá de los debates entre los ministros Von Falkenstein y Von Arnim, el libro fue definitivamente secuestrado por el Consejo Superior Prusiano de Censura el 26 de agosto de 1845. Con todo, el libro circularía fuera de Prusia y llegaría hasta la biblioteca de Basilea, a las manos del joven Baumgartner.

¿Por qué este adusto estudiante universitario se interesaría en un libro semejante y cómo llegaría al conocimiento de la existencia misma de la obra? Adolf Baumgartner no era un alumno más: era el favorito de Friedrich Nietzsche, su Erzschüler, como le gustaba llamarlo al filósofo y quien se encargaría de la traducción de las Intempestivas del maestro al francés. Por consejo de su mentor, Baumgartner retiró en préstamo el libro de Stirner de la biblioteca universitaria. Los argumentos no podían ser más persuasivos: Nietzsche le había dicho que Stirner era lo más audaz que se había pensado desde Hobbes.

Karl Löwith ha sido uno de los primeros filósofos contemporáneos en señalar inequívocamente que la obra de Stirner es “una última consecuencia lógica de la construcción histórica hegeliana (aus Hegels weltgeschichtlicher Konstruktion)” (Löwith, 1988: 134; Stepelevich, 1985: 597-614). Empero, resulta igualmente cierto que Stirner se aleja decisivamente de muchos de los postulados centrales del filósofo de Heidelberg, para quien el yo constituye “el tránsito de la indeterminación indiferenciada a la diferenciación (das Übergehen aus unterschiedsloser Unbestimmtheit zur Unterscheidung)” como eliminación de la primera “negatividad abstracta (abstrakten Negativität)” [Hegel, 1979: Band 7: 52]. El sistema hegeliano aspira, por otra parte, a una voluntad universal precisamente porque en ella “está superada (aufgehoben) toda limitación y toda individualidad particular (alle Beschränkung und besondere Einzelheit)” [Hegel, 1979: Band 7: 52].

De allí que el concepto no se constituya como individualidad exclusiva sino que sea “universalidad y conocimiento (Allgemeinheit und Erkennen)” que tiene “en su otro su propia objetividad como objeto” (Hegel, 1979: Band 6: 549). En efecto, lo que para Hegel constituye un punto de partida, esto es, la auto-determinación del yo que luego debe elevarse más allá de sus determinaciones propias de la finitud hacia lo infinito y lo divino (Wallace, 2005: 5-9) es, para Stirner, al contrario, el fundamento de su sistema, y por lo tanto, para este último, la auto-determinación del yo es el único absoluto posible sin ninguna trascendencia existente por fuera de la finitud. Esto es posible dado que, como ha sido oportunamente señalado, Stirner “condujo el cogito cartesiano sin cuerpo (entkörpertes) a un ‘yo existo’ corporizado (leibhaftiges)” [Sloterdijk, 2014: 454].

Desde este punto de vista, Stirner sienta las bases de un hegelianismo herético que postula una filosofía no teleológica de la historia. Si bien el pensamiento de Hegel es la condición de posibilidad del sistema de ideas stirneriano (como el propio Stirner señala en su escrito contra Bruno Bauer, el “eremita de Rixdorf” (Stirner, 1914: 11-25), no menos cierto es que el camino del Único conduce al rechazo más radical del Espíritu hegeliano. En ese sentido, es posible sostener que Stirner constituye la semilla que el hegelianismo sembró para su propia autodestrucción (o, quizá, para una última, inesperada y paradójica metamorfosis post-especulativa).

En el diagnóstico que Stirner establece del mundo moderno, la Revolución francesa no hizo otra cosa que convertirse en un operador de la secularización de la monarquía divina en monarquía humanista: “la Revolución no se dirigió contra lo establecido sino contra lo concreto vigente, contra un existente determinado; suprimió a este soberano pero no al soberano” [Stirner, 1924: 118 (152)]. Sin embargo, a los ojos de Stirner, la fantasmagoría de la igualdad de derechos (un sucedáneo de la teología de la gracia y del mérito) crea una democracia en la cual la marca distintiva y, por así decirlo, su esencia última está constituida, a pesar de la opinión de los liberales al respecto, por el “estado de excepción” permanente: “cualquier cosa que pudiera estar permitida en circunstancias tranquilas, deja de estar permitida en cuanto se declara el estado de excepción (Belagerungszustand)” [Stirner, 1924: 196 (249-250)].

En este sentido, cabe destacar lo premonitorio de la filosofía política stirneriana que, tempranamente, identifica al estado de excepción como la forma imperativa de gobierno mundial que pone fin a la democracia liberal. Si bien en el ámbito de los egoístas no debería tener lugar tal cosa como un estado de excepción, Stirner tampoco puede evitar empantanarse con la aporía según la cual, un cuestionamiento de la metafísica de la arché que ha imperado en Occidente lleva, necesariamente, a medirse con el poder distituyente del Estado que no puede sino retornar como archi-huella mediante su existencia fantasmática como excepción. En este punto, la libertad de los egoístas coincide con la borradura de la arché en el Estado liberal destituido en la excepcionalidad pero preservado en la propiedad. Este impasse tiene lugar porque el valor ontológico del Único es definido, precisamente, por su carácter materialista y anti-categorial, una suerte de a priori inmanente a la propia individualidad. Sin embargo, la falta de cuestionamiento de la unicidad como propiedad ontológica del yo individuado, deja abierta la puerta para que la excepcionalidad se traslade del yo a un Estado trascendental. Al no llegar a colocar en tela de juicio el sentido mismo de la arché negada pero conservada como latencia, la hace aflorar  en una suerte de paradoja de anarquismo estatal que conserva al gobierno bajo la forma de la excepción.

De este modo, el Estado liberal se torna un Estado policial y los ciudadanos son “criminalizados” [Stirner, 1924: 197-203 (251-254)] hasta el punto de que la seguridad interior se transforma en el problema rector de la “cuestión social”. Así, “el Estado no aplica la muerte contra sí mismo, sino contra un miembro enojoso; arranca el ojo que le disgusta” [Stirner, 1924: 199 (253)]. Esta lógica profunda que afecta los cimientos constitutivos de la política moderna explica la aparente paradoja, señalada por Michel Foucault, de que todo lo que él denominaba biopolítica tenga su doble tanatológico (Foucault, 1976: 191-198). Sin embargo, lo que para Foucault era simplemente un proceso dual originado en la contingencia histórica de la aparición del “Estado de población” (Foucault, 2004), para Stirner es la resultante esperable de una determinación ontológico-epocal cuyos contornos fueron trazados por dos milenios de sedimentación fantasmática cuyos puntos fuertes sólo pueden ser elucidados por una espectrografía crítica de los tiempos históricos que supere cualquier concepción habitual de la historia como cronología materialista.

Por esta misma razón, la época moderna ha radicalizado su atención sobre la gestión de lo viviente, constituyéndose en una auténtica era “zoopolítica”. El Dios cristiano es quien “da la vida” y, al mismo tiempo, promete la “vida en la eternidad (Leben in Ewigkeit)” [Stirner, 1924: 312 (390)]. Con la secularización liberal, en cambio,

 

no se quiere que nadie se encuentre en un apuro por las más básicas necesidades vitales, sino que se encuentre asegurado (gesichert) y, por otra parte, se enseña que el hombre se tiene que preocupar por esta vida y vivir en el mundo real (in die wirkliche Welt). [Stirner, 1924: 313 (391)].

 

La política pasada y la apuesta de toda política por venir se encuentra en la encrucijada de la vida. Para el propio Stirner, el egoísta tiene la misión de oponerse al orden liberal, no administrando la vida, sino gozándola hasta su extenuación: “se utiliza la vida y, por consiguiente, lo viviente, al consumirla y consumirse. El goce de la vida es el empleo de la vida” [Stirner, 1924: 313 (391)]. El uso de la vida por oposición a la gestión de la vida anuncia la política futura del Único que hoy corre el albur de haberse convertido en la divisa de una buena parte de la filosofía política contemporánea que parece haber olvidado su anclaje genealógico en un post-hegelianismo del cual no hace sino ofrecer nuevas encarnaciones espectrales.

Sin embargo, para Stirner, el comunismo representa acaso la figura extrema del cristianismo secularizado (un diagnóstico que, sin duda, había ofendido al materialismo dialéctico de Marx). Como señala el propio Stirner: “aún vivimos en la era cristiana y los que más se enojan por ello son precisamente los que más colaboran en ‘consumarlo’” [Stirner, 1924: 307 (384)]. El problema de la propiedad privada, según Stirner, no puede resolverse simplemente con la vía propuesta por el comunismo que implica, en última instancia, la presencia fantasmal de una suerte de Estado como resto omnipotente que resuelva la transición hacia la socialización de los medios de producción: “la propiedad no puede ni debe suprimirse, más bien debe ser arrebatada de manos fantasmales y convertirse en mi propiedad” [Stirner, 1924: 254 (320)].

Del mismo modo en que Stirner descree del mito de la “libre competencia (freie Konkurrenz)” [Stirner, 1924: 256 (323)] dado que, por definición, “las cosas en realidad no me pertenecen a mí sino al derecho” [Stirner, 1924: 270 (340)] también descarta cualquier tipo de expropiación o redistribución estatal de la propiedad privada: “la cuestión de la propiedad […] sólo se resolverá mediante la guerra de todos contra todos” [Stirner, 1924: 254 (321)]. Es decir, que si existe una “meta de la historia (Ziel der Geschichte)” [Stirner, 1924: 357 (442)] –una posibilidad, por otra parte, de la que Stirner desconfía– ésta no consistirá en otra cosa que en el reino inapelable de la guerra perpetua entre los egoístas. En ese sentido, la disolución del lazo social que propone Stirner sólo puede lograrse instalando no una “revolución permanente” sino una auténtica “guerra permanente” que, no obstante, no debe confundirse con un retorno hobbesiano a un estado de naturaleza dado que, para Stirner “la sociedad es nuestro estado de naturaleza (die Gesellschaft ist unser Naturzustand)” [Stirner 1924: 299 (374)].

De allí el grito profanatorio que profiere Stirner para intentar acallar el imperio de los espectros sobre la unicidad del egoísta:

 

yo, en cambio, me doy o me tomo el derecho de mi propia omnipotencia […] propietario y creador de mi derecho no reconozco ninguna otra fuente del derecho que yo mismo, ni Dios, ni el Estado, ni la naturaleza, ni siquiera el hombre con sus ‘eternos derechos humanos’, ni el derecho humano ni el divino [Stirner, 1924: 202 (257)].

 

No es casual que estas palabras ya contengan, in nuce, la buena nueva anunciada por los partidarios de algunas posiciones antinomistas y aparentemente ateológicas de cierta filosofía de la izquierda contemporánea. Los herederos de Stirner son tan numerosos como inadvertido y subterráneo ha sido su legado nunca reconocido.

Después del cataclismo de la Segunda Guerra mundial y a las sombras de un mundo devastado (del cual había sido activo protagonista), Carl Schmitt se entregó a una grave reflexión sobre su propio pasado intelectual y sobre el sentido de la historia universal. Estas elucubraciones, que asomaron en el pensamiento schmittiano durante el período del proceso de Nuremberg, constituyen un testimonio fundamental acerca de las convicciones últimas del jurista alemán en materia de filosofía y teología.

En abril de 1947, frente a lo que él percibía como la amenaza titánica de la tecnificación ineluctable de la Tierra y del mundo hasta entonces conocido como humano, Schmitt decide evocar la figura de Max Stirner. Por un lado, según las palabras del jurista, Stirner es

 

abominable (scheusslich), grosero (lümmelhaft), pretencioso (angeberisch), presumido (renommistisch), un alumno novato (ein Pennalist), un estudiante que se echó a perder (ein verkommener Studiker), un imbécil (ein Knote), un loco consigo mismo (ein Ich-Verrückter), visiblemente un profundo psicópata (offenbar ein schwerer Psychopath) [Schmitt, 1950: 80].

 

Sin embargo, este habitual florilegio de insultos (a los que Stirner, como hemos visto, estuvo acostumbrado desde el instante mismo en que terminó su opus magnum) no debe hacernos confundir respecto de la importancia secreta que tuvo Stirner en el pensamiento de Schmitt. En efecto, el jurista tuvo conocimiento del filósofo, según su propio testimonio, desde “el octavo curso de su educación secundaria (Max Stirner kenne ich seit Unterprima) [Schmitt, 1950: 80]” esto es, a partir de un período tan temprano como 1902. Schmitt consideraba a El Único y su propiedad como el libro con el título más bello o, en todo caso, más alemán de toda la literatura alemana. El espectro de Max, dice Schmitt, es “el único que me visita en mi celda”.

En efecto, Schmitt tenía algunos autores oraculares a los que acudía en los momentos de crisis de su pensamiento. Estos forman parte de las “minas de uranio de la historia del espíritu (Uran-Bergwerke der Geistesgeschichte)” [Schmitt, 1950: 80] y entre ellos se encuentran, para el jurista, los Presocráticos, ciertos padres de la Iglesia, y también algunos escritos de la época anterior a 1848: “el pobre Max forma absolutamente parte de ellos (der arme Max gehört durchaus dazu)” [Schmitt, 1950: 80]. De hecho, Schmitt era agudamente consciente de una verdad que hoy parece haber sido olvidada por buena parte de la filosofía política contemporánea, esto es, que “lo que explota hoy se preparó antes de 1848; el fuego que arde hoy, fue encendido en esa época (das Feuer, das heute brennt, wurde damals gelegt)”. Por lo tanto, “quien conoce profundamente el curso del pensamiento europeo de 1830-1848 (des europäischen Gedankenganges von 1830 bis 1848)” [Schmitt, 1950: 80], está preparado para hacer frente a los sucesos que, a escala planetaria, se suceden en la política contemporánea.

Stirner inició a Schmitt en ese verdadero torrente esotérico del pensamiento de los “Libres”, los jóvenes hegelianos de izquierda que se reunían en una legendaria taberna de Weinstube. Más allá de la fascinación mezclada con horror que su concepción política despertaba en Schmitt, el jurista llegó, sugestivamente, a admirar en Stirner, “la desesperación (Verzweiflung) de su lucha contra el vértigo (mit dem Schwindel) y los fantasmas de su época (den Gespenstern seiner Zeit)” [Schmitt, 1991: 48].

 

VIII.

Aunque diferente del que proponemos aquí, Ernst Jünger ha desarrollado un ideario del Titanismo que tiene, en su centro, a la figura del Anarca. Se trata, como admite el propio Jünger, de un descendiente conceptual cuya proveniencia es inequívocamente stirneriana: “la obra de Stirner es, en este sentido, fundamental (GnoliVolpi, 1997: 34)”. Opuesto al anarquista político, el Anarca es una Figura metafísica que “no se deja implicar en la dimensión de la técnica : se vale de ella y la explota si le resulta útil, de lo contrario la ignora y se retira a su mundo interior” (GnoliVolpi, 1997: 33). Que la propuesta sea genuinamente una ontología analítica de corte existenciario lo revela el hecho de que, según Jünger, “en cada uno de nosotros hay un fondo anárquico, un impulso originario hacia la anarquía” (GnoliVolpi, 1997: 34). Frente a dicho élan, los padres, la sociedad y el Estado están allí para limitarlo hasta que el anarquismo pueda resurgir de su latencia para liberar, bajo el riesgo de la destrucción, al individuo. Como señala el propio Jünger:

 

el Anarca sabe que la libertad tiene un precio, y sabe que quien quiere disfrutarla gratuitamente da muestra de no merecerla. Por eso no ha de confundírselo con el anárquico: este último se relaciona con la sociedad, tiene con ella una relación negativa que se manifiesta de manera virulenta en disponibilidad para practicar el terror con el objetivo de conseguir sus propios fines. El Anarca no tiene sociedad. La suya es una existencia insular (GnoliVolpi, 1997: 34).

 

Sin embargo, a pesar de los cuidados exegéticos que discierne el pensador alemán, no es posible ocultar que, como en Stirner, el Anarca es un Unicum, plenamente anclado en la metafísica de la presencia. Su cualidad definitoria es, precisamente, su asiento en el Uno metafísico devenido en categoría existencial y, por tanto, propietario de sí mismo. Por esta razón, el Anarca no puede eludir su auténtico destino que es, al final de la historia de la metafísica de la presencia, convertirse en el arquetipo supremo de Homo como figura post-histórica. Antes de ser reemplazado por los Póstumos transhumanos, Homo asume su salida de la historia como entidad anárquica cuyo ser se define en la propiedad de sí mismo. No hay, en este punto, una filosofía del “sí mismo” que no deba medirse con una economía ontológica de la propiedad aunque muchos de los filósofos que, con mayor o menor fortuna, han explorado esta vía durante el siglo XX, hayan omitido este dilema ineludible.

En este sentido, el anarcocapitalismo puede perfectamente transformarse en la expresión más acabada del Anarca que, al ser destituyente sin tomar conciencia de su propia herencia ultra-histórica anclada en el final de la metafísica, asume la Figura post-histórica opuesta a los designios para los que Jünger lo había concebido. Como depende de una misma estructura ontológica, el Anarca se transforma, sin solución de continuidad, en Tecno-Anarca y como jamás es posible dominar a la técnica, como ingenuamente intenta creer Jünger, la cibernética termina haciéndose cargo de su destino epocal para erigirlo en su representante supremo. La domesticación del Anarca por parte de la Entidad-Mercado marca, de este modo, el ocaso del pensamiento del siglo XX y el triunfo pleno de la era del nihilismo NRx.

  

IX.

El objetivismo no es sólo una teoría de la existencia y un principio epistemológico. De los principios expuestos en su doctrina, se deduce una ética que Ayn Rand se encargó de formalizar. El alejamiento de aquella verdad última, natural, que constituye el individuo es lo que explica, para Rand “la paralización del desarrollo moral de la humanidad”. Aparece entonces la reencarnación, moderna y norteamericana, del Único de Stirner que ahora reviste los ropajes, acordes a los nuevos tiempos, del egoísta como figura arquetípica de la ética objetivista. El egoísmo es “la preocupación por los intereses personales”.

El altruismo, por el contrario, es definido como la doctrina que declara que “toda acción realizada en beneficio de los demás es buena y toda acción realizada en beneficio propio es mala” (Rand, 2009b: 10). La moralidad del altruismo es desde esta perspectiva un fenómeno tribal, una supervivencia de los tiempos prehistóricos en que los hombres eran físicamente incapaces de sobrevivir sin aferrarse en una tribu para contar con el liderazgo y la protección contra los otros. La causa de la perpetuación del altruismo en la era civilizada es según Rand psico-epistemológica. Los hombres de mentalidad perceptual son incapaces de sobrevivir sin liderazgo tribal y sin protección contra la realidad.

No obstante, como el ser humano no llega al mundo con una forma de supervivencia automática, la preocupación por el sí mismo es un elemento fundamental de la vida. Por ello, la preocupación por los intereses personales es una disposición natural, y la naturaleza, para Rand, es amoral. No conoce las calificaciones morales. Sin embargo, la ética antinatural del altruismo ha creado la idea de que el cuidado del sí mismo es algo indeseable para lograr que los seres humanos acepten dos dogmas inhumanos: que ocuparse del interés personal es malo sea cual fuera tal interés y que las actividades del egoísta son de hecho de interés personal. Con ironía, Rand sostiene que, para el altruismo, el beneficiario de una acción es el único criterio de comparación del valor moral de esta, de manera que mientras el beneficiario sea cualquiera salvo uno mismo, todo está permitido. Y, como la naturaleza no provee al hombre un mecanismo automático de supervivencia, sino que para sobrevivir debe valerse de su esfuerzo personal, la doctrina que afirma que es malo preocuparse por el interés personal, “significa en consecuencia que el deseo de vivir es malo, que la vida humana como tal es mala” (Rand, 2009b: 12). Así, para el objetivismo -de clara influencia iusnaturalista- “la preocupación por el propio interés es la esencia de una existencia moral y el hombre debe ser beneficiario de sus propias acciones morales” (Rand, 2009b: 13).

Sin embargo, Rand distingue ese egoísmo natural, esa virtud, del egoísmo nietzscheano, que de hecho es para ella fruto de la moralidad altruista, que sostiene que toda acción, cualquiera que sea su naturaleza, es buena, siempre que tenga como objetivo el propio beneficio. Así como la satisfacción de los deseos irracionales de los demás no es un criterio de valor moral tampoco ha de serlo la satisfacción de los deseos irracionales de uno mismo. Guiar la conducta por la mera satisfacción de un deseo es una ética que lleva necesariamente a la guerra, porque si el deseo se elige como pauta ética, tendrá igual validez ética el deseo de todos y eso lleva necesariamente al conflicto. En el estado de naturaleza hobbesiano, la anarquía es el igualitarismo del deseo. Como se dijo, el descubrimiento de uno mismo sólo acontece con el uso de la conciencia y es sólo mediante ella, también, que el individuo descubre sus derechos, sus necesidades y el camino correcto para satisfacerlas que, por su naturaleza, nunca entra en conflicto con la necesidad de autoconservación del prójimo. Ese es el verdadero egoísmo, el egoísmo virtuoso. El self de un hombre, lo que debe ser defendido, es su mente, la facultad que percibe la realidad, forma juicios, y escoge valores. Para un “lobo solitario tribal” –así los llama a los egoístas nietzscheanos– la realidad es un término sin significado.

La “ciencia” es la encargada de descubrir el código de valores que ha de guiar las elecciones y acciones del ser humano. Dicho código de valores –cuyo hallazgo Rand juzga necesario para la vida humana– es, por supuesto, racional, científico y objetivo en el sentido de que se deduce de la identidad de la conciencia. Rand cuestiona las ideas subjetivistas de la ética, las perspectivas que sostienen que la misma es una cuestión arbitraria, “devenida de la voluntad de dios como norma del bien y como validación de su ética” o, en su versión secularizada, aquella que defiende “el bien de la sociedad”. Para el objetivismo, la ética consiste en la determinación de los valores, y un valor es aquello que “nos lleva a actuar para obtenerlo y o conservarlo”. Aquí puede trazarse una analogía con la idea austriaca de utilidad. Es la utilidad lo que guía la acción de los individuos. No obstante, para la praxeología no existen valores determinados a priori, salvo la “satisfacción” que el sujeto obtiene con el consumo de un bien o servicio.

Dicho esto, las metas o los valores son naturales, como los derechos, naturales: “A nivel físico las funciones de todos los organismos vivos son acciones originadas por el propio organismo y dirigidas hacia una meta singular, el mantenimiento de la vida” (Rand, 2009b: 23). Los seres vivos no tienen elección posible al respecto de lo que se requiere para su supervivencia. La vida solo puede mantenerse a través de un constante proceso de acción de autosustentación. La meta de esta acción, el valor supremo que es la propia vida del organismo. La vida es el patrón, según el cual se evalúan las metas inferiores es el patrón de valor último. Lo que ayuda su vida es bueno y aquello que la amenaza es malo.

¿Y cómo descubren los seres humanos lo que es bueno o malo para su supervivencia? La sensación física de placer entonces es una señal que indica que el organismo está siguiendo el curso de acción correcto. El displacer por el contrario es un índice de que se está cerrando el camino. Con ecos cognitivistas, Rand sostiene que las emociones son resultados automáticos de los juicios de valor y que semejan “calculadoras ultrarrápidas que le dan la suma de su ganancia o de su pérdida” (Rand, 2009b: 39). Más adelante, insiste: “el mecanismo emocional del hombre como una computadora electrónica que debe ser programada por su mente, y la programación depende de los valores que ésta elija” (Rand, 2009b: 40).

El párrafo resulta curioso primero porque introduce la voluntad del dominio de las emociones, un rasgo de su pensamiento que, según la filósofa, se lo debe al romanticismo. En efecto, los valores son elegidos voluntariamente. Por otro lado, Rand compara al humano con una máquina. Esto no debe sorprendernos pues existe un vínculo sustancial para el anarcocapitalismo en general y para su versión neorreaccionaria en particular, entre lo maquínico y lo humano. Por ahora, basta aclarar que es esta otra convergencia entre el objetivismo y la praxeología: allí donde Rand habla de valor, Von Mises o Rothbard hablarían de “utilidad”, pero la fórmula es con todo la misma: la acción está siempre motivada por alcanzar el mayor nivel de satisfacción. Se diferencian no obstante en que Ayn Rand explicita el componente normativo que está implícito en la praxeología. Las percepciones, para el objetivismo, no revelan la verdad, sino que ésta sólo es asequible a través de la consciencia, que es fruto de la voluntad. Las acciones y la supervivencia del hombre requieren la guía de valores conceptuales obtenidos a partir de un conocimiento que no puede obtenerse en forma automática.

La razón es la facultad que identifica e integra el material provisto por los sentidos del ser humano. Es una facultad que el hombre ejerce por elección. La única disyuntiva existencial con que el ser humano se encuentra es: ¿pensar o no pensar? ¿pensar o evadirse de ese esfuerzo? ¿estar consciente o no estarlo? Pensar requiere un estado de atención total, y hacerlo es volitivo. El hombre puede entonces desenfocar su mente, experimentando solamente sensaciones. No obstante, esta elección implica condenarse a la muerte. Esto es así, porque la satisfacción de las necesidades físicas implica siempre un proceso de pensamiento. Es requisito para supervivencia del hombre descubrir “cómo confirmar sus conceptos, sus conclusiones, su conocimiento; tiene que descubrir las reglas del pensamiento, las leyes de la lógica, y cómo dirigir sus pensamientos” (Rand, 2009b: 31).

De manera que, lo que Rand plantea como una elección, no es tal, o al menos no debería serlo, y aquí radica el componente explícitamente normativo del objetivismo. Los hombres, que sin pensar, sin embargo, sobreviven, lo hacen imitando de manera casi automática las acciones de los que se piensan, los empresarios, o beneficiándose de manera espuria de los beneficios por ellos producidos: “La supervivencia del hombre, como hombre significa las condiciones, métodos, términos y metas necesarios para la supervivencia de un ser racional durante su lapso total de vida, en todos aquellos aspectos de su existencia que están abiertos a su elección” (Rand, 2009b: 35).

El humanismo objetivista es potencialmente universal (todo humano puede acceder, mediante el uso volitivo del intelecto, a la existencia y las leyes que la gobiernan), pero excluyente de hecho (no todos eligen tomar ese camino): “Los parásitos, los vagabundos, los saqueadores, los brutos y los criminales no tienen valor alguno para el ser humano. Este no puede obtener ningún beneficio por vivir en una sociedad dirigida a sustentar las necesidades, demandas y protección que ellos requieren” (Rand, 2009b: 47). Esa sería una sociedad basada en la ética del altruismo, que es, como se afirmó al comienzo del apartado, antinatural en tanto contradice las necesidades de supervivencia de los seres humanos.

La ética que se desprende del objetivismo, es decir, aquella que las personas descubrirían si eligiesen la vida consciente, plantea tres valores nodales, la razón, el propósito y la autoestima, y tres virtudes para alcanzarlos, la racionalidad, la productividad y el orgullo. A su vez, estas virtudes están vinculadas de manera causal: “El trabajo productivo es el propósito fundamental de la vida de un hombre racional, el valor central que integra y determina la jerarquía de todos sus valores. La razón es la fuente, la precondición de su trabajo productivo. El orgullo es el resultado” (Rand, 2009b: 36). Cada valor y cada virtud configuran, en verdad, un mandato ético.

La virtud de la racionalidad consiste en el reconocimiento y la aceptación de la razón como guía para la vida y como única fuente de conocimiento, que lleva a aceptar la existencia de la existencia, y a establecer las convicciones, metas y deseos a partir del pensamiento. Vivir racionalmente supone aceptar la responsabilidad de las acciones tomadas, la valoración de las propias metas y convicciones, y nunca resignarlas en beneficio ajeno, y no procurar ni otorgar lo inmerecido.

La virtud de la productividad es el reconocimiento de que el trabajo productivo es el dispositivo mediante el cual el hombre sustenta su vida, el proceso que lo  emancipa de sus pares y de su entorno. La virtud del orgullo, por último, radica en considerarse a sí mismo como el valor máximo y supone el autoperfeccionamiento permanente. El orgullo es un modo de vida que parte de los principios objetivistas expuestos anteriormente: la irreductibilidad del individuo. Supone rechazar las deudas no contraídas. En palabras de Rand:


El principio social básico de la ética objetivista es que, así como la vida es un fin en sí misma, todo ser humano viviente, es un fin en sí mismo, y no el medio para los fines, el bienestar de los otros; en consecuencia, el hombre debe vivir para su propio provecho, sin sacrificarse por los demás y sin sacrificar los demás para su beneficio. Vivir para su propio provecho significa que el propósito moral más elevado del hombre es el logro de su propia Felicidad (Rand, 2009b: 38-39).

 

No obstante, la felicidad, la eudaimonía, no es autoevidente. Es resultado de alcanzar los propios valores y, como se dijo, desde la perspectiva randiana, hay valores objetivos, y son aquellos que se descubren mediante la razón:

 

Si un hombre, valora el trabajo productivo, su felicidad será la medida de su éxito en el servicio a que dedica su vida. Pero si lo que valora es la destrucción, como sádico, o la tortura auto infringida, como el masoquista, o la vida de ultratumba, como el místico, o la excitación momentánea, como el corredor de autos de carrera, su aparente felicidad será la medida de su éxito, puesta al servicio de su propia destrucción (Rand, 2009b: 41).

 

Como afirma el célebre John Galt, “la felicidad es sólo posible para el hombre racional, el que no desea más que alcanzar objetivos racionales, que no busca más que valores racionales, y que no encuentra su alegría sino en acciones racionales” (Rand, 2009a: 139). Así, el goce momentáneo no es eudaimonía, ya que ésta es una sensación reservada a muy pocos hombres, aquellos que se consagran a la vida consciente. Porque alcanzar un objetivo que es contrario a la propia vida, o, para usar una expresión psicoanalítica, ceder a la pulsión tanática, no otorga, para Rand, verdadera felicidad. Es tan sólo un síntoma de evasión de una realidad que resulta intolerable y por tanto incomprensible. Los intereses racionales de los hombres no entran en conflicto, son naturalmente armoniosos: “no hay conflicto de intereses entre hombres que no desean lo que no han ganado, que no hacen sacrificios ni los aceptan y que traten entre sí como comerciantes, entregando un valor por cada valor recibido” (Rand, 2009b: 46).

Las leyes que rigen el cosmos son también las leyes del mercado. El principio de intercambio comercial, sostiene Rand retomando la economía cataláctica, es el único principio ético racional para todas las relaciones humanas, personales y sociales, privadas y públicas, espirituales y materiales. El mercado es un mecanismo de justicia y su lógica ha de aplicarse también en las “cuestiones espirituales”, es decir, lo que refiere a la conciencia del hombre.

El humanismo de Rand es paradójico. Hay una interioridad que es propia de los seres humanos y que lo distingue de los otros organismos, de donde deviene que todo humano es sagrado, es decir, intocable, lo que justifica otra máxima de la ética objetivista, aquella que sentencia que los hombres tienen derecho de recurrir a la fuerza física únicamente contra aquellos que inician su uso. Pero su racionalismo desembozado la lleva a sostener que el subconsciente, vale decir, lo propiamente humano, “es como una computadora más compleja que cualquiera que haya sido construida por los hombres y su función principal es la integración de sus ideas y la programa su la mente consciente” (Rand, 2008b: 20), y a explicar su funcionamiento con metáforas de la programación: gigo, garbage in, garbage out, fórmula que usaban los programadores para explicar el procesamiento de una máquina.

La convicción de que todo es racionalizable, de que hay leyes universales que rigen el cosmos en su totalidad y que el humano puede y debe aprehenderlas para saber cómo vivir tiene como consecuencia en efecto una suerte de maquinización de lo humano que se expresa con claridad en la ética objetivista. Dicha aspiración, aunque combinada con cierta desesperanza por la humanidad y compensada con un optimismo tecnológico incentivado por los nuevos descubrimientos, inspira el posthumanismo neorreaccionario, en el que la conciencia, la razón y la mente se emancipan de la humanidad, para encarnar en “entes de silicio”.

Vemos aquí cómo termina modificándose la proveniencia stirneriana del egoísta randiano. Lo decisivo no es tanto la atenuación de la radicalidad del Único frente a los temores de los impulsos irracionales sino la novedad según la cual el Único actúa como un ente maquínico. En el sistema del objetivismo en general y del anarcocapitalismo en particular, el egoísta no es regido por la filosofía sino por la cibernética. Dicho en términos más precisos, en el horizonte último del final de la metafísica de la presencia, la filosofía se metamorfosea en cibernética y la objetividad pretendida de la realidad incuestionable del mundo no es otra que la maquinización universal de todo lo existente.

El ciber-existencialismo objetivista constituye, de este modo, la apertura hacia la transhumanización de todo lo existente bajo la égida del Organismo sintiente del Mercado que es la forma más pura de la cibernética erigida en principio supremo del Ser y del actuar divorciados entre sí gracias a su dependencia aporética de la anarquía que, aunque busque ser evitada en lo social, como intenta hacerlo Rand, retorna como archi-huella determinante en el ámbito ontológico. Dicho retorno, por lo demás, no es gratuito pues marca la inviabilidad del objetivismo randiano en la medida en que nada de lo existente puede sostenerse en lo real pues este último es sin arché. En cierta forma, toda la realidad de Rand comienza a perder objetividad en nombre de una fantasmagoría de la presencia que desbanca todo sustento seguro para un egoísta que no es sino el golem teúrgico de una ensoñación de utopismo disolvente.

 

X.

Con una clara influencia de la filosofía de Ayn Rand, el pensamiento de Murray Rothbard coloca a la praxeología como una lente privilegiada para comprender lo social, visto como un tejido compuesto por individuos. En la visión de Rothbard, esta disciplina se asienta sobre los pilares sólidos de la lógica aristotélica, que él mismo abrazó bajo la tutela intelectual de Rand. La praxeología observa a los individuos en su hábitat natural: el mercado. De esa observación extrae los “axiomas” que rigen sus acciones económicas y, con ellos, construye deducciones aplicables a cualquier contexto y época. Se parte de la lógica de los intercambios capitalistas, se proyecta cómo funcionarían esas dinámicas en ausencia del Estado, y se deducen las leyes fundamentales de la acción individual para luego extrapolarlas a todo tiempo y lugar.

De este modo, Rothbard desafiaba tanto la corriente empirista como la inclinación teórica de la economía tradicional. El empirismo, en su visión, niega los axiomas fundamentales que gobiernan el comportamiento humano, reduciendo las acciones a meros datos fragmentarios. Por otro lado, el teoricismo comete el error contrario: proyecta la acción humana hacia entidades abstractas que trascienden la individualidad, diluyendo la esencia del sujeto en constructos externos e impersonales. Rothbard veía en ambas perspectivas un desvío del camino correcto, pues alejaban a la economía del núcleo irreductible de la acción deliberada del individuo.

Rothbard encapsulaba los fundamentos de la praxeología en términos simples: “el axioma fundamental de la acción —que los hombres utilizan medios para alcanzar sus fines— y dos postulados subsidiarios: que existe una variedad de recursos naturales y humanos, y que el ocio es un bien de consumo” (Rothbard, 2011: XXXVIII). En este marco, toda acción se concibe como un acto deliberado, siempre enraizado en la voluntad del individuo. Para que esta voluntad se concrete, es necesaria una visión de un objetivo deseado junto a las “ideas tecnológicas” o planes que guíen el camino hacia su consecución.

El individuo, entonces, organiza sus metas comparando entre diferentes posibilidades y eligiendo aquella que le proporciona mayor valor, siempre condicionado por la escasez de los medios disponibles frente a la vastedad de los fines potenciales. En este universo praxiológico, no se distingue entre bienes materiales e inmateriales, pues su esencia se define por el grado de satisfacción que generan. Sin embargo, la valoración que se otorga a los bienes es siempre ordinal: se puede jerarquizar cuál de ellos ofrece mayor satisfacción, pero no medir esa satisfacción con precisión numérica. Es imposible, según Rothbard, afirmar que un bien aporta exactamente “8 de satisfacción” o cualquier otra cifra.

En la visión de Rothbard, los números nominales se limitan a expresar los precios de mercado, resultado de la interacción de las valoraciones individuales. Esta perspectiva refleja el rechazo de la praxeología a la matematización de la economía. Según Rothbard, las matemáticas no logran capturar la esencia de la acción humana porque el individuo, como núcleo del análisis, escapa a la reducción numérica. Sin embargo, aquí surge una paradoja: lo social, compuesto por múltiples acciones individuales, sí puede medirse numéricamente, ya que lo colectivo se manifiesta en tendencias, precios, y comportamientos generalizables. Así, la subjetividad personal permanece incuantificable, pero sus efectos, cuando se agregan y proyectan en la esfera social, sí se prestan al análisis matemático, lo que manifiesta que, en verdad, los Robinson y los individuos agregados son entidades de orden diferente, supuesto ontológico que no está presente en el origen del término “catalaxia”. En efecto, katallássō designa la idea de reconciliación, lo que supone la pre-existencia de una relación (aunque sea esta una conflictiva), idea inconcebible para el individualismo moderno que los austríacos hipostasían. La matematización de las agregaciones y la noción misma de catalaxis son síntomas de la presencia fantasmática de lo social en la praxiología.

En este cosmos praxiológico, las decisiones no se toman con certeza, sino bajo conjeturas y especulaciones sobre lo que podría suceder. Cada acción conlleva la posibilidad de error, pues las expectativas pueden no coincidir con los resultados. Aunque un individuo disponga sus medios con el propósito de obtener un bien, puede descubrir que ese logro no incrementa su bienestar. No obstante, este fracaso es interpretado como un error de cálculo, ya que, en última instancia, toda acción se orienta hacia la adquisición de mayor satisfacción. Esta dinámica refleja una tensión constante entre lo previsible y lo incierto, donde la búsqueda del bienestar se enfrenta a la complejidad de las elecciones humanas y a las limitaciones propias del conocimiento individual.

La satisfacción que un bien proporciona está íntimamente ligada a su disponibilidad en el entorno del individuo. Este principio forma la base de la ley de la oferta y la demanda y se conecta con otro axioma fundamental: la utilidad marginal decreciente. Esta última idea sostiene que el nivel de satisfacción que ofrece un bien disminuye a medida que su disponibilidad se incrementa. Así, la praxeología no solo enuncia principios específicos, sino que también establece ciertos postulados de carácter universal.

Entre estos principios, se encuentra la consideración del tiempo como un recurso universal que debe ser economizado. De esta noción surge la preferencia temporal, que sugiere que los individuos tienden a priorizar la satisfacción inmediata por sobre la futura. Este fenómeno es lo que explica, desde la óptica praxiológica, las tasas de interés en el mercado.

En este contexto, Rothbard y otros praxiológicos elaboran una visión del comportamiento humano que integra tanto la lógica como la experiencia empírica, destacando cómo las decisiones de los individuos se ven influenciadas por su entorno y la naturaleza de los bienes disponibles.

La afirmación de que el precio de mercado surge de las valoraciones individuales se entrelaza metafísicamente con el axioma de la preferencia temporal. Ambas ideas se fundamentan en una noción de tiempo lineal que minimiza la importancia del pasado, en tanto que “la acción ocurre en el presente con vistas al futuro”. Asimismo, encubren un componente normativo que Nick Land hará explícito: “la civilización, como proceso, es indistinguible de la disminución de la preferencia temporal” (2022: 25). En efecto, con su énfasis en el cálculo, el beneficio, la eficacia y la producción, la economía praxiológica es ya ávida de futuro, avidez que los NRx exacerbarán.

Por otro lado, la teoría subjetiva del valor ha enfrentado críticas, sobre todo a raíz de la paradoja que presenta el teorema regresivo del valor. No obstante, es esencial destacar que el presentismo implícito en estas teorías está vinculado a una perspectiva atomista: el individuo se define en el ahora y su existencia se ve influida únicamente por otras entidades similares. Así, el análisis de Rothbard invita a reflexionar sobre la naturaleza del tiempo en la acción humana y su impacto en el comportamiento económico, sugiriendo que el presente es el único instante relevante para la toma de decisiones y la valoración de bienes. En este marco, se comprende que cada individuo actúa en función de su contexto inmediato, dejando de lado consideraciones del pasado que no afectan su presente.

Para aumentar su satisfacción, todo individuo busca maximizar su producción de bienes de consumo por unidad de tiempo (Rothbard, 2011: 42). Para lograr este objetivo, se enfrenta a la necesidad de incrementar la oferta de factores de producción. No obstante, los recursos naturales son finitos, restringidos por las limitaciones del entorno. Por tanto, la disyuntiva que se presenta es clara: o se opta por aumentar la inversión en bienes de capital, o se decide incrementar la fuerza laboral. Este dilema resalta la complejidad de la toma de decisiones económicas, donde cada elección implica un sacrificio y debe ser considerada en función de las oportunidades perdidas. En este sentido, la capacidad de previsión y la valoración de los futuros beneficios juegan un papel fundamental en la optimización de los recursos. Cada individuo, al ponderar sus opciones, busca no solo el mayor rendimiento inmediato, sino también la sostenibilidad y el crecimiento a largo plazo en un mundo de recursos limitados.

Desde esta perspectiva, el trabajo y el ocio se encuentran en una tensión constante: las personas laboran únicamente cuando el rendimiento que obtienen de su trabajo compensa la pérdida de satisfacción que conlleva renunciar a su tiempo de ocio. Este último es el único bien de consumo cuyo beneficio se experimenta de inmediato, brindando a los individuos un retorno instantáneo. En este contexto, el "Robinson" de la praxeología aparece como un ser perezoso, aquel que, al elegir el ocio por encima de la producción, encarna una visión que desafía la lógica del esfuerzo humano.

Este equilibrio entre trabajo y ocio resalta la naturaleza deliberada de la acción humana, donde cada elección está marcada por la búsqueda de maximizar la satisfacción personal. Así, el ocio se convierte en un refugio, un estado de bienestar inmediato, mientras que el trabajo se presenta como un sacrificio que, si bien puede generar mayores bienes en el futuro, implica una pérdida en el presente. En este sentido, la praxeología invita a reflexionar sobre las motivaciones detrás de nuestras decisiones, reconociendo que el valor del ocio es tan significativo como el del trabajo.

La formación de capital es fruto de aquellos individuos con capacidad de previsión, quienes invierten el axioma de la preferencia temporal al valorar más el futuro que el presente. En este sentido, la riqueza se convierte en la recompensa de esa virtud. Sin embargo, otro axioma praxiológico afirma que el fin de toda acumulación de capital es el gasto. Desde esta perspectiva, el ahorro permanente es absurdo, lo que explica que la riqueza tienda a redistribuirse. Aquél que demuestra la mayor previsión, que anticipa y construye un futuro de posibilidades, se asemeja al Atlas de Ayn Rand, el titán que sostiene el mundo en su espalda, cuyo esfuerzo es fundamental para la prosperidad colectiva.

Para la praxeología, toda acción social se manifiesta como un intercambio orientado hacia la búsqueda de una mayor satisfacción. Se produce así un movimiento en el que se abandona un estado actual para acceder a otro que se percibe como más beneficioso. En términos generales, se pueden identificar dos formas de intercambio. Por un lado, está el cambio autístico, que no requiere de relaciones interpersonales de servicio. Por otro lado, se encuentra el intercambio interpersonal, donde un individuo renuncia a un bien para adquirir otro.
Dentro de este último tipo de intercambio, Rothbard introduce la distinción del intercambio hegemónico, que se observa en situaciones como la esclavitud o la explotación. En estos casos, solo el amo se beneficia, ya que es el único que actúa libremente; el súbdito, por su parte, se ve forzado a obedecer, movido únicamente por la amenaza de la fuerza. Este concepto subraya el rechazo de la dialéctica, ya que implica que uno de los polos de la relación (el amo) disfruta de libertad, mientras que el otro (el súbdito) se encuentra atrapado en una condición de servidumbre.

El intercambio voluntario se origina en la disparidad de valoraciones entre los bienes que son objeto de cambio, lo que permite que cada participante obtenga lo que más valora. Una economía sustentada en este tipo de intercambio no solo propicia el progreso tecnológico, sino que también fomenta libertades y avances materiales. En un mercado sin interferencias, son los consumidores quienes dirigen el rumbo de la producción. Dado que todos aspiran a un mayor progreso material, el avance de la sociedad se vuelve inevitable.

Las sociedades que se fundamentan en este modelo de intercambio son aquellas de carácter contractual, caracterizadas por “responsabilidad individual, ausencia de métodos violentos, libertad, plenas facultades para tomar decisiones [...] y beneficios para todos los participantes” (Rothbard, 2011: 89). La praxeología, lejos de ignorar los costes marginales en la búsqueda del beneficio, reconoce la existencia de lo que denomina “deseconomías” externas. No obstante, estas son siempre consecuencia de errores cometidos por un gobierno que actúa de manera coercitiva en su supuesta función de proteger los derechos de propiedad.

En este contexto, el humanismo praxiológico niega a la tecnología y al capital la capacidad de deliberación. No obstante, la tecnología mantiene una continuidad metafísica con su creador o propietario, y esa continuidad justifica su carácter de propiedad. Rothbard, por otro lado, sostiene que el individuo es dueño de sí mismo, lo cual implica una separación ontológica fundamental entre el sujeto y su entorno. Esta idea de la separación ontológica sugiere que el individuo no solo es un ser en el mundo, sino que también posee una individualidad intrínseca que le otorga autonomía y responsabilidad. Al afirmar que se es “dueño de sí mismo”, sugiere una distancia entre el sujeto y su propia individualidad. Esta noción puede interpretarse como una separación entre el "sí mismo" como agente y el "sí mismo" como objeto de propiedad. En esta perspectiva, el individuo no solo se define por su ser interno, sino que también se percibe como un propietario de su propia existencia, lo cual implica una relación dual. Esta distinción resalta la capacidad de deliberación y autonomía del individuo, quien no es solo un ente pasivo en el mundo, sino un actor que posee y controla su vida. Sin embargo, al mismo tiempo, esta propiedad sobre uno mismo implica una cierta alienación, ya que el individuo puede verse como separado de su ser esencial, problema que el libertarianismo soslaya y que los neorreaccionarios resuelven, como se abordará luego, con propuestas de robotización.

La defensa de esa individualidad -que, como vimos, no es tan “indivisa”- redunda en que toda intervención del Estado o de cualquier agente coercitivo debe limitarse a los casos en que se vulnera la propiedad, ya que la propiedad es un concepto material y tangible. En contraste, el incumplimiento de promesas es visto como algo menos contundente, una mera palabra sin el peso físico que caracteriza a la propiedad. Así, Rothbard establece una clara jerarquía entre la propiedad y las promesas, enfatizando la necesidad de protección de lo material frente a lo etéreo, lo que subraya la importancia de la responsabilidad individual en el contexto del intercambio y la acción social.

Por otro lado, la escuela austríaca se basa en una historia económica que es, como toda historia, un mito antropotécnico. Del Robinson se pasó al intercambio directo, hasta que los individuos se enfrentaron a la “falta de coincidencia de necesidades” y a los problemas de producción y cálculo: sin una unidad de cuenta, “no puede establecerse la conveniencia de dónde es conveniente invertir”. Para solucionar ese obstáculo, los individuos ingresan en nuevas relaciones contractuales de “intercambio indirecto”, en las cuales los bienes se adquieren no para satisfacer necesidades inmediatas, sino con la intención de volver a cambiarlos. Al valor de uso se le suma así el valor de cambio. Como explica Rothbard: “el proceso continúa, con una diferencia siempre en aumento entre la comerciabilidad de los bienes usados como medio de intercambio y la de los demás productos, hasta que finalmente uno o dos de ellos son mucho más comerciables que los otros y se utilizan en forma general como medio de intercambio” (Rothbard, 2011: 192).

Dichos productos usados como medios de cambio son las monedas o el dinero. Gracias a estos instrumentos se eliminan los problemas del cambio directo, haciendo posibles procesos largos y complicados de producción y de especialización, generando la división del trabajo, apuntalando la creciente especialización y el progreso tecnológico. Dicha moneda, retomando la cuestión de la matematización, establece una unidad entre lo existente, manteniendo con los objetos una relación semejante respecto a los humanos: son inmanentes y trascendentes a las relaciones de intercambio y de propiedad. En este sentido, la praxeología es el nombre de una extrema filosofía de la praxis como eficacia sacramental del dinero. Si incluso Rothbard ha pregonado la posibilidad de prescindir de una institución como el Banco Central, considerado un fraude, esto se debe a su confianza absoluta en el orden espontáneo del Organismo-Mercado el cual, más que en ningún otro caso, convoca a una teología política de la acción. Llegados a este punto extremo, el Dios anarcocapitalista, despojado de toda arché se realiza completamente en la praxis y, en cierta forma, gracias a la acción, por oposición al Ser, es donde encuentra la posibilidad misma de su existencia. En una teología donde la praxis desplaza al Ser y la teúrgia del hacer transforma incluso al ocio en un bien de consumo no hay, en rigor, ningún lugar para la ciudadanía política que no sea bajo el ropaje de un consumidor eficaz. Cuando lo divino colapsa en la praxis y se justifica por ella, nos encontramos ante las puertas de una religión sacrificial sin Dios puesto que el sacrificio de la praxis vacía es el único ritual admitido y en él se abre el camino para la abolición de cualquier forma-de-vida puesto que esta última no puede estar sustentada en la propensión de la eficiencia del hacer sino únicamente en el beneficio de la plenitud plural del Ser.

 

XI.

Un hombre busca sesudamente, con ayuda de su computadora, resolver un problema matemático que le permitiría entender el aparente caos del mercado bursátil. Siempre está cerca, pero en el momento mismo en que parece haber alcanzado su meta, la computadora colapsa, y él también: fuertes dolores de cabeza lo asedian día a día. Un grupo de oscuros accionistas y una secta judía versada en los secretos de la cábala lo persiguen implacables, con fines en apariencia distintos pero que son, en el fondo, el mismo: entender a su Dios. El argumento del film Pi (1998) podría ser un viaje lisérgico de Nick Land, uno de los intelectuales NRx, otro ávido del colapso en que las fuerzas titánicas se imponen revelándose tal cual son.

Toda filosofía de la historia, esto es, toda concepción teleológica del devenir encubre una teología (Löwith, 2007). La filosofía de la historia NRx imagina una fuerza maquínica que como aliento vital en desarrollo vertiginoso engendra un proceso desordenado pero inteligente, acorralado sólo de manera momentánea por las vidas de carbono que no quieren ceder el trono de la Tierra. Acompañar, impulsar, destrabar, sacar el freno al impulso desterritorializante de ese ímpetu extemporáneo llevará a la “automatización del capital” o, lo que es lo mismo, la “singularidad tecnocapitalista”. La Catedral humanista universalista ilustrada puede obliterar el proceso, pero el espíritu maquínico se impondrá finalmente, el cero en su inmensidad se revelará inexorable, arrastrándolo todo al colapso cibernético.

El movimiento neorreaccionario, como argumenta Yuk Hui (2020), está habitado por una contradicción cuyo núcleo es su metafísica del tiempo. Anti-universalistas en lo político, pretenden sustraerse de la dialéctica de la disputa democrática que el economista Albert Hirshman desginó como “voz” y promueven la “salida”, la búsqueda de un afuera radical, de una temporalidad paralela a la univocidad temporal del universalismo. Este secesionismo metafísico, radical, que oficia de fundamento para la demanda de “derecho a la diferencia”, es lo que hermana a los profetas de la NRx con supremacistas blancos y políticos estrambóticos, pero de manera sólo estratégica y contingente. La neorreacción desea inventar una nueva civilización que abrace las leyes inexorables que todo lo gobiernan y que son la catalaxia y la selección natural, contenidas ambas en la cibernética (Land, 2022). Hijos malditos del objetivismo, Thiel, Land y Moldbug confían en que, finalmente, la Historia está de su lado. Antiuniversalistas en lo político, abrazan leyes universales. Y saben que, finalmente, ellos y su proyecto saldrán victoriosos en la contienda histórica puesto que todo organismo que vaya en contra de aquellas leyes, que morigere la vertiginosidad impiadosa del Tiempo, sucumbirá a la entropía y perecerá. La supervivencia requiere de mecanismos extrópicos, que disminuyan al máximo la entropía, alejándose del estado de reposo con que sueñan los agentes de la Catedral.

Es en ese punto en que la NRx se inserta en el derrotero del aceleracionismo, pese a las interpretaciones más confortables que hicieron los escasos exégetas del filósofo británico, que suelen atribuir su “giro neorreaccionario” a una pérdida del juicio. Por el contrario, la neorreacción es la conclusión lógica del axioma marxiano de la retroalimentación positiva del capital llevada al extremo a través del rechazo de la dialéctica que Land hereda de Deleuze y Guattari. Si los franceses mesuraron algunas de sus hipótesis en el segundo tomo de Capitalismo y esquizofrenia, el inglés depuró el marco antiedípico de ciertos rasgos trascendentalistas que inspiraron la prosa de los intelectuales tardíos del Mayo ‘68, quienes consideraban que, al acelerar la descodificación y la desterritorialización del capitalismo podría encontrarse un afuera exterior a sus lógicas. El aceleracionismo NRx –que es en verdad aceleracionismo en estado puro, libre de cualquier hipótesis ad hoc para compatibilizar aceleración con territorialización– por el contrario busca el único afuera posible, un afuera inmanente al capitalismo, que se encuentra en los intersticios de los dispositivos catedralicios que obstaculizan los procesos de retroalimentación positiva del capital, demorándonos en la llegada de lo que de todas maneras es inexorable. Es Bitcoin y no el supremacismo blanco el verdadero aliado de la gesta NRx (Land, 2024).

La teleoplexia capitalista (Land, 2023) propone precisamente desligar al capital del socius para que se desarrolle en libertad hasta inaugurar una nueva era signada por la singularidad tecnocomercial. Ese fin último, verdadero, necesita de un “régimen teleológico gemelo” referido a su utilidad para objetivos socialmente establecidos. Como dice Land, “que parezca orientarse hacia la realización de las preferencias de consumo humano es esencial para su emergencia sociohistórica y su supervivencia” (Land, 2022: 217). Pero el argumento utilitarista –que Land (2019b) esgrimió contra el “miserabilismo trascendental” del izquierdismo– no es el principal. El desdén por el utilitarismo constituye otra confluencia paradójica entre los neorreaccionarios y los libertarios. Para Rothbard (2013), también el argumento utilitario debía estar subordinado a una meta final, aunque divergen en la definición de esa finalidad. La NRx considera que el telos es la independización de la inteligencia.

En efecto, el poshumanismo neorreaccionario considera que la inteligencia biológica está fatalmente limitada. La homeostasis supone un condicionamiento de la inteligencia por factores extrínsecos, que imposibilita el “autorrefinamiento de la inteligencia”, obstrucción en que participan también la solidaridad y cualquier forma de ayuda estatal. A este respecto, Land es terminante: “todo lo realmente valioso se ha forjado en el infierno” (2022: 154), y es por ello que el sueño de la neorreacción es “el infierno eterno”, donde el infierno denota el calvario indolente de la naturaleza. En Land, como en Ayn Rand, inteligencia y volición están inextricablemente unidos (aunque Land no niega –en rigor, tampoco afirma– la influencia de factores genéticos en las capacidades cognitivas).  Y, en condiciones normales, la naturaleza, al mismo tiempo que limita, obliga a querer pensar. La correspondencia entre intelecto y capitalismo, entendido este último como una complejización técnica de las leyes naturales, también radica en que el intelecto es, como el capital, extrópico, desordenador (Land, 2019a). Por ello, el objetivo ha de ser dotar a la tecnología de voluntad de saber para que la lógica de la maximización de ganancias y la inteligencia hagan sinergia y lo hagan colapsar todo, inaugurando la era del Horizonte Biónico, la supresión total de la distinción entre Naturaleza y Cultura. De esta manera, la logofilia racionalista de los neorreaccionarios se deshace de las vestiduras humanistas de sus antepasados inmediatos libertarios y le rinden pleitesía a los cyborgs del mundo por venir y cual cruzados se enfrentan a los caballeros del orden mundial.

La Catedral es el nombre con que la NRx designan toda moral o creencia compartida que contradiga la “irremediable incorrección política de la realidad” (Land, 2022: 50). La identificación de un status quo que pervierte el orden social  que se daría de manera espontánea es perpendicular a la historia del liberalismo. Esa hermenéutica de la sospecha es, paradójicamente, una herencia del platonismo que todos ellos rechazan por su idealismo. El objetivismo postulaba que, para salir de la mentira del establishment, era preciso un trabajo de reflexión sobre el sí mismo y el mundo para identificar las entidades existentes y su comportamiento. Llevándolo todo al extremo, confirmando la tesis de Erik Davis (2004), los devotos NRx reconocen sin embargo su impulso gnóstico – referenciándose en la película Matrix– y su tecnofilia es producto de la convicción de que la cibernética domina ineludiblemente la robótica, por lo que, para supeditarse de una vez y para siempre a sus leyes es necesario delegar el poder a entes digitales y que los seres de carbono se combinen con el silicio dando lugar a formas inéditas de vida. Esa es la forma extrema de lo que Moldbug llamó “neocameralismo”.

 

 

Corolarios

XII.

La afirmación de Ayn Rand de que “la existencia existe” —una ontología única y objetiva— tiene profundas implicaciones para las filosofías políticas y económicas que se derivan de este principio. El principio de que “la existencia existe” en el objetivismo establece una ontología realista, donde dicha realidad es independiente de la percepción humana y está gobernada por leyes objetivas y universales. Este principio tiene implicancias tanto epistemológicas como éticas, y se aplica directamente en la economía a través de varias ideas fundamentales.

Al igual que en el objetivismo, donde la razón es la única herramienta válida para conocer la realidad, el cálculo económico se convierte en la única herramienta para evaluar la acción humana. Cualquier intento de comprender al individuo fuera de este marco es visto como un desvío subjetivo y sin fundamento. Por otro lado, en el anarcocapitalismo extremo, el individuo se reduce a un agente dentro de un proceso económico que trasciende sus propios fines y deseos. Esto resuena con el antihumanismo de Nick Land, donde el capital se convierte en un agente autónomo que disuelve la subjetividad humana.

Por otro lado, la presunta universalidad de las leyes económicas y sociales es fruto de la creencia en una única realidad objetiva. No hay lugar para el relativismo cultural o moral, y cualquier desviación se considera una violación de las leyes de la realidad. Si la realidad está gobernada por leyes objetivas y el sujeto solo tiene que descubrirlas y actuar en consecuencia, entonces no hay espacio para la pluralidad de interpretaciones o para la creación de significado que no esté orientado a esta finalidad. Esto también conecta con el desdén por la subjetividad y el exceso de sentido que caracterizan al antihumanismo de Land.

Desde esta perspectiva, el anarcocapitalismo contiene la metafísica objetivista al concebir el mercado como un proceso autónomo y objetivo, donde el individuo es evaluado según su capacidad de actuar conforme a estas leyes. A su vez, esto abre la puerta a un potencial antihumanismo implícito, donde el ser humano es subsumido por un orden económico que trasciende sus propios deseos y subjetividades. En última instancia, la ontología única que subyace al pensamiento anarcocapitalista puede llevar a una forma extrema de racionalismo que deshumaniza, un punto que conecta sutilmente con la crítica que Nick Land y otros antihumanistas desarrollan al final del recorrido intelectual de la modernidad racionalista.

Tanto el objetivismo como el anarcocapitalismo comparten una epistemología racionalista. La razón y el cálculo son las herramientas que permiten comprender la realidad, ya sea en el ámbito moral (como defiende Rand) o en el económico (como sostienen von Mises y Rothbard). Dado que ambos sistemas parten de la existencia de una realidad objetiva, rechazan cualquier teoría que considere que las normas morales o económicas son construcciones sociales subjetivas. Esta es una crítica que ambos dirigen hacia el constructivismo social, el posmodernismo y el intervencionismo estatal.

La ética objetivista se deriva de la realidad objetiva de la existencia humana. Del mismo modo, la ética anarcocapitalista se deduce a partir de las condiciones objetivas de la acción humana y la escasez. En ambos casos, la ética es un reflejo de una estructura ontológica inmutable. El objetivismo privilegia la razón y la lógica como las únicas herramientas válidas para interpretar el mundo. Cualquier exceso de sentido (mitología, arte, angustia y así sucesivamente) es visto como un obstáculo que debe ser superado. Esto conduce a una suerte de “reificación del sujeto” donde el ser humano es reducido a un agente de razonamiento lógico que tiene como función primaria aprender y actuar en el mundo de acuerdo con las leyes que gobiernan la realidad. Cualquier aspecto de la existencia humana que no se ajuste a esta finalidad se percibe como accesorio, disfuncional o antinatural.

Así, aunque Rand defiende la supremacía del individuo, su individualismo se construye alrededor de un sujeto altamente racionalizado que se orienta exclusivamente hacia la eficacia, la producción y la lógica. La creación de sentido (mediante el arte, la filosofía o la mitología) se convierte en una actividad secundaria que solo se justifica si potencia al individuo en su búsqueda de comprensión racional. En este sentido, hay un potencial deshumanizante en el objetivismo, porque transforma al ser humano en un agente de la razón, subordinando su subjetividad a la necesidad de conocer y actuar en un mundo gobernado por leyes universales.

Este es el vínculo entre el objetivismo y el posthumanismo neorreaccionario. En la filosofía de Nick Land, el humano es solo un paso intermedio hacia formas de subjetividad posthumanas y distribuidas, en las que la individualidad se fragmenta y la tecnología y el capital se convierten en agentes de transformación. Este proceso se lleva a cabo a través de la aceleración del capitalismo, que destruye las categorías tradicionales de lo humano (incluida la subjetividad). Lo que en Rand es una tensión entre razón y creación de sentido, en Land se convierte en un colapso de la subjetividad, donde la razón y la lógica se disocian del sujeto humano y se convierten en fuerzas autónomas. En este contexto, la lógica capitalista y la tecnociencia destruyen la subjetividad humana para dar lugar a un tipo de pensamiento cibernético.

El objetivismo de Rand, en su búsqueda por una racionalidad pura y su desdén por el exceso de sentido (mitología, arte, deseo, angustia), contiene un germen antihumanista que se revela plenamente en el pensamiento de Nick Land y los teóricos de la reacción oscura. Aunque Rand se presenta como humanista al exaltar al individuo racional, la estructura subyacente de su filosofía podría interpretarse como el preludio de una concepción deshumanizada y funcionalista del ser humano, que eventualmente se convierte en una máquina racional dentro del sistema capitalista, tal como lo plantea Land. En síntesis, podría decirse que la fe de Rand en la razón humana desaparece en Land, pero su ausencia es compensada por la fe que despiertan en el británico los desarrollos tecnológicos de los que la filósofa objetivista no pudo ser testigo. Las leyes objetivas existen para ambos, pero para ella eran accesibles a través del ejercicio consciente; para Land sólo son asequibles por los nuevos entes.

 

XIII.

En un diagnóstico civilizatorio que no deja de tener su meritoria acuidad, se ha podido hablar sobre la Stimmung contemporánea como una suerte de depresión en tanto pandemia de angustia objetiva socialmente inducida por los engranajes reales del capital y su ideología orientada a la proactividad exitosa donde el individuo es convertido en el autor ineluctable de su propio fracaso existencial. Con todos los méritos que pueda albergar una tesis semejante, resulta errada por falta de una indagación metafísica del Mercado.

En efecto, el Mercado es una forma bio-sintiente que, desde su conformación como religión predominante del dinero globalizado, no ha dejado de crecer como Organismo omnívoro y necesitado de algo así como lo que la doctrina brahmánica denominaba el viraj o alimento para los dioses bajo las formas de diversos ritos, himnos y sacrificios. En efecto, como ha sido señalado por uno de los más grandes indólogos de la escuela francesa, “el sacrificio es el alimento de los dioses” (Lévi, 1898: 29). Con todo, en el sistema védico existía una ley de reciprocidad: “los dioses subsisten de aquello que se les ofrece aquí abajo, así como los hombres subsisten de los dones que les llegan del mundo celeste (Lévi, 1898: 82).

En otros términos, si hay una depresión generalizada en todo el orbe es porque la forma humana ha sido absorbida por el Mercado como su nutriente esencial gracias al cual sobrevive pero que no devuelve nada a cambio excepto la destrucción del resto de la vida existente que constituye sólo su alimento. El Organismo-Mercado es una exo-formación sintiente que, literalmente, se alimenta de seres humanos así como de todas las formas de vida planetarias pues se trata de una criatura que demanda el sacrificio constante de todo lo existente. No sólo le quita su élan vital al ecosistema en su conjunto, sino que transforma a los humanos en zombis que, desorientados, deambulan sin destino posible por las urbes resquebrajadas del mundo contemporáneo.

En suma, cuanto más decrece la vitalidad de los seres vivientes tanto más se acrecienta la fuerza sintiente del Organismo mercantil que, aliándose con la cibernética están llevando adelante la transformación más extraordinaria de la que se tenga ancestral memoria desde la emergencia del Homo sapiens. Nos referimos a la trans-humanización que pone los destinos bio-sociales humanos en manos no ya de los propios homines sino de entidades sintientes que, como el Mercado o la Artificial Intelligence, están remodelando el orbe en su conjunto a imagen y semejanza de sus estructuras maquínico-vitales.

El ciber-mercado es la encarnación viviente de un titanismo que ha retornado bajo la forma de la aniquilación de una humanidad que había sido cobijada por los dioses y que, en el presente, se halla abandonada a su propia extinción. Anarcocapitalismo, en este sentido, designa únicamente el nombre, circunstancial y contingente, de una masiva mutación en curso que o bien destruirá el mundo o bien lo reconfigurará en agrupaciones cuya fisonomía hoy nos resulta simplemente imposible de imaginar.

Reiner Schürmann, uno de los filósofos más originales del siglo XX, ha propuesto una lectura de Heidegger donde la historicidad del Ser y, en consecuencia, su epocalidad, no pueden ser entendidas sino como formas de la economía de la presencia. En este sentido, toda historia del Ser es una recapitulación de su presencia como economía. Todo teorema del fundamento, toda arché que deba ser deconstruida, debe serlo a partir de la demostración de su falta de todo fundamento en ningún principio metafísico. Ahora bien, si la ontología no es sino una economía que se despliega históricamente, entonces, “hoy la cibernética ha sustituido a la filosofía” (Schürmann, 2017: 400) y, en consecuencia, la economía es la auténtica metafísica de nuestra época.

En este sentido, la anarquía de Schürmann no coincide con los “anarquismos del poder” como los de Proudhon o Bakunin ni con un pensamiento anómico. Al contrario, lo que el filósofo inquiere es una economía que permita “un existir ‘sin porqué’ con el fin de comprender la venida a la presencia como ella misma sin arché, ni télos, sin ‘porqué’” (Schürmann, 2017: 413). Ahora bien, al concebir Schürmann la historicidad del Ser como economía, su propuesta resulta insuficiente para superar a la cibernética como destino de la metafísica y, más aún, para ir más allá de esta última. Al contrario, como hemos querido hacer notar, la economía (y, por ende, la cibernética) son las fuerzas más anárquicas que han gobernado la onto-teo-logía.

De esta manera, el principio anárquico como carente de todo fundamento es, precisamente, la culminación (y no la superación) de la historia de la metafísica como presencia bajo la forma histórica del anarcocapitalismo y del pensamiento de los NRx. Este efecto no ha sido advertido por Schürmann quien no ha podido entrever que el anarcocapitalismo, antes que una posición de poder, se presenta como una culminación de la metafísica de la arché y, seguidamente, de su superación en el nihilismo. Desde esta perspectiva, la adoración del Organismo sintiente conocido como Mercado no es sino una consecuencia secundaria del anarquismo metafísico primordial del anarcocapitalismo. Mientras la metafísica se piense como economía y como anarquía no hay superación de la onto-teo-logía sino, al contrario, se abre el espacio para la hegemonía del nihilismo planetario destinado a desarrollar una vida “sin porqué”.

Por muy admirables que resulten los esfuerzos de Schürmann, su filosofía entra en un impasse al no poder esquivar las trampas ontológicas de pensar a la historia como economía y al Ser como anárquico. Sólo podría tener alguna oportunidad divergente, un pensamiento capaz de liberar a la temporalidad de toda economía y, al mismo tiempo, no sólo intentar vivir sin arché sino, más bien, explorar activamente el dominio (post-)metafísico que se abre en un mundo que reclama aquello que está más allá de toda arché sin temer que su descripción sea una reconfiguración de los principios del poder. En otras palabras, sólo una nueva metafísica post-económica y post-anárquica que tomara en cuenta, ciertamente, lo logros indubitables de la deconstrucción, podría ir más allá del impasse de nuestro tiempo que, bajo el ropaje económico-cibernético, ha consagrado a la anarquía del acontecimiento como principio de todo poder sobre la Tierra.

De hecho, este camino debe ser recorrido pues el peligro que afrontan los seres vivientes de la Tierra es su extinción. Por un lado, la cibernética como técnica suprema de nuestro tiempo ha conquistado el orbe. Por otro lado, contra toda visión ingenua sobre la neutralidad de la técnica, debemos recordar que “nadie puede sustraerse a las consecuencias internas de la transformación de la vida (den inneren Konsequenzen der Umgestaltung des Lebens) provocada por la industria y la técnica” (Löwith, 1990: 109). En cierta forma, el nihilismo no es la consecuencia de la desintegración de la arché que sustentaba, como sostén metafísico, a la civilización occidental.

Al contrario, como hemos visto, la anarquía es co-originaria a esta civilización al menos desde su cristianización y, por tanto, el nihilismo es la consagración última y puesta al descubierto, a ojos vista, de su latente imperio milenario. Ciertamente, su visibilidad histórica comenzó a ponerse de manifiesto con el sacudimiento del orbis christianus cuando entraron en conflicto los poderes temporales y espirituales, antes fusionados en Unum político-religioso (Ewig, 1956: 7-73), a partir de la querella de las investiduras (1057-1122) cuyo significado implicó el comienzo del derrumbe de un modo de ejercicio del poder (Böckenförde, 1976: 42–63) que, precisamente, escondía la anarquía como condición de posibilidad en forclusión política.

Por lo demás, se sigue que el nihilismo no es, como suele interpretarse, únicamente una crisis final de los valores y sentidos civilizatorios. Friedrich Nietzsche era plenamente consciente de que el “ascenso” (Heraufkunft) del nihilismo implicaba un magma de destrucción: la “aniquilación por el juicio (der Ver-Nichtung durch das Urtheil)” es secundada por la “aniquilación por las manos (die Ver-Nichtung durch die Hand)” [Nietzsche, 1999: 11 (123)]. En este punto, el anarcocapitalismo puede no ser la ideología de la mayoría de los gobiernos de la Tierra pero es, ciertamente, la forma paradigmática más extrema de toda forma del poder tecno-financiero en Occidente, vale decir, del auténtico poder luego de la erosión de la fuerza de ley de todos los Estados de un Occidente resquebrajado. Y siendo el anarcocapitalismo la forma cibernética del nihilismo, su reino es hoy indisputable como arquetipo del ejercicio del poder a nivel planetario. La extensión ilimitada del nihilismo resulta, en consecuencia, directamente proporcional con el riesgo de la extinción de la vida terrestre a manos de la tecno-dominancia NRx.

El anarcocapitalismo, de este modo, marca el tiempo presente y es el ápice del ciclo histórico de la metafísica como onto-teo-logía que concluye con el Mercado como organismo vivo autorregulado y la promesa de una Superinteligencia artificial como Noûs telemático en tanto divinidad por venir. Con todo, el estado de excepción planetario y el final de la democracia occidental no marca el perfil histórico de los eones futuros. Al contrario, es sólo la prehistoria (que, siguiendo a Franz Overbeck [1996], sólo puede darse, paradojalmente, en el tiempo presente porque no se contiene en un pasado que haga las veces de origen), ruda y precaria, de los escenarios geo-políticos y metafísicos que vendrán los cuales, evidentemente, contemplan el abandono del ecosistema de la Tierra en pos de una toma del mundo extra-geodésico.

Hoy el Organismo-Mercado sólo sueña con su futuro y pergeña una civilización cuyos contornos ni siquiera somos capaces de imaginar excepto por el hecho de que podemos tener la certeza de que un horror de nuevo tipo habrá de marcar su Stimmung. Los Titanes, que han vuelto para vengarse sin tregua ni piedad de la derrota otrora infligida por los dioses que crearon el mundo occidental, apenas están labrando los cimientos del Imperium cósmico para cuyo ascenso es necesario que el anarcocapitalismo destruya, como su condición de posibilidad, todo fundamento previo en el Ser como historia de la metafísica.

La visión profética del retorno de los Titanes ha sido consolidada por la obra de Ayn Rand, Atlas Shrugged publicada en 1957. En este sentido, con gran acuidad, se ha podido señalar que Rand es una “minarquista explícita” pero una “anarquista implícita” (Sechrest, 2007: 194) si nos atenemos a las consecuencias últimas de su objetivismo político. Cabe resaltar, en este contexto, que los Titanes eran los dioses primordiales anteriores a las deidades Olímpicas. Estas últimas han tenido el albur de regir la historia humana. Atlas, hijo del titán Jápeto y de la oceánide Clímene, “sostiene el vasto cielo (uranón eurún)” [Hesíodo, Teogonía, 517] como castigo perpetrado por Zeus (StollFurtwängler, 1884-1937: Band I: 704-711) a causa del apoyo que Atlas brindó a la estirpe titánica en su guerra contra los dioses olímpicos que concluyó con los titanes vencidos y hechos prisioneros en el Tártaro, la región más remota y sombría del inframundo.

No deja de ser determinante en el mito de Atlas su origen en el Asia Menor, según podemos constatar en la epopeya hurrito-hitita de Kumarbi donde, en la Canción de Ullikummi se menciona al gigante Upelluri, de proveniencia inmemorial, que sostiene el cielo y la tierra (Lesky, 1966: 363-368). Atlas, en su genealogía titánica, se hunde en la noche de los tiempos previa a la existencia de la humanidad y conserva pues el arcano de los poderes primordiales que rigieron este mundo antes de la pax olímpica. En el mundo actual, con el ocaso de los dioses olímpicos y el final de la metafísica que los representaba, los Titanes han sido liberados de su prisión tartárica para acometer la toma del poder en todo el orbe. El anarcocapitalismo, reactivando fuerzas primordiales, busca extender una dominación planetaria en la que Atlas se presenta como la figura emblemática.

Con toda probabilidad, Ayn Rand tuvo en mente, a la hora de escribir su libro, a la escultura colosal de Atlas, de estilo art déco, realizada por Lee Lawrie en el Rockefeller Center de Nueva York.  Y no vaciló en identificar a los antiguos Titanes según sus ropajes contemporáneos bajo las figuras del empresario y los capitalistas. Debido a que Atlas estaba castigado por Zeus a sostener al mundo sobre sus hombros, esto lo dejaba “con sus rodillas doblándose, con sus brazos temblando (his knees buckling, his arms trembling)” [Rand, 1996: 455]. En el eón emergente la situación habrá de invertirse para que Atlas, liberado por la filosofía anarcocapitalista y liderado por los NRx, alcance el cenit de su venganza para liderar la reconquista de los cielos.

Son asimismo los titanes empresariales quienes ejercen el poder en el Nachtwächterstaat anarco-capitalista que anuncia su estado de excepción permanente. En nuestros días, Peter Thiel o Elon Musk podrían erigirse en sus representantes más conspicuos. Por esa misma razón, cabe recordar que la tarea de Atlas era sostener todo el cosmos y no sólo la tierra (como a veces se ha supuesto erróneamente). En este sentido, tanto el titán Atlas como sus sucedáneos contemporáneos albergan un mismo objetivo: sostener en sus manos al universo entero, si acaso fuera posible.

No resulta casual, en consecuencia, que los tecnoempresarios anarco-capitalistas de nuestros días en alianza inclaudicable con la cibernética, hayan desencadenado, una vez más, un proyecto cosmopolítico que aspira a la conquista del espacio exterior como hábitat para la especie transhumana que dejará atrás la historia de Homo tal y como la conocimos hasta no hace mucho tiempo. Los cielos se resquebrajan, el Organismo viviente del Mercado absorbe al planeta en su conjunto y el estado de excepción abre las puertas para un inédito gobierno cibernético de lo existente objetivo y subjetivo.

En otras palabras, la batalla por el Dominio del Mundo que libró la Modernidad ha concluido con la derrota de un imperio: el de los ideales de la Revolución francesa y su herencia político-económica. El mundo cruje en sus cimientos ante el impacto de una escaramuza cósmica que ha quebrado todos los órdenes previamente conocidos. La rebelión de Atlas y los Titanes, esta vez por el dominio de la especie humana y su destino extra-geodésico, ha dado comienzo. La titanomaquia, con todo, implica un trastocamiento en el orden de la metafísica. Quizá el mayor trasvasamiento al que se haya visto sometida la onto-teo-logía en todo su devenir pues, al final de su historia, Bitcoin es el nuevo nombre del Ser, vale decir, el criterio maximalista que establece que blockchain es el principio supremo de toda la realidad (Land, 2024, § 1.3). El colapso, entonces, es el nombre de la guerra global en curso que los Titanes, a través del Organismo-Mercado, libran por el inaudito sentido de todo cuanto existe en el cosmos.

 

Escolio I

La sociedad disciplinaria, si es que alguna vez existió en plenitud, tuvo corta duración. Desde la mitad del siglo XIX, ya podemos encontrar, como ha sido estudiado, las raíces de la sociedad de control enraizada en la información:

 

El microprocesador y de las tecnologías computacionales, contrariamente a las opiniones de moda, no son nuevas fuerzas desatadas sobre una sociedad que no estaba preparada, sino meramente el último exponente (installement) en el desarrollo continuo de la Revolución del Control. Esto explica la razón por cual por la cual tantas contribuciones mayores del ordenador fueron anticipadas junto con los primeros signos de una crisis de control a mediados del siglo XIX (Beniger, 1986: VII)

 

Sin lugar a duda, el surgimiento de la sociedad de control se coronó con la digitalización universal. Pero, de igual modo que el anarcocapitalismo es el fruto de una sedimentación milenaria, su punto de eclosión se sitúa cuando se encuentra con una sociedad basada en la información como eje conductor del poder y con una ultra-historia que se remonta, precisamente, al problema del control de mercancías en el capitalismo industrial. Es entonces cuando el anarcocapitalismo, coincidiendo con el fin de la historia de la metafísica de la presencia, deviene una expresión tecnófila del paradigma de la excepción como tecnología económica del control de las poblaciones.

En ese contexto, cobra toda su importancia la Artificial Intelligence y la consolidación de una ferviente tecno-mitología sobre la Singularidad como evento apocalíptico por venir (Ludueña Romandini, 2024). Como hemos señalado, el anarcocapitalismo es co-originario, en su fase madura actual, de la cibernética y sus desarrollos. En este sentido, es portador también de los peligros de esta última. Geoffrey Hinton, desarrollador en Google y ganador del premio Nobel de física 2024, se ha destacado por su labor en redes neuronales digitales y aprendizaje profundo. Los chatbots de inteligencia artificial, señala Hinton, “no son por ahora más inteligentes que nosotros, hasta donde llega mi conocimiento. Pero pienso que pronto pueden serlo”. Un “escenario de pesadilla (nightmare scenario)” está en el horizonte cercano y, por tanto, estima Hinton, “hay que empezar a preocuparse” (Hinton, 2023).  Como puede constatarse, el temor de los especialistas en A.I. es, precisamente, el sueño y el deseo de los anarcocapitalistas tecnócratas. Se levanta así la ciudad del futuro: no tanto o no únicamente según los ideales que Aynd Rand expandió cinematográficamente con The Fountainhead (1949) sino el desbordante mundo de Megalopolis de Francis Ford Coppola (2024).  Siendo así las cosas, hay que dar por descontada la Singularidad y aceptar la inevitabilidad de la pesadilla que definirá el futuro de la civilización que hoy se erige sobre los escombros de un Occidente en ruinas.

 

Escolio II

Aunque en el marco del anarcocapitalismo y los movimientos NRx es posible detectar líneas conservadoras en materia de valores socio-culturales debido a su ultra-historia vinculada a los idearios del cristianismo del cual desciende, de igual modo, se torna viable la cara opuesta de la medalla pues, en una suerte de misa negra que invierte la moral cristiana de la que proviene, otros exponentes del ideal libertario abren las puertas de la liberación mercantil de cualquier actividad valorada negativamente por la moral social predominante.

Si para Louis Dumont, la sociedades se configuraban en una dialéctica entre la jerarquía y el individuo, este último es concebido como tal después de la una larga historia de división de la totalidad en dominios distintos y excluyentes. La sociedad, para el estudioso francés, tenía una ideología distinguible por cómo se relacionaban las ideas valor de individuo y sociedad. De esta manera, había sociedades holistas e individualistas. Las primeras eran aquellas en las que la jerarquía englobaba al individuo. Las segundas eran aquellas en las que la totalidad estaba subsumida al individuo. La idea de economía mercantil es inseparable de la idea de individuo. La economía supone por un lado una distinción de lo social de la naturaleza y del individuo de lo social. Una sociedad individualista tiende a poner la economía por sobre lo social. Si esto es así, no hay una contradicción inherente entre las demandas de ampliación de las libertades individuales y la defensa del avance del capitalismo incluso en su versión deliberadamente deshumanizante. Puede haber tensiones, pero estas son solo resultados contingentes de una contradicción también contingente entre lo que queda de lo social como fue entendido hasta ahora y el desarrollo capitalista. Ese “conservadurismo” es dispensable para el capitalismo. Es fruto de determinaciones inmediatas.

Ayn Rand manifiesta esto con claridad con sus diatribas contra el conservadurismo. Los conservadores, para ella, quieren que la libertad actúe sobre el dominio material; tienden a oponerse al control gubernamental de la producción, de la industria, del comercio, de los negocios, de los bienes físicos, de la riqueza material. Sin embargo, abogan por el control gubernamental sobre el “espíritu del hombre”, es decir, sobre su conciencia: defiende el derecho del Estado a imponer la censura, determinar los valores morales, crear e implementar un establishment gubernamental de la moralidad.

Para Rand, el sexo no constituye algo malo; por el contrario, lo considera bueno como “uno los aspectos más importantes de la vida humana”. Por otro lado, apoyó también la legalización del aborto. Esto no impide, claro, que tenga una ética que para algunos pueda resultar puritana, pero llega a ella no por el reconocimiento de una entidad superior, divina, que dictamina cómo ha de comportarse el humano, sino precisamente por lo opuesto, por la valorización del sí mismo: el sexo, afirma, es “demasiado importante y como para estar sujeto a la exhibición anatómica pública. Pero el asunto aquí no es la perspectiva que uno tenga el sexo, sino la libertad de expresión y prensa, o sea, el derecho de sostener cualquier perspectiva y expresarla” (Rand, 2008a: 234). De esta forma, la condena de la obscenidad es producto para ella del colectivismo moral. En suma, para Rand, el amor, la amistad, el respeto y la admiración son la respuesta emocional de un hombre por las virtudes de otros, el pago espiritual entregado a cambio, el placer personal, egoísta, que un ser humano obtiene por las virtudes del carácter de otro hombre. Así, “amar es valorar”.

El ideario libertario, como indica Walter Block, no implica el pacifismo pues no prohíbe el uso de la violencia en defensa propia o como represalia. Por esta razón, se condena el “inicio de la violencia” contra “una persona no violenta o su propiedad” (Block, 2008: XIII). De este modo, el mercado es, para los libertarios, en sentido estricto, amoral (ni moral ni inmoral), vale decir, plenamente nihilista. De allí que deba admitirse que “el mercado produce bienes y servicios como los juegos de apuestas, la prostitución, la pornografía, las drogas (heroína, cocaína, etc), alcohol, cigarrillos, club swingers o la incitación al suicidio” (Block, 2008: XVI). En la misma sintonía, el feminismo libertario sostiene que “la pornografía beneficia a las mujeres y es esencial para la salud del feminismo” (McElroy, 1995: 6).

En este sentido, cobra particular relevancia comprender el doble juego del anarcocapitalismo: misa mística y misa negra, ilustración lumínica o ilustración oscura son los dípticos metafísicos entre los que oscila un movimiento que, en su esencia post-histórica más extrema, es precisamente amoral y, en este punto, toda adjudicación de crueldad a sus actos puede ser vivida por sus protagonistas como ajena al ideario libertario. En este conjunto, pueden entonces convivir proyectos como las liberalizaciones de las costumbres por parte de los anarcocapitalistas en nombre del mercado amoral junto con los ideales, supuestamente de resistencia política hedonista, de las Zonas de Autonomía Temporarias (TAZ), tanto virtuales como reales, propugnadas por Hakim Bey.

En su lógica profunda, la liberación sexual y de costumbres producto de las luchas progresistas del siglo XX y XXI también son subproductos del Ideario libertario del cual conservan una arché común que obliga a repensar, por completo, lo que puede entenderse como Eros o liberación de los cuerpos en la era transhumana del post-Capital digitalizado donde ya ha tenido lugar el Gran Éxodo del mundo humano hacia los espacios virtuales. El triunfo del anarcocapitalismo provoca, al mismo tiempo, una crisis en los idearios progresistas dado que sacan a la luz una gemelidad de origen que incomoda a propios y ajenos. El S/M de Michel Foucault en California como clave de acceso a su comprensión, por lo menos benevolente, del ideario neoliberal marca, precisamente, el ocaso de todo cuanto creíamos haber sabido sobre la Revolución y cierra un ciclo histórico que demanda un comienzo que ponga en cuestión, de cabo a rabo, todo cuanto se creía haber sabido acerca de la ética de las otrora sociedades liberales de las extintas democracias de un Occidente agotado en sus posibilidades históricas.




 

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