Epifanía capitalista - Bruno Grossi
Au Rewe, pour m'avoir fait rêver
En
una de las piezas de propaganda más divertidas de la historia, Nina Ivanovna
Yakushova, más conocida como “Ninotchka”, es enviada de urgencia a París por el
Partido Comunista Soviético para destrabar un acuerdo comercial con Francia y controlar
los excesos en los viáticos de una comitiva más afín a la dialéctica de
Chico, Harpo y Groucho que a la de Karl. Ninotchka (1939), y Occidente
entero encolumnado tras ella, parece señalar así, aunque lo haga bajo la forma
del paso de comedia, que los camaradas soviéticos no parecen sufrir por la postergación
indefinida de su regreso a la utopía moscovita, al contrario, los placeres
mundanos que ofrece el viejo mundo los tienen demasiado ocupados como para
detenerse a pensar en el futuro de la colectivización. Por eso al ver el rostro
duro e incorruptible de Ninotchka en la estación de trenes parecen comprender
automáticamente que las pequeñas vacaciones a costa del pueblo han llegado de
pronto a su fin. Es que a diferencia de aquellos funcionarios despistados,
inescrupulosos y fácilmente impresionables, Ninotchka es fría, racional,
abnegada y eficiente, esto es, completamente inhumana; la imagen perfecta de la
mujer soviética que ha subordinado su vida individual y las dulzuras “femeninas”
a los objetivos más altos de la revolución; en suma, el sujeto ideal pergeñado
por el estalinismo para llevar a cabo las tareas severas del partido. Pero este
sacrificio de sí misma aparece espectacularizado cuando León, un ruso blanco rentista
y engatusador, quiere seducirla mostrándole la belleza de París desde la cima de
la Torre Eiffel (que Ninotchka quiere conocer solo por sus aspectos
técnico-constructivos-formales) y ella lo rechaza secamente con un poco de pena por
ser este el mero “producto desafortunado de una sociedad condenada”. Pero León,
lejos de amedrentarse, contraataca, porque intuye que aligerando las
convicciones ideológicas de aquella aligerará las resistencias que le impiden
avanzar sobre su sexo: “Pero debe admitir que esa vieja condenada civilización
brilla. Mirela. Brilla”. Concesiva pero lapidaria, Ninotchka concluye: “No
niego su belleza, pero es un derroche de electricidad”. Ninotchka
expresa así, en contra del puritanismo y el pragmatismo de EEUU, una hipótesis
propia del marxismo ortodoxo que Hollywood explotará a su favor contra aquel: por
un lado, la belleza excesiva, por el otro la funcionalidad y la utilidad. En el
nuevo de reparto de bienes la izquierda de ahora en más será ascética (cuando
no pobrista) y solemne, la derecha (despidiendo a las hipótesis de Weber para
siempre) voluptuosa y alegre. No por nada lo primero que sorprende a la rígida Ninotschka
en el decadente mundo burgués parisino es un raro sombrero en una tienda
comercial. “¿Cómo sobrevive una civilización que permite que sus mujeres se
pongan esas cosas en sus cabezas?”.
La
escena de la repentina perturbación de Ninotchka no parece en un comienzo ir más allá del chiste sobre la frívola moda
francesa (que ya estaba inclusive en las Cartas persas de Montesquieu),
pero tiene consecuencias profundas, ya que si bien la transformación del
personaje parece producirse recién cuando León logra quebrar su seriedad
robótica llevándola a la carcajada y despertando por primera vez su apetito
por la vida, cuando ella aparezca en la casa de él para confesarle su amor lo
hará, a pesar de sus reticencias iniciales, con el sombrero ridículo en su
cabeza.
La
hipótesis de Lubitsch, parecida la de Romero en Mujeres que estudian del
-atención- mismo año, es que las convicciones políticas son un sustituto de la
falta o el desconocimiento del amor y solo basta hallar el hombre indicado para
que la verdad colectiva del marxismo se revele como lo que el capitalismo
siempre creyó (o intentó hacer creer) que fue: una complicada ideología
encubridora de una verdad individual más simple, pero a la vez más fundamental.
Así el sombrero en la vitrina, por su belleza disonante e inutilizable (imponible
diríamos con Barthes), desencadena la anagnórisis ideológica que conduce al boy
meets girl.
Buena
Vista Social Club (1999) no lleva a priori las conclusiones tan
lejos, pero trabaja con un supuesto incuestionado: todos deseamos, tarde o
temprano, ser integrados en la maquinaría capitalista. Por eso poco importa el
real afecto, admiración y cercanía de Wenders a su objeto de estudio, porque el
modo en el que film cuenta la vida de estos músicos no deja de ser tramposa y
manipuladora, porque pone a New York como la realización final, no solo musical,
sino existencial de toda una vida signada previamente por la humildad y las
carencias. Sin embargo, para aceptar la hipótesis de la redención primero
habría que aceptar la de la caída. En parte uno podría respaldar dicha premisa
sobre la base de la importancia musical de EEUU y la precariedad material de
Cuba, si no fuera que Wenders parece ligar ambas cosas de modo inconsciente: el
sentido de pertenencia territorial, la dignidad soberana y la ética
incorruptible que guía la práctica musical de los cubanos tambalean
repentinamente ante el juego de luces de la 5ta Avenida. Los estímulos visuales
(pero también sonoros, táctiles, olfativos) shockean la consciencia de los
músicos y por un momento las convicciones ideológicas -suyas, pero, y esto es
importante, también nuestras- parecen flaquear. La epifanía
capitalista se ha realizado en el momento mismo en el que la verdad
superficial de los escaparates hace dudar y replantear la legitimidad de las profundas
convicciones intelectuales. Pero a su vez, por un juego de inversiones, hace
dichas convicciones a posteriori falsas, precisamente por el modo en el
que los estímulos sensoriales las arruinan de repente y sin esfuerzo: una
verdad instantánea que se impone por la fuerza de su evidencia, sobre todo
porque su evidencia es corporal, pre-intelectual, pre-subjetiva. La inmediatez
siempre gana. La verdad capitalista es estésica (o estética pero pre-kantiana, no una experiencia de la distancia, sino de la conmoción del cuerpo),
no económica, política o filosófica.
La
red
(2016) de Kim-Ki-Duk señala ya a su manera la autoconsciencia definitiva del tropo.
Luego de interrogar largamente a un pescador norcoreano que ha atravesado por
error la frontera que separa las dos Corea, los surcoreanos liberan al preso en
el medio de un mercado a plena luz del día de Seúl, porque saben que los estímulos
capitalistas serán corrosivos del estilo de vida comunista del pescador, al
punto que este ya no quiera regresar a su país y termine por confesar la
conspiración. O quizás porque saben sádicamente que, aunque la tortura
sensitiva-consumista no tenga efecto real en su subjetividad, el mero hecho de
estar expuesto a las bondades de las mercancías lo volverá automáticamente
sospechoso para el régimen enemigo. La hipótesis del film -que la presencia del
muro de Berlín le confirmaba al mundo entero a cada momento- es que el gobierno
norcoreano reconoce de forma inconsciente la superioridad del capitalismo: para
la dictadura comunista no hay vuelta atrás luego de haber visto el mundo
capitalista, sino que uno ya está corrompido de forma inevitable e inextricable
a pesar de la buena voluntad ideológica declamada. Es la razón porque el pescador,
anticipándose a lo que le espera, se tapa los ojos en el mercado: si se ciega
ante la verdad del capitalismo no podrá ser acusado de nada. “Abrir los ojos”
es, alegóricamente, en el lenguaje del film, reconocer la verdad del
capitalismo. Abrir los ojos, como le sucede al personaje, es ascender platónicamente hacia un proceso irreversible de ilustración consumista.
El
tropo de la revelación ideológica que toscos comunistas experimentan ante el
contacto inmediato y espectacular del capitalismo tiene una historia larga que atraviesa
toda la cultura pop del siglo XX y que puede rastrearse inclusive más atrás, quizás
incluso a la conquista de América: la historia del capitalismo es indisociable
de la historia de aquel brillo hipnótico de las mercancías. Ante un
marxismo que apela racionalmente a la verdad del discurso, el capitalismo le
opone una hipótesis fundamentada, menos en la realidad concreta, que en los
efectos persuasivos del juego de luces y sonidos. Tropo estético que parece
darle así la razón a Eagleton o De Man: la estética es pura ideología, porque la
verdad sensorial mistifica la mercancía como pura inmediatez cuando su análisis
particular debería demostrar (no por nada León necesita detener el proceso de
desmitificación mecanicista del amor romántico de Ninotchka diciendole “Analizas
el porqué de todo. Analizarías toda mi existencial. Pero no te lo permitiré”)
que este es un “objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reticencias
teológicas”. Pero a pesar de su dimensión quietista ampliamente comentada por
la teoría, el consumo, si se realiza en un contexto de previa carencia, no deja
de tener su costado revolucionario, porque lejos de prometer la felicidad, la realiza,
aunque sea de forma momentánea, en el presente. Obviamente esa felicidad se vuelve,
para nosotros, sujetos ilustrados, comprometidos y moralmente superiores, aparente:
carece de la verdad que proviene de la profundidad, de la interiorización de un
contenido, de la formación. Pero desde Hegel sabemos que la esencia, lejos de
ser un en sí innacesible o inteligible para unos pocos, debe manifestarse:
la verdad superficial de los sentidos contiene tanto la felicidad culinaria de los momentos de sensorialidad intensificada del
arte de vanguardia como la crítica de trasmundos prometidos de plenitudes futuras
del arte comprometido. Y si bien, como dice el bárbaro comunista indomesticable
de Uno, dos, tres (1961) de Wilder, el capitalismo “brilla, pero huele”,
el comunismo no puede ya renunciar a la evidencia estética.