El libro-ensayo como experiencia editorial - Verónica Stedile Luna
Para
A.
Comienzo
e impulso de esta experiencia vital
1. Papeles
Me pregunto si podré sostener un texto que
hable solo sobre la imagen de una pieza de papeles. O unos pedazos de papeles. La tentación a la letra es grande y difícilmente
pueda evitarse como el camino orientado que tracciona la forma de una mirada.
Esta pieza de papeles, que combina
rasgadura a mano alzada con un milimétrico patrón de corte y cinta de papel
superpuesta, es lo último que vemos al cerrar el libro Ensayo de vuelo,
de Paloma Vidal, el primero de la colección “Madriguera. Libros sobre arte y
literatura”, a la que suelo llamar “la colección de ensayo literario”.
Digo así, “pieza de papeles”, como si
escribiera en una lengua de malas traducciones, porque el proceso del
libro-ensayo tiene algo de forma malversada, de cosas que no encajan muy bien.
Algo muestra su borde, casi siempre. Y también lo digo así porque este libro es
una traducción, pero sobre todo habla de la traducción –la supone– como una
forma de vida en el malentendido, en mover con dificultad de precisión las
cosas hacia un lado o hacia otro. Moverse de lengua a lengua, de ciudad a
ciudad, de la experiencia a la escritura, del punto de corte con una decisión
al tiempo que se abre con él. “Ya escribí quiere decir que ya simulé una cosa
cuando se trataba de otra”, dice la narradora. Dije narradora, ¿debería decir
la ensayista? La escritura ensaya su propia traducción, o cuenta su propio
desplazamiento.
Desafío: hacer pasar esas palabras por ese troquel, por el agujero en el rectángulo rojo, para leer en una geometría esférica, distinta y distante de la grilla de líneas que solemos manipular. Si no puedo evitar orientarme con el texto en los papeles, trato de hacerlo girar de otro modo.
Digo pieza de papeles, también, porque es
un conjunto desordenado, pero a la vez preciso: la superposición de tonos y
texturas es el resultado de seguir milimétricamente los patrones de corte y
montaje que Leticia Barbeito –la directora artística de la colección– indicó
para que ejecutáramos y ejecutó ella misma (esto multiplicado por 700
ejemplares); esa precisión se libera, al mismo tiempo, con la rasgadura que
sobrepasa la cartulina roja troquelada, el punto vaciado en rojo.
Un detalle: el río que vemos está dos
veces impreso. Primero sobre el papel vegetal y antes, o tal vez debería decir
luego [dependerá de si queremos movernos desde la superficie hacia las capas, o
si elegimos algo que postulamos como el fondo y desde él componemos la pieza];
decía, antes o tal vez luego ese río está impreso en papel blanco. Pero este
último, a diferencia del que vemos sobre el papel vegetal, es solo un pedazo
cuyo perímetro supuesto –ya que no completo– coincide y se recorta respecto del
círculo calado sobre la cartulina roja. Suponemos que hubo un círculo con un
río, porque desde fuera recortamos nuestra mirada en el troquel rojo. Ese
último río quebradizo es el que da espesor a las líneas más plenas que vemos
desde la superficie de nuestra pieza de papeles. Un Kit de vuelo, así lo
llamamos.
Precisión de montaje y gesto silvestre en
la rasgadura a mano alzada –le tomo el término prestado a Carlos Ríos– son la
paradoja de la matemática sentimental que componen al libro. Estas son
las primeras líneas:
Estoy en
el avión. Leo el comienzo de dos libros que hablan de dos chicas que hicieron
sus valijas, atravesaron el océano y fueron a vivir a Europa. Pienso que quiero
escribir algo que tenga que ver con ellas, que faltan dos horas para que mi
avión llegue a san pablo y que si escribo 55 palabras por minuto, como las que
acabo de escribir, tendré, al final de las dos horas, un texto de cerca de 6600
palabras. Calculo que serán unas 15 páginas. Eso, si no paro. si no levanto la
cabeza. Si no desacelero.
Lo que abre el libro, entonces, es una
escena de lectura. Una exploración por esa experiencia, que es la de leer en el
avión dos comienzos. Pero la experiencia es también histórica, es una
experiencia que se siente como memoria porque esas “chicas” son también las
escritoras y son también la misma narradora y su hermana. Todas ellas comparten
un viaje sin retorno a la mitad de su vida. Con precisión geométrica como el
registro de esos papeles, ellas parecen reversos unas de las otras; pero con el
gesto salvaje que rebasa a la escritura contenida por la cuenta, algo se
desprende y no cuadra en la simetría que une el troquel con el semicírculo de
un río. La rememoración se transmuta en una forma de velocidad material: no la
del avión volando, sino la del tiempo de la escritura.
El ritmo
de Ensayo de vuelo está, en parte, emplazado en la “cuenta” que, como
toda palabra tiene su propio hiato –contar cantidades y contar algo–, entonces
es una cuenta malversada, que falla y se recompone. Se calcula cuántas palabras
pueden escribirse en un minuto, qué tiempo de vuelta resta, cuántas se han
escrito hasta el momento –“necesito contar para saber dónde me encuentro.
120 líneas”–, pero también se cuenta el tiempo que toma una decisión, la
aceleración y desaceleración del ritmo. “la escritura se me hace lenta después de
escribir la palabra dinero”, leemos. Dos formas del cálculo que desde el siglo
XIX hemos conocidas juntas, time is money, acá se encuentran para dar
lugar a la demora, incluso el momento de bloqueo.
Esa cuenta,
entonces, cuenta otra cosa: “pienso en su viaje y me viene la imagen de salto
al vacío”. El salto al vacío tiene la imagen paradójica del punto fijo /
punto ciego. ¿Puede el vacío ser fijo? ¿Es un punto fijo un espacio
desconcertante y desconocido como un vacío al que saltar? La cuenta habla de lo
mismo que deja afuera: “siento que las palabras fluyen. empiezo a inventar”,
“de pronto me siento desamparada”. En la relación minuciosa entre palabras,
líneas y tiempo de vuelo, se persigue lo que salvajemente la cuenta misma
produce y no puede atrapar: la huida de la escritura ante un punto donde la
seguridad está perdida aunque parezca “fija”.
Digámoslo
de una vez, aunque suene obvio a esta altura: el cálculo que persigue la
domesticación de esa experiencia de “salto al vacío” y de “desamparo” frente al
viaje leído –apenas leído porque solo se ha tratado de comienzos– y al viaje
vivido. El cálculo persigue incluso la domesticación del viaje que permanece
bajo el misterio del deseo. Y al mismo tiempo es la prueba de la imposibilidad
de que esa cuente cierre. Ahí la rasgadura de los papeles, el corte a mano
alzada que contradice todos los registros posibles entre impresión, troquel,
superposiciones de papeles.
Por eso
es una cuenta malversada, que no puede cerrarse porque trabaja, como los
interlineados heterogéneos del libro, en la articulación imperfecta entre
fisiología y comprensión, entre fisiología y sentido. Qué palabras cambian la
disposición del cuerpo, del ritmo: “escribir me ha provocado este síntoma
físico inmediato: hormigueo, aceleración cardíaca”.
Todas
estas notas y observaciones fueron parte de charlas largas en las que
discutíamos, como equipo editorial, si este era un libro para iniciar una
colección de ensayos. El antecedente problemático era que el texto había sido
incluido por un sello brasileño en una edición de Cuentos completos de
la autora, y otro sello lo había publicado como parte de una experimentación
tipográfica sin asignarle alguna forma de género.
Esa imagen del kit de vuelo sobre
la que conversaron Leticia Barbeito, Guillermina Torres –la traductora–,
Agustín Arzac y Paloma Vidal, y a la que asistí con intensa emoción distante,
fue tan pregnante que en distintas relecturas volví a buscar una escena
inexistente. Una escena en la que se aprieta un botón rojo de emergencia y los
libros se convierten en salvadores ante el naufragio. Esa escena por supuesto
no existe. Tal vez ahí empieza la experiencia editorial.
2. Gestos
continuos
Pensé en escribir sobre estos papeles
cuando leí un ensayo de Horacio González, sobre el ensayo justamente, y sobre
lo que pasa con las citas en ese género. Él habla de la “analecta” –la palabra
es un poco fea, forzada, pero la imagen me gusta. Es cuando el mozo recoge lo
que sobra de la mesa. Me imagino las migas de pan sobre el mantel, lo más feo
de juntar casi siempre. ¿Sacudirlo y barrer?, ¿Juntarlas y tirarlas
prolijamente a la basura? En ocasiones me parece que juntar la mesa es más
esforzado que lavar; yo no lo prefiero nunca. Implica una suerte de esfuerzo de
orientación: cómo encimar los platos sucios, qué colocar junto a qué, buscar
cómo reducir la cantidad de viajes de la mesa a la cocina, acomodar esos restos
entre lo que será verdaderamente tirado y aquello que puede conservarse;
acomodar los platos para que alguien más los lave. Juntar la mesa es el momento
de mayor contacto entre la comida como placer y la comida como desecho. Tal vez
ese es punto de ambigüedad que la palabra “analecta” explora para el ensayo: el
encuentro y el recorte de esas citas que se llevan de un lado a otro. Ese
recogimiento está lleno de gestos que dicen mucho más que pensar la relación
entre ensayo y cita como un problema de fragmentos, de montaje, de componer a
partir de las palabras del otro. Porque de lo que hablan es de que e movimiento
transforma eso que se recoge.
Algo de esto está en Ensayo de vuelo.
Las dos escenas de lectura que lo impulsan, los comienzos con los que se
escribe en la cabeza, no son fragmentos ni citas. Se escribe, sobre los
comienzos, un texto que se prueba a sí mismo en la posibilidad de continuar, y
lo hace por las vías abiertas en su propio proceso de interrogación sobre el
comienzo. A eso me gusta llamarlo gesto editorial en la escritura. De
alguna manera, la narradora debe editarse al mismo tiempo que escribe para
asegurarse que puede continuar, que las palabras no arborecerán al punto de
paralizarla en una promesa de mejorar el texto “después”.
Gesto: suplemento del acto, “suma
indeterminada e inagotable de las razones, las pulsiones que rodean al acto”
(“Cy Twombly o Non multa sed multum” 164), “dialéctica de la travesía” (Lo
Neutro 175), “acto de separación” y “quantum brillante de fantasma” (Lo neutro
195), son algunas de las formas de definirlo que ha propuesto Barthes. Pero hay una idea más de gesto, tal vez menos
literaria y más literal, que es la que propone Marie Bardet, sobre “los gestos
del cuerpo” como interrupción de las dicotomías extractivistas entre cuerpo y
tierra, que se vuelve bastante insoslayable cuando miro esas piezas de papeles
y su relación con el cálculo que nos propone Paloma Vidal en este ensayo que
cuenta, y que tiene la otra acepción de ensayo, ya no como género sino como
prueba. Una prueba de vuelo, aunque se haya volado innumerable cantidad de
veces, porque ese vuelo, con esos comienzos, empujan a un nuevo ensayo de
vuelo, a re-preguntarse qué es volar.
Esos comienzos evocados, entonces, esas
posibles citas, no son la prueba de nada sino la posibilidad de ponerse a
prueba.
¿Qué gesto sostuvo, entonces, la hechura
de cada uno de los 700 troqueles, la composición de pedazos bajo el régimen de
patrones de encaje entre cada uno?, ¿qué gesto acompañó la elaboración de esas
capas de río? esos gestos, ¿contrariaron o confirmaron el mal cálculo entre
mediciones y desamparos? ¿Qué se recoge en/ de esos comienzos? Y ¿qué recogen
esos papeles?
3. El libro-ensayo
Una forma-ficción para dar curso a las
especulaciones: una manera de probar cuán deudoras esas especulaciones son de
la forma de una página, del tamaño de la letra, los blancos, las sangrías.
Solemos creer que esos elementos son sentidos que agregamos al texto, al
pensamiento y que los añadimos como una suerte de extra-sentido. ¿Pero y si
fuera al revés? ¿Si ese “suplemento”, el gesto, no fuera algo que
agregar sino el punto indeterminado entre el espacio de la página y el tiempo
de lectura, entre la imagen y el texto?
El libro-ensayo no es entonces la cuestión
de cómo editar un ensayo, sino cómo abrir un proceso donde la escritura sea una
forma de experiencia editorial.
Estas preguntas, que formulé con más
distancia volviendo sobre los pasos de la edición de Ensayo de vuelo,
son todavía preguntas abiertas para otro libro que se encuentra ahora en
proceso. Se trata de un libro ¿de ensayos? – no lo podría definir así todavía –
sobre el ensayo, pero que proviene de una charla. Por nuestra parte, es decir,
por parte de la “edición”, nos resistimos a que el libro sea una edición de la
charla. A la vez, sus autores, sus entonces oradores, insistieron en mantener
aquella conversación adentro de la escritura, en no omitirla sino tirar de su
hilo. Me refiero a una charla que se llamó “La ficción del ensayo”, en la feria
EDITA, donde participaron Cynthia Rimsky, Sergio Raimondi y Alejandro Zambra.
Les sugerimos a ellos que, a partir de
algunos de los problemas centrales que cada uno había planteado, escribieran un
ensayo de unas 10 o 15 pp. Los tres re-leyeron la charla y quisieron quedarse
ahí. A mí no me pareció complemente una buena idea. Negociamos –con negociar me
refiero a pensar sobre un punto de resistencia, más que a la cuenta, en este
caso. Entonces les propusimos, con Julieta Novelli, que haríamos fragmentos de
esa conversación y que ellos tendrían que escribir respondiendo a esos fragmentos,
como una forma de responderse a sí mismos varios meses después pero también al
otro, a la intervención del otro en la mesa. Sin embargo, esta idea tenía un
problema de corazón, un problema de posibilidad. No podíamos visualizar
exactamente qué escritura esperábamos si no teníamos una idea de qué haríamos
con esos pedazos de conversación en la página: ¿simular un texto fragmentario?,
¿convertirlos en destacados?, ¿volverlos imagen?, ¿agruparlos o separarlos? De
alguna manera, lo que el libro más que el texto nos estaba pidiendo era que le
encontráramos una forma-editorial al tiempo del pensamiento, pensar el arco de
todos estos meses que separaran una conversación de un texto que la tiene como
condición de posibilidad, y a la vez –tal vez lo más difícil– pensar la manera
en que ese tiempo puede capturar, en la forma del libro, una suerte de deseo de
permanencia, de querer seguir teniendo algo que ver con lo que se dijo casi
un año atrás.
En esto me parece productivo volver a algo
que me subrayó Carlos Ríos, sobre la relación entre lo espontáneo, lo
repentista y lo efímero, ya no de las ideas o de la escritura, sino del papel,
de la materia. Lo efímero de la inscripción. El ensayo es, visto desde ese
ángulo, un género súper serio, como si se escribiera en piedras, un pensamiento
tallado para siempre, a la vez que es un género vitalísimo, como una suerte de
conversación del pensamiento, o un pensamiento bien hecho de conversaciones.
La pregunta era entonces de qué manera el
libro, su forma, sus páginas, las decisiones de grilla, tipografía, marcadores,
son los que pueden acompasar dos temporalidades: la de la charla y la del
texto, en una legibilidad que rebase el resultado mimético de inscribir a la
diferencia como tal. En ese sentido, el proceso debería ser verdaderamente eso,
abierto a que una cosa transforme la otra, porque no se puede prever
completamente cómo manipular unos fragmentos en la página para solicitar nuevas
escrituras, pero al mismo tiempo algunas coordenadas son necesarias, por lo
tanto, re-escribir y re-editar, es decir volver a imaginar todas las
disposiciones, no pueden ser sino procesos casi conjuntos.
Los meses fueron pasando, y podríamos leer
ahí argucias de las malas rachas editoriales, problemas de cronograma, crisis
económica, crisis vitales, pero sin embargo, ese tiempo-que-pasa también
hace algo con los vacíos y los puntos fijos. Como el olvido del que habla
Barthes para poder escribir, los autores dejaron atrás esa conversación, la
dejaron flotando, y se lanzaron a nuevos comienzos. Me llega un mensaje de
Cynthia: “increíble, estaba escribiendo, y encontré una carta de Sor Juana
donde cuenta que cuando le prohíben leer libros, lee objetos. Maravillosa
coincidencia”. Me doy cuenta entonces de que nuestra conversación compartía un
hilo invisible, y que la escritura de la charla –transcribir, recortar, releer,
apropiarse de fragmentos, reagruparlos– forma parte del libro como la materia
presente que se ha dejado atrás.
Tal vez haya que encontrar otro punto
fijo, otro salto al vacío por donde hacer pasar ese tiempo heterogéneo. Y tal
vez no sean ya piezas de papeles, sino una pieza de sonidos. ¿Cómo suena un
ensayo cuando conversamos, cómo suena un ensayo cuando escribimos, cómo suena
cuando lo vemos?