Matanzas x 2 - Antonio González Mendiondo
Lo
primero que uno se cuestiona a la hora de enfrentarse a dos libros de un mismo
autor que llevan el mismo título pero presentan diferencias ostensibles entre
sí es la duda inevitable de si se trata de libros diferentes o del mismo libro.
La
respuesta obvia sería que se trata de libros diferentes. Cada libro construye
un sistema propio y la alteración de un solo elemento dentro de un sistema
termina reordenándolo y por tanto modificando el sistema entero (incluso
podríamos ir más lejos y decir, con Borges y Pierre Menard, que el mismo libro
nunca es el mismo libro; para corroborar este hecho podríamos poner un ejemplo
fácil: el Evangelio cristiano pudo tener un efecto social “liberador”
digamos, dentro de las estructuras del Bajo Imperio Romano y un efecto
represivo en el contexto medieval -independientemente de que estemos hablando
de lecturas si se quiere sociopolíticas y no estrictamente literarias, me
parece claro el antagonismo radical de esas dos lecturas de un mismo texto).
Esa sería la respuesta A, la respuesta que parece más lógica: hablamos de dos
libros diferentes.
Podríamos
dar a la pregunta inicial una segunda respuesta, la B, más conciliadora, en la
que sostendríamos que es el mismo libro y no lo es. El criterio deleuziano de
repetición y diferencia permitiría hacer esa lectura. Los elementos comunes nos
harían ver lo mismo, los elementos disímiles nos harían ver lo otro y en esa
dialéctica hablaríamos de una suerte de síntesis de lo mismo/ lo otro, en la
que es y no es el mismo libro.
Y
habría una tercera respuesta, la C, que parece la menos probable, al menos
analizando desde las premisas de las que partimos (la alteración de un elemento
del sistema altera todo el sistema, etcétera). Sin embargo creo que,
curiosamente en el caso de las dos Matanzas de Mario Bellatin, podría
ser la más plausible. Se trata del mismo libro, al menos conceptualmente.
Intentaré
explicar por qué.
Cuando
la crítica se enfrentó con las primeras novelas de Mario Bellatín (Salón de
belleza, Canon perpetuo, Damas chinas, Perros héroes,
etc.) había ciertos términos que, con variantes, se solían repetir: vacío,
corte, sustracción, etc. Es evidente a qué aludían: espacios más o menos
cerrados con un funcionamiento disfuncional, donde una serie de costumbres que
en general asemejan rituales conjugan la angustia o el desasosiego (explícito o
implícito) que esa disfuncionalidad podría crear en los personajes. El lector,
quien en tanto neurótico inevitable tiene sus propios rituales para manejar sus
propias neurosis, y que en tanto propios esos rituales le resultan
indiscutibles, ante los rituales o pseudo-rituales de los personajes de las
novelas de Bellatín obtiene una sensación de extrañeza o de perplejidad, que
redunda en que el comportamiento de ese sistema se le aparezca teñido en parte,
cuando no totalmente, de absurdo. Estaba también el choque obvio con lo que se
esperaba de la literatura latinoamericana que el boom domesticó: la orgía de
color local, sabia, cuidadosamente extirpada. Pero yendo a lo profundo el punto
que importa es que estos primeros universos de Mario Bellatín funcionan por
implosión; una implosión latente, que casi nunca termina de consumarse, ya que
por medio de esos rituales o pseudo-rituales los personajes consiguen retardar
o amortiguar el golpe que la disfuncionalidad ambiente tendría sobre ellos. La
matanza, o las dos matanzas que forman La matanza, funciona en cambio
por explosión. La cerrazón de los mundos previos está explotada, los elementos
se dispersan a lo largo del espacio y del tiempo y la única fuerza centrípeta
capaz de retener la multiplicidad caótica de elementos diversos que se alejan y
vuelven a acercarse y se vuelven a alejar, en un enhebrado vertiginoso en el
que se mezcla Buñuel con Buster Keaton, es la propia escritura. Lo curioso es
que esa explosión de elementos que como esquirlas de una granada estallan en La
matanza son los mismos elementos que en las obras previas de Bellatín eran
pivotes de sistemas cerrados e implosivos. Pero como ya no hay universo cerrado
sino universo en expansión, si los mundos previos funcionaban por corte y por
concentración, el mundo de La(s) Matanza(s) funciona por amplificación y
desborde, un desborde donde incluso los personajes de los primeros textos, que
pese a su anomalía para los cánones más o menos realistas sin embargo estaban
bien definidos espacial y temporalmente, en La(s) Matanza(s) entran en
una suerte de calidoscopio en el que unos mutan en otros y donde en algún punto
todos parecieran conectarse con todos, en una proliferación fastuosa que hace
pensar en una Capilla Sixtina dislocada y deforme. Y no creo que esté de más la
mención a la Capilla Sixtina; en La matanza hay una búsqueda de la
simultaneidad, por principio inaccesible en literatura pero accesible en las
artes plásticas -y, claro, y probablemente más importante, también en la
mística. Cuando el místico tiene que exteriorizar sus vivencias inevitablemente
recurre a la sucesión, ya que no puede pasar por encima del lenguaje -por eso
lo que casi siempre dice cualquier místico antes de empezar a hablar es que su
experiencia es inefable, pálido reflejo de lo vivido, etc.
En
La(s) Matanza(s) sucede algo parecido. Si bien hay cierto, aunque
confuso, orden causal (existe una serie de hechos que preceden a otros), o si
bien hay jerarquizaciones (por ejemplo hay un personaje que el texto sostiene
que fue imaginado y escrito por otro), en esa especie de calesita o ritornello
perpetuo en el que los personajes entran y salen, entran y salen llega un punto
en que es difícil sostener que algo pasó primero que lo otro, o que un
personaje fue creado y por lo tanto depende de otro, ya que diez o veinte páginas
más adelante esas jerarquizaciones o esos nexos causales se debilitan,
relativizan o se desconocen. Por lo que, más allá de que si vamos línea por
línea encontraremos frases y personajes comunes y frases y personajes
desplazados o ausentes en relación con los primeros, sostengo que Las
dos Matanzas son el mismo libro: la apuesta de reconfiguración del
imaginario de Mario Bellatin en ambos es tan radical, la arquitectura
conceptual que comparten es tan anómala para los cánones de representación
literarios más o menos esperables, que es difícil imaginarlas como dos libros
diferentes y corresponde pensarlos, tal vez y al menos desde esta lectura, como
un mismo objeto visto desde dos ángulos diferentes, una suerte de única super
nova que a la hora de estallar, en vez de auto-fagocitarse convirtiéndose en
agujero negro, multiplica, exhibe y dilapida al máximo las potencialidades narrativas
y literarias contenidas en sí misma, para fascinación desconcertada o
desconcierto fascinado de sus lectores.