Philos - Carlos Surghi
Para
Marina Maggi
Nada impide que el amor desaparezca. Me
refiero a que como algo del pasado es simplemente incierto para el futuro ya
que en el presente es solo un arrebato. Y no es un juego de palabras. Se
escribe del amor cuando ya éste ha terminado, cuando desparece como tal y
quedan apenas rastros en la memoria ‒otros dirán en el cuerpo, yo prefiero
decir en la invención de la fábula que todo amor requiere. El amor entonces
está destinado a desaparecer en tanto que acontecimiento para así regresar como
relato. Qué fatalidad, pero también qué suerte, hablar
del amor como del propio pasado, en ese límite que invención y experiencia
difuminan. Tal vez por eso he aceptado asistir a unas jornadas que durante dos
días prometen tenerlo como único protagonista. ¿Acaso porque es pura fábula? ¿Porque
es un uso práctico de la teoría que lo desconoce todo? ¿O porque rememora la
extrañeza en medio del desconcierto? Puede ser; y tal vez también porque acaso
nada lo agote y todo esté permitido en lo difuso donde se difumina. ¿Se habla
del amor con la licencia que otorga su profusa bibliografía? ¿O se habla del
amor por padecimiento, formación o insuficiencia sentimental en su persecución?
Decir amor es entonces decir su
invención de palabras con posterioridad al rapto de su experiencia. Decir amor es decir ya está, no hay
amor, ustedes y nosotros lo hemos reducido a un tema-composición, lo hemos
encerrado en su lexicón para otros gestos, esos mismos que han permitido a la
atención apoderarse de todo y detener, paralizar, tejer la red de su
fascinación. Fatalidad entonces del amor, pero también suerte del amor al ser
la excusa de una conversación que nunca se acaba.
El
amor-amistad es el impulso que más disfruto por estos días. Por lo que llego
antes al agápē teórico y divido mi
atención en intelectual y sensible. Ceno con los traductores, ya que al día siguiente deberé escuchar solo a
Eros, ser todo para él. Así que prefiero la banalidad de la risa, el
desconcierto del exabrupto y el banquete socrático antes que la soledad de
hotel. Aunque los traductores lo
nieguen para mí desde que los conozco conforman una unidad, el cuerpo colegiado
de dos miembros que hacen un solo traductor, el cual, por momentos, oscila
entre la neurosis propia de quien pasa por dinero o disfrute la singularidad
misma de las palabras de una lengua a otra, y quien, a la vez, en esa
oscilación, se extravía en la rutina que concluye en manía, forma elevada del
amor si las hay. No recuerdo exactamente cuándo los conocí, pero tengo cierta
convicción que desde siempre se comportan igual. De repente hay en los traductores algo de parlanchines
autómatas siguiendo un libreto. Un engranaje invisible los hace parlotear. Un
mecanismo se pone en funcionamiento a cierta hora de la noche y en ciertas
escenas de nuestros encuentros. Por ejemplo, cuando uno habla en exceso el otro
apenas si acota algo; cuando uno se ofende el otro se excusa y se mantiene
expectante a ver si puede encontrarlo tiempo después en una nueva boutade. La boutade, aquello que orienta
nuestros encuentros, es una especie de eterno retorno, un camino que conduce
hacia las discusiones de la infancia, en donde nadie nunca tenía razón alguna
por supuesto, ya que el triunfo sobre el oponente llegaba cuando uno de los dos
lograba imponer su persistencia, su testarudez, la obstinación soberana del
sinsentido. Me imagino entonces que los dos podrían estar en una de esas
miniaturas de juguetes mecánicos que reproducen una escena que es alegórica del
Eros somnoliento y querúbico. Sus escritorios enfrentados, el libro abierto de
la lengua extranjera, las notebook diminutas próximas a un cristal-espejo que
los separa como si fueran otro y el mismo sentados a su trabajo, con caras
meditabundas de gruesos gestos en una esfera del tamaño de una arveja. Si el
juguete tuviese cuerda, al darla ambos llevarían su mano al mentón, elevarían
la cabeza y asumirían el gesto de buscar en el aire lo que no encuentran en el
lenguaje, dejarían así caer la cabeza, una mueca les ganaría el rostro,
meditabundos se perderían en las mismas ensoñaciones que anhelan los enamorados.
En la base el juguete llevaría la inscripción: le mot just, lo que siempre falta a los amantes que, acaso y por
qué no, jamás puedan ser traducidos en sus lamentos.
Pero
los traductores son reales aun cuando
un genio alado en mí los quiera reducir a formas de un divertimento propio. Para
que los temas entonces no sean justamente personales o una pura esgrima de señalamientos
incisivos la charla se ve asaltada por la insobornable coyuntura, por lo que
tiene de territorio neutro o geografía de lo común en donde a cada uno le
corresponde un país, el alcance de la guerra discursiva y su diplomacia. El
país de lo real entonces ‒con sus soldados de palabras como verbos y sustantivos,
o con sus batallones de argumentación que se despliegan en brigadas de tesis y
complejos silogismos‒ invade el país del amor. Por ejemplo: lo poco que están
pagando determinada cantidad de palabra, el exponencial crecimiento de horas de
traducción para ganarle así a la devaluación del magro salario, el desconcierto
de una economía que ningún término puede definir, la huida de los alumnos, el
abandono de los interesados en una segunda o tercera lengua a perfeccionar que
demuestra lo oneroso de ciertos gustos intelectuales como señal del fin de la
benevolencia lingüística y cosas por el estilo frente a las cuales me cuido de
ser poco receptivo, terminan apoderándose de la noche. Todos ciertamente temas
que me aburren. Acaso porque sean propios del exceso del carácter melancólico que
quiero evitar es que respondo siempre con la ambigüedad de la ironía. “¡Qué
terrible! ¡Qué barbaridad! ¿Adónde iremos a parar?” O más bien, extremo lo indolente
en mí. “Hace un tiempo ya que me he vuelto un marxista delirante y eso me
exceptúa del presente y sus condiciones materiales”. Sin embargo, en un
momento, los traductores al unísono,
como si lo hubieran ensayado, como si practicaran una jugada en conjunto del
viejo TEG de la adolescencia, me dicen, “Pero ¿vos sabías que a pocos metros de
donde estés disertando sobre el amor
va a estar el monstruo no?” Como el
cansancio, el cinismo y el desinterés ya se han apoderado de mí desvío el tema.
Me vuelvo cruel de tata indiferencia ‒acaso una forma de amor más sofisticada‒
tanto que los chistes se tornan hirientes, las salidas y ocurrencias de ingeniosas
pasan a ser vulgares, como cuando el amor lleva años y se vuelve desencanto
marital; lo que me lleva a pensar que el philos
de los traductores debe ser el haber
atendido a lo extraño, y para poseer tal extrañeza, haberlo seducido con la
equivalencia de una lengua que no tiene presente y que por lo tanto puede
traducirlo todo. Por supuesto, para dar con esa equivalencia han prometido lo
que no tienen, acaso así lo haga la seducción cuando el amor se lo ordena. Traer
junto a, colocar en otro orden, trasladar hacia… son todos eufemismos del
trabajo del amor, por supuesto Love's Labour's Lost. Por eso una orientación de la traducción
sugiere que cada diez años hay que volver a traducirlo todo de nuevo, hay que
enamorarse otra vez, pero de una nueva versión en la propia lengua que,
increíblemente, se mantendría en su estado de niño ostentando la tan querida
inmadurez discursiva.
Cuando
regreso de perseguir ese silogismo que por el cansancio se me escapa, escucho a
los traductores que hablan de otra
cosa, sobre el padecimiento del empleo de ciertas palabras y los sujetos que se
ven afectados por ellas, o sobre las palabras y las cosas de un pasado al cual
no pertenezco; en fin, sobre palabras y personas que desconozco. Inclusividad
afectada o moralismo lingüístico son temas que están a la orden del día y a
veces hay que saber esquivarlos con la elegancia de un aristócrata en una reunión
de plebeyos. Me doy cuenta de que el amor
cansa. Me despido y vuelvo al hotel. Salgo y camino las diez cuadras y me
sorprende por momentos una ráfaga de aire frío que cruza por las esquinas, a
veces en un sentido, luego en otro, como si girara sobre la ciudad, trepara por
los edificios o se deslizara por las calles para golpearme en la cara y
recordarme que jamás, en mis sucesivas visitas, hizo tato frío como esta noche.
En el hotel me espera el amor-paciente, ciertos rituales de la soledad del que
está lejos de su casa: leer, porque me desvelo aun estando exhausto; mirar
televisión sin mirarla, porque de seguro mi atención esté viendo más atrás en
lo que ya ha pasado lo que no supe que estaba pasando. Pero no más de tres o
cuatro párrafo, o no más de cuatro o cinco recorridas a la infinidad de
aburridos canales y caigo profundamente dormido. Es extraño, porque tiendo a no
controlar la exaltación entusiasta y su consecuente decaída una vez que estoy
solo. Tal vez porque quedarme solo es el momento feliz del día, y también, en
un determinado momento, es el comienzo de la inminente angustia. Muchas veces
he pensado que, si llevara un diario, podría registrar ahí la gran cantidad de
notas mentales que voy tomando de todo lo que pasa cuando mi atención detecta
ciertas zonas donde las relaciones personales son campos semánticos imantados
por la rivalidad, frondosos bosques regados con el encono o selvas vírgenes de fastidiosos
signos perceptibles que, al igual que raras especies plumíferas y ornamentales,
piden ser depredados. Un diario a llevar, como herbario de la extrañeza,
invernadero de lo sintomático, o gran jaula de palabras en la que observar el
vuelo bobo de los especímenes que atrapo al pasar, demandaría ciertamente mucha
energía. Pero como no lo llevo, todo queda dando vueltas a mi alrededor ‒las
comparaciones disparatadas, las forzosas similitudes, como si se tratar de corpúsculos
fosforescentes que jamás se aquietan y no hacen más que renovar sus patrones de
flotación al ir de aquí para allá mientras me envuelven. Aunque cada uno de
ellos al bailar y brillar bajo la luz artificial de la madrugada de hotel en la
que la mente se ufana es un recuerdo perdido que, puedo dejarlo o tomarlo, pero
jamás ignorar que está ahí junto a todo. Cuando me aburro de mi insidiosa botánica,
o de mi fantasmática ornitología, cuando siento culpa por el tiempo perdido en tales
quimeras, me preocupo porque algo seguramente desatendí, y tiendo a querer
recuperar esas horas acelerándolo todo de un modo atolondrado. No debo haber
dormido más de veinte minutos y me despierto sobresaltado por lo que al otro
día tengo que leer. Es decir, mi discurso sobre el amor ‒el amor que se dice pero
que en este caso tiene que ser dicho por otro. Saber que tengo que leer sus
ocho páginas me quita el sueño, me mantiene expectante, y más aún si en vez de
ponerme a practicar su lectura perdí tiempo registrando lo que llamo anotaciones en el aire. Me angustio
entonces no porque exista algo correcto o incorrecto a decir sobre el amor y yo
pueda haberlo ignorado cuando escribí esas página, sino porque solo a través de
largas frases y complejas comparaciones o correspondencias he podido montar una
catedral, un laberinto, un espejo de máscaras autobiográficas que delatan que,
en lo leído está lo vivido; y entonces, el hecho de leer esa telaraña de
palabras en la que es muy fácil caer y quedar atrapado en el tartamudeo, antes
que ruborizarme por una posible exposición a la vista de todo el mundo, me inquieta
más por talvez poner en duda mi preparación para la lectura, por hacerme vacilar
sobre la pertinencia de la dicción en voz alta donde lo que cuenta es, no solo
la correcta puesta en volumen de lo escrito, sino también las inflexiones en que
el sentido espera ser tenuemente velado o tal vez abiertamente ocultado por la
oralidad que se apodere de la atención. Lo que se dice una verdadera gimnasia
del amor en voz alta. Por lo que leer para otros es casi lo mismo que actuar. Y
actuar es predicar con pasión. Aunque la compasión no es más que el
acompañamiento en un calvario, en este caso de subordinadas accesorias,
aclaraciones comparativas, aposiciones enfáticas y quisquillosos complementos
que hacen a la montaña penitente de la lectura. Por ejemplo: “Al igual que el traductor que conduce
palabras de una lengua muerta al atravesar su laguna de olvido, el poeta
conduce un nombre desde la oscuridad de lo sucedido buscando iluminar cuanto lo
roda en los chispazos visibles de esos movimientos que rasgan el aire como los
remos rasgan la superficie del agua”. La Estigia laguna, el viaje inverso
de ese Caronte-traductor-poeta, la habitación del sepulturero que saquea las tumbas
o que pesa el alma de las palabras, el barquito de las analogías, el olvido,
las lenguas muertas y las lenguas al otro lado de esa misma laguna, el cruce
nocturno, la chispa de un movimiento que es también la chispa de una mente
pensando y sintiendo en un determinado lenguaje, el aire rasgado y la estela en
el agua vista aun en la oscuridad más absoluta, los remos, los lápices, todo,
absolutamente todo eso entra en juego al momento de leer lo que ha quedado del
amor por decir. Tal vez por eso escribir es ese resto de amor ‒me digo y me
quedo dormido, confiado en que leer no es más que decir la suerte misma del
amor escrito, el que por suerte solo puede ser de palabras, porque lo que las
palabras no dicen es lo irracional que ha escapado.
Después
de desayunar, después de dormir mal y poco, cuando salgo rumbo al primer día de
las jornadas, el conserje del hotel, al abrir la puerta con la displicencia de
un gesto mecánico, me dice: “El frío es inusual para esta época. Si el viento
del sur que sopla hace dos días cambia hacia el este y levanta la niebla del
río, es más que probable que caiga nieve. Lo dijeron en la radio. Pero vio
usted cómo son los meteorólogos.
Practican para no acertar”. Efectivamente el aire de la noche se ha
transformado en una ráfaga helada y cortante producto de un vapor que en
remolino y por las calles dificulta ver y avanzar sin chocarse con transeúntes que,
ridículamente, parecen abrigados para el advenimiento de una catástrofe. A las
pocas cuadras, la constante queja de los habitantes de la ciudad, que siempre
me distrajo al escucharla en la calle o en bares donde la mesa que tenía al
lado era más interesante que lo que yo intentaba leer sentado en la mía, pues
bien, esa queja sostenida, argumentada y hasta teorizada, notoriamente se ha
modificado hasta llegar a desaparecer o disfrazarse bajo bufandas, gorros y
guantes. Del inconformismo político, de la ambición económica postergada, de la
timorata precaución aspiracionista, de la necesaria prepotencia del advenedizo
que simula pertenencia porque se sabe siempre juzgado, pasamos a un lamento en
el que todos buscan explicación y casusa a la calamidad climática de este agosto
ártico. De una a otra cuadra, desiertas como nunca, la niebla, que por momentos
es un rocío matutino en un día cerrado y gris, busca congelarse sobre la ráfaga
de viento que de aquí para allá la lleva. Pero algo falta para que se condese,
para que abandone lo que es y sea otra cosa, para que aquello que es una ínfima
gota se agrupe y cristalice en una forma única, capaz de flotar, retrasar su
caída y posarse apenas en el suelo sin perder ninguna de sus virtudes físicas,
químicas y geométricas. Al igual que el amor, la nieve es el advenimiento de
algo que uno desea y que sin embargo se posterga, se resiste, espera por
condiciones de ambiente que aseguren la maravillosa metamorfosis que hace que
todo se vuelva una página blanca para el comienzo de aquello que la escritura
llenará sin poder atrapar.
Esquivando el malhumor meteorológico ‒por
el que escuché cosas como la siguiente “pero si hace unos días estábamos ahí de
la primavera que junto al río ya es un veranito anticipado”‒ me acerco a la
sala de las jornadas. Sin embargo, tardo en llegar porque una serie de vallas
obstaculizan el camino más corto obligando a desvíos que acrecientan la
incertidumbre de tener que ver por dónde seguir. Recuerdo entonces lo que los traductores me dijeron la noche
anterior, que a metros de donde yo lea mi defensa y elogio del amor estaría el monstruo, y que por eso la zona se vería totalmente restringida. Me abro
paso como puedo por los desvíos, las cortadas, los transeúntes doblemente
malhumorados e indignados y la incipiente puesta en escena de la seguridad
desmedida que altera sus vidas y la mía hasta llegar a la sala-pecera del sexto
piso donde tengo que leer. Por cierto las dos primeras páginas transcurrieron
muy bien: regulé la respiración, logré los efectos de pausa deseados, tonifiqué
ciertas aliteraciones que creí fundamentales y, entrando en la tercera de las
ocho páginas me quedaban apenas tres o cuatro zonas críticas: largas frases, elisiones
en las que los sujetos solo se recuperan con la acentuación oral, y citas
ajenas que asumo como propias y que debían ser evidenciadas y disimuladas
acelerando o retrasando la lectura. Mejor no podía marchar todo. Pero al
levantar la vista en el inicio de esa tercera página veo caras somnolientas,
gestos de distracción, rostros completamente indiferentes con relación a lo que
estoy leyendo que se ven ganados por la abulia académica. ¿Tan rápido los estoy
aburriendo? En frente mío Príncipe Albert
bosteza y mira su teléfono, a su lado Madame
Amour un tanto desconcertada debe decir “esto no es lo que dijo que iba a
leer”. El escritor con apellido de marca familiar de pastas mira la
punta de su zapato colorido. Unos alumnos disimulan su cara de fuimos obligados a venir. Y más atrás el
murmullo que crece. Me entrego entonces a terminar como puedo esas cinco
páginas que ya ni me interesan. A la mitad estoy extenuado, ganado por un
fastidio que me hace elegir qué leer y qué no desarmando así cualquier lógica
argumental. En dos o tres pasajes recuerdo haberme sentido un jugador de tenis
que en medio de la frase ve el punto perdido y, efectivamente, llega al final
perdiendo, pero al menos con algo de dignidad, corriendo toda la cancha en cada
pelota, yendo a la red aun cuando sabe que desprotege el fondo, llevando hasta
el límite la pericia física de respuestas acrobáticas en las que se evidencia
que él mismo anticipa su aniquilamiento. Cuando mi ánimo se desmorona
transcurre esto “el amor es una
obstinación en eso que indefectiblemente no se puede poseer, en eso que por
tanto no se puede devolver y restituir a una inmanencia resplandeciente en donde lo que brilla es justamente la
pura falta”. ¿Qué quise decir exactamente cuando escribí inmanencia
resplandeciente? La vergüenza me gana por completo. Me absuelve el
amor-ritmo, lo único a que responde siempre mi impulso de escritura. El resto
de la tarde lo paso escuchando las exposiciones de los demás. En todos
encuentro lo mismo y lo admiro: exposición clara, analítica precisa, recorte
del objeto estudiado accesible al oyente, arriesgadas interpretaciones que
desbancan a otras anteriores. Pero en ninguno encuentro el amor-ritmo, el philos
de la letra que se transmutará al ser leída, pronunciada. Recuerdo entonces un
verso de Girri: “el ritmo de lo escrito / es el ritmo del que escribe”.
Cuando salgo del edificio universitario
hay toda una serie de indicaciones que marcan el recorrido a seguir para abandonarlo
por la entrada vieja, la de la puerta gótica, la que conecta con un patio de
aires medievales en una ciudad sin títulos nobiliarios. Una vez afuera marchamos
por un caminito indicado con vallas, por lo menos tres cuadras hasta que éstas se
terminan y recuperamos el albedrío de caminar por donde se nos ocurra. Llego al
departamento de Uno y Dos, con quienes quedé en cenar esa noche,
siguiendo mi formación paralela a las jornadas. Uno acaba de dar una
clase de violín y me dice “Mira, Pachelbel. ¿Viste cómo está la ciudad por la
visita de el monstruo? ¡Por fin pasa algo acá!” Miro el atril, la
partitura del Canon en re mayor, la
escritura musical, una verdadera telaraña de tinta, recuerdo por lo menos dos
versiones, y sin embargo termino contestando: “Sí, todo el día fue una odisea
llegar a tiempo para hablar sobre el amor”. Dos da clases en otra
ciudad, quedamos en esperarlo para cenar. Pero en realidad, su ausencia nos
sirve para explayamos en el estado actual de nuestro inconformismo. Dos
nos avisa que ya está arriba del colectivo dejando atrás la ciudad perpetuamente
anegada, debe cruzar puentes y sortear ríos, arroyos y lagunas, esteros y
bañados, la oscuridad misma que hunde a cualquiera en el asiento junto a otros
pasajeros al saber que afuera todo es ese paisaje monótono de arbustos esparcidos
a lo largo de una llanura interminable. Uno me explica su plan para
abandonar la ciudad, para vivir de becas en el extranjero, para respirar por
fuera de la escena coral y sostener su solo de violín, acaso como Josefina lo
hiciera con su chillido para su pueblo de ratones. Me cuenta el pacto que le
propuso a Dos. “Lo voy a mantener dos años, a cambio de que escriba una
novela sobre mi vida”. En ese mismo momento, mientras atiendo a todo lo que me
dice y miro todo lo que me rodea ‒una bicicleta fija para ejercicios de rehabilitación,
otra para salir a pasear seguro por la zona del río, las bibliotecas disímiles
con puntos en contacto, compartidas y separadas, los aún persistentes rastros
de una mudanza que no ha terminado‒ pienso que el amor-matrimonial está hecho
de entrega y demanda, de generosidad y egoísmo, todo a la vez y sin distinción
alguna. Por eso, sus extremos, que en realidad siempre se están tocando en la
zona indiscernible donde no se sabe qué pertenece a quién en la metáfora de la
casa desordenada, son los engranajes de fuga y freno que lo conducen a durar en
el tiempo. Solo así puede ser un plan tramado por uno y otro que se vuelven un
tercero indistinto al no saber dónde comenzó todo, dónde el impulso dio inicio
a su mecánica para que la locomotora que terminan siendo avance. Rápidamente también
imagino de qué tratará esa novela. Uno llega a la capital de provincia, se
ha casado con Dos porque demasiadas coincidencias así lo indicaban; se
aburre, se exige en todo lo que hace para ganarle a la parálisis latente que la
cerca; colapsa, pierde la movilidad, no puede leer, no puede tocar música; pasa
meses internada, lleva un diario de ese periodo, comienza rehabilitación con el
treinta por ciento que le queda de la que fue; y sobre todo, no puede
explicarse lo que ocurrió. La vida de Dos también se desmorona. Pasa a
vivir en la sala de internación, suspende su trabajo, pierde lo que queda de su
familia porque la posesión y el egoísmo entran en escena al salir de un circulo
de mujeres y entrar en el de otro; lo próximo se aleja, los días sin tiempo se
apoderan de él. A veces, cuando ella duerme, saca una lata de cerveza que
ocultó entre las ropas y bebe sorbo a sorbo, sintiendo la expansión de una
mancha negra aun en los excesos de luz artificial que caracterizan a las
internaciones. Si en ese momento sacaran una radiografía de su vida nada se
vería sobre un fondo oscuro en el que algo devoró hasta sus huesos. Para Uno
la vida se vuelve la prueba de la filosofía: aprender a vivir de nuevo sabiendo
que ahora “ser para la muerte” no es solo una frase. Para Dos la vida simplemente
se vuelve absurda. De mis invenciones me saca un nuevo mensaje de WhatsApp. Dos avisa que el colectivo está
ingresando a la ciudad por el norte, a través de esa franja de barrios que se
recuestan sobre la costanera, o que trepan la barranca como salidos del barro,
que se anticipan a lo lejos gracias a un cordón de luces formado por el puente
que cruza el río; luces que titilas, luces que aparecen y desaparecen, que flotan
sobre su propio reflejo en el agua siempre en movimiento; y aun así, anunciando
lo extraño y lo conocido, lo identificable y lo indistinto que lo mantiene todo
a flote, las luces acaso jamás sean las mismas, porque nadie entra dos, tres,
cien, mil veces a la misma ciudad. Más tarde, entre risa y risa, titilando los
tres cruzamos la medianoche mientras el cielo se cargaba de oscuridad y frío.
Dormí toda la mañana y perdí las
primeras mesas de amor que prometían seguro una visión no idílica del mismo, ya
que hay una minuciosa organización temática, pues a esta altura las jornadas buscan
reconocer los diversos clanes de lo amoroso en esa guerra silenciosa por la
primacía de su sentido. He detectado hasta ahora el amor-afección, el
amor-cuerpo y el amor-teoría, junto a otras variables como por ejemplo aquellas
que pretenden diagramar una ontología previa y posterior, acaso una especie de kitsch-cosmogónico,
cartas astrales disfrazadas de materialismo discursivo. Como perder algo es
casi lo mismo que perderlo todo, y como perderlo todo es el desencadenante de
la melancolía-de-amor que a uno lo paraliza, me quedo el resto del mediodía y
la tarde en el hotel sin hacer nada. Cuando bajo me encuentro otra vez con el
conserje. Lo miro detenidamente y veo que se parece a Girri. Aunque no sé si se
parece o si tiene un aire. El punto es que está insólitamente
bronceado, lo que hace que las arrugas del rostro aparezcan como líneas de un
tenue amarillo cual si fuera en realidad las líneas del rostro de un tótem que
alguien pintarrajeó. El traje gris, la camisa impecable y la corbata ancha, sin
ningún rastro de uniforme en ello, más la delgadez, lo esbelto sin llegar a ser
alto, y ciertos ademanes de distancia y proximidad en un mismo movimiento que
delatan elegancia y reparo completan el cuadro de mi sorpresa. El poeta sin
lectores pienso. Cuando me abre la puerta para salir le digo “¿Y la nieve de
ayer?” A lo que me responde “Dijeron que hoy tendremos un día de mucha
exposición solar, con temperaturas aún más bajas. Esté preparado”. Y es cierto,
la luz del fin de la tarde me encandila, por momentos me ciega, y al mismo
tiempo para nada me calienta, sino que parece un perpetuo baldazo de agua
helada. A cada paso me doy cuenta de que es como si su condición invernal
extremada, refractando sobre cada superficie por el impulso del fondo azul del
cielo que la vuelve más ligera, casi acerada en su llegada a los recovecos de
la ciudad, lo bañara todo. Paredes de edificios, postes de electricidad, bolsas
de basura, pájaros, autos, árboles, de todo ello la claridad se apodera hasta llegar
a congelarlo para extrañamente revivirlo con su promesa de petrificación. Cada
línea de lo que veo, cada punto, cada circunferencia o volumen se encuentra entonces
recubierto de un barniz brillante en el que la última luz invernal se derrama
antes de que la tórrida primavera haga temblar la ciudad hasta desvanecerla. Y
aun así llegar a las jornadas cuesta más que el día anterior. Las zonas de
exclusión se han ampliado, los rodeos carecen de lógica alguna, la ciudad ha
perdió esa cuadrícula perfecta que la hacía accesible. Ahora parece un
laberinto de vallas, uniformes, material de guerra. A medida que me acerco a la
sala-pecera percibo un entusiasmo creciente. Seguidores de el monstruo se cruzan en mi camino. “Si él dijo ser un topo que
vino a destruirlo todo como un magma que emana de la tierra, no sé si nosotros somo
las ratas que tenemos que huir o bajar hacia ese subsuelo”. Subo por las
escaleras del edifico universitario, por uno de sus ventanales alcanzo a ver a
lo lejos los preparativos en La Bolsa de
Comercio de los Cereales adonde el
monstruo estará celebrando años de especulación financiera alrededor de una
economía por demás primaria en donde se posa el inconformismo ciudadano
ramificándose como un tubérculo invisible. Cuando llego finalmente a las
jornadas la discusión va creciendo, cual el magma que por debajo circula. La última
mesa es más que acalorada. Imagino entonces la vida de ese magma subterráneo,
tan secreta, tan silenciosa y sin embargo con el poder suficiente como para
hundirlo todo en su llama líquida y espesa; pienso por cierto en el corazón de
un amante, que devora lo que se pone por delante de su camino, no importa qué
sea. ¿Puede el amor decirlo todo cuando para su mudez no hay figura posible?
¿Es sostenible el origen de su contradicción al tratarse de un sentido absoluto
sin palabra alguna? El amor-balbuceo = el magma del lenguaje. De repente
alguien en la mesa dice “Tal vez a eso se refiere Carlos cuando ayer habló de
una inmanencia resplandeciente”. Todos
los presentes se dan vueltas hacia el fondo donde estoy sentado. En sus rostros
veo un pedido de ampliación, leo una súplica de continuidad en el camino que
durante estos dos días hemos seguido. Como si saltara sobre ese magma ya
corriendo contesto “Claro, es eso el
blanco del amor”.
Dispuesto a cumplir con mi último
compromiso nocturno busco un taxi luego de pasar por las mismas peripecias de
la noche anterior para abandonar el edificio universitario. El rodeo del
taxista parece no tener fin. La marcha es constantemente interrumpida por
multitudes de ratas que han ido a vivar a el
monstruo, esos ejércitos del topo que no vimos venir. Me bajo dispuesto a caminar las ultimas cuadras entre la multitud
que a veces da la impresión de estar conformada por miles y de a rato se reduce
a unos pocos. Una cuadra antes de llegar a Bruno
un copo de nieve cae y se posa sobre mi nariz.