El blanco del amor - Marina Maggi


[Noticia: Este ensayo retoma la plaqueta “La nieve y la fe”, recientemente publicada por la micro editorial inmanencia (Funes, Santa Fe), y fue presentado en las jornadas “Decir amor” (agosto 2024, Facultad de Humanidades y Artes, UNR). Agradezco a Romina Magallanes y a Julia Musitano, por la hospitalidad que dispensaron a este salto de fe, y a Laura Soledad Romero, por la atención de una escucha que fue también plegaria]

 

El hábito básico de un cristal de hielo

está determinado por la temperatura en que crece.

Debido a que

los cristales de hielo están generalmente expuestos

a temperaturas continuamente cambiantes

y supersaturaciones mientras estos

caen a través de las nubes y en el suelo,

los cristales pueden asumir

formas bastante complejas.

 

Versión en verso de una cita de

Atmospheric Science. An Introductory Survey

de John M.Wallace y Peter V. Hobbs

 

 

Mais même dire non serait de la lumière

[Pero incluso decir no sería luz]

 

Yves Bonnefoy, Début et fin de la neige

 

I. Ser fiel a casi nada

En su breve ensayo “La nieve en Rumania”, Giorgio Agamben introduce la pregunta por la fe como acontecimiento de lenguaje, a partir de testimonios femeninos contemporáneos, que funcionan como ejemplos poco ejemplares, debido a su carácter alusivo, sesgado, anecdótico y paradójico. Agamben no cita parábolas ni hechos bíblicos, sino las respuestas puntuales que dan dos muchachas (no es casual que se trate de figuras jóvenes sin edad cierta, con un pasado que no acaba de cuajar y un porvenir que se muestra abierto, indeterminado) a una instancia inquisitiva —un elogio y una pregunta, respectivamente—. Tales respuestas no demarcan la noción de fe, sino que se orientan a desmantelar el horizonte moral y teleológico que rige el marco interpretativo con el que fueron abordadas las vivencias singulares. Así, la primera chica rechaza la idea de haber soportado, en virtud de una convicción ideológica, la tortura física sin revelar el nombre de sus compañeros de militancia; lo hace astuta y caprichosamente. El humor llega para salvar el lenguaje de la solemnidad ceremoniosa e indolente del encomio. El segundo caso, que cierra el ensayo y le da título, vuelve sobre la intensidad de un amor. Una berebera, que vivió por un año en la fría zona montañosa de Rumania con el hombre del que se enamoró, contesta, a la consulta sobre la fuerza de su pasión de antaño —y es aquí el propio Agamben quien hace la pregunta, quien confecciona el misterio y da pie a la fabulación—: “yo no soy fiel a él, soy fiel a la nieve en Rumania”. Se puede interpretar esta declaración de diversas maneras —no se pueden dar certezas sobre el amor, no hay causa que explique o justifique la extrañeza radical a la que nos expone seguir las rutas del otro, ir hacia él, etc.—, pero elijo esta: el lazo de fe que nos une a quien hemos amado no se corresponde con la lealtad a una historia compartida, con el acatamiento de un juramento o una promesa, sino con la pregnancia de un deslumbramiento, que insiste en nosotros como una música, una entonación, una evocación, una expresión que retorna en nuestro discurso y lo transfigura fugazmente.


***


El 15 de enero de 1885, Wilson Bentley, un joven de veinte años que vivía en el pueblo de Jericho, en el estado de Vermont, realizó la primera fotografía de un copo de nieve. Lo logró montando artesanalmente el lente de una cámara al de un microscopio. Fue tal su arrobamiento ante esa y las subsiguientes imágenes capturadas, que decidió transportar su equipo casero al gélido cobertizo de madera que había detrás de su casa, en la granja familiar. Comenzó entonces a llevar dos libretas: en una realizaba ilustraciones que complementaban sus microfotografías, mientras que en la otra registraba las condiciones climáticas en las que habían sido hechos los retratos. Hasta 1931, año de su muerte, Bentley Nieve, como solían llamarlo, acumuló más de cinco mil fotografías, el mayor archivo de cristales de nieve que existe. Consideraba su misión preservar la visión irrepetible y fugaz de los corpúsculos que llamaba “milagros de la belleza”. Dentro de su colección, se pueden observar asombrosas variantes hexagonales, que se destacan sobre el fondo negro en el que solían estar dispuestas. La pasión de Bentley por el arreglo evanescente y delicado de una matriz recurrente, a la vez que siempre única, aunó la pretensión científica de interrogar las condiciones meteorológicas de conformación de los cristales, con el placer estético de ilustrar los hallazgos y retocar las fotografías. Si bien las piezas recolectadas no se prestan para el análisis glaciológico, debido a los retoques y la coloración a mano que recibieron, este archivo sigue siendo objeto de admiración para la comunidad científica. Bentley fue fiel a un capricho, se apasionó por el prodigio extravagante de las partículas de nieve, dedicó toda su vida a salvaguardar sus imágenes. Lo que primó en su ahínco es el deseo por lo sencillamente irrepetible. Es como si la profusión quimérica de sus fotos nos dijese: “Ningún cristal es igual a otro. ¡Miren este! ¡Y este otro! Cada uno encarna un gesto particular del espíritu de la naturaleza”.

Casi cuatrocientos años antes, en su célebre tratado de 1611, Un regalo de fin de año, o sobre el copo de nieve de seis ángulos, Johannes Kepley describió los cristales de nieve como partículas emplumadas, parecidas a estrellas. El ensayo está dedicado a su amigo y protector Johannes Matthäus Wäckher von Wackenfelds, al que califica como un aficionado a la Nada. Kepley comienza por explicar que le costó encontrar un asunto que fuese caro al agudo ingenio de su benefactor, hasta que, cruzando un puente (el Puente de Carlos, el único entonces existente en Praga), un copo cayó sobre su abrigo. En ese instante, se dio cuenta de que había encontrado la “casi nada” que buscaba. Luego de examinar el principio formativo de la variante hexagonal, el matemático concluyó que la inteligencia divina no solo concierta estructuras funcionales, sino también otras que, sin atenerse a una motivación específica, son simplemente amables, bellas.

Próximos a la nada, efímeros y hermosos, los cristales de nieve tienen hábitos básicos, pero formas complejas, contingentes. En 1932, el físico japonés Ukichiro Nakaya, profesor del Departamento de Física de la Universidad de Hokkaido, en Saporo, comenzó una investigación sobre los distintos tipos de cristales de hielo. En 1936, Nakaya reprodujo por primera vez en condiciones de laboratorio las variables atmosféricas que dan lugar a la formación de las distintas estructuras de partículas de nieve. En 1946, en el contexto de la Guerra del Pacífico, una bomba destruyó la imprenta japonesa que alojaba las pruebas de galera del libro que reunía los resultados de su trabajo. Snow Crystals: Natural and Artificial debió esperar hasta 1954 para ver la luz, bajo el sello de Harvard University Press. La pasión por el conocimiento es también una fe, y como toda fe, debe pasar sus pruebas. La hija de Ukichiro, Fujiko Nakaya, desarrolló una carrera artística, en la que se dedicó a realizar esculturas de niebla, que reinventan la vocación de su padre por el enigma de las partículas de nieve, que este bautizó como “cartas enviadas por el Cielo”.

En el primer capítulo de Cristales de nieve, Nakaya describe los cristales aguja, un tipo de formación poco común en Europa y América, que suele verse en los inviernos de Hokkaido. Sin dejar de señalar la figura que los ilustra, el físico añade una notación singular, en la que resuena el hallazgo de Kepler en el puente de Praga: “Este tipo de cristal, cuando cae sobre la manga de un tapado negro, parece consistir en numerosos hilos de seda, cortados en segmentos de uno o dos milímetros y desparramados”. Ninguna descripción de los cristales de hielo, incluso la más científica, escapa a la intensidad poética.

 

II. Y nieve que nevaba allá en su cielo

 

Avanzo en la nieve, he cerrado

los ojos, pero la luz traspasa

lo párpados porosos, y percibo

que en mis palabras es todavía la nieve

la que se arremolina, se estrecha, se deshace.

 

Así comienza “Todavía el verano”, poema que integra Principio y fin de la nieve de Yves Bonnefoy (1989). Los últimos versos sugieren que, al ver disuelta su mirada en la luz sin reposo, el poema se impregna de la danza de los copos: giro centrífugo, condensación, disipación. Extraigo de este fragmento una doble afirmación, que quisiera glosar —partiendo de la profunda intuición de Bonnefoy y desplazándome hacia otras poéticas del pensar—: la nieve y el lenguaje están emparentados. A veces nieva sobre nuestras palabras.

Bonnefoy escribió su poemario luego de una estancia en Hopkins Forest, una pequeña localidad de Massachussets, ubicada junto a una reserva forestal. En el prefacio a la edición norteamericana de 2012, “La nieve en francés y en inglés”, el autor cuenta que, a pesar de haber visto nevar en otras ocasiones, fue allí donde percibió intensamente el fenómeno. Habría un antes y un después de tal descubrimiento, en la medida en que este atañe a nuestra complexión lingüística. El prólogo comienza con la pregunta “¿Cae de la misma forma la nieve en todas las lenguas?”, y responde que esto no es posible, ya que el reconocimiento de la organización del sentido y de la propia materia lingüística de los sistemas particulares impide que cuaje la ilusión totalizante de una referencia universal. Lo que sucede, en realidad, es que “[n]ieva en la forma en que hablamos”. Nieva en nuestro discurso cuando se mezclan el sueño y el conocimiento, la imaginación anhelante y concepto, de manera tal que nos distraigan “de lo que solo es evidente” (IX). El riesgo sería, según deduzco, caer en cualquiera de los polos fusionados, ya sea en las redes de la imagen cristalizada, en la que se abisma todo deseo, o en la sujeción de lo existente a la violencia constatativa. Expando la idea de Bonnefoy, creo, sin traicionarla: solo hablamos de verdad cuando nieva, es decir, cuando un blanco en nuestro discurso suspende la división entre pasión y especulación, entre visión y predicación.

¿Y cuál sería ese “blanco” del discurso? En el mismo prefacio, el poeta explica que, a diferencia del inglés, las palabras del francés no tienen acento propio. Al carecer de porte rítmico, argumenta, estas no pueden, por sí solas, abastecer el anhelo nominativo. Más apta para la conversación y la continente autosuficiencia del concepto, la sustancia verbal del francés exigiría, para volverse poema, cierto trabajo de urdimbre, que haga ingresar cada pieza en un entramado musical, capaz de transgredir y transfigurar el átono solipsismo de vocablo y de volverlo apto para la búsqueda metafísica. “En efecto, la palabra francesa me recuerda la nieve” (XI).

Los copos se siguen los unos a los otros, arman su propio lienzo. No alcanzan, por si solos, una plenitud tonal. El compás de su caída, sus leves arabescos aéreos, son trazas de un paisaje aún por llegar, que será modulado por los accidentes del terreno, los vientos, las temperaturas y otras condiciones geográficas y climáticas impredecibles. Lo mismo sucede con la escritura: cada palabra lleva las marcas del devenir único en que se ha ido forjando, cuyo origen es finalmente inescrutable. Como una capa de resonancias insignificantes, los valores y acepciones rebotan sobre los componentes de la frase, sin concentrarse por entero en ninguno de ellos. En el panorama de conjunto, discerniremos los nodos en que se concentra la materia verbal —y será una interpretación, es decir, la construcción de un panorama obstinado, apoyado en el asombro, en cierta detención deslumbrada—. El alba del lenguaje es un balbuceo, una repetición, un extrañamiento radical. Amor, nieve que cubre irregularmente los predicados, recámara que asordina las voces y demarca un llamado.

Bonnefoy recae, al reencontrarse con sus poemas traducidos en inglés por Emily Grosholz’s, en la convicción que atraviesa su libro: “Se trata de que los copos de nieve son palabras, las palabras –en una carta o en un poema– son copos que caen, y hay relaciones en el habla que se parecen a encuentros que reúnen y luego dividen los copos. Como si la nieve fuera lenguaje, y el lenguaje nieve” (XII). Habría una sintaxis de la nieve, vinculada al deseo de “fragmentar, deshacer, disipar la articulación de los conceptos” (XIII), de socavar la racionalidad en el discurso, en pos de la gracia del verbo y la transparencia de la risa. No es casual que la conjunción entre nieve y palabra se le aparezca al leer la versión de sus textos en inglés. La traducción revela, tal como explica Bárbara Cassin, la potencia de la diferencia entre las lenguas, único dominio que resiste la violencia de los universales. El descenso de los copos desprendidos del cielo –suerte de bastidor cósmico, cuya belleza indiferente sostiene y acompaña nuestro tránsito en la tierra– es aprehendida singularmente dentro de cada idioma.

“Nieva de la forma en que hablamos”, según Bonnefoy. Y amamos de la forma en que nieva: con viento, con el alma resquebrajada siguiéndonos de cerca —apremiante dilación de nuestros pasos—. En la música del poema hacemos experiencia de la pasión y la gracia con que un trazo se entrega a lo incumplido. Prendas de amor estrecho, el tempo y la tonalidad de la composición transfiguran, como la nieve, el paisaje de la sintaxis, y señalan en él, delicadamente, las huellas de una declinación del sentido –declinación que puede ser comprendida como desprendimiento, indolencia vocal respecto a un origen inescrutable, o como abstención por resplandor (fiat lux astillado): “No, no voy a decir ni una sola palabra. Ni una sola. Nada de nada. Ni siquiera diré no. No escucharán nada de mí. No diré nada” (Herzog).

No se es fiel a cualquier nieve, sino a una en particular: aquella en que fuimos perdidos, la que pisamos desprolijamente al partir. La que supo adherirse a la desatención radical del corazón, como se acoplan las campanas a la ardiente sonata del deshielo. La que cubrió nuestras palabras y asordinó nuestras voces, para que en medio del día o de la noche creciese, lentamente, un blanco misterio.

 


 

Referencias

Agamben, Giorgio. “La neve in Romania”. Quodlibet, 2023. Versión en español, Funes: micro editorial inmanencia, 2024.

Bonnefoy, Yves. Début et Fin de la Neige. Suivi de Là où retombe la flèche. Le Mercure de France, 1991.

---. “Snow in French and English”. Début et Fin de la Neige/Beginning and End of the Snow. Maryland: Bucknell University Press, 2012.

Herzog, Werner. Una guía para perplejos. Conversaciones con Paul Cronin. Buenos Aires: Cuenco de Plata, 2022.

Kepler, Johannes. The six-cornered Snowflake. Oxford University Press, 1966.

Nakaya, Ukichiro. Snow Crystals: Natural and Artificial. Cambridge: Harvard University Press, 1954.