Gould - Carlos Surghi

 

A Guillermo Daghero,

por la conversación que prescinde del encuentro

 

En junio de 1965 a casi un año de abandonar los escenarios ‒que, en menos de una década, desde su debut en 1955 con una grabación antológica de las Goldberg Variations de Bach, lo condujeran por el infierno de los aplausos al olimpo de los pianistas‒ Glenn Gould tomó un tren que lo llevó en un largo viaje desde la estación de Winnipeg a un pequeño pueblo llamado Churchill, en la bahía de Hudson. Había anunciado su retiro desde hacía tiempo, pero nadie le creía. Su ascenso fue meteórico, su despedida, finalmente, la corroboración de que para él “lo que resulta esencial es el contacto con la música, no interpretarla en público”. El interminable trayecto consistió entonces en atravesar bosques, praderas, formaciones rocosas, estepas, ríos y lagos congelados en un paulatino alejamiento de la civilización puritana en la que Gould había nacido y se había criado, a la vez que el constante traqueteo que lo dormía y lo hundía en sus propios recuerdos, lo acercaba ‒como si se tratara de un viaje en el tiempo más que en el espacio‒ a esa suerte de paisaje inhóspito que, cual guardián de la rectitud ética y moral de la sociedad canadiense, lo vigilaba desde siempre, y que, por supuesto, había forjado su talento cuando, apenas siendo un niño, ya manifestaba la genialidad de un prodigio que miraba mapas y pinturas de ese mundo de hielo mientras se perdía en fabulaciones que lo llevaban a imaginar un país inhabitado, acaso un país para la felicidad de un solo hombre.

Más allá de Churchill, el circulo ártico se erige como una barrera blanca y gélida que solo los osos, las morsas, las ballenas y los renos conocen. En el monótono paisaje a lo sumo las auroras boreales se reflejan derramando manchas fluorescentes en el cielo azul del norte americano. En este punto la vida se extingue o sobrevive a fuerza de voluntad. Que los dos extremos se encuentren hacen sin duda a la excepcionalidad de un inmenso territorio que, al mismo tiempo, atrae y rechaza. Sin duda hacia ese punto extremo adonde cualquier tensión se disuelve se dirigía Gould en su viaje, mientras intuía cierta alegoría personal gestándose a cada instante, y que, desde ya, nada tenía de turístico; pero que, en todo caso, en aquello que se extendía a ambos lados de la ventanilla ‒el desierto de nieve, la llanura inhóspita, la felicidad de la renuncia‒ le permitía encontrar una excusa para exteriorizar un correlato objetivo de su dimisión como concertista. “De hecho ‒señaló ni bien dejó de tocar‒ la sensación que ahora tengo frente al público es de sana indiferencia; ni antagonismo ni desdén”. Tal vez por primera vez, la soledad y el aislamiento eran totales. La pureza solo podía tenerlo a él como único habitante. Vivir era el arte de renunciar a vivir con los demás, y como la música, en su concepción más elevada, vivir era a la vez el arte de nunca más exponerse al capricho del público. Pero también, ese escenario en el que el mundo literalmente se acaba, acaso le otorgara el recuerdo de algo que ya, hacía poco, había conquistado bajo el ejercicio de una interpretación en donde la claridad fría, la luz cegadora y la prioridad invernal de su ejecución despojaba a Bach de cualquier sensualismo para volverlo la particular versión nórdica que, entre los años 50 y 80, Gould perfeccionaría como nadie. La helada ráfaga de su ejecución había arrebatado al maestro alemán de la proverbial somnolencia con que, luego de cuarenta y cinco años de estudio, Wanda Landowska había impuesto su sello personal de unas Variations un tanto juguetonas, las que hacían las veces de divertimento. Gould, con su irreverencia juvenil, concibió un Bach que al escucharse podía también verse, ya que quien se sentaba al piano, con total desenvoltura para tocarlo permitiendo que las licencias extraordinarias ganaran terreno, montaba delante del oyente la estructura de una visión, la arquitectura de aquella aparición súbita que emana de la partitura al funcionar ésta como una radiografía de la música o un espejismo glacial. Acaso por eso el silencio del ártico, tan caro para entregar su versión de ese Bach por demás original y hasta el momento desconocido, le fuera familiar. Pero también, por eso mismo, el silencio del fin del mundo era la patria de una infancia donde todo había comenzado. Su música ciertamente ya sonaba como ese paisaje; es más, su música acaso fuera el temprano advenimiento de él; y, aun así, había que conquistarlo de nuevo. Quizá algo había alejado al joven que, entre El arte de la fuga y la Fantasía de Schönberg, estableciera un repertorio en el que sorprendía la combinación de alta exigencia y perfección sonora al ir del contrapunto apasionado a la prioridad formalista de una interpretación despojada que, aun así, no dejaba de emocionar. En definitiva, había estado solo desde siempre en el tren de la música cuyo rumbo conduce a lugares intempestivos, desde que fuera aquel niño que descubriera en el piano el desplante ante sus compañeros de colegio, hasta aquel adolescente que llamara la atención con sus performances de pianista genial y extravagante, y estaba ahora solo de nuevo cuando se proponía ser un compositor de sí mismo, para lo cual necesitaba una música nueva, por supuesto lejos del piano.

Fue tal la importancia de ese viaje que unos años después, en 1967, a pedido de la CBC de Canadá produciría un documental para radio y TV titulado La idea del norte, que llegaría a ser un verdadero drama gracias a las posibilidades tecnológicas que Gould ya manejaba como nadie y la fuerte impresión con la que había vuelto de su retiro introspectivo. La tecnología lo fascinaba, por caso un estudio de grabación ‒como el que terminó montando en su piso de Toronto‒ le parecía no sólo un cuarto de juegos o la forma ideal de la lejanía, sino también la esfera perfecta que ni bien nacemos perdemos y buscamos por siempre. Cinco voces e historias arriba del mismo tren, o mejor dicho contra el fondo de ese “bajo continuo” que tal sonido de su traqueteo sugiere, cinco voces superponiéndose a intervalos que se despliegan sobre el constante desplazamiento de ese vagón fantasma, narran sus experiencias de vida en el ártico en poco menos de una hora de duración. Las entrevistas que Gould realizó para este trabajo, y que podrían dar cuenta en su exposición de los aspectos económicos, geográficos y sociales de ese vasto territorio prácticamente desierto, en realidad editadas y montadas según su criterio de un contrapunto extremo, no dejaban de ser un testimonio coral de los efectos del aislamiento y la soledad, a la vez que, eran también, una celebración del propio deseo de abandono con el que Gould pensó no solo esta pieza si no también otras con las que plasmar su geografía interior. La radio que escuchara de niño para sentirse acompañado, la radio de su primeros conciertos, ahora le permitía volverse invisible como un dios que, en todas partes, pero especialmente en los detalles, se hacía omnipresente para un público que, desorientado, escuchaba su programa ajustando el receptor porque creía que las interferencias con otras emisiones arruinaban su trabajo, cuando en realidad, era el mismísimo Gould superponiendo, haciendo aparecer y desaparecer, cortando y montando palabras, trozos de una idea o sonido quien así se hacía oír en todo Canadá. Por momentos el elogio de la soledad se volvía conmovedor, como así también el disfraz del egotismo que terminaba por desnudarlo. Pero el documental parecía avanzar hacia una suerte de movimiento en el aire que dibujaba una sola figura: el retiro, el abandono, el alejamiento añorado, la huida, la renuncia, acaso el recuerdo de ese viaje en tren y tal vez del último aplauso que lo hiriera tanto como el primero. La voz, tratada en sus aspectos rítmicos y tímbricos, como así también bajo los efectos del montaje, según cortes que la enfrentan o la desvanecen en primeros y segundos planos, pero a la vez la voz por encima de la música, como una ejecución personal y única que responde a una intención claramente compositiva, protagoniza esta primera pieza de lo que luego sería La trilogía de la soledad, la que completaría entre 1968 y 1971 con Los últimos en llegar, un documental que trata sobre los habitantes de un pueblo a punto de desaparecer en la isla de Terranova, y Los mansos de la tierra, sobre una comunidad menonita retirada de la vida moderna. En todas estas “piezas anímicas” de “radio en contrapunto” Gould imaginó una suerte de arte de la voz que, llegando a todos y desechando la presencia física de los personajes, resaltaba un carácter auratico en vías de extinción. Lo más íntimo, lo irreductible de la voz, servía ahora para llegar al gran público que antes había rechazado. En caso de ser representadas, lo más fiel a su concepción sería un teatro de hielo, una suerte de Bayreuth en el frío ártico donde el público jamás podría llegar salvo que estuviera dispuesto a renunciar a todo. Gould entonces comenzó con esta serie de experimentos y poco a poco fue desapareciendo, encontró en ellos su nueva faceta de compositor que siempre deseó explorar, tal vez porque en lo estrictamente musical solo pudiera hablar de dos piezas menores, Cuarteto para cuerdas y ¿Así que quiere usted escribir una fuga?, lo que deja en evidencia un obstinado talento para “obras inacabadas” antes que la naciente reputación de un compositor. En definitiva, se volvió el cisne en vías de extinción o a punto de migrar que en el comienzo de La idea del norte vemos volar sobre las aguas heladas de la bahía Hudson.

 De continuar su carrera como concertista Gould habría superado a la constelación de intérpretes que, dentro de la música clásica en lo que va del siglo XIX al XX, forjaran la arena del circo en el que los conciertos para piano se habían convertido. Franz Liszt, Frédéric Chopin, Serguéi Rajmáninov y Vladimir Horowitz no solo habían contribuido a esa suerte de espectáculo patético que era la música en escena en donde, el virtuosismo y la destreza, el carácter y los arranques de genialidad, cuando no la reverencia al cómo se debe tocar impuesto por décadas dejaban a la música misma en un segundo plano detrás del intérprete que así parecía más un atleta de alto rendimiento, sino que también, habían vuelto asimilable la decadencia del periodo romántico que entronizó al piano como instrumento con el cual potenciar la vanidad de quien se sienta frente a él. A fin de cuentas, Gould era el último de los puritanos y jamás se permitió ser un excéntrico, en todo caso, su música sí lo fue, la fuerza gravitatoria de esta era más importante, y, desde ya, podía producir un corrimiento de tal magnitud que una vez acontecido nadie supiera adónde mirar. En todo caso Gould disfrutaba de ello, tanto que gozaba sin prejuicio de las exigencias que la música pedía, pero padecía el sentir sádico que le adjudicaba al público al encontrarlo en la sala de conciertos. Que ésta requiriera demandas elevadas a quien la hacía posible, es otro tema que nada tiene que ver con lo que comúnmente se entiende por excentricidad. En todo caso la respuesta de Gould a ello fue la extravagancia, a la que dotó con iguales dosis de autosacrificio, capricho y bufonería. La excentricidad es constitutiva de la música. Es el fin de su figura circular en tanto que la música significa un corte, el comienzo de elipses, parábolas e hipérbolas en las que se vuelve ya imposible por su perfección geométrica. Pero hay por cierto un momento en el que Gould ya no se escucha, ya ni siquiera percibe a quienes lo rodean y han pagado para verlo; hay un momento en el que todo suena de un modo diferente, perfecto y sólo para él. Es el momento en el que la música se vuelve música de la música. Trascender la partitura era ir más allá de “simplemente poner las notas en su sitio”, era poner por este camino el instrumento otra vez al servicio de la arquitectura del contrapunto. Bach por ejemplo se ejecuta con un fondo de silencio que, aquí y allá, irrumpe no como la forma que hace a la duración de la pieza, o lo que esta exige, sino como textura que permite hacer emerger ese otro sonido en ella que, para nada, hace caso al cómo debe ser tocada. Así el Bach de Gould cumple una sola función que acaso sea la función extática de la música: alejarse en la evidencia del impulso que significa el contrapunto como ampliación de todo universo musical. Pero para ello es necesario renunciar a hacer audible esa música, es decir, uno debe correrse del facilismo del interprete que, en vez de hacer simplemente música, seduce con su mera exhibición, lección que, por otro lado, enseña lo que nunca se debe hacer, y que por supuesto, Gould la aprendió del único pianista al que ciertamente admiró: Arthur Schnabel. No por nada, toda su vida siguió la forma de una fuga en el más amplio de los sentidos, tanto en el que señala su dificultad de ejecución, como en el que refiere un impulso puesto por delante. Sus diferencias con el único profesor al cual asistió ‒Alberto García Guerrero‒ llegaron muy temprano para justamente asumir ese carácter expansivo. Aunque discutir no era imponerse, sino más bien tomar la fuerza necesaria para que quien desea apartarse, pueda por fin hacerlo. La renuncia a los conciertos no revela entonces solo un carácter fóbico que termina en desplante, ya que cualquier imposición del público, desde los aplausos pasando por la intolerancia al más mínimo ruido de sala, hasta el desprecio de su mera presencia, evidencia en realidad que, cualquier imposición, en el fondo, resulta solo caprichosa. Una y otra vez Gould señaló, medio en serio medio en broma, que, llegado a los sesenta años ‒había renunciado con treinta y dos‒ esperaba “poder poner en práctica una aspiración que tengo desde los dieciséis, y que consiste en organizar mi propia serie de conciertos en mi propia sala: el público tendrá prohibida cualquier reacción; nada de aplausos ni aclamaciones ni silbidos, nada”. ¿Por qué entonces tocar como se espera que se toque? ¿Por qué ceder el terreno del capricho, del rapto súbito de lo extático, al ritual de una forma de oír música que, para Gould, estaba en evidente retirada y que, en el mejor de los casos, suponía el esfuerzo de hacerlo “como si tocara para un grupo de amigos, que por desgracia hubiera acabado siendo muy numeroso”? Apartándose de los escenarios marcaba una diferencia sustancial con el resto de los intérpretes: dejaba de ser el médium que oficia de ventrílocuo, para transformarse en una caverna de la cual saldría el futuro de la música en la ejecución grabada, perfecta a mas no poder, libre de cualquier expectativa y, sobre todo, reflejo fehaciente de la felicidad que le producía la soledad del estudio.   

 La vitalidad rítmica y el manejo de la polifonía, el fraseo claro que había logrado en poco tiempo desde su adolescencia, la rotunda negativa a utilizar el pedal ya que creía que lo alejaba de un sonido perfecto, la fluidez en ambas manos para enfrentar un repertorio de compositores que demandaban esfuerzos sobrehumanos al tocar sus endemoniadas piezas, pero sobre todo el dominio de la mismísima arquitectura musical que le permitía aprenderlas con solo memorizarlas a una primera lectura, como si acaso estuviera viendo el recorrido que nota a nota lo conducía por la catedral de la polirritmia en donde jamás se perdía, hacían de Gould un prodigio pocas veces visto. A su despliegue técnico muy precoz le sumaba algo que ya en su niñez asombraba a quien lo escuchaba: sabiduría interpretativa. Era capaz de encontrar en cada concierto, en cada grabación para la radio una forma de tocar que se volvía única, que desafiaba a la tradición musical, que desplegaba una visión diferente y revolucionaria de cada obra que caía en sus manos. No solo fue más allá de la partitura, sino que también desafío la potestad de los grandes muertos musicales. Para nada creía en aquellos intérpretes que aseguraban sentir la música tal como la sintiera el compositor. En esa manifestación de impostada fidelidad veía solo una pretensión absurda, y el deseo de cualquier ejecución ideal le parecía ridículo y hasta peligroso, pues condenaba a la obra a una oscuridad sonora que podía durar siglos. Si la música tenía algún futuro éste pasaba por el “pluralismo interpretativo”, por descubrir posibilidades que ni el compositor se había planteado, por hacer pasar todo a través del prisma de la propia sensibilidad estética. Gould buscaba el control absoluto de aquello que tocaba, primero renunció a sentir la música con el cuerpo en función de ejecutarla de un modo cerebral, luego doblegó ese mismo cuerpo deglutiendo literalmente el teclado, que le quedaba a la altura de su boca, y que podía tocar si quería con la punta de la nariz al asumir su insólita postura de ejecución. Pero tal proximidad era también metafórica. Gould no tocaba el piano, ingresaba en él llamado por el reflejo que confundiera a Narciso en su fatal zambullida. Sin embargo, era necesario librar ciertas batallas aún, contra el Mozart victoriano por ejemplo, que escondía falencias constructivas en conciertos y en sus últimas sonatas ‒a las que grabo en casi su totalidad; o contra la bête noir del público, que no entendía que en la música hay más de exploración que de reiteración; por caso llegó a proponer una Appassionta de Beethoven en la que todo sensualismo había sido depuesto bajo un tempo fúnebre que le servía para diseccionar cada movimiento de un modo magistral, aun  cuando esta obra no le gustara y la grabara en más de treinta minutos ‒su promedio apenas si era de veinte. Por supuesto, el célebre fortissimo brillaba por su ausencia dejando paso a una lenta y controlada versión, casi como si en vez de ejecutar a Beethoven lo estuviese exponiendo o desollando, como si fuera un trofeo o una pieza de caza. Otra vez le señalaron el tempo usado para una grabación del concierto Emperador, que era poco ortodoxo, que el mismísimo Beethoven resucitado como el zombi que ya era por efecto de su éxito, jamás lo hubiera permitido; y sin embargo su respuesta fue más que sencilla pero segura de lo que con tal decisión quería dar a conocer, ¿no depende el tempo de ideas variables según lugar y época en tanto que preocupaciones secundarias frente a la “relación orgánica” que debe manifestar una obra siendo ésta acaso la única preocupación verdadera a la que debe atender un intérprete? Irritante, irónico, por momentos pedante e insufrible, cuando no antojadizo y obstinado, Gould confiaba ciegamente en lo que él entendía por un intérprete: un creador que al tocar buscaba la desnudez sonora de la obra, la que solo así lo conducía hacia la música, la única amante que, por cierto, un puritano podía permitirse.

 La extravagancia de Gould debe entenderse como un movimiento y no como una pose, ya que está siempre orientada a romper la inercia propia del pianista para devolverle lo que ya ha perdido: su cuerpo. Pero tal devolución señala una pérdida doble, porque en realidad, Gould toca con la mente para evitar los impulsos traicioneros de la distancia que pueden volverse espasmos, convulsiones, debilidades de todo contorsionista al exhibir su arte y no otra cosa, como en este caso que se trata solo de interpretar música para resaltar su carácter espiritual. Gould comenzó tocando de un modo y terminó haciéndolo de otro, pero siempre lo hizo teniendo en cuenta la máxima proximidad al piano. Esa proximidad que se fija en su relación con el instrumento permite en verdad anular el cuerpo al atarlo al instrumento, al esposarlo como si se tratara de una reclusión perpetua que nace en la primera nota, cuando se adhiere a cada tecla creyendo que nada tercia entre el sonido y la mano. Al aceptar tal destino todo se vuelve entonces un mero medio expresivo, pero en el que se debe saber controlar la emoción, lo epiléptico sentimental propio del concertista al exponerse, en definitiva, esa zona en la que el virtuosismo se vuelve muerte y resurrección de la intimidad. Nada más indiferente que un piano a la vez que nada más engañoso para ese ejecutante que está atento a no exponerse, pues el piano puede llevar a decirlo todo, hasta aquello que no hay que decir, cuando también, facilita la reiteración del decir sin decir nada, ese tocar al modo de… que Gould siempre evitó. Si hay algo que decir, lo que se debe decir es la música. En definitiva, la extravagancia es el otro lado del piano. Ese lado que, cual un reflejo invertido, lo muestra como un cadalso, un altar, la piedra negra de un sacrificio. Contra ello también se toca, se ejecuta, se comenten irreverencias. Por eso la extravagancia es un modo de llevarse con el entorno, ya que modifica cuanto la rodea. La extravagancia gana lo que la costumbre ha vuelto invisible, encuentra lo disimulado en la certeza más pasmosa. El arte de la extravagancia es el arte más allá de lo aparente del arte. Luego de Gould un piano no es más un piano, su sonido ya no es el mismo, su nombre ha cambiado. Y todo por no sentarse frente a él del mismo modo que otros antes lo hicieron, por obligar al piano a que abandone la música compuesta para él en el tipo de ejecución que se le ha impuesto. Gould creía que de este modo el piano recuperaría “la tendencia a la abstracción” que, como instrumento, lo caracteriza por fuera de su sonido predecible. Su extravagancia era entonces método, un camino de regreso a la música. Justamente el extravagante encuentra ese modo de ser olvidándose de quién es, ignorando lo que es, renunciando a descubrir el fondo de aquello que en cada uno es evidente por fatalidad, constancia, simple repetición. El extravagante se aventura. Pero para ello hay que ir más allá de donde otros fueron, hay que inventar ese más allá en el punto mismo donde el camino se detiene. El piano es acaso aquello que niegue cualquier experimentación a un concertista. El piano es la prisión musical del intérprete. Lo que hace que de nuevo retorne lo mismo y se reitere. Otra vez, contra eso hay que tocar. Pero el piano es también el cuerpo de Gould de regreso como un zombi. Existen fotos de él en los estudios de Columbia récords que marcan físicamente la evolución de su estilo: grandilocuente al comienzo, marcado por la impronta juvenil de la irreverencia, y minimalista y certero al final, en donde la música es una pieza ajustada al tiempo de un relojero loco que nos impone correr al estar quietos, y comprender al extraviarnos si, tan solo al oírlo, intentamos seguir la música que toca. Muy joven, con el rostro de un niño que lo ignora todo, extático y desenfrenado, pero con una mueca propia de la sabiduría que llega fuera de tiempo en su antelación, lejos del piano y próximo a él, en situaciones insólitas como cuando sumergía sus brazos en agua helada, hay fotos en las cuales Gould parece un ave serena sobre el teclado que con elegancia acaba de batir sus alas a la vista de todos. Pero también, al final, encorvado a más no poder, con un retraimiento evidente que pareciera succionarlo a través del plexo, como si se hubiese encogido de repente, hay fotos en las que Gould parece un gnomo concentrado en el teclado y a punto de desaparecer, como si el verdadero arte fuese su inminente huida tras una bomba de humo que en cualquier momento estallará. Solo la extravagancia le aseguró a Gould ser repelido por el piano, ser expulsado de las demandas mismas con las cuales el piano lo pide todo. Pero también, esa misma extravagancia exorcizó al piano. Como Duchamp que dejó de pintar para que lo nuevo en el arte se resuelva en la ventaja de ser otra cosa, Gould también dejó de tocar para que la música advenga finalmente. Aun cuando ello lo llevara a un malentendido con el público, la prensa y otros pianistas que lo detestaron por herético, confió en que su genialidad lo devolviera y le prodigara otras experiencias, las que a veces parecen estar reñidas con el aislamiento de la música que, poco a poco, comenzaban a prescindir de ésta como acontecimiento en función de una creciente soberanía sonora a la que Gould llamaba “una tapicería electrónica” que alcanzaba a todos como “música enlatada” y que se encontraba en la comodidad de nuestro hogar o en el público anonimato de un ascensor. Grabar y grabar era volver a tocar. A la manera de Warhol que rindió a nuestros pies la fama, al menos por quince minutos y para todos, Gould nos otorgó lo excelso de su arte en grabaciones que, como una lata de sopa, se almacenan y se consumen a gusto y placer. En todo caso, y para demostrar que el siglo que lo fascinó con sus adelantos técnico a la vez no era para nada su siglo, empleó el aislamiento del sacrificio y la constancia en su formación para de ese modo, como Scriabin mucho antes, buscar aquellas “experiencias extáticas que iban más allá del piano”. Lástima que su fondo moral lo llevó también a creer que ellas debían ser dictaminadas por el artista al común de los mortales y a la manera que seguramente antes los predicadores lo hicieran con la ética de sus fieles, quienes oían atónitos una voz que señalaba el pecado bajando desde el púlpito como olas y olas de delirio en un mar de locura. Nada mejor entonces que en esa denodada proximidad con todo lo que el piano implica que ir construyendo poco a poco el alejamiento del final, y entender al último, que “el secreto para tocarlo reside en la manera en que uno llega a separarse de él”.

 Con veintidós años Gould entró a ese estudio de Columbia récords ‒una vieja iglesia en el centro de Manhattan‒ y grabó las célebres tomas de las Goldberg Variations. Dos mitos nacerían por esos días, su esotérico Bach, que llegó a ser una de las mejores grabaciones del siglo XX, y el de su malentendida extravagancia, que lo acompañaría hasta morir. Una nota de prensa del sello discográfico así dio a conocer este último: “Era un cálido día de junio, pero el señor Gould llegó embozado en su abrigo, provisto además de gorra, bufanda y guantes. Su equipo de grabación consistía en el típico portafolio musical, al que se sumaba un copioso lote de toallas, dos botellas grandes de agua mineral, cinco frasquitos de pastillas y su silla especial para tocar el piano”. Gould era ciertamente un maníaco, pero su extravagancia iba más allá hasta volverse método y poco tenía que ver con la imagen aquí dada que una y otra vez, y hasta con exageraciones, se refiriera de él. Que entrara al escenario con la ropa arrugada y a contramano de lo requerido por las condiciones climáticas, con su postura simiesca al tocar como si fuera un animal de circo, junto a su baile extasiado que consistía en tirar la cabeza hacia atrás y mover el tronco a ambos lados, levantando la mano y dirigiendo el instrumento faltante que reemplazaba con el canturreo de su voz, no era más que la licencia extraordinaria del artista en todo su esplendor. En realidad, lo que allí acontecía era mucho más que un capricho, Gould sabía que la edad del fin del piano había llegado. Por lo cual, lo que se oía y se veía era otro artista luchando en el cascarón del escenario para nacer a la edad por venir de la música. Sin embargo, y pese a los malentendidos y la malicia cuando no el detrimento sobre el mismísimo talento que no requiere de explicaciones, su método, que era mucho mas que un método para tocar el piano, jamás se vio modificado. Gould envejecería con él, como de algún modo lo hizo con su butaca de concierto.

En 1953 le pidió a su padre que serruchara las patas de una pequeña silla plegable para lograr más movilidad y cercanía al momento de tocar. Los taburetes no permitían esto, sino más bien todo lo contrario, lo mantenían distante del piano, al que tal vez Gould quería abrazar para traer de regreso al mundo de los mortales. Sentado en esa silla recordaba al niño que hacía poco había sido y que ahora permanecía atrapado en el cuerpo de un joven, ya que las rodillas golpeaban contra el borde del teclado haciendo que el instrumento parezca de juguete, y, por lo tanto, que la postura adoptada, en una más de las tantas rarezas que se le objetaban, recordara la posición intrauterina de los nueve meses pasados en el vientre de su madre. Pero eso no era todo, los treinta y cinco centímetros de altura requeridos ‒ya que era imposible recortar más las patas de la silla‒ se completaban con tres tacos sobre los cuales Gould elevaba el piano, calzándolo literalmente, lo que sorprendía a los oyentes al ingresar a la sala, que contemplaban el cuadro de la silla amputada, el piano con tacones de madera que parecía flotar y el desalineado interprete que ni siquiera se dignaba a mirarlos. Además, lo que la ejecución sumaba no era solo la comodidad de un concertista inquieto, ya de por sí todo un espectáculo, sino que también sumaba el chillido constante de esa silla, la que con su deterioro y fetichización creciente, fue ganando importancia, pues grabación tras grabación se hacía más que evidente. En las marcas de su existencia ajetreada y los remiendos que se le habían realizado ‒perdió su tapizado y la tapa de su asiento desapareció dejando solo el marco para que Gould encaje en él su trasero‒ podía leerse la biografía de un intérprete que, en una y otra filmación de las tantas que sobre él se han hecho, la tenía cual secreta coprotagonista de su arte.

Es obvio entonces que hay un punto en el que el método Gould, en virtud de perfeccionar la ejecución logrando un sonido único para reversiones insólitas, se tocaba con la más pura rebeldía. Sus declaraciones procaces, su éxito creciente e inédito hasta el momento para el mundo de la música clásica y su aviesa sexualidad casi inexistente, lo hacían parecer por unos instantes un James Dean que, en el nacimiento del reino de la imagen, sabía que con todo ello dibujaba en apariencia y espíritu, sobre sí mismo, la música que estaba tocando. Pero las demandas de Gould llegaron al extremo cuando pretendió crear un piano a su medida. Su música era por demás introspectiva y para nada espectacular, tanto que la imaginación se imponía por sobre la competencia de tintes atléticos que obnubilaba al público y a los interpretes que gustaban de ello; a fin de cuentas, esa música era de un carácter tan íntimo que la originalidad lo regía todo a la hora de volverla real, o simplemente tocarla. Al tener tal concepción que parecía por momentos solo posible en su cabeza, era obvio que algo le objetara a la materialidad, a la mecánica, a la mediación que el instrumento canaliza con la factura de su sonoridad. “Quizás ya no haya más pianos” llegó a decir cuando ninguno lo satisfacía. A mediado de los años cincuenta también se convirtió en artista de la firma Steinway & sons. Cuando ésta atendió primero las sugerencias y luego sus reclamos ‒algo que ciertamente hacía con todos sus artistas‒ la relación comercial pasó literalmente a otro plano y se transformó en una batalla que llegó a demandas judiciales. Gould les señaló a los fabricantes, quienes desde 1853 hacían pianos en Nueva York a la usanza alemana de su fundador, que el tacto por él buscado y requerido debía ser como “el que se experimenta al acariciar un perro”. En su visión de la música, adonde no está permitido obviar una sola nota de las que están escritas, la mecánica debía ser ágil y el matiz tonal cerrado, tanto que la pulsación de cada tecla debía concluir ni bien los martillos se dispararan, haciendo que cualquier nota deje de sonar al levantarse los dedos de las teclas. Era como si Gould con esto quisiera reducir el margen de error al interpretar cualquier pieza, pero haciendo del piano no solo un instrumento áureo, sino también, y en rigor fehaciente, una máquina de autoexigencia. Pensado y perfeccionado para el alma romántica del repertorio del siglo XIX, cualquier Steinway a su oído, por esa misma razón, sonaba pesado y grandilocuente hasta el punto de no soportar la amplificación que, con el surgimiento del concierto a gran escala, se había desarrollado en el instrumento en virtud de la música que debía producir. Al final, Gould encontró su piano ideal, un Steinway de sonido “magro, brillante y traslúcido”, al que movía de aquí para allá, entre Toronto y Nueva York, de su casa a la sala de grabación. Aun así, y con la autorización de la compañía para realizar ajuste mecánicos y modificaciones que corrían por su cuenta, buscó volverlo más ligero, sobre todo en la pulsación, con un impacto inmediato y, desde ya, con una disminución de la propagación del sonido, todo en función de que cada nota se silenciara al instante, y para lo cual, atormentó a los técnicos y afinadores de la firma. Básicamente Gould quería un clavicordio y no un piano, de hecho, su último Steinway, modificado para la música de Bach, era un “piano clavicembalístico”. Tal vez todos estos caprichos y obsesiones demandaban una imposible cercanía con las cuerdas y así, una vez más, su control absoluto y también su fascinación absoluta a un nivel extático. Pero los experimentos y las demandas llegaron a un punto extremo con la adaptación en 1961 de lo que Gould llamó “el clavipiano”, al que describía como “un piano neurótico que encima cree que es un clavicordio”. Si por esos días John Cage comenzaba ya había avizorado sus obras para “piano preparado”, en las que el cuerpo del instrumento era intervenido con clavos, tuercas y tornillos depositados en su interior, como si necesitara de una prótesis sonora luego de un accidente, Gould ahora buscaba exorcizar su alma de los estruendos románticos. Gould, que a cada concierto moría y renacía en el umbral de la apatía como un titán que se sentía reducido a la estatura de un enano, quería también su Frankenstein-piano, su Prometeo-de-madera, su Pinocho-musical. Tal vez sabía que estaba alumbrando en él al artista del fin de la modernidad, y por ello sus reclamos no veían límite. Como en el paso de la Edad Media a la Era Isabelina, en donde lo monstruoso se oculta bajo la piel y la máscara del talento, su comportamiento oscilante y genial, su reacción empecinada y absurda, parecía tener por momentos algo de Hamlet y Próspero, de Falstaff y Lear, cuando no, en la corte de los pianistas, escuchárselo cojear como Ricardo III.  

Pero Gould sabía que su megalomanía…

 

(continuará)

 


Goldberg Variations, Glenn Gould, 1981:

https://www.youtube.com/watch?v=p4yAB37wG5s