Lo incomunicable (Sobre la obra de Milita Molina) - Pablo Farrés

 

1. AQUELLA HISTORIA AUSENTE.

En España acaba de salir Destreza del Desesperado de Milita Molina, libro publicado por Editorial Cántico. Se trata de una serie de textos escogidos cuya edición estuvo a cargo de Agustina Pérez y Miguel Vega Manrique. Aunque Milita publicó Fina Voluntad en 1993 (Santiago Arcos), el libro en cuestión recorre su obra desde el año 2002 –fecha de publicación de Los sospechados- hasta la primera parte de su Trilogía (Editores Argentinos) aparecida en 2021, sumándole además una obra de teatro hasta el momento inédita. El libro se presenta como una selección de textos, pero bien puede leerse como una totalidad autónoma que enhebra un hilo conductor y retoma voces y personajes desde el principio hasta el fin, por lo que también podría afirmarse que le llevó diecinueve años escribirlo.

Por mi parte elijo remontarme todavía más atrás, hasta el mes de Septiembre de 1989, para adentrarme en la obra de Milita. En ese momento salió el onceavo número de la revista Babel y en la página 23 un texto suyo titulado “La historia ausente” donde Milita se planta y discute las lecturas de Luis Chitarroni, Alan Pauls y Sergio Chejfec relativas a la publicación de Novelas y Cuentos de Osvaldo Lamborghini.

El asunto es de sobra conocido. Chitarroni y Pauls abren el juego en el noveno número de la revista señalando la dimensión disruptiva de la escritura lamborghiniana sobre el cuerpo de la lengua. A su vez, plantean el interrogante acerca de los futuros lectores que aborden la obra que hasta ese momento circulaba mediante fotocopias o ediciones de mínimos ejemplares: ¿qué leerán esos nuevos advenedizos en una obra que es, en sí misma, ilegible?, ¿no se trata tal publicación de un acto de traición que institucionaliza la obra vaciándola de toda dimensión transgresiva?

En el décimo número, Chejfec directamente impugna el valor de la obra. La sentencia es firme: la fascinación y fetichismo por el anecdotario biográfico le otorga a la obra de OL un valor que por sí misma no tiene. “Las serias limitaciones de Lamborghini como narrador” se deben a que sus textos funcionan bajo una lógica de la yuxtaposición y de ninguna sucesión (salvo La causa justa y El pibe Barulo). Tales limitaciones sólo pueden ser amparadas en el mito del escritor privado, aquellos que sin lectores ni recepción alguna “hacen de la escritura una actividad clandestina”. Pareciera que ante los ojos de Chejfec existiera cierta perversidad en aquel que no sigue los pasos del escritor profesional, hasta el punto de “obstruir las condiciones de recepción”. En el caso de Lamborghini, esto se vuelve paradójico porque, justamente, aún “clandestino” ha sido publicado, incluso Babel y el mismo Chejfec, acusan su recepción.

¿Cuál es entonces la trampa de Lamborghini? Para responder esto, Chejfec traduce a Lamborghini a sus propios términos. Lo que era “Publicar, después escribir” se transforma en “comunicar, después enunciar”, es decir, “la comunicación antes que la enunciación”. OL entonces “comunica” antes, incluso, de haber enunciado (escrito) nada. Esa es la trampa, la de haber sabido “comunicar” el mito de escritor maldito, clandestino, antes de haber escrito media página legible (al menos alguna en la que una clara sucesión triunfe sobre la ilegible yuxtaposición). La trampa entonces fue la de engañar a críticos y lectores vendiendo gato por liebre, su malditísmo biográfico por una obra inexistente (por ilegible). 

En el onceavo número de Babel, Milita publica su respuesta y esa irrupción va a definir toda su obra. Por un lado, ante el temor de Chitarroni y Pauls acerca de los advenedizos que desde entonces tomarán contacto con la obra publicada y con ello arruinarán el secreto guardado por la originaria comunidad de lectores, Milita plantea que lo ilegible e incomunicable que puede tener la obra de OL no sólo vuelve banal la cuestión sino que también impugna la potestad de los primigenios lectores.

Con respecto al texto de Chejfec, las cosas se ponen más arduas. Primero señala la simplicidad de reemplazar “Publicar, después escribir” por “Comunicar, después enunciar”. Luego subraya la dicotomía entre lo público y lo privado, el escritor profesional versus el contrasentido de un escritor clandestino. Semejante oposición no puede sino enlazarse con la eficiencia comunicativa del primero y el fracaso del segundo: “El gesto que Chejfec solidariza con el diario íntimo y otras manías supone, en cambio, toda una teoría del eficientismo y el optimismo comunicativo que intenta hacer de la falta de secreto profesional una actividad clandestina”. Claro está que para Milita la controversia entre el profesional de la palabra y el ilegible clandestino es una cuestión menor: lo que de verdad importa es el secreto, ya no como mera estrategia de clandestinidad sino como aquello que constitutivo de toda lengua y existencia se manifiesta incomunicable.

La cuestión no es menor. En el debate, las posiciones acerca de la incomunicabilidad del lenguaje salta ante los ojos, pero no remite sólo a puntuales lecturas sobre la obra de Osvaldo Lamborghini sino que define un campo mayor: el del sentido o el sinsentido de la literatura, el de la representación de la figura de autor como escritor profesional, el de los modos de circulación de una obra, el de la definición del lector como mero público. 

Los derroteros de cada uno –Chitarroni, Pauls, Chefjec- han tomado direcciones varias, pero desde entonces la obra de Milita vino a desplegar con impecable porfía los vericuetos de esa misma incomunicabilidad: “Me dicen que escriba algo que se entienda. Y yo que se las doy servida y en plato siempre humeante, puro barullo y así como sale la vida vivida, y siempre escribiendo «como si entender fuera un suicidio»”.

 

2. LO INCOMUNICABLE.

Para empezar deberíamos diferenciar dos ámbitos: lo incomunicable del lenguaje en cuanto tal y lo incomunicable en el lenguaje. Con respecto al primero y sólo a vuelo de pájaro, podríamos señalar que tomado en su totalidad el lenguaje resulta inexplicable. En todo caso, se necesitaría una palabra que fuera del conjunto de todas las palabras explicara el por qué y el para qué de las palabras.

Si acaso, hoy por hoy, no importa demasiado esta apertura mística hacia un Afuera de las palabras, su irremediable clausura no deja de hacernos temblar y bailar en el sinsentido. Esa misma es la otra dimensión señalada, la que define la obra de Milita: la de lo incomunicable en el lenguaje, con el lenguaje, a través o por el lenguaje: “¡Vaya paladares raros! Me digo y me doy la vuelta para marcharme, pero el que no me entiende me jala del brazo como si me diera la última posibilidad de hacerme entender, y yo lo miro casi pidiendo disculpas y hasta estoy a punto de decir «Pero no sabe usted cuánto lo lamento si cometí algún hermetismo: odio el hermetismo… vea… yo…». Pero no sé si es esa la respuesta que lo va a calmar o tal vez me siga pidiendo cuentas y cuentas y cuentas…”.

La escena se repite una y otra vez en la obra de Milita. El que queda fuera de la comunicación sólo puede dar una única respuesta: marcharse, abandonar el campo de toda explicación. Pero el otro, el que necesita comunicación, insiste. El mandato de “hacerse entender” pasa de la demanda verbal al plano físico (“me jala del brazo”). No alcanza con pedir disculpas ni asegurar que nadie elige el hermetismo, el otro está allí para exigir comunicación y rendir cuentas. Claro que podríamos rendir cuentas, al fin y al cabo no lleva mucho esfuerzo desmontar cuanto de absurdo conlleva toda comunicación: la simple referencia a la arbitrariedad del signo, su infinito desplazamiento significante, arruinaría el juego comunicativo. Sin embargo, podemos continuar explicando todo esto hasta la muerte, y a pesar de ello o por ello mismo, seguiríamos haciendo de cuenta que nos estamos comunicando.

Señalar entonces el absurdo de la comunicación resulta inútil. El problema es que detrás del absurdo se revela la promesa de una violencia que recorre todas sus variantes. Es una cuestión de poder: no hay comunicación que no esconda un mandato. El problema es que el mandato no nos obliga a comprender este o aquel mensaje, sino asumir el supuesto de que existe alguna comunicación.

Eso es lo que la obra de Milita viene a desmontar: el mandato del “hacer de cuenta” que nos comunicamos. Y sin embargo, ni siquiera es lo central. Es como si Milita nos dijera: “no se trata de discernir la violencia que encubre el supuesto de la comunicación –eso es demasiado fácil-, lo que importa es preguntarnos qué es lo que la violencia comunica”. Ese ya es otro plano. Porque lo que la violencia comunica, en cuanto pura violencia, es, justamente, su propia incomunicabilidad.

Pero vayamos de a poco y sigamos el derrotero por el que Milita contrapone las dimensiones de la violencia comunicacional con las de la violencia incomunicable. La primera cuestión remite a la cuestión del comienzo y el Final. La violencia prometida en cada comunicación implica un siempre volver a empezar -retomar otra vez la palabra (como si eso fuera tan fácil, como si en cada acto de habla no se jugara por entera toda la lengua). Para la violencia comunicacional, no hay entonces un comienzo, sino siempre un empezar de nuevo. En cambio, la Destreza del desesperado y creo que la destreza de todo desesperado es plantear la violencia no ya como un eterno recomenzar sino como una contra-violencia que destina el lenguaje hacia su propio final. No un final cualquiera sino el Final, justamente, porque esa contra-violencia es el acto de empezar el Final: “Os, os decía, sin fraude os, os decía «Los que empezamos el Final» os decimos (en la nueva versión ya no preguntamos si ha llegado la hora). Os decimos: Aniquilaos pronto, libradnos de vuestras gibas endurecidas, de vuestro entendimiento, de vuestras mezquinas razones de argentinoides que siempre están, ¡Ay, mi Dios!, empezando. Porque se trata de esto: de empezar un Final…”. Para dejar de hacer girar una y otra vez nuestra rueda comunicativa de hamsters parlantes, hay que empezar el Final. Esa es la violencia contra la violencia comunicativa.

Pero si la violencia de la literatura es empezar el Final, lo que se pone en juego es la temporalidad de la literatura, en todo caso, la pregunta cómo habitar un tiempo relativo al Final. Si el relato es la escena de la sucesión, la estrategia comunicativa es relativamente simple: anunciar siempre un después. Primero una escena cualquiera que no vale sino porque promete que algo va a pasar después. Claro que la siguiente escena es también la promesa del “después”: después vendrá lo que importa, después se develará el enigma. Lo que pasa entonces en cada capítulo, en cada párrafo y en cada oración, eso que pasa es el “después”, el eterno recomenzar del “después”. Esperen, por favor esperen: trato de ser clara. ¡No digan que no entienden! Me despiertan sentimientos horrorosos y allá una lágrima que me cae cada vez que lo escucho, una apenas lágrima que para qué si les contara. Y encima artero como soy, mañosa de los fraudes del lenguaje, si me dicen que no entienden, picardías del relato podría yo hacerles un (por ejemplo): «Esperen… Viene después». Viene después, ¡qué horror!: es el camino de los condenados al relato.

La comunicación se juega entonces en esa lógica de la promesa, incluso la esperanza de que vendrá un después, las cosas no quedarán como están, habrá un mañana, habrá sucesión y relato. Porque como bien lo dejaba entrever Chejfec: ¡¡¡el horror es la yuxtaposición!!! Allí no hay relato, no hay sucesión ni después. Lo que hay es la violencia con la cual se empieza el Final. Se empieza, no se termina. De lo que se trata entonces es de habitar el tiempo del Final que ha comenzado, sí, pero del que no se tiene ni siquiera esperanzas de que terminará.

Se trata de una temporalidad diferente a la de la sucesión del “después”. Después no hay nada, ni siquiera un final porque el final se juega por entero en cada oración. Lo que de desesperado brilla en el título del libro es que ese ¨habitar el tiempo del Final sin después” se superpone con el tiempo de la muerte. No la muerte futura como circunstancia biológica, sino la muerte presente, esa que todavía no termina de efectuarse y sin embargo se vive como si ella misma fuese lo que llamamos vida: “Por eso vine al pie de la Voz. Por eso y por la muerte, por el boquete que dibuja el rugido o el silencio de la Voz y nuestros pi pi pi cu cu cu, ¡garfios son por Dios! Help... help, ¡ayuda!, ¡ayuda Dios!, que son puros garfios picoteos que me traen el recuerdo éste, sí: va de nuevo: «el sonidito de los besos de los gusanos en las tumbas es el origen del lenguaje» (Edith Sitwell)”.

Habitar el tiempo mortuorio del Final, implica la contra-violencia de la que hablamos, es decir, la violencia que rechaza la lógica comunicacional del relato y su constante “después”. Cuando está en juego la incomunicabilidad del lenguaje (“no tengo límites en el óyeme mi oíme”) no queda otra que defenderse de todos los “turistas de la literatura” que abanderados de la comunicabilidad exigen entender, hasta el punto de mandarlos “a la concha de la lora”: “Terrible tener que escribir un viene después que tal vez ya vino antes, y yo para agradarlos poniendo un «viene después» de conveniencia, ¡qué pulgosa! No tengo límites en el óyeme mi oíme, soy una mendiga asustando a los turistas de la literatura. ¡Claro que existen esos turistas!: es el paisaje del mundo. Pero volvamos: necesito que me esperen: aguanten un cacho. No aguanten nada: revienten no aguanten nada váyanse todos a la concha de la lora. No me pongo de acuerdo. No me voy a poner nunca de acuerdo. ¿Vendrá después…? (Chiste fácil para sacudirse la desesperación). ¿Está claro? ¿Se entiende ahora lo que escribo?

Escribir desde ese lugar no es fácil: uno siempre llega tarde al evento de la ininteligibilidad -nadie elige la incomunicación, uno se encuentra de una vez y por siempre en el centro de lo incomunicable desde el mismo momento en que comenzó a hablar. Desde ese lugar se mira hacia los lados y se encuentra con la farsa. La literatura social. Las técnicas del relato. El snobismo de la rosca. Los turistas de la literatura. “¡Tierra de putos relamidos! A estos extremos desesperados me lleva este estilo mío que no encontrará su forma, ni dependerá de ningún lector”. El costo de asumir lo incomunicable (no encontrar la forma) es entonces el de la desposesión y pérdida: quedarse sola ante el teatro de la literatura (sin lectores de los que depender), quedarse a oscuras entre las butacas vacías mientras en el escenario los escritores comunican sus papeles (“Me avergüenza tanta intención. Me desmoraliza”).

No hay alardes romanticones. Nadie más lúcida que Milita Molina ante las tentaciones del victimismo o el facilismo del outsider. No se trata siquiera de una voluntad o decisión personal, es la potencia ficcional de la literatura la que no permite el lugar cómodo del que enarbola las banderas de la marginalidad como si ese mismo acto no fuera parte de una construcción ficcional. Milita sabe que el lenguaje hace trampa. Sospecha y ella misma es una de las sospechadas. Por un lado, el lenguaje promete un afuera que nunca se alcanza, por el otro transforma en escena teatral todo acto de enunciación, incluso aquel que viene develar el carácter teatral de toda enunciación. De ese laberinto no se sale. Entonces la sospecha se vuelve contra el propio escritor ininteligible. ¿No será que lo incomunicable se vuelve pose? ¿Y entonces como batallar ante la pose sin caer en la pose del que batalla contra la pose? 

Ante ello, Milita asume la inevitabilidad del teatro de la literatura. La contra-violencia de lo incomunicable desespera hacer entrar el cuerpo en la escritura, pero la escritura traiciona, lo transforma todo en un teatro de la indigencia en la que el público ni siquiera alcanza a aplaudir el buen morir: “Hoy, por hoy, el público nos ha decretado tan de buen morir que ¡Gracias al público!, se dice, —reverencia—, se dice: Gracias al público que amagó con aplaudir nuestro buen morir”. En esta teatralización general de la escritura, el primer movimiento de sus narraciones es el de la nominalización de los personajes. El putito asmático. La mujer sentada. El Hombre que curaba caballos. El Filósofo Portátil. El maestro. El Gran Lector. El testigo de Oficio. El farmacéutico Viñas. El Sabio Loco. No necesitan psicología ni remontar un pasado, apenas si señalan una particularidad, acaso una contraseña, sentenciando que la vida sólo resplandece en el detalle (“lo que no ocurre en una vida ocurre en un minuto…”). Toda biografía debería ser contada sólo con un sustantivo y un adjetivo: con eso debería alcanzarnos, el resto es mero relato. Lo que queda es el artificio del nombre, sólo un personaje teatral, un títere, un muñeco lleno de estopa. De ahí un segundo movimiento: reducidos los personajes al mero artificio, todo es posible. Hombres, mujeres, homínidos, hay que descoserlos y abrirlos para que muestren el estropajo con el que están hechos. Lo incomunicable desnuda entonces su violencia. Los cuerpos se penetran, se tajean, se carnean. El teatro de la escritura se transforma en fiesta de risa y horror, hasta que, finalmente, hombres-mujeres-homínidos queden reducidos a puro culo y agujero –su verdad más íntima.   

Toda la obra de Milita es una máquina teatral de vaciamiento, pero no sólo se vacían los personajes –ya completamente descarnados- en el puro artificio, sino, fundamentalmente, el sujeto de enunciado. A veces femenino, otras masculino, no se sabe nunca quién es el narrador. Pareciera como si la escritura de Milita fuese un dispositivo de doble funcionamiento: por un lado el de hacer entrar el cuerpo y por el otro el de revelar su desvanecimiento en la escritura. El sujeto desespera enunciarse pero al hacerlo se tacha, desaparece en las palabras. Es la ética de lo imposible: la palabra nos salva pero en la palabra no queda nada. Salvo la melancolía. La melancolía por la literatura. La melancolía por la traición.

La referencia no es desconocida. La conexión entre literatura y traición tampoco. Hay un largo linaje que puede sintetizarse en el trío Arlt-Masotta-Lamborghini. La primera cuestión es que la nostalgia por la literatura supone que la literatura es algo que ocurrió en el pasado, algo que en el presente se ha vuelto imposible. Pero la nostalgia no es por la literatura en cuanto tal, sino por la posibilidad de la traición. Lo que ha muerto no es la literatura sino su potencia de volverse traición: «Tengo nostalgias de esa traición» iba a decirle, pero fue esa nostalgia la que me hizo temblar como si me hubieran dado una patada eléctrica”. Sin traición posible, lo único que queda es una corporación de comunicadores profesionales, meros publicistas. Y ni siquiera se trata de transgresión, ya en el artículo de 1989 Milita descarta el término. La transgresión es impostura, es demasiado funcional al sistema de normas ante el que se arrodilla y ruega para que le abran las puertas. Entre el transgresor y el traidor hay un abismo: el primero sostiene la norma para que el acto transgresor tenga sentido, el segundo niega cualquier sentido y con ello cancela el sistema de normas. Juega otro juego. El transgresor busca que lo miren desde dentro, el traidor se ha vuelto invisible. El transgresor atrae todas las luces, el traidor sólo puede remitir a  la decepción general: “Me agradó decepcionarlos. A ustedes, los asnos pesarosos que no saben de agrados. —¡Esperaba tanto de Usted y demás yerbas, y demás culpas…! Caramelitos envenenados. —¡Oh dulces torturas!— ¿Saben de agrados? Porque a mí me agradó decepcionarlos. Volar por sobre vuestras conciencias ávidas que jalaban y jalaban, desprender mis talones de vuestra necesidad de mí (¿no les da vergüenza?)”.

Finalmente, el transgresor suspira por un público, el traidor se destina a explicar el Naides. No se trata de escribir para nadie, no es eso, es explicar el Naides: “Pero yo estoy aquí para explicarles el Naides. Para que se acostumbren a tener mejores orejas. Esas orejas que se alargan ¿para escuchar?: el silencio. ¿Se escucha?”. En Milita, lo incomunicable y la traición se llaman el uno al otro, los convoca la explicación del Naides. Este refiere al silencio y también a la risa, a la música y a un espejo soñado: “Naides, es el espejo soñado, la risa de la música perfecta”. Pero entonces cómo explicar el silencio y la risa y la música sino es traicionando el objeto a explicar, cómo sino volviéndose incomunicable.

 

3. LAS FIGURAS DE LO INCOMUNICABLE.

Parecería que todo remite al silencio, pero el derrotero hacia el silencio está lleno de murmullos, voces y gritos. En este sentido, Milita retoma una y otra vez el legado beckettiano: “Intenta de nuevo. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”. Lo incomunicable no declina en la afasia, sino al “no poder dejar de fracasar mejor”. Por ello mismo, las figuras de lo incomunicable se multiplican. Una de ellas, “El putito asmático” resulta ejemplar.

El asma, en cuanto enfermedad psico-somática, pone en juego la relación entre respirar y pensar. Pulmones y cerebro. Todo asmático lo sabe: cuando falta el aire (la vida), sobran los pensamientos (la literatura). Con “El putito asmático” Milita traza una fenomenología del asma: cuando surge la asfixia, el pensamiento se acelera como una máquina a la que le dieran la orden de avanzar lo más furtivamente posible a su propia aniquilación. Lo único que entonces se piensa (la literatura) es el imperativo de respirar bien (la vida). Pero, claro está, eso no es pensar sino sólo desesperar la vida que se nos ha hecho imposible:

“Tanto había reducido sus movimientos que casi podría decirse que sólo rebotaba como un boxeador noqueado, la cabeza perdida: nada de pensamientos, como si estuviera interrumpida la conexión entre los movimientos del alma (claro, estamos en la metáfora de una experiencia de vida) y su expresión exterior, por lo que cada vez que estaba a punto de recuperarse de un rebote y argüir, ¡No llegaba!, no llegaba «the poor, poor thing», la cosita insuficiente para todo, porque mientras se le iba formando el argumento, la reacción precisa para el caso —uno, cualquiera, mi Dios, uno infantil, pero cualquiera— el pobrecito volvía a quedar tarúpido de angustia como un personaje de Arlt y enmudecía o —ay mi Dios pobre madre— empezaba con esa tosecita seca y rasposa que no sólo desquiciaba a la santa ya de por sí desecha por la amplia gama de sus propias emociones, sino que hacía que cada atardecer fuera salado y húmedo como las lágrimas y también fuera el último para «tosecita jodida» otro alias del putito asmático”.

Por un lado, entonces, mientras se produce la crisis respiratoria se va formando “el argumento”, pero la conexión entre “los movimientos del alma” y su “expresión exterior” queda rota. Ante el retorno de la toz seca el asmático vuelve a quedar “tarúpido” y se condenaba al silencio. Ya no hay “argumento”. Sólo queda desesperar. Entonces la desesperación se vuelve un modo de pensar la propia asfixia, pero en cuanto tal, en cuanto desesperación, el pensamiento (la obra, la escritura, la literatura) no hace más que radicalizar la imposibilidad de respirar, estropear la vida.

“…y si había algo que no le gustaba de su hijo era su cosa putita sin resolver: su estarse siempre muriendo, su toso o no…”. La cosa putita sin resolver: la dificultad para respirar le exige al pensamiento volverse desesperación, pero esa desesperación del pensamiento radicaliza la asfixia. Es un círculo del que no se sale sino a través del colapso. Es lo incomunicable de toda crisis asmática.

Y sin embargo, todavía queda una posibilidad: cuando surge la crisis respiratoria y los pulmones parecen llenarse de tierra, lo único en lo que se piensa es en la esperanza de un agujero, un hueco, un orificio a través del cual respirar un poco, al menos una brizna que nos devuelva serenidad. Entonces resplandece un único deseo. Buraco, hoyo, abertura, boquete, agujero, ojete. De pronto, el asmático se vuelve puto. Un Putito asmático: “… el putito en vez de aprovechar esta franja de disponibilidad filosófica para razonar un poco acerca de cómo salir del automatismo del rebote, buscar algún manual de autoayuda, leer Freud y escribirle una carta vía el padre o lo que fuera, él sólo pensaba en la muerte, en el final, en la garganta que se cierra no atinando a nada, no atinando a decir: «Leí a Emily Dickinson, pero yo quería aprender a hornear como Jane Austen». Nada de Freud, nada de padres ni de lápidas a la Dickinson, sino sólo un agujero a través del cual salir a respirar un poco de vida. Por ejemplo: aprender a hornear como Jane Austen. No aprender a escribir, sino ¡¡¡aprender a hornear!!! Sólo el asmático que se ha vuelto putito encuentra un modo de volver a la vida, pero sólo al costo de haber pasado por el atolladero de lo incomunicable: el pensamiento que se vuelve asfixia, la asfixia que le reclama al pensamiento un agujero por donde salir a respirar.

Otra figura de lo incomunicable es el caracol de Mujer sentada y caracol pasando el rato. Se trata de una conversación entre una mujer sentada y un caracol. Se trata de Copi y la incomunicable sexualidad. En todo caso, el texto gira en derredor de la cuestión de las clasificaciones como modus operandi de toda normalización –incluso de las sexualidades que se pretenden transgresoras y terminan levantando las banderas de la misma identidad clasificatoria de la que procuraban escapar.

La charla surge de cierta anónima acusación de lesbianismo que la mujer sentada rechaza: “¡Lesbiana las pelotas! (Medita un instante) ¿Sabe que las lesbianas incluso no me quieren?”. No se trata de discutir el lesbianismo sino rechazar de plano el sistema de clasificación y por lo tanto de la comunicabilidad del deseo. No sólo trasponer la diferencia sexual anatómica como criterio de identidad sino incluso trasponer la jaula de la identidad misma. “Yo leí Freud: La anatomía como destino. ¡Un pilar del psicoanálisis ese trabajo! Y puedo asegurarle que juntos hemos traspuesto la diferencia sexual anatómica, ¿se da cuenta de lo que eso significa?”. Para la mujer sentada, trasponer la diferencia sexual anatómica debería, en principio, remitir a una sexualidad lésbica, pero, justamente, porque de lo que se trata es de trasponer toda clasificación identitaria, ella misma se define como puto.

Una “mujer puto” parecería remitir a una confusión semántica que bordea la contradicción. Pero el estatuto de la mujer-puto no se juega a nivel semántico sino en la profundidad de los cuerpos, en la incomunicabilidad del deseo. Esa incomunicabilidad es el derribo de las clasificaciones. Allí todo se mezcla hasta el punto en que cualquier nominalización es un modo de la traición. No como puto o no sólo como puto sino como “poeta puto”, es decir, aquel que vuelve incomunicable incluso su condición de puto. 

Por ello mismo, la Mujer sentada elige como partenaire al caracol y su condición de hermafrodita. Ni macho ni hembra, macho y hembra a la vez para él desastre de toda clasificación. Un caracol que “toma merca, va a los boliches” y se define como Rosaura el gay más gaucho de Entre Ríos: “Creo que los que no entienden que usted es poeta puto son los mismos que no entienden que yo soy Rosaura el gay más gaucho de Entre Ríos. Me lo hacen repetir, me preguntan si estoy operado. Si a la final soy hombre o mujer y les digo una y otra vez (ya parecen estúpidos) que soy simplemente Rosaura el gay más gaucho de Entre Ríos y aunque es tan claro que espanta me la siguen con el no entender…”. Ante el descalabro de las clasificaciones surge siempre el “no entender”. Los caracoles, por ejemplo, son un escándalo para la biología. Teniendo cada ejemplar un aparato reproductor masculino y otro femenino, cada intento de clasificarlos en términos de macho y hembra devela el disparate de la enciclopedia china.

Leo en una página de divulgación en la web que cuando encuentran una pareja sexual, los caracoles intercambian sus posiciones durante cada acoplamiento. Incluso los caracoles de jardín: los dos babosos se entrelazan y cada uno actúa como macho y hembra al mismo tiempo, en cópulas cruzadas y simultáneas. Los preliminares cuentan, ¡y mucho! Aunque, eso sí, hace honor a su fama y se toma su tiempo. Algunas especies pueden estar hasta doce horas entre el festejo y la cópula: se rodean, se acarician con los tentáculos y se muerden suavemente con los labios. ¡Pero que no nos engañe tanto romanticismo! Los encuentros sexuales de algunas especies pueden acabar muy mal. El aparato reproductor de algunos caracoles tiene un arma invasiva para conseguir que sus espermatozoides aventajen a los de otros posibles donantes de esperma. Cuando el cuerpo de un caracol toca el poro genital del otro, lanza el denominado "dardo del amor".  En la mucosidad del dardo hay una sustancia similar a una hormona que facilita el almacenamiento de esperma. En ocasiones es tal su fuerza que perfora el cuerpo de su pareja ¡hasta sobresalir por el otro lado!

Si Bataille se hubiese enterado de la reproducción del caracol, habría quemado El erotismo. Demasiado humano, -para los narradores de Milita- el erotismo resulta vulgar. En cambio, es en torno al caracol que gira su obra. Se trata del devenir caracol de lo humano, un modo de arrasar con las clasificaciones, incluso con las organizaciones. Es el mismo caracol –el personaje- el que no deja de hablar acerca de ello: “Y cada vez que nos despedíamos mi amigo decía «Hasta mañana...» y completaba en voz baja invariablemente: «...si es que Ellos, los de la Or-ga-ni-za-ción no me están esperando». Y cómo le gustaba decir Ellos, le juro que en su boca la mierda humana entera se concentraba en esa palabra pronunciada así”. La diferencia entre la clasificación y la organización bien podría ser el salto de una gnoseología a una ontología, el paso de la enciclopedia borgeana al fiord lamborghiniano. En este sentido, la Organización es política (refiere a la Junta Militar) pero también es la organización sexual. Macho y hembra al mismo tiempo, entregados durante doce horas a cópulas cruzadas y simultáneas no hay organización –ni sexual ni política que aguante-.

Ese escándalo de la imposible organización redunda en libertad, pero hay algo que incluso se propone como un más allá del hermafroditismo: “Debo decirle que esa libertad suya tan hermafrodita, tan propia de su exótico género, es conmovedoramente atractiva... pero yo a la hora de elegir (y lo he escrito con todas las letras) voy directamente a puto porque «El culo es todo»”. No alcanza entonces con devenir-caracol, hay que ir más allá, hacerse todo culo para exceder la mera organización y alcanzar una comunidad de iguales. El culo “penetra (con el perdón) los géneros”, se hace transversal, iguala las diferencias en un sadeano más allá de la de igualdad republicana y democrática. Más allá entonces de toda ley o norma, clasificación u organización, sólo hay comunidad –política y sexual- allí donde lo común –para hombres o mujeres, sober-ano o súbdito, explotador o explotado- es la amorosa donación del culo: “«Vos hablás del ‘poder’ o del ‘dejar’ en términos abstractos y duros, sin plasticidad, y yo hablo desde el poder del amor, desde el dejarse del amor»”.

Otra figura de lo incomunicable es el pasado. En Used to be a sweet boy (Reguetón, Patria, Infancia) el narrador-narradora contempla el festejo del bicentenario realizado el 25 de Mayo de 2010. Se trataba, desde luego, de la celebración de la Memoria. Pero la memoria lleva al narrador/a al recuerdo del “trajecito nuevo” con el que la madre lo vestía para las celebraciones patrias cuando era un niño-niña. El problema que emerge es que el “trajecito nuevo” no era uno sólo sino que se repetía una y otra vez durante cada fecha patria para dejar de ser un “trajecito nuevo” y transformarse en el “trajecito de siempre”. Del trajecito nuevo sólo queda el significante, la frase, ningún recuerdo, ninguna imagen: “Cómo habrá sido todo ahora que ya no importa porque ganaron las frases solitas “trajecito nuevo” o “se estrena trajecito” y no tengo la más puta imagen más que la que armaría la palabra trajecito nuevo”.

Queda la frase, pero no el recuerdo, como si la memoria no fuese más que una máquina de vaciamiento para que sólo sobreviva la palabra. Pero en la palabra está la trampa: la frase “trajecito nuevo” dice todos los trajecitos nuevos, el de todos y el de cualquiera, como si la memoria personal ya no fuese del narrador/narradora sino el teatro de un “exceso de representación”. La política parece jugarse en este escenario en el que de tanto exceso de representación y festejo, ya no queda nada que representar. La máquina social entonces se toca y se raspa con la máquina de la memoria personal: una se excede, la otra se vacía. Entre medio “el trajecito nuevo” queda flotando, a la deriva, como aquello mismo que comunica lo incomunicable: “no nos queda en el alma más que «trajecito nuevo», como si todos (los trajecitos) hubieran sido iguales que ese que no recuerdo, porque recordar no recuerdo ninguno, aunque podría hacer como los literatos y confeccionar un trajecito y plegarlo y ponerle color y tablitas y entallados: pero no puedo nada de eso”. La literatura como Des-Memoria. Un agujero entonces, lo incomunicable es ese paseo en derredor de un agujero al que las palabras nombran llenándolo de tierra hasta el tope, hasta hacerlo desaparecer como agujero. En este punto Milita arriesga toda una definición de la literatura: meterse dentro del agujero –de la memoria, de la lengua o del deseo- y cavar y cavar aun sabiendo que no hay fondo, o rellenar el agujero con recuerdos que disfrazan la estafa de la memoria y las letras comunicando símbolos de pertenencia de clase o de grupo -puro narcisismo masificado.

Dijimos: lo incomunicable no remite a una afasia. Todo lo contrario: lo incomunicable no deja de susurrar. Acaso “el hombre que no cura caballos” –pero los cura susurrándoles- sepa el secreto. Desde lo incomunicable, las voces emergen y se multiplican. Se trata de extractos, relámpagos que iluminan la aparición de las voces y las detienen en un primer plano como si de un cuadro se tratara. Esas voces imponen su propia heterogeneidad: diálogos, monólogos, memorabilia, escenas teatrales, cartas, canciones, etc. Y en cada una de ellas resuenan los ecos de otras voces que arman una poética de lo incomunicable: desde ya Osvaldo Lamborghini, pero también Baudelaire y Conrad, Sam Shephard y Morrisey, Copi y Beckett. Este último pareciera prometerse como destino. Es que en las distintas metamorfosis de las voces se mezclan y superponen distintos sujetos de enunciado hasta el punto en que surge la pregunta ¿quién habla? Y entonces las voces dan lugar a la Voz: “Le temo a la Voz. Temo a que esté, temo a que no esté, una locura… Como me pasa con Dios, como me pasa con la Muerte”. La Voz no es un mero principio de disociación sino la encarnación del desastre. El narrador ya no es el narrador sino lo narrado y su propia voz ya es siempre la de Otro. ¿Cómo no temer a esa locura? Y sin embargo, no hay posibilidad de seguir hablando sino es rogando que la Voz continué robándonos las palabras y el nombre al menos para poder decirnos: “ahora para no morirme de espanto necesito que la Voz me diga (que esté la Voz, ¡por Dios! —¡esto no es joda! ¡que esté la Voz!—, que por favor esté la Voz). Y que me diga”. En este punto el teatro de la literatura desbarranca, las figuras de lo incomunicable se aceleran en un torbellino que los deshace, el de las voces que el desesperado interpone en la Voz y el Yo: “Interpongo miles de voces entre la Voz y Yo (¡vana destreza del desesperado!): estofa mía y sarta de voces interpongo, murmullos locos y menesterosos, mendrugos de mi voz entre la Voz y Yo”. Inútil la estrategia, no hay modo de salvación. Ni la Voz y ni el Yo pueden sobrevivir al desastre por el que ambos coalicionan en el agujero negro de lo incomunicable: la Voz del Otro siempre habla en nombre del Yo, el Yo se revela siempre como la Voz del Otro.

Son las dos caras de una moneda imposible. Las dos caras de la moneda literaria: esa que el escritor profesional –citado por Chejfec- ha hecho suya reduciéndolo todo al toma y daca de su propia publicidad, esa que se ha gastado hasta no tener más valor que la de cualquier moneda. Pero si la moneda literaria ha desaparecido en manos de profesionales de la escritura y con ello reducida a cualquier moneda, quedan “las voces” de las figuras de lo incomunicable para señalar el imposible encuentro entre la Voz y el Yo. Queda la literatura incomunicable de Milita Molina.