Lo incomunicable (Sobre la obra de Milita Molina) - Pablo Farrés
1. AQUELLA
HISTORIA AUSENTE.
En
España acaba de salir Destreza del
Desesperado de Milita Molina, libro publicado por Editorial Cántico. Se
trata de una serie de textos escogidos cuya edición estuvo a cargo de Agustina
Pérez y Miguel Vega Manrique. Aunque Milita publicó Fina Voluntad en 1993 (Santiago Arcos), el libro en cuestión
recorre su obra desde el año 2002 –fecha de publicación de Los sospechados- hasta la primera parte de su Trilogía (Editores Argentinos) aparecida en 2021, sumándole además
una obra de teatro hasta el momento inédita. El libro se presenta como una
selección de textos, pero bien puede leerse como una totalidad autónoma que
enhebra un hilo conductor y retoma voces y personajes desde el principio hasta
el fin, por lo que también podría afirmarse que le llevó diecinueve años
escribirlo.
Por
mi parte elijo remontarme todavía más atrás, hasta el mes de Septiembre de
1989, para adentrarme en la obra de Milita. En ese momento salió el onceavo
número de la revista Babel y en la página 23 un texto suyo titulado “La
historia ausente” donde Milita se planta y discute las lecturas de Luis
Chitarroni, Alan Pauls y Sergio Chejfec relativas a la publicación de Novelas y Cuentos de Osvaldo
Lamborghini.
El
asunto es de sobra conocido. Chitarroni y Pauls abren el juego en el noveno
número de la revista señalando la dimensión disruptiva de la escritura
lamborghiniana sobre el cuerpo de la lengua. A su vez, plantean el interrogante
acerca de los futuros lectores que aborden la obra que hasta ese momento
circulaba mediante fotocopias o ediciones de mínimos ejemplares: ¿qué leerán
esos nuevos advenedizos en una obra que es, en sí misma, ilegible?, ¿no se
trata tal publicación de un acto de traición que institucionaliza la obra
vaciándola de toda dimensión transgresiva?
En
el décimo número, Chejfec directamente impugna el valor de la obra. La
sentencia es firme: la fascinación y fetichismo por el anecdotario biográfico
le otorga a la obra de OL un valor que por sí misma no tiene. “Las serias
limitaciones de Lamborghini como narrador” se deben a que sus textos funcionan
bajo una lógica de la yuxtaposición y de ninguna sucesión (salvo La causa justa y El pibe Barulo). Tales limitaciones sólo pueden ser amparadas en el
mito del escritor privado, aquellos que sin lectores ni recepción alguna “hacen
de la escritura una actividad clandestina”. Pareciera que ante los ojos de
Chejfec existiera cierta perversidad en aquel que no sigue los pasos del
escritor profesional, hasta el punto de “obstruir las condiciones de
recepción”. En el caso de Lamborghini, esto se vuelve paradójico porque,
justamente, aún “clandestino” ha sido publicado, incluso Babel y el mismo
Chejfec, acusan su recepción.
¿Cuál
es entonces la trampa de Lamborghini? Para responder esto, Chejfec traduce a
Lamborghini a sus propios términos. Lo que era “Publicar, después escribir” se
transforma en “comunicar, después enunciar”, es decir, “la comunicación antes
que la enunciación”. OL entonces “comunica” antes, incluso, de haber enunciado
(escrito) nada. Esa es la trampa, la de haber sabido “comunicar” el mito de
escritor maldito, clandestino, antes de haber escrito media página legible (al
menos alguna en la que una clara sucesión triunfe sobre la ilegible
yuxtaposición). La trampa entonces fue la de engañar a críticos y lectores
vendiendo gato por liebre, su malditísmo biográfico por una obra inexistente
(por ilegible).
En
el onceavo número de Babel, Milita publica su respuesta y esa irrupción va a
definir toda su obra. Por un lado, ante el temor de Chitarroni y Pauls acerca
de los advenedizos que desde entonces tomarán contacto con la obra publicada y
con ello arruinarán el secreto guardado por la originaria comunidad de
lectores, Milita plantea que lo ilegible e incomunicable que puede tener la
obra de OL no sólo vuelve banal la cuestión sino que también impugna la
potestad de los primigenios lectores.
Con
respecto al texto de Chejfec, las cosas se ponen más arduas. Primero señala la
simplicidad de reemplazar “Publicar, después escribir” por “Comunicar, después
enunciar”. Luego subraya la dicotomía entre lo público y lo privado, el
escritor profesional versus el contrasentido de un escritor clandestino.
Semejante oposición no puede sino enlazarse con la eficiencia comunicativa del
primero y el fracaso del segundo: “El gesto que Chejfec solidariza con el
diario íntimo y otras manías supone, en cambio, toda una teoría del
eficientismo y el optimismo comunicativo que intenta hacer de la falta de
secreto profesional una actividad clandestina”. Claro está que para Milita la
controversia entre el profesional de la palabra y el ilegible clandestino es
una cuestión menor: lo que de verdad importa es el secreto, ya no como mera
estrategia de clandestinidad sino como aquello que constitutivo de toda lengua
y existencia se manifiesta incomunicable.
La
cuestión no es menor. En el debate, las posiciones acerca de la
incomunicabilidad del lenguaje salta ante los ojos, pero no remite sólo a
puntuales lecturas sobre la obra de Osvaldo Lamborghini sino que define un
campo mayor: el del sentido o el sinsentido de la literatura, el de la
representación de la figura de autor como escritor profesional, el de los modos
de circulación de una obra, el de la definición del lector como mero
público.
Los
derroteros de cada uno –Chitarroni, Pauls, Chefjec- han tomado direcciones
varias, pero desde entonces la obra de Milita vino a desplegar con impecable
porfía los vericuetos de esa misma incomunicabilidad: “Me dicen que escriba
algo que se entienda. Y yo que se las doy servida y en plato siempre humeante,
puro barullo y así como sale la vida vivida, y siempre escribiendo «como si
entender fuera un suicidio»”.
2. LO
INCOMUNICABLE.
Para
empezar deberíamos diferenciar dos ámbitos: lo incomunicable del lenguaje en
cuanto tal y lo incomunicable en el lenguaje. Con respecto al primero y sólo a
vuelo de pájaro, podríamos señalar que tomado en su totalidad el lenguaje
resulta inexplicable. En todo caso, se necesitaría una palabra que fuera del
conjunto de todas las palabras explicara el por qué y el para qué de las
palabras.
Si
acaso, hoy por hoy, no importa demasiado esta apertura mística hacia un Afuera
de las palabras, su irremediable clausura no deja de hacernos temblar y bailar
en el sinsentido. Esa misma es la otra dimensión señalada, la que define la
obra de Milita: la de lo incomunicable en el lenguaje, con el lenguaje, a
través o por el lenguaje: “¡Vaya paladares raros! Me digo y me doy la vuelta
para marcharme, pero el que no me entiende me jala del brazo como si me diera
la última posibilidad de hacerme entender, y yo lo miro casi pidiendo disculpas
y hasta estoy a punto de decir «Pero no sabe usted cuánto lo lamento si cometí
algún hermetismo: odio el hermetismo… vea… yo…». Pero no sé si es esa la
respuesta que lo va a calmar o tal vez me siga pidiendo cuentas y cuentas y
cuentas…”.
La
escena se repite una y otra vez en la obra de Milita. El que queda fuera de la
comunicación sólo puede dar una única respuesta: marcharse, abandonar el campo
de toda explicación. Pero el otro, el que necesita comunicación, insiste. El
mandato de “hacerse entender” pasa de la demanda verbal al plano físico (“me
jala del brazo”). No alcanza con pedir disculpas ni asegurar que nadie elige el
hermetismo, el otro está allí para exigir comunicación y rendir cuentas. Claro
que podríamos rendir cuentas, al fin y al cabo no lleva mucho esfuerzo
desmontar cuanto de absurdo conlleva toda comunicación: la simple referencia a
la arbitrariedad del signo, su infinito desplazamiento significante, arruinaría
el juego comunicativo. Sin embargo, podemos continuar explicando todo esto
hasta la muerte, y a pesar de ello o por ello mismo, seguiríamos haciendo de
cuenta que nos estamos comunicando.
Señalar
entonces el absurdo de la comunicación resulta inútil. El problema es que
detrás del absurdo se revela la promesa de una violencia que recorre todas sus
variantes. Es una cuestión de poder: no hay comunicación que no esconda un
mandato. El problema es que el mandato no nos obliga a comprender este o aquel
mensaje, sino asumir el supuesto de que existe alguna comunicación.
Eso
es lo que la obra de Milita viene a desmontar: el mandato del “hacer de cuenta”
que nos comunicamos. Y sin embargo, ni siquiera es lo central. Es como si
Milita nos dijera: “no se trata de discernir la violencia que encubre el
supuesto de la comunicación –eso es demasiado fácil-, lo que importa es
preguntarnos qué es lo que la violencia comunica”. Ese ya es otro plano. Porque
lo que la violencia comunica, en cuanto pura violencia, es, justamente, su
propia incomunicabilidad.
Pero
vayamos de a poco y sigamos el derrotero por el que Milita contrapone las
dimensiones de la violencia comunicacional con las de la violencia
incomunicable. La primera cuestión remite a la cuestión del comienzo y el
Final. La violencia prometida en cada comunicación implica un siempre volver a
empezar -retomar otra vez la palabra (como si eso fuera tan fácil, como si en
cada acto de habla no se jugara por entera toda la lengua). Para la violencia
comunicacional, no hay entonces un comienzo, sino siempre un empezar de nuevo.
En cambio, la Destreza del desesperado
y creo que la destreza de todo desesperado es plantear la violencia no ya como
un eterno recomenzar sino como una contra-violencia que destina el lenguaje
hacia su propio final. No un final cualquiera sino el Final, justamente, porque
esa contra-violencia es el acto de empezar el Final: “Os, os decía, sin fraude
os, os decía «Los que empezamos el Final» os decimos (en la nueva versión ya no
preguntamos si ha llegado la hora). Os decimos: Aniquilaos pronto, libradnos de
vuestras gibas endurecidas, de vuestro entendimiento, de vuestras mezquinas
razones de argentinoides que siempre están, ¡Ay, mi Dios!, empezando. Porque se
trata de esto: de empezar un Final…”. Para dejar de hacer girar una y otra vez
nuestra rueda comunicativa de hamsters parlantes, hay que empezar el Final. Esa
es la violencia contra la violencia comunicativa.
Pero
si la violencia de la literatura es empezar el Final, lo que se pone en juego
es la temporalidad de la literatura, en todo caso, la pregunta cómo habitar un
tiempo relativo al Final. Si el relato es la escena de la sucesión, la
estrategia comunicativa es relativamente simple: anunciar siempre un después.
Primero una escena cualquiera que no vale sino porque promete que algo va a
pasar después. Claro que la siguiente escena es también la promesa del
“después”: después vendrá lo que importa, después se develará el enigma. Lo que
pasa entonces en cada capítulo, en cada párrafo y en cada oración, eso que pasa
es el “después”, el eterno recomenzar del “después”. Esperen, por favor
esperen: trato de ser clara. ¡No digan que no entienden! Me despiertan
sentimientos horrorosos y allá una lágrima que me cae cada vez que lo escucho,
una apenas lágrima que para qué si les contara. Y encima artero como soy,
mañosa de los fraudes del lenguaje, si me dicen que no entienden, picardías del
relato podría yo hacerles un (por ejemplo): «Esperen… Viene después». Viene
después, ¡qué horror!: es el camino de los condenados al relato.
La
comunicación se juega entonces en esa lógica de la promesa, incluso la
esperanza de que vendrá un después, las cosas no quedarán como están, habrá un
mañana, habrá sucesión y relato. Porque como bien lo dejaba entrever Chejfec:
¡¡¡el horror es la yuxtaposición!!! Allí no hay relato, no hay sucesión ni
después. Lo que hay es la violencia con la cual se empieza el Final. Se
empieza, no se termina. De lo que se trata entonces es de habitar el tiempo del
Final que ha comenzado, sí, pero del que no se tiene ni siquiera esperanzas de
que terminará.
Se
trata de una temporalidad diferente a la de la sucesión del “después”. Después
no hay nada, ni siquiera un final porque el final se juega por entero en cada
oración. Lo que de desesperado brilla en el título del libro es que ese
¨habitar el tiempo del Final sin después” se superpone con el tiempo de la
muerte. No la muerte futura como circunstancia biológica, sino la muerte
presente, esa que todavía no termina de efectuarse y sin embargo se vive como
si ella misma fuese lo que llamamos vida: “Por eso vine al pie de la Voz. Por
eso y por la muerte, por el boquete que dibuja el rugido o el silencio de la
Voz y nuestros pi pi pi cu cu cu, ¡garfios son por Dios! Help... help, ¡ayuda!,
¡ayuda Dios!, que son puros garfios picoteos que me traen el recuerdo éste, sí:
va de nuevo: «el sonidito de los besos de los gusanos en las tumbas es el
origen del lenguaje» (Edith Sitwell)”.
Habitar
el tiempo mortuorio del Final, implica la contra-violencia de la que hablamos,
es decir, la violencia que rechaza la lógica comunicacional del relato y su
constante “después”. Cuando está en juego la incomunicabilidad del lenguaje (“no
tengo límites en el óyeme mi oíme”) no queda otra que defenderse de todos los “turistas de la literatura” que
abanderados de la comunicabilidad exigen entender, hasta el punto de mandarlos
“a la concha de la lora”: “Terrible tener que escribir un viene después que tal
vez ya vino antes, y yo para agradarlos poniendo un «viene después» de
conveniencia, ¡qué pulgosa! No tengo límites en el óyeme mi oíme, soy una
mendiga asustando a los turistas de la literatura. ¡Claro que existen esos
turistas!: es el paisaje del mundo. Pero volvamos: necesito que me esperen:
aguanten un cacho. No aguanten nada: revienten no aguanten nada váyanse todos a
la concha de la lora. No me pongo de acuerdo. No me voy a poner nunca de
acuerdo. ¿Vendrá después…? (Chiste fácil para sacudirse la desesperación).
¿Está claro? ¿Se entiende ahora lo que escribo?
Escribir
desde ese lugar no es fácil: uno siempre llega tarde al evento de la
ininteligibilidad -nadie elige la incomunicación, uno se encuentra de una vez y
por siempre en el centro de lo incomunicable desde el mismo momento en que
comenzó a hablar. Desde ese lugar se mira hacia los lados y se encuentra con la
farsa. La literatura social. Las técnicas del relato. El snobismo de la rosca.
Los turistas de la literatura. “¡Tierra de putos relamidos! A estos extremos
desesperados me lleva este estilo mío que no encontrará su forma, ni dependerá
de ningún lector”. El costo de asumir lo incomunicable (no encontrar la forma)
es entonces el de la desposesión y pérdida: quedarse sola ante el teatro de la
literatura (sin lectores de los que depender), quedarse a oscuras entre las
butacas vacías mientras en el escenario los escritores comunican sus papeles (“Me
avergüenza tanta intención. Me desmoraliza”).
No
hay alardes romanticones. Nadie más lúcida que Milita Molina ante las
tentaciones del victimismo o el facilismo del outsider. No se trata siquiera de
una voluntad o decisión personal, es la potencia ficcional de la literatura la
que no permite el lugar cómodo del que enarbola las banderas de la marginalidad
como si ese mismo acto no fuera parte de una construcción ficcional. Milita
sabe que el lenguaje hace trampa. Sospecha y ella misma es una de las
sospechadas. Por un lado, el lenguaje promete un afuera que nunca se alcanza,
por el otro transforma en escena teatral todo acto de enunciación, incluso
aquel que viene develar el carácter teatral de toda enunciación. De ese
laberinto no se sale. Entonces la sospecha se vuelve contra el propio escritor
ininteligible. ¿No será que lo incomunicable se vuelve pose? ¿Y entonces como
batallar ante la pose sin caer en la pose del que batalla contra la pose?
Ante
ello, Milita asume la inevitabilidad del teatro de la literatura. La
contra-violencia de lo incomunicable desespera hacer entrar el cuerpo en la
escritura, pero la escritura traiciona, lo transforma todo en un teatro de la
indigencia en la que el público ni siquiera alcanza a aplaudir el buen morir: “Hoy,
por hoy, el público nos ha decretado tan de buen morir que ¡Gracias al
público!, se dice, —reverencia—, se dice: Gracias al público que amagó con
aplaudir nuestro buen morir”. En esta teatralización general de la escritura,
el primer movimiento de sus narraciones es el de la nominalización de los
personajes. El putito asmático. La mujer sentada. El Hombre que curaba
caballos. El Filósofo Portátil. El maestro. El Gran Lector. El testigo de
Oficio. El farmacéutico Viñas. El Sabio Loco. No necesitan psicología ni
remontar un pasado, apenas si señalan una particularidad, acaso una contraseña,
sentenciando que la vida sólo resplandece en el detalle (“lo que no ocurre en
una vida ocurre en un minuto…”). Toda biografía debería ser contada sólo con un
sustantivo y un adjetivo: con eso debería alcanzarnos, el resto es mero relato.
Lo que queda es el artificio del nombre, sólo un personaje teatral, un títere,
un muñeco lleno de estopa. De ahí un segundo movimiento: reducidos los
personajes al mero artificio, todo es posible. Hombres, mujeres, homínidos, hay
que descoserlos y abrirlos para que muestren el estropajo con el que están
hechos. Lo incomunicable desnuda entonces su violencia. Los cuerpos se
penetran, se tajean, se carnean. El teatro de la escritura se transforma en
fiesta de risa y horror, hasta que, finalmente, hombres-mujeres-homínidos
queden reducidos a puro culo y agujero –su verdad más íntima.
Toda
la obra de Milita es una máquina teatral de vaciamiento, pero no sólo se vacían
los personajes –ya completamente descarnados- en el puro artificio, sino,
fundamentalmente, el sujeto de enunciado. A veces femenino, otras masculino, no
se sabe nunca quién es el narrador. Pareciera como si la escritura de Milita
fuese un dispositivo de doble funcionamiento: por un lado el de hacer entrar el
cuerpo y por el otro el de revelar su desvanecimiento en la escritura. El
sujeto desespera enunciarse pero al hacerlo se tacha, desaparece en las
palabras. Es la ética de lo imposible: la palabra nos salva pero en la palabra
no queda nada. Salvo la melancolía. La melancolía por la literatura. La
melancolía por la traición.
La
referencia no es desconocida. La conexión entre literatura y traición tampoco.
Hay un largo linaje que puede sintetizarse en el trío Arlt-Masotta-Lamborghini.
La primera cuestión es que la nostalgia por la literatura supone que la
literatura es algo que ocurrió en el pasado, algo que en el presente se ha
vuelto imposible. Pero la nostalgia no es por la literatura en cuanto tal, sino
por la posibilidad de la traición. Lo que ha muerto no es la literatura sino su
potencia de volverse traición: «Tengo nostalgias de esa traición» iba a
decirle, pero fue esa nostalgia la que me hizo temblar como si me hubieran dado
una patada eléctrica”. Sin traición posible, lo único que queda es una
corporación de comunicadores profesionales, meros publicistas. Y ni siquiera se
trata de transgresión, ya en el artículo de 1989 Milita descarta el término. La
transgresión es impostura, es demasiado funcional al sistema de normas ante el
que se arrodilla y ruega para que le abran las puertas. Entre el transgresor y
el traidor hay un abismo: el primero sostiene la norma para que el acto
transgresor tenga sentido, el segundo niega cualquier sentido y con ello
cancela el sistema de normas. Juega otro juego. El transgresor busca que lo
miren desde dentro, el traidor se ha vuelto invisible. El transgresor atrae
todas las luces, el traidor sólo puede remitir a la decepción general: “Me agradó
decepcionarlos. A ustedes, los asnos pesarosos que no saben de agrados.
—¡Esperaba tanto de Usted y demás yerbas, y demás culpas…! Caramelitos envenenados.
—¡Oh dulces torturas!— ¿Saben de agrados? Porque a mí me agradó decepcionarlos.
Volar por sobre vuestras conciencias ávidas que jalaban y jalaban, desprender
mis talones de vuestra necesidad de mí (¿no les da vergüenza?)”.
Finalmente,
el transgresor suspira por un público, el traidor se destina a explicar el
Naides. No se trata de escribir para nadie, no es eso, es explicar el Naides: “Pero
yo estoy aquí para explicarles el Naides. Para que se acostumbren a tener
mejores orejas. Esas orejas que se alargan ¿para escuchar?: el silencio. ¿Se
escucha?”. En Milita, lo incomunicable y la traición se llaman el uno al otro,
los convoca la explicación del Naides. Este refiere al silencio y también a la
risa, a la música y a un espejo soñado: “Naides, es el espejo soñado, la risa
de la música perfecta”. Pero entonces cómo explicar el silencio y la risa y la
música sino es traicionando el objeto a explicar, cómo sino volviéndose
incomunicable.
3. LAS
FIGURAS DE LO INCOMUNICABLE.
Parecería
que todo remite al silencio, pero el derrotero hacia el silencio está lleno de
murmullos, voces y gritos. En este sentido, Milita retoma una y otra vez el
legado beckettiano: “Intenta de nuevo. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”. Lo
incomunicable no declina en la afasia, sino al “no poder dejar de fracasar
mejor”. Por ello mismo, las figuras de lo incomunicable se multiplican. Una de
ellas, “El putito asmático” resulta
ejemplar.
El
asma, en cuanto enfermedad psico-somática, pone en juego la relación entre
respirar y pensar. Pulmones y cerebro. Todo asmático lo sabe: cuando falta el
aire (la vida), sobran los pensamientos (la literatura). Con “El putito asmático” Milita traza una
fenomenología del asma: cuando surge la asfixia, el pensamiento se acelera como
una máquina a la que le dieran la orden de avanzar lo más furtivamente posible
a su propia aniquilación. Lo único que entonces se piensa (la literatura) es el
imperativo de respirar bien (la vida). Pero, claro está, eso no es pensar sino
sólo desesperar la vida que se nos ha hecho imposible:
“Tanto
había reducido sus movimientos que casi podría decirse que sólo rebotaba como
un boxeador noqueado, la cabeza perdida: nada de pensamientos, como si
estuviera interrumpida la conexión entre los movimientos del alma (claro,
estamos en la metáfora de una experiencia de vida) y su expresión exterior, por
lo que cada vez que estaba a punto de recuperarse de un rebote y argüir, ¡No
llegaba!, no llegaba «the poor, poor thing», la cosita insuficiente para todo,
porque mientras se le iba formando el argumento, la reacción precisa para el
caso —uno, cualquiera, mi Dios, uno infantil, pero cualquiera— el pobrecito
volvía a quedar tarúpido de angustia como un personaje de Arlt y enmudecía o
—ay mi Dios pobre madre— empezaba con esa tosecita seca y rasposa que no sólo
desquiciaba a la santa ya de por sí desecha por la amplia gama de sus propias
emociones, sino que hacía que cada atardecer fuera salado y húmedo como las
lágrimas y también fuera el último para «tosecita jodida» otro alias del putito
asmático”.
Por
un lado, entonces, mientras se produce la crisis respiratoria se va formando
“el argumento”, pero la conexión entre “los movimientos del alma” y su
“expresión exterior” queda rota. Ante el retorno de la toz seca el asmático
vuelve a quedar “tarúpido” y se condenaba al silencio. Ya no hay “argumento”.
Sólo queda desesperar. Entonces la desesperación se vuelve un modo de pensar la
propia asfixia, pero en cuanto tal, en cuanto desesperación, el pensamiento (la
obra, la escritura, la literatura) no hace más que radicalizar la imposibilidad
de respirar, estropear la vida.
“…y
si había algo que no le gustaba de su hijo era su cosa putita sin resolver: su
estarse siempre muriendo, su toso o no…”. La cosa putita sin resolver: la
dificultad para respirar le exige al pensamiento volverse desesperación, pero
esa desesperación del pensamiento radicaliza la asfixia. Es un círculo del que
no se sale sino a través del colapso. Es lo incomunicable de toda crisis
asmática.
Y
sin embargo, todavía queda una posibilidad: cuando surge la crisis respiratoria
y los pulmones parecen llenarse de tierra, lo único en lo que se piensa es en
la esperanza de un agujero, un hueco, un orificio a través del cual respirar un
poco, al menos una brizna que nos devuelva serenidad. Entonces resplandece un
único deseo. Buraco, hoyo, abertura, boquete, agujero, ojete. De pronto, el
asmático se vuelve puto. Un Putito asmático: “… el putito en vez de aprovechar
esta franja de disponibilidad filosófica para razonar un poco acerca de cómo
salir del automatismo del rebote, buscar algún manual de autoayuda, leer Freud
y escribirle una carta vía el padre o lo que fuera, él sólo pensaba en la
muerte, en el final, en la garganta que se cierra no atinando a nada, no
atinando a decir: «Leí a Emily Dickinson, pero yo quería aprender a hornear
como Jane Austen». Nada de Freud, nada de padres ni de lápidas a la Dickinson,
sino sólo un agujero a través del cual salir a respirar un poco de vida. Por
ejemplo: aprender a hornear como Jane Austen. No aprender a escribir, sino
¡¡¡aprender a hornear!!! Sólo el asmático que se ha vuelto putito encuentra un
modo de volver a la vida, pero sólo al costo de haber pasado por el atolladero
de lo incomunicable: el pensamiento que se vuelve asfixia, la asfixia que le
reclama al pensamiento un agujero por donde salir a respirar.
Otra
figura de lo incomunicable es el caracol de Mujer
sentada y caracol pasando el rato. Se trata de una conversación entre una
mujer sentada y un caracol. Se trata de Copi y la incomunicable sexualidad. En
todo caso, el texto gira en derredor de la cuestión de las clasificaciones como
modus operandi de toda normalización –incluso de las sexualidades que se
pretenden transgresoras y terminan levantando las banderas de la misma
identidad clasificatoria de la que procuraban escapar.
La
charla surge de cierta anónima acusación de lesbianismo que la mujer sentada
rechaza: “¡Lesbiana las pelotas! (Medita un instante) ¿Sabe que las lesbianas
incluso no me quieren?”. No se trata de discutir el lesbianismo sino rechazar
de plano el sistema de clasificación y por lo tanto de la comunicabilidad del
deseo. No sólo trasponer la diferencia sexual anatómica como criterio de
identidad sino incluso trasponer la jaula de la identidad misma. “Yo leí Freud:
La anatomía como destino. ¡Un pilar del psicoanálisis ese trabajo! Y puedo
asegurarle que juntos hemos traspuesto la diferencia sexual anatómica, ¿se da
cuenta de lo que eso significa?”. Para la mujer sentada, trasponer la
diferencia sexual anatómica debería, en principio, remitir a una sexualidad
lésbica, pero, justamente, porque de lo que se trata es de trasponer toda
clasificación identitaria, ella misma se define como puto.
Una
“mujer puto” parecería remitir a una confusión semántica que bordea la
contradicción. Pero el estatuto de la mujer-puto no se juega a nivel semántico
sino en la profundidad de los cuerpos, en la incomunicabilidad del deseo. Esa
incomunicabilidad es el derribo de las clasificaciones. Allí todo se mezcla
hasta el punto en que cualquier nominalización es un modo de la traición. No
como puto o no sólo como puto sino como “poeta puto”, es decir, aquel que
vuelve incomunicable incluso su condición de puto.
Por
ello mismo, la Mujer sentada elige como partenaire al caracol y su condición de
hermafrodita. Ni macho ni hembra, macho y hembra a la vez para él desastre de
toda clasificación. Un caracol que “toma merca, va a los boliches” y se define
como Rosaura el gay más gaucho de Entre Ríos: “Creo que los que no entienden
que usted es poeta puto son los mismos que no entienden que yo soy Rosaura el
gay más gaucho de Entre Ríos. Me lo hacen repetir, me preguntan si estoy
operado. Si a la final soy hombre o mujer y les digo una y otra vez (ya parecen
estúpidos) que soy simplemente Rosaura el gay más gaucho de Entre Ríos y aunque
es tan claro que espanta me la siguen con el no entender…”. Ante el descalabro
de las clasificaciones surge siempre el “no entender”. Los caracoles, por
ejemplo, son un escándalo para la biología. Teniendo cada ejemplar un aparato
reproductor masculino y otro femenino, cada intento de clasificarlos en
términos de macho y hembra devela el disparate de la enciclopedia china.
Leo
en una página de divulgación en la web que cuando encuentran una pareja sexual, los caracoles
intercambian sus posiciones durante cada acoplamiento. Incluso los caracoles de
jardín: los dos babosos se entrelazan y cada uno actúa como macho y hembra al
mismo tiempo, en cópulas cruzadas y simultáneas. Los preliminares cuentan, ¡y mucho!
Aunque, eso sí, hace honor a su fama y se toma su tiempo. Algunas especies
pueden estar hasta doce horas entre el festejo y la cópula: se rodean, se acarician con los tentáculos
y se muerden suavemente con los labios. ¡Pero que no nos engañe tanto
romanticismo! Los encuentros sexuales de algunas especies pueden acabar muy
mal. El aparato reproductor de algunos caracoles tiene un arma invasiva para
conseguir que sus espermatozoides aventajen a los de otros posibles donantes de
esperma. Cuando
el cuerpo de un caracol toca el poro genital del otro, lanza el denominado "dardo del
amor". En la mucosidad del dardo hay una sustancia similar a una
hormona que facilita el almacenamiento de esperma. En ocasiones es tal su
fuerza que perfora el cuerpo de su pareja ¡hasta sobresalir por el otro lado!
Si
Bataille se hubiese enterado de la reproducción del caracol, habría quemado El erotismo. Demasiado humano, -para los
narradores de Milita- el erotismo resulta vulgar. En cambio, es en torno al
caracol que gira su obra. Se trata del devenir caracol de lo humano, un modo de
arrasar con las clasificaciones, incluso con las organizaciones. Es el mismo
caracol –el personaje- el que no deja de hablar acerca de ello: “Y cada vez que
nos despedíamos mi amigo decía «Hasta mañana...» y completaba en voz baja invariablemente:
«...si es que Ellos, los de la Or-ga-ni-za-ción no me están esperando». Y cómo
le gustaba decir Ellos, le juro que en su boca la mierda humana entera se
concentraba en esa palabra pronunciada así”. La diferencia entre la
clasificación y la organización bien podría ser el salto de una gnoseología a
una ontología, el paso de la enciclopedia borgeana al fiord lamborghiniano. En
este sentido, la Organización es política (refiere a la Junta Militar) pero
también es la organización sexual. Macho y hembra al mismo tiempo, entregados
durante doce horas a cópulas cruzadas y simultáneas no hay organización –ni
sexual ni política que aguante-.
Ese
escándalo de la imposible organización redunda en libertad, pero hay algo que
incluso se propone como un más allá del hermafroditismo: “Debo decirle que esa
libertad suya tan hermafrodita, tan propia de su exótico género, es
conmovedoramente atractiva... pero yo a la hora de elegir (y lo he escrito con
todas las letras) voy directamente a puto porque «El culo es todo»”. No alcanza
entonces con devenir-caracol, hay que ir más allá, hacerse todo culo para
exceder la mera organización y alcanzar una comunidad de iguales. El culo “penetra
(con el perdón) los géneros”, se hace transversal, iguala las diferencias en un
sadeano más allá de la de igualdad republicana y democrática. Más allá entonces
de toda ley o norma, clasificación u organización, sólo hay comunidad –política
y sexual- allí donde lo común –para hombres o mujeres, sober-ano o súbdito,
explotador o explotado- es la amorosa donación del culo: “«Vos hablás del
‘poder’ o del ‘dejar’ en términos abstractos y duros, sin plasticidad, y yo
hablo desde el poder del amor, desde el dejarse del amor»”.
Otra
figura de lo incomunicable es el pasado. En Used
to be a sweet boy (Reguetón, Patria, Infancia) el narrador-narradora
contempla el festejo del bicentenario realizado el 25 de Mayo de 2010. Se
trataba, desde luego, de la celebración de la Memoria. Pero la memoria lleva al
narrador/a al recuerdo del “trajecito nuevo” con el que la madre lo vestía para
las celebraciones patrias cuando era un niño-niña. El problema que emerge es
que el “trajecito nuevo” no era uno sólo sino que se repetía una y otra vez durante
cada fecha patria para dejar de ser un “trajecito nuevo” y transformarse en el
“trajecito de siempre”. Del trajecito nuevo sólo queda el significante, la
frase, ningún recuerdo, ninguna imagen: “Cómo habrá sido todo ahora que ya no
importa porque ganaron las frases solitas “trajecito nuevo” o “se estrena
trajecito” y no tengo la más puta imagen más que la que armaría la palabra
trajecito nuevo”.
Queda
la frase, pero no el recuerdo, como si la memoria no fuese más que una máquina
de vaciamiento para que sólo sobreviva la palabra. Pero en la palabra está la
trampa: la frase “trajecito nuevo” dice todos los trajecitos nuevos, el de
todos y el de cualquiera, como si la memoria personal ya no fuese del
narrador/narradora sino el teatro de un “exceso de representación”. La política
parece jugarse en este escenario en el que de tanto exceso de representación y
festejo, ya no queda nada que representar. La máquina social entonces se toca y
se raspa con la máquina de la memoria personal: una se excede, la otra se
vacía. Entre medio “el trajecito nuevo” queda flotando, a la deriva, como
aquello mismo que comunica lo incomunicable: “no nos queda en el alma más que
«trajecito nuevo», como si todos (los trajecitos) hubieran sido iguales que ese
que no recuerdo, porque recordar no recuerdo ninguno, aunque podría hacer como
los literatos y confeccionar un trajecito y plegarlo y ponerle color y tablitas
y entallados: pero no puedo nada de eso”. La literatura como Des-Memoria. Un
agujero entonces, lo incomunicable es ese paseo en derredor de un agujero al
que las palabras nombran llenándolo de tierra hasta el tope, hasta hacerlo
desaparecer como agujero. En este punto Milita arriesga toda una definición de
la literatura: meterse dentro del agujero –de la memoria, de la lengua o del
deseo- y cavar y cavar aun sabiendo que no hay fondo, o rellenar el agujero con
recuerdos que disfrazan la estafa de la memoria y las letras comunicando
símbolos de pertenencia de clase o de grupo -puro narcisismo masificado.
Dijimos:
lo incomunicable no remite a una afasia. Todo lo contrario: lo incomunicable no
deja de susurrar. Acaso “el hombre que no cura caballos” –pero los cura
susurrándoles- sepa el secreto. Desde lo incomunicable, las voces emergen y se
multiplican. Se trata de extractos, relámpagos que iluminan la aparición de las
voces y las detienen en un primer plano como si de un cuadro se tratara. Esas
voces imponen su propia heterogeneidad: diálogos, monólogos, memorabilia,
escenas teatrales, cartas, canciones, etc. Y en cada una de ellas resuenan los
ecos de otras voces que arman una poética de lo incomunicable: desde ya Osvaldo
Lamborghini, pero también Baudelaire y Conrad, Sam Shephard y Morrisey, Copi y
Beckett. Este último pareciera prometerse como destino. Es que en las distintas
metamorfosis de las voces se mezclan y superponen distintos sujetos de
enunciado hasta el punto en que surge la pregunta ¿quién habla? Y entonces las
voces dan lugar a la Voz: “Le temo a la Voz. Temo a que esté, temo a que no
esté, una locura… Como me pasa con Dios, como me pasa con la Muerte”. La Voz no
es un mero principio de disociación sino la encarnación del desastre. El
narrador ya no es el narrador sino lo narrado y su propia voz ya es siempre la
de Otro. ¿Cómo no temer a esa locura? Y sin embargo, no hay posibilidad de
seguir hablando sino es rogando que la Voz continué robándonos las palabras y
el nombre al menos para poder decirnos: “ahora para no morirme de espanto
necesito que la Voz me diga (que esté la Voz, ¡por Dios! —¡esto no es joda!
¡que esté la Voz!—, que por favor esté la Voz). Y que me diga”. En este punto
el teatro de la literatura desbarranca, las figuras de lo incomunicable se
aceleran en un torbellino que los deshace, el de las voces que el desesperado
interpone en la Voz y el Yo: “Interpongo miles de voces entre la Voz y Yo
(¡vana destreza del desesperado!): estofa mía y sarta de voces interpongo,
murmullos locos y menesterosos, mendrugos de mi voz entre la Voz y Yo”. Inútil
la estrategia, no hay modo de salvación. Ni la Voz y ni el Yo pueden sobrevivir
al desastre por el que ambos coalicionan en el agujero negro de lo
incomunicable: la Voz del Otro siempre habla en nombre del Yo, el Yo se revela
siempre como la Voz del Otro.
Son
las dos caras de una moneda imposible. Las dos caras de la moneda literaria:
esa que el escritor profesional –citado por Chejfec- ha hecho suya reduciéndolo
todo al toma y daca de su propia publicidad, esa que se ha gastado hasta no
tener más valor que la de cualquier moneda. Pero si la moneda literaria ha
desaparecido en manos de profesionales de la escritura y con ello reducida a
cualquier moneda, quedan “las voces” de las figuras de lo incomunicable para
señalar el imposible encuentro entre la Voz y el Yo. Queda la literatura
incomunicable de Milita Molina.