La redención del fauno. Notas sobre la novelística de Ercole Lissardi (1996-1999) - Mathías Iguiniz
Eclipse del deseo
Una subjetividad consumista ensambla nuestras maneras
de elaborar las proximidades y las distancias afectivas. En 1992, Michel Houellebecq
escribe: “No solo vivimos en una economía de mercado, sino, de forma más
general, en una sociedad de mercado, es
decir, en un espacio de civilización donde el conjunto de las relaciones
humanas, así como el conjunto de las relaciones del hombre con el mundo, está
mediatizado por un cálculo numérico simple donde intervienen el atractivo, la
novedad y la relación calidad-precio”. Terminan por entristecerse las fabulaciones
de la invención erótica. O, para decirlo con Roland Barthes: en el declive de
la noción de exterioridad, en la imposibilidad de un “átopos”, se desvanece el
enigma del otro.
En uno de sus poemas, Houellebecq expresa: “Cuando
muere lo más puro / Toda alegría se invalida / Queda el pecho como hueco, / y
hay sombras por donde mires”. Constatación dolorosa de la nada en que vivimos, se
traslada el no-sentir de una experiencia capturada por el agujero de la
insatisfacción. Es el poema de las intimidades abolidas o paralizadas, que se
deslizan en los dominios de lo siempre igual. El deseo, enquistado a la razón
neoliberal, difícilmente se libera de lo existente: el cuerpo, entumecido de
dispositivos que lo descomponen, y el tiempo, ya sin umbrales, se acoplan en un
conformismo angustiante de aquello que ya es y no puede (o no podría) ser de
otra manera. Sin embargo, en ocasiones la imaginación literaria se constituye en
el laboratorio en el que se ensayan las subjetividades de lo posible, al modo
de una expedición salvaje por las profundidades del deseo.
Lo dice
Marcelo Percia: “No es fácil asomarse en el umbral, umbral no solo como límite
interior y vértigo ante lo abierto, sino como sensibilidad desalojada del
pronombre yo. No es fácil habitar esa zona de las apariciones, en la que los
fantasmas son algo más que sombras inconclusas que penan sin poder morir o
figuras de la imaginación que nos alivian de lo que no sabemos: son
insinuaciones de lo posible”. El texto de Houellebecq expresa la demolición de cualquier
insinuación en esta etapa de capitalismo sombrío. Se trata de un retrato brutal
de nuestro presente: lúcida poetización del individuo “sonámbulo”, para decirlo
con la metáfora de Gabriel Tarde.
Aurora lunar
“–Día más, día menos- Concluyó el Dr. Caamaño después de asegurarme con
sobrio profesionalismo que me quedan seis meses de vida. En ese mismo momento
decidí utilizarlos en escribir una novela”. Así comienza Aurora lunar (1996),
la primera novela de Ercole Lissardi, que narra el frenesí erótico de David una
vez que le diagnostican una grave enfermedad. La sombra de la muerte desencadena
una nueva relación con las palabras: “Escribo para eso, al fin y al cabo. Para
atrapar la cara, la sombra, la silueta, lo que sea de la muerte-muerte”. Con el
advenimiento de la nada, el deseo se abre a los placeres del cuerpo-lenguaje.
Malena, su amante, se convierte en una especie de celestina que le presenta distintas
“lolitas” con lunares; es que, la novela que piensa escribir tratará
precisamente sobre eso. El lector tiene entre sus manos las notas, el borrador
de un proyecto inconcluso. Una escritura en proceso, que dice y en ese decir
esboza una teoría de la narración, entre apreciaciones gramaticales e
intertextos que remiten, por ejemplo, a Julio Cortázar.
En el cruce de milenios se publican novelas que sospechan de los sistemas
de representación disponibles, escritores que ponen en cuestión el estatuto
incierto de los regímenes de la palabra.[1]
“¿Por qué nos es tan difícil en el Río de la Plata conjugar los verbos en
futuro? Me iré, les expresaré nos suena a la vez falso, castizo (es decir,
extranjero) y literario. Hablando normalmente hubiera dicho me voy a ir, les voy a expresar, lo cual indica intencionalidad y no la certeza
de un hecho futuro. ¿Por qué? ¿El sentimiento de la precariedad de nuestro
universo es tal que excluye la propiedad de un futuro?”, se pregunta el
protagonista.
La ficción se sitúa en un plano inestable, de ambivalencia, entre lo
imaginario y lo real. David se abisma, se desvanece, va camino hacia la muerte
despojándose del morir o derivando, al decir de Barthes, “fuera de la pareja
fatal que une la muerte y la vida oponiéndolas”. En Aurora lunar se
trata de la “muerte-muerte”. Y, por eso, hay algo del orden del extravío, del
trance o del delirio en el erotómano de Lissardi. Porque el lenguaje se resiste
a abdicar de aquello que lo constituye en tanto capacidad de goce y ensoñación:
“El cuerpo de Ligia no era humano: Ligia era la niña y el ángel, la idea y el
sueño”.
Si bien no son pocas las veces en que el narrador se refiere a los
movimientos de Malena como parte de un “juego”, conviene pensarlos al modo de
un “ritual”. La amante “ritualiza” las experiencias eróticas de David y, de
esta forma, se resuelve la aparente contradicción entre Malena como artífice de
combinatorias y la mujer-ángel que conecta con esferas superiores. Ella es un
vehículo hacia lo divino en la medida en que enmascara su ritual detrás de un
juego, propiciando ese deseo de posesión duradera de las cosas del mundo: “David
y Malena habían quedado atrás, perfectos en su acople perfecto, milagrosamente
en equilibrio sobre la cresta de su vibración y su palpitar más tenues,
rodeados, elevados, redimidos, vaciados y purificados por este Ser inmaterial y
luminoso que han parido in extremis,
y que es sueño, meta, remate, y disolución final de todos los sentidos en la
plenitud de la Nada, y que ha hecho de nosotros Uno por siempre jamás y pase lo
que pase”.
El narrador de Aurora lunar renuncia en un momento a
eso que llama “la cosa onettiana”. A partir de lo que considera un acto fallido
–quiere aludir a Malena como “pura” y dice “puta”– reconoce el contacto con una
tradición que tiene su antecedente más fuerte en la poética de Onetti. Existen,
quizá, dos posibles aproximaciones. En primer lugar, el hecho de que los
personajes encuentren en la evasión imaginativa una salvación contra la
desesperanza y la amenaza de la muerte. Frente a la estrechez de sus vidas
miserables se lanzan a la fabulación literaria. En segundo término, se trata de
narrativas en las que circulan dos expresiones de lo femenino: la mujer ángel y
la mujer amante.
Sin embargo, el protagonista de
Lissardi quiere distanciarse de esta tradición, porque a diferencia del
nihilismo onettiano, él sí considera que el contacto erótico abre una grieta existencial,
humanizadora: “En efecto: al decir
‘nunca pensé que fueras tan puta’ estaba actuando
el todo-es-una-mierda que suda la cosa onettiana, mientras que después, al
intentar relatar ese decir, mi visión de las cosas, que es ciertamente otra, se
rebelaba y saboteaba el relato corrigiendo una letra”. Esta escritura se enlaza
a la poética onettiana por el lado de la evasión imaginativa, al tiempo que habilita
una perspectiva nueva en su política del deseo como forma de trascendencia.
El desenlace del protagonista es similar al de tantos otros del autor: la inminencia
de la muerte y el rapto erótico conducen al desplazamiento físico e, incluso,
al exilio definitivo del mundo. El sujeto, erotómano o prefiguración del fauno,
se asoma a los cauces de una subjetividad desaforadamente deseante. La
“anagnórisis” que produce el desborde erótico consiste en reconocer el absoluto
desconocimiento de sí mismo en el que se ha vivido durante tantos años. En este
caso David se va a Tierra del Fuego, al fin del mundo, con el objetivo de
enfrentar “cara a cara” su soledad radical. Los personajes de Lissardi
renuncian a las rutinas y responsabilidades, prohibiciones y tabúes, para
terminar por soltar las amarras del deseo, perdiéndose en sus vastedades. El
viaje casi siempre es sin retorno.
Últimas conversaciones con el fauno
Una periodista comienza a visitar en el hospital a un paciente con una
extraña enfermedad, que consiste en envejecer a un ritmo acelerado. De estos
encuentros sale una serie de grabaciones cuya transcripción constituye una
parte considerable de Últimas
conversaciones con el fauno (1997).
El enfermo explica que el origen de su enfermedad se debe a que perdió el
hechizo que durante algún tiempo lo tuvo convertido en un fauno. Su función era
filantrópica: ayudar mediante el sexo a las personas que padecen angustia. La
fabulación del deseo expande, otra vez, los parámetros del sujeto que se
enfrenta a la muerte. Esta novela es una puesta en práctica de lo que el autor teoriza
más tarde en sus ensayos, sobre todo en La
pasión erótica (2013).
La estructura de la novela se desarrolla entre anécdotas sexuales y la
relación, cambiante, entre la periodista y el paciente: “Un día sí y al otro
no, me entregaba un casete con la grabación de un monólogo que podía durar
entre 15 minutos y media hora, y cada vez yo le entregaba un casete sin uso. La
espina dorsal de este libro la constituye la transcripción en orden cronológico
de esos monólogos. A la misma he agregado, intercalando en orden cronológico
correlativo, la transcripción de fragmentos de conversaciones que mantuvimos y
que grabé con el micrófono oculto de una segunda grabadora”.
Se
trata de un texto atravesado por múltiples intervenciones de transcripción y
edición. En principio hay una narración que es la novela, basada en otra narrativa
de tipo oral que pertenece al fauno. Esta última, a su vez, se mueve en una
zona ambigua, ya que el protagonista suele preguntarle a la periodista si
piensa escribir una nota o una novela: “(…) estoy hablando como te gustaría que
hable un personaje de fauno, no sé si éste es el tono que debo adoptar para
estar en tu novela. ¿O era un reportaje lo que querías escribir?”. Él sabe que
su testimonio es el material para “otra cosa”, para otro discurso, y es desde
allí que habla. El hecho es que se encuentra en una situación límite, todo lo
demás se puede interpretar como un ardid desplegado en muchas capas de
enunciación.
En este caso, la pérdida de identificación con lo humano es la condición
necesaria para desatar una imaginería de lo erótico, que es sometida a un
proceso de composición por parte de la periodista. ¿El ser mitológico nace de
la mente de un loco o es el pasaje a la ficción de una persona a punto de morir?
En Acerca de la naturaleza de los faunos (2006), el narrador se interroga en
estos términos por la invención del fauno en Últimas conversaciones con el fauno: “(…) ¿Por qué recurrí a la
figura del fauno? Es decir: estaba cuando escribí mi Fauno, y sigo estando, fascinado por la novela de Arno Schmidt Momentos en la vida de un fauno. Sin embargo,
mi trabajo, admitiendo ese disparador, partió en otra dirección. ¿Qué fue,
pues, lo que la lectura de la novela de Schmidt accionó en mí? ¿En qué terreno
fértil cayó para que respondiera con mi Fauno?
y ¿en qué consiste esa mi respuesta?”.
Últimas conversaciones con el fauno constituye un momento fundacional
en la poética de Lissardi. En adelante, el autor volverá una y otra vez sobre
esta figura mitológica que, en todas sus variaciones y posibilidades, despliega
una constelación de significados: lo erótico como pérdida del yo y búsqueda de
trascendencia. Al poner en crisis los límites entre lo animal y lo humano, el
fauno lleva a una reflexión sobre el deseo más allá de jerarquizaciones y
preceptos morales. El ser mitológico se construye como lugar de exceso, debe
ser retirado de la sociedad en alguna de las formas del confinamiento. Porque
devenir bestia deseante supone el exilio: estar por fuera de la sociedad, en el
borde de lo permitido. El fauno que desea se desdobla en su condición de narrador:
deseo erótico y escritura del deseo se asumen en tanto pliegues de una misma
cosa. Se trata de un monstruo-narrador que, con su sola existencia, impugna la lógica
neoliberal, aduladora del cálculo y censora de todo aquello que se considere
“anormal”.
Quizá ese personaje que cuenta sus peripecias sexuales, entre la locura, la
mitomanía o el poder sobrenatural, no padezca otra cosa que una “compulsión
narrativa”, esto es, un frenesí incontrolable por contar historias, por hacer
de la invención erótica la expresión más alta de la imaginación literaria. La
búsqueda de intensidades en la vida cotidiana se desenvuelve, entonces, en el
cruce de erotismo y mundo novelesco.
Interludio, interlunio
En Interludio, interlunio (1998), Lissardi lleva el ocaso de la
experiencia erótica a una de sus expresiones más drásticas. En un mundo de la
“permisividad total” fuertemente estratificado entre amos y esclavos, un
“señor” perteneciente a la clase dominante se obsesiona con una “cretina” (así
se le llama a la capa social inferior que vive confinada en “zonas”, sin acceso
a la “alta cultura”). En esta novela, el autor adopta un registro
“antitutópico”, en concordancia con una época de incertidumbres por el futuro.
Fernando Aínsa afirma que “en la acelerada demolición de sueños y esperanzas
con que se cierra el milenio, la función
utópica que acompañara íntimamente el imaginario individual y colectivo de la
humanidad a lo largo de su historia, parece de golpe cancelada y arrojada al
‘baúl’ donde se ofrecen en ‘liquidación’ los fragmentos de ideologías e ideas
empobrecidas, un lenguaje de palabras gastadas y vaciadas de todo sentido”. El
empobrecimiento de las ideas produce, en este caso, una sociedad de las jerarquías
perfectamente ensambladas.
En las novelas de Lissardi, los
personajes se exilian mediante un
otro-mujer que agita y mueve al territorio-otro del deseo. En la sociedad de la perfección se agota la experiencia de lo sublime: sobrevivir
a esta demolición implica autodestruirse. A diferencia de lo planteado en Aurora lunar, en este caso la muerte no
es una amenaza que irrumpe: aquí, si se quiere, el protagonista “está muerto”
en la pérdida absoluta de su singularidad. Así, lo que comienza siendo un móvil
estrictamente carnal –el protagonista se siente atraído y abusa de la cretina–
incorpora otras capas de sentido. Porque en un momento esta lógica del goce y
la satisfacción falla, y emerge en su lugar un Otro, único y diferente.
Al principio el personaje aparece inserto en la
gramática amo/esclavo, dirigiéndose a su cretina solo mediante imperativos
(“Venga aquí”; “Ponga los codos en la mesa”; “Ábrase”). Luego, irrumpen
inflexiones en las que el lenguaje se despoja de sus automatismos y deja
aflorar una peligrosa exterioridad. La cretina, que lleva como identificación
un número, se revela a través de su mirada como “atopía”: “tiembla el
lenguaje”, al decir de Barthes. La máquina se deslumbra por un resplandor que
la ciega; es que, como advierte Julia Kristeva: “el amor-pasión equivale menos
al plácido sueño de las civilizaciones reconocidas con ellas mismas que a su
delirio, su desunión, su ruptura”. Adviene, entonces, aquello que no se puede
controlar, la expresión mínima pero intempestiva en medio de lo cotidiano, que
desata lo desconocido de uno mismo.
Cuando amo y esclavo se miran, el imperio de lo idéntico
cae; se funda de este modo la utopía de lo radicalmente otro: “(…)
y entonces sucedió lo que yo no esperaba en absoluto, lo que Uds. por supuesto
que no esperan de este relato fiel, lo que nadie esperaría. Se dio vuelta,
mirando al piso siempre, pero de pronto, centímetro a centímetro, con un
esfuerzo físico que no sé si era para forzarse a hacerlo o para impedirse
hacerlo, con una lentitud tan densa que sentí como que su mirada me iba
empujando mientras trepaba cuerpo arriba, sus ojos conocieron a los míos. Sentí
que se me caía toda la expresión de la cara como si fuera una careta”. La máquina
autoritaria cede por un momento y se precipita la alteridad en toda su presencia.
En la escena final, el
protagonista –incitado por Guita, su amante, pero también artífice de mucho de
lo que sucede en la obra– termina comiéndose
el cuerpo de la cretina: expresión primaria de posesión de la amada e inversión del pecado mediante el sacrificio.
La única forma de no lanzarse al agujero que ella introdujo en su vida es
acabar con la sed de devorar, que el deseo cese, se agote, de una vez y para
siempre. Comerse a la mujer es una forma de simbiosis y, al mismo tiempo, de
abolición de su diferencia, el eclipse de su sentido: “Todo había sido
complejo, intenso y excitante, pero desaparecida ella, desconectada la
computadora, el juego había terminado”. Lo que comenzó como juego termina en rito,
interludio en una sociedad que se exaspera en su imperativo de terminar con
todo lo que altere su lenguaje de dominación y servidumbre.
Evangelio para el fin de los tiempos
Para Hugo Achugar, “todo nuevo
milenio o todo nuevo siglo produce en la imaginación social una reactivación de
las angustias catastrofistas”. En esta línea, Evangelio para el fin de los tiempos (1999) narra el fin del mundo como
resultado de un gran asteroide que apunta en dirección a la Tierra. Sin
embargo, la ficción no elabora ninguna angustia catastrofista. En formato de
diario (pero dirigiéndose en repetidas ocasiones a un “lector posthumano”), el
protagonista –un cínico empleado de un sanatorio– anota sus impresiones a lo
largo de los quince días que, según especialistas, tardará “el zapallo sideral”
en impactar contra el planeta: “¿Qué hacer? En principio, y sin proponérmelo
demasiado, estoy escribiendo esto. ¿Para qué? ¿Para que si alguien sobrevive lo
encuentre y lo lea? Más bien para distanciarme de mi desgracia, que es la
desgracia de todos, para no vivirla sino contemplarla. Para que esta especie de
ironía que me sale naturalmente cada vez que me siento a escribir –tan naturalmente
como segrego sudor u orina– me proteja, me aleje, me ponga fuera del alcance de
la catástrofe inminente que va a terminar conmigo”.
El fantasma de la posmodernidad
recorre estas páginas, tiñéndolo todo de la más cruda ironía. Lissardi publica
una novela en la que el drama del desastre mundial se anuda con un remolino de
pasiones que se subliman y se destruyen en el diario de un erotómano. Por su
parte, la pregunta “¿Qué hacer?”, cargada de resonancias colectivas de
transformación social, adopta en el cruce de milenios un sentido radical de
vaciamiento y solipsismo: “¿Qué diferencia hay al fin y al cabo entre que una
enorme piedra acabe con todos y que una chiquita caiga directamente encima de
mí y acabe conmigo? Ninguna, por supuesto”. La noticia del desastre no
trastorna la realidad del personaje: habita la náusea existencial y sufre una
desunión del mundo que le impide caer en histrionismos. “Bienvenida la Nada, no
como quien dice ‘viva la muerte’, no como aniquilación definitiva de los
desvelos humanos, sino como nuevo estado absoluto del Ser: Ser=Nada”, expresa.
Bajo la consigna de “disfrutar de
lo que queda, al máximo”, el protagonista decide irse a un balneario de la
costa a esperar el fin. La intensidad en la fusión de los cuerpos hace saltar
la temporalidad y permite un despliegue de la conciencia hacia órbitas
desconocidas del ser: “Cero gravedad, cero mente, cero todo. Como entonces me
abro y me expando hasta volverme tan tenue como el aliento”. Cada rapto del
deseo es un intento por dilatarse en un devenir que trastorna por completo la
construcción temporal impuesta por la modernidad: “Empecé a vivenciar cada
segundo como una duración interminable, cada centésima, cada milésima de
segundo como un transcurrir inagotable (…). Con el tiempo estirado hasta casi
partirse para hacer de los pocos días que quedan una vida entera”. Así, la vida
–lo que queda de ella– se convierte en un oscilar permanente de muertes y
resurrecciones, abismos y retornos: “no solo no existen el pasado ni el futuro,
tampoco existe el presente, sólo existe el placer”.
En la escena orgiástica del
final, se presenta la epifanía del erotómano exasperado en su búsqueda de lo sublime.
Se alcanza un punto de especial intensidad de la escritura, en tanto que
experiencia de trascendencia de la propia individualidad. La catástrofe del fin
de milenio se vive en retiro costero, con el desborde sexual como talismán para
conjurar la muerte. En un giro “mesiánico”, el personaje principal termina por
elevarse, en sentido literal. Y esto es, en definitiva, lo que parece significar
el erotismo en la poética del fauno: una elevación
sin salirse del cuerpo. Una ascesis al abismo del cuerpo.
Referencias
Achugar, Hugo. La balsa de la
medusa: ensayos sobre identidad, cultura y fin de siglo en Uruguay. Montevideo:
Trilce, 1992.
Aínsa, Fernando. De la Edad de
Oro a El Dorado: génesis del discurso utópico americano. México, D.F.: Fondo de
Cultura Económica, 1998.
Barthes, Roland. Fragmentos de un
discurso amoroso. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2014.
Houellebecq, Michel.
Intervenciones. Barcelona: Anagrama, 2011.
---. Configuración de la última
orilla. Barcelona: Anagrama, 2016.
Kristeva, Julia. Historias de
amor. México, D.F.: Siglo Veintiuno Editores, 2009.
Lissardi, Ercole. Acerca de la naturaleza
de los faunos. Montevideo: Los libros del inquisidor, 2006.
---. Aurora lunar, Montevideo:
Hum, 2014.
---. Interludio, Interlunio. Montevideo: Fin
de Siglo, 1998.
---. Evangelio para el fin de los
tiempos. Montevideo: Fin de Siglo, 1999.
---. La pasión erótica. Buenos
Aires: Paidós, 2013.
Percia, Marcelo. Inconformidad. Lanús:
La Cebra, 2011.
Tarde, Gabriel. Creencias,
deseos, sociedades. Buenos Aires. Cactus, 2011.
[1] Cada una con sus estrategias,
al lado de esta novela de Lissardi se podrían colocar El discurso vacío, de Mario Levrero, publicada también en 1996, y Semidiós, de Amir Hamed, que vio la luz
unos años más tarde, en 2001.