Día tras día tras día tras día. El diario y la experiencia de la soledad - Felipe Charbel
[Traducción: Guillermina Torres]
Para mí, en estos momentos escribir
tiene la misma
dignidad que ir al mercado
MARTÍN CERDA
El 13 de marzo de
2020 comencé la cuarentena. Sé que fue ese día porque lo anoté en mi diario, y
porque usé tinta violeta. Había comprado la lapicera en la víspera, la última vez
que pisé una librería. Pensé que era una buena opción para marcar y desordenar
mis textos, para subrayar tesis y exámenes de alumnos: no es enfática como la
roja, que los años escolares me hicieron asociar al error y a la culpa, pero
genera contraste, no suena como advertencia –y con eso me bastaba.
No llegué a usar la
lapicera en las tareas de rutina: es que de un día para el otro no había más
rutina. Eso sucedió cuando las “autoridades
sanitarias” informaron que el
virus que se esparcía por el planeta –en el carnaval no pasaba de un peligro
remoto– había llegado a mi ciudad, y tal vez ya circulara en mi
edificio y en mis vías respiratorias. Era necesario quedarse aislado por un
buen tiempo, hasta que el mundo volviera a ser lo que jamás había sido: un
lugar seguro.
Sesenta y cuatro días
después, sigo en casa. La tinta violeta se acabó, tiré la
carcasa transparente de la lapicera y volví al azul. Me parece un color más
atinado para describir la monotonía. Básicamente, lo que anoto en el diario son las
fluctuaciones de mi desánimo. Escribo al compás de la espera, como si estuviera
“viviendo en el medio” –entre el tic y el tac de un reloj detenido. Desde el
momento en que abro los ojos (sin un poco de sueño), direcciono toda mi energía
a la tarea de atrasar, todo lo que se pueda, la enfermedad que tal vez tenga,
que va a venir de una manera u otra. Escribimos solos, y también morimos solos
–pero al parecer nos enfermamos todos juntos.
Mantengo un diario
hace siete años, desde 2013. No recuerdo lo que me entusiasmaba de la idea de
tomar nota de mi rutina, de mis crisis, si fue un arrebato o una decisión bien
pensada. Si no tuviera un diario, creo que empezaría uno ahora –si bien, al igual
que con las dietas estrictas (y el diario es una especie de régimen), dar el
primer paso suele ser más simple que perseverar. Lo que en verdad querría es
pensar como el gato de Soseki: “Si tuviera que dedicar tiempo a escribir un diario,
preferiría dormir en la galería”.
El único motivo para
comenzar un diario es el deseo de tener un diario. Tener un diario para darse
forma a uno mismo. Para recorrer los desiertos de la existencia (los diaristas
son corredores de larga distancia). “Es superficial entender el diario como mero
receptor de pensamientos secretos propios –como un confidente sordo, mudo y
analfabeto”, registró Susan Sontag el 31 de diciembre de 1957. “En el
diario no solo me expreso de un modo más palmario que con cualquier otra
persona; me creo a mí misma”.
De la urgencia nacen los diarios: urgencia de dar testimonio, de confrontar la apatía,
de aferrarse con uñas y dientes a unos pocos momentos luminosos, antes de que
se diluyan en la nada. “Uno encuentra en su diario pruebas de haber vivido,
de haber mirado alrededor y de haber anotado observaciones incluso en
circunstancias que hoy parecen insoportables”, escribió Kafka el día 23 de
diciembre de 1911, un sábado. Del miedo a
olvidar también nacen los diarios, como
sugiere Sarah Manguso en su libro sobre la compulsión del diario (el suyo ya
tenía más
de ochocientas mil palabras): “El diario fue mi escudo para no despertar al
final de mi vida y descubrir que la había perdido”. ¿Pueden los diarios nacer de la alegría?
A veces, el impulso
para comenzar el diario viene de un
descarrilarse: del encuentro de
una crisis personal con una conmoción colectiva. Es lo que viene sucediendo en
estos primeros meses del 2020. Con la propagación del virus nuevo, una
infinidad de diarios del aislamiento apareció en redes sociales, en blogs y
sitios de editoriales, casi como una epidemia dentro de la epidemia (la
“enfermedad del diario” de la que habla Roland Barthes también es contagiosa).
Delante de ese aluvión, me pregunté si no habría algo ahí para subrayar, no
exactamente con relación a la forma del diario –Ricardo Piglia sostiene que “escribir el día es el único signo formal que
identifica a un diario”–, sino a lo que, por falta de una palabra mejor, voy
a llamar sustancia: el lazo entre el diario y la experiencia de la soledad.
Está claro que mantener un diario en público no es lo
mismo que escribir solo para uno (o para la posteridad, da igual), esquivando a
los curiosos eventuales o reincidentes. Witold Gombrowicz no inventó el diario
público pero le dio una fisonomía –y una filosofía– en las páginas mensuales que divulgó, durante 15
años, en la revista Kultura, una publicación dirigida por polacos exiliados en
París. Un viernes de 1953, Gombrowicz reconoció las ambigüedades de su
procedimiento:
Escribo este diario con desgano. Su insinceridad
sinceridad me fatiga. ¿Para quién escribo? Si es para mí mismo ¿por qué lo
mando a la imprenta? Y si es para el lector ¿por qué hago como si hablara
conmigo mismo? ¿Hablas a ti mismo de tal manera que te oigan los demás? […] La falsedad, que está en el mismo principio de mi
diario, me vuelve tímido y pido disculpas, ay, pido disculpas… (aunque quizá
las últimas palabras sobren, quizá resulten pretenciosas).
Si la escritura del
yo es una conversación interior, mantener un diario en público es como andar en
la calle hablando solo. Siempre hablo solo, pero cuando todos hacen eso al
mismo tiempo, y en la misma calle, la cosa se pone rara. Los diarios presuponen lectores, pero los diarios hechos en público
tienen una naturaleza propia: en ellos, el diarista no está solo. No me parece
que por eso sean más retraídos o desinhibidos que los diarios íntimos, a pesar
de que Gombrowicz admita cierta timidez al modelar el propio yo frente a los
lectores. De hecho, a mediados del siglo
XX, hablar de “yo” y de “espacio interior” sin recurrir a las
comillas era ya una maniobra retórica de alto riesgo: hasta en los diarios se
comenzaba a sospechar de las pretensiones megalómanas de la sinceridad, y de la
falsa transparencia de las confesiones.
El diario es sobrino
del ensayo de Montaigne, y heredero de las técnicas cristianas de la ascesis,
como el examen de consciencia y la autobiografía puritana. Es lo que nos
recuerda Béatrice Didier en Le journal
intime, un estudio sobre el
diario como género y como práctica. Esos parentescos lo vinculan tanto con la
experiencia del recogimiento como con los rigores de la soledad. El diario no
es solo una práctica de escritura. Es también un tipo peculiar de convivencia,
un posicionamiento delante del mundo, una forma de cuidado de sí. Es la
escritura del tiempo, y es también un modo de llenar el tiempo con escritura.
El día 19 de octubre
de 1974, Ángel Rama anotó en su cuaderno: “El Diario no puede nacer sino es
de una cierta experiencia de la soledad. Implica escisión, un tiempo proprio
donde la autoconciencia puede manifestarse. Es un repliegue”.
Donde quiera que se encuentren (en una cama de hospital, en una celda
solitaria, en un sótano hediondo, en un vagón de subte, en la comodidad de un
sillón en medio de una pandemia), los
diaristas siempre tienen un as bajo la manga: la retirada hacia dentro de sí. Pero sucede que no
venimos equipados de fábrica con un “espacio interior” –es
incluso un accesorio dispensable
para una existencia tranquila. La construcción de la intimidad es un trabajo
lento, obra que se arrastra la vida entera, y que siempre queda inacabada.
La intimidad es dual.
Solo tiene sentido si es pensada a partir de pares, de un contraste –dentro y
fuera, yo y alguien más. De ahí que nazca de la convivencia, de la amistad, de
los intercambios amorosos, y que al mismo tiempo requiera recogimiento y frecuentación de sí.
Sin la “experiencia de la soledad” no puede haber intimidad, pero en
condiciones de aislamiento radical ella deja de tener sentido –pues ya no hay
qué preservar. Es como si la intimidad fuera una especie de película del yo,
membrana que separa el “mundo privado” de la “realidad exterior”. Pero esa membrana es tan fina,
tan porosa, que ni siquiera la consciencia puede apoyarse en ella sin
arruinarla. La costumbre de mantener un diario fortalece la membrana, volviendo
al espacio interior un poco menos vulnerable a las inundaciones que vienen de
fuera, o de las regiones profundas de la psiquis.
El 10 de mayo de
1955, Julio Ramón Ribeyro, uno de los lectores más atentos de la tradición
literaria de los diarios íntimos, buscó definir lo que entendía por intimidad:
Los verdaderos diarios íntimos son el testimonio de
lo que penetra, se ordena y transfigura en ese ámbito profundo y muchas veces
inescrutable que se denomina ‘intimidad’. Este
ámbito es un compartimiento de la
vida interior que no se identifica con la conciencia, ni con la subconsciencia
ni con la memoria. […] Podría definírsele como la zona fronteriza de la vida
interior donde se produce un tránsito constante entre la oscuridad y la
claridad o el punto ideal donde la emoción se convierte en palabra. […]
Forzando un poco el análisis, podría concluirse que la “intimidad” solamente
admite aquellas experiencias –en su más amplia acepción–
que para nosotros tienen un carácter
de intransferibles.
Para el joven Ramón
Ribeyro (tiene 25 años cuando toma esas notas), la intimidad tiene que ver con
el espacio. Ella es un “compartimento”, territorio deshabitado que la escritora y el
escritor de diarios necesitan ocupar –del mismo modo que Thoreau levanta su
cabaña con las maderas del bosque. Es una región de vegetación densa, un rincón
de la vida del espíritu. Es también una tierra silenciosa: la cabaña de paredes
muy finas solo tiene espacio para una persona. En
una entrada bastante conocida de La tentación del fracaso –una entrada que es casi una teoría portátil del diario íntimo– Ramón
Ribeyro escribe sobre la retirada hacia dentro de sí, sin la cual el diario es
imposible. Y sobre la que es la sombra del diarista, su fortaleza y espíritu
obsesor: la soledad. La fecha es el 29 de enero de 1954:
Todo diario íntimo nace de un profundo sentimiento
de soledad. Soledad frente al amor, la religión,
la política, la sociedad.
La mayor parte de los diaristas fueron solteros. Los hombres casados, activos,
sociables, que desempeñen funciones públicas,
difícilmente podrán
llevar un diario, ocupados como están en vivir por y para los demás.
Los diaristas temen y buscan la
soledad. Ella garantiza que
haya espacio para la escritura; pero produce angustia, aumenta el vacío,
intensifica el hiato en relación con las otras personas. La soledad puede
incluso tornarnos más fuertes, pero es traicionera: encontrar la justa medida
entre convivencia y recogimiento no es tarea fácil.
“Nunca me dirijo a mí misma en
voz alta –ni siquiera lo intento– y ahora veo por qué no lo hago. Me resulta
muy doloroso. Entonces me doy cuenta realmente de que estoy sola”, anota
Susan Sontag el 7 de agosto de 1968. “Tal vez por eso escribo –en un diario.
Parece lo «adecuado». Sé que estoy sola, que soy la única lectora de lo que
escribo aquí– pero saberlo no es doloroso, por el contrario, me siento más
fuerte por ello, más fuerte
cada vez que escribo algo”.
El aislamiento
obligatorio no tiene matices, es binario –y es por eso que me resulta tan
penoso pasar por él. La soledad me seduce: me gusta estar en casa con un libro
y una copa de vino. Puedo quedarme días
enteros, semanas así.
Pero necesito intervalos, alguna distensión –ir a un café, pasar la noche en un bar, romper el a
veces demasiado intenso ritmo de mis días. Un poco como sugiere Ricardo
Benzaquen en un ensayo muy
lindo sobre la poética de Paulinho da Viola: “en lugar de ese apuro, de esa obsesión de andar a
mil y conquistar el futuro, se sugiere andar más en zig zag, un tanto relajado
–casi borracho– y, sobre todo, mucho más lento”. Sucede que dar una vuelta por la
calle, o ir al mercado, se volvió una cuestión de vida o muerte: solo ahora me
doy cuenta de lo mucho que me hace falta caminar sin prisa, sin la urgencia de
volver corriendo a la celda para desinfectarme en una ducha deprimente. El otro
día leí en Facebook (que no deja de ser una modalidad del
diario en público) algo que me conmovió. Era un posteo del poeta Carlito
Azevedo sobre lo que más extrañaba de la vida anterior: “Lo que más extraño
es la casualidad. La casualidad fue prácticamente abolida con el confinamiento”.
El contraste entre
recogimiento y confinamiento –dos formas de
estar solo– nunca me pareció tan nítido
como ahora. El recogimiento es un acto de voluntad: en él, la soledad es una
conquista, no una imposición. Un
caso emblemático, por su
repercusión en la historia del pensamiento y de la literatura, es el de
Montaigne. Retirado en su castillo por deseo propio, encerrado en una torre
para pintarse a sí mismo y volverse “el primer escritor”, como sugiere
Auerbach, hace de la soledad su casa, su jardín y su cámara de los tesoros.
“Nuestro mal nos embarga en el alma; ahora bien, ésta no puede huir de sí
misma”, escribe Montaigne en De la soledad. “Por tanto, debemos replegarla y retirarla en su
interior. Ésta es la verdadera soledad, que puede gozarse en medio de las
ciudades y de las cortes de los reyes; pero se goza con más comodidad aparte”. He aquí
el ideal de la “bella retirada”, en que la soledad se convierte en calma y
autosuficiencia: “Poseemos un alma que puede replegarse en sí misma; puede
hacerse compañía”. Sin duda, condiciones tan atractivas de
aislamiento –una vasta biblioteca, vino de Bordeaux, quesos frescos y silencio
ilimitado– favorecen la clausura, pero en sí mismas no garantizan la conquista
de la serenidad: la “soledad verdadera” es inconstante y puede abandonarnos en
un abrir y cerrar de ojos, por cualquier motivo
insignificante.
Al contrario del
recogimiento, en el confinamiento las personas están encerradas por fuera: en
celdas, trincheras, manicomios, escondites, hospitales. O en una isla desierta:
si Montaigne es el caso emblemático de la bella retirada, Robinson Crusoé es el
paradigma del confinamiento radical. Uno de los aspectos que más me atraen del
personaje de Defoe es el hecho de que, aislado en su “Isla de la desesperación”,
sin perspectiva de rescate, tome la decisión de mantener un diario. Los diarios
germinan bien en las regiones áridas de la experiencia humana, por lo tanto no
es raro que la primera aparición conocida de un diario en la historia de la
novela sea la narrativa de un náufrago.
Las entradas son
lacónicas, y enseguida las absorbe el relato –es como si, a medio camino, Defoe
desistiera de aventurarse en la forma del diario, que a comienzos del siglo
XVIII era tan nueva, y tan espinosa, como la de la novela. En la relectura que
hice semanas atrás, un aspecto que en otras ocasiones me había pasado
desapercibido me llamó la atención: a pesar de tener acceso a tinta y papel
desde los primeros días en la isla (logra recuperarlos del buque encallado),
Crusoé se toma un buen tiempo antes de comenzar a escribir. Es que, para él,
poseer las herramientas no es suficiente: siente que le falta el escenario, el
ambiente de la escritura. Solo después de fabricar una mesa y una silla, “con
los trozos pequeños de madera que traje en la balsa desde el buque”, y de
“hermosear en lo posible” todo a su alrededor, inicia el diario, que abre con
una descripción (retrospectiva) de su desconsuelo en su primer día como
náufrago. La fecha es el 30 de septiembre de 1659:
Yo, pobre y desdichado Robinson Crusoe, tras
naufragar durante una terrible tormenta a cierta distancia de la costa, llegué
aquí, a esta triste y desgraciada isla, a la que llamo la Isla de la Desesperación.
[...] Todo el resto de ese día lo pasé afligido por las tristes circunstancias
en que me hallaba, porque no tenía alimento, ni casa, ni ropas, ni armas, ni
lugar al cual huir, desesperado de toda ayuda, no veía más que muerte ante mí.
Aun en confinamiento
–dispone de todo el tiempo del mundo–
Crusoé siente que sus días
pasan demasiado rápido, entre brotes de desesperación y la ardua tarea, que él
mismo se impone, de reconstruir, solo, los fundamentos de la sociedad: “fue
entonces cuando comencé a llevar un diario de las ocupaciones de cada día,
porque en verdad, al principio había tenido demasiada prisa y no sólo prisa en
cuanto al trabajo, sino respecto de la inquietud de mi mente”. El gesto de
comenzar el diario equivale al de arreglar la casa: la escritura de los días
pone orden al desorden interior, en la “inquietud”, y con eso, poco a poco, la
película que protege al yo, y que se había roto en el comienzo del
confinamiento, se va regenerando. En el diario, Crusoé puede conversar consigo
mismo como si estuviera hablando con otra persona –recuperando, así, la alegría de la convivencia.
Un rasgo que me
fascina en el diario es la adaptabilidad: se ajusta a las experiencias extremas
y a la cadencia de lo cotidiano. En él, el “tiempo de la crisis” y el “tiempo
de la espera” están siempre tocándose. De un lado, los momentos de
ruptura, las situaciones límite, la intuición de que “los fundamentos de la
vida tiemblan bajo nuestros pies”: el “sentido de un fin”, en las palabras de
Frank Kermode. Del otro, las
repeticiones, la continuidad, la vida como intervalo, la lógica de la
acumulación, el día tras día tras día tras día. Crisis y espera se enmarañan, creando un ritmo único, el tiempo de cada diarista: la sucesión de
entradas diluye el extrañamiento en hábito, y el ejercicio de la atención capta
lo insólito donde era invisible.
En los primeros días
de aislamiento, recibí por correo un libro que había pedido hacía meses, y que
ya no contaba con que fueran a entregarme: el diario de Petter Moen. El noruego
Moen se unió a la resistencia cuando su país fue ocupado por los nazis. Al
momento de ser capturado por la Gestapo, editaba una publicación clandestina de
gran circulación, el London News; su diario abarca los meses de cárcel. Dos aspectos
saltan a la vista y realzan las condiciones excepcionales en que el diario fue
escrito: la manera que Moen encontró para tomar sus notas, y las circunstancias
en que fueron descubiertas.
Después de ser
sometido a varias sesiones de tortura, Moen es enviado a una celda solitaria.
No puede leer, escribir, fumar, ni siquiera asomarse por una ventana; sus días
se resumen a mirar el techo y las paredes, y a esperar. Como no tenía lápiz
ni lapicera, Moen necesita inventar sus herramientas de escritura: es cuando
tiene la idea de utilizar el papel higiénico de la celda como “cuaderno”, y el
alfiler enganchado a la cortina como “lapicera”. Cada letra se talla con extrema pericia en las
frágiles hojas, y es así que, lentamente, las palabras y las frases van
adquiriendo forma a partir de los agujeritos. Cuando las hojas están cubiertas
de esos agujeros, Moen las enrolla de a cinco o seis –como cigarrillos gordos y
largos– y mete el pequeño cilindro en el
conducto de ventilación.
En el comienzo del
diario, las entradas son casi monotemáticas: tratan sobre la culpa y la
desesperación. Culpa por haber delatado bajo tortura a sus compañeros y
desesperación por sentirse terriblemente solo. Moen también se recrimina por
rezar sin creer, y por no sentir, íntimamente, la llamada de la fe verdadera,
que imagina ser la condición decisiva para alcanzar, delante de tanta
brutalidad, alguna paz interior: “¿Es honesto mi «impulso hacia Dios»? Puede
ser un argumento ad hoc –un producto de la cárcel.
[…] ¿Me habré hecho un truco a mí mismo?”. Las entradas se van haciendo cada vez más extensas,
en parte porque Moen pasa a dominar la técnica de la escritura con el alfiler,
pero también porque pasa a sentirse más a gusto con el coloquio solipsista: “La
vida interna se inflama aquí en la soledad. El egocentrismo se convierte en
necesidad y costumbre”. Escribir hace que la experiencia del vacío parezca
menos intolerable. En esas circunstancias, el diario es un bien de los
más valiosos. El 19 de marzo de 1944, un domingo –pero podría ser cualquier
otro día de la semana–, Moen registra:
Si todo acabara con la muerte desearía que se
salvara mi diario. […] Cada palabra y cada frase están aquí escritas con
esfuerzo de toda la capacidad de sentir y pensar de la que dispongo. He
intentado ser honesto –no adornar a fin de que mi renombre póstumo se escriba
con letras doradas y no ennegrecerme a mí mismo a fin de recibir en halagos de
la vergüenza. Escribo bajo la presión de un amenazador peligro que es mayor de
lo que tengo derecho a decir. Quizá haya a quien le cueste comprender mi miedo
al sufrimiento y al dolor cuando aparentemente estoy preparado para morir. La
explicación es sencilla. El dolor es consciente. La muerte –en fin ¿qué
es la muerte?
Con el pasar de los
días, Moen se da cuenta de que está envuelto en dos frentes de batalla. De un
lado, la guerra contra los nazis, que es una lucha por la supervivencia y por
la preservación de una idea de humanidad en la que todavía cree. Del otro, un combate
que tiene lugar en el propio “yo”, y que él llama de “front interior”: la lucha por la cordura. No hay descanso en ese front. Se traban
combates a cada minuto, incluso durante el sueño.
Después de 78 días
de aislamiento, Moen es enviado a una celda colectiva. Allí, en compañía de
otros presos –solo se refiere a ellos por su número–,
puede entregarse a pequeñas distracciones, como juegos de cartas y
conversaciones para pasar el rato. Sigue escribiendo, y pasa a referirse al
período confinado en la celda solitaria como una
experiencia de gran concentración en sí
mismo, y que, sin embargo, no quisiera repetir: “la microscopía
del alma no es ahora mi asunto”. El 6 de septiembre de 1944, es transferido a
Alemania. Pero el navío choca contra una mina, y se hunde: casi todos los
prisioneros mueren, inclusive él. Lo que sucede es que, durante el traslado,
Moen había llegado a comentarle a un compañero de viaje, uno de los pocos
sobrevivientes del accidente, sobre el diario que había mantenido en la cárcel.
Cuando la guerra termina, el sobreviviente le da esa información a la policía
noruega, que recupera los rollos de papel, intactos, en los conductos de ventilación del presidio.
31 de mayo de 2020.
El aislamiento sigue lejos del fin. Afuera, a lo largo de la semana, las
personas volvieron a caminar por las veredas y levantaron sus hombros
indiferentes a la muerte. Los domingos, como hoy, las calles son tomadas –en éxtasis mórbido–
por unos mosquitos que eligieron la enfermedad como forma de acción política.
Es como si la realidad se hubiera transformado en una de esas pesadillas en que
la gente no termina de caer y no logra despertarse ni gritar. Pero ayer,
delante de las imágenes que llegaron del otro lado del hemisferio, viendo las
calles renacer para que las personas vuelvan a respirar, y para que nuevas
muertes, gratuitas, siempre de los más vulnerables, dejen de suceder, sentí por
primera vez en mucho tiempo que –incluso para nosotros– todavía existe una
pizca de esperanza. Hoy sería un buen día para tomar notas con tinta violeta en
el diario. Y un buen día para que todo esté bien.
Moen necesitó
aprender a estar solo, a domar la soledad. No tenía alternativa: era penetrar
en la vegetación espesa
de la interioridad o perecer. Otra lectura que hice en la cuarentena también me
hizo pensar, pero desde un ángulo distinto, casi opuesto, en el lazo entre el
diario y la soledad. Nada allí apuntaba a las vivencias extremas, al
confinamiento radical, y sí a un estado de abatimiento que, en líneas
generales, veo próximo al modo como me siento, y como debe sentirse actualmente
mucha gente.
El tiempo de la
convalecencia nació como un diario en público: originalmente eran
posteos de Facebook, que después fueron reunidos en libros. Más que exponer las
dificultades del proceso, siempre lento, por momentos extenuante, de
recuperación de una crisis depresiva, Alberto Giordano se restablece
escribiendo: el placer de tomar nota de sus días, y la satisfacción de
compartir algunos de sus pequeños hallazgos, hace que la soledad deje de ser
temida, y vuelva a ser codiciada. El 11 de mayo de 2015, Giordano anota:
“Arrebatado por los dones de la salud, después de un tiempo de privaciones e
impotencia, el convaleciente vuelve a sentir ‘el júbilo desbordante de la
fuerza restablecida’ y es de nuevo capaz de imaginar el futuro como algo
dichosamente indeterminado”.
Recuperación no
quiere decir cura, fin de la inquietud: es mejor dejar la soledad filosófica a
cargo de los grandes conquistadores, como Montaigne. Aquí, la navegación se
hace en barcos pequeños, el curso de las aguas es oscilante y el balanceo
permanente. En un ensayo sobre exilio y soledad, mencionado por Giordano, el
chileno Martín Cerda dice: “Para mí, en estos
momentos escribir tiene la misma dignidad que ir al mercado”. La frase de Cerda, que sirve de epígrafe a este
ensayo, me parece un buen resumen de mi estado de ánimo en estos últimos meses,
en que espera y crisis se volvieron una misma cosa: escribir en el diario e ir
al mercado son las mejores razones que tengo para levantarme de la cama y
recomenzar todo desde cero, día tras día tras día tras día.