Día tras día tras día tras día. El diario y la experiencia de la soledad - Felipe Charbel

 

[Traducción: Guillermina Torres]

 

Para mí, en estos momentos escribir 

tiene la misma dignidad que ir al mercado

MARTÍN CERDA

 

El 13 de marzo de 2020 comencé la cuarentena. Sé que fue ese día porque lo anoté en mi diario, y porque usé tinta violeta. Había comprado la lapicera en la víspera, la última vez que pisé una librería. Pensé que era una buena opción para marcar y desordenar mis textos, para subrayar tesis y exámenes de alumnos: no es enfática como la roja, que los años escolares me hicieron asociar al error y a la culpa, pero genera contraste, no suena como advertencia –y con eso me bastaba.

No llegué a usar la lapicera en las tareas de rutina: es que de un día para el otro no había más rutina. Eso sucedió cuando las “autoridades sanitarias” informaron que el virus que se esparcía por el planeta –en el carnaval no pasaba de un peligro remoto– había llegado a mi ciudad, y tal vez ya circulara en mi edificio y en mis vías respiratorias. Era necesario quedarse aislado por un buen tiempo, hasta que el mundo volviera a ser lo que jamás había sido: un lugar seguro.

Sesenta y cuatro días después, sigo en casa. La tinta violeta se acabó, tiré la carcasa transparente de la lapicera y volví al azul. Me parece un color más atinado para describir la monotonía. Básicamente, lo que anoto en el diario son las fluctuaciones de mi desánimo. Escribo al compás de la espera, como si estuviera “viviendo en el medio” –entre el tic y el tac de un reloj detenido. Desde el momento en que abro los ojos (sin un poco de sueño), direcciono toda mi energía a la tarea de atrasar, todo lo que se pueda, la enfermedad que tal vez tenga, que va a venir de una manera u otra. Escribimos solos, y también morimos solos –pero al parecer nos enfermamos todos juntos.

 

Mantengo un diario hace siete años, desde 2013. No recuerdo lo que me entusiasmaba de la idea de tomar nota de mi rutina, de mis crisis, si fue un arrebato o una decisión bien pensada. Si no tuviera un diario, creo que empezaría uno ahora –si bien, al igual que con las dietas estrictas (y el diario es una especie de régimen), dar el primer paso suele ser más simple que perseverar. Lo que en verdad querría es pensar como el gato de Soseki: “Si tuviera que dedicar tiempo a escribir un diario, preferiría dormir en la galería.

El único motivo para comenzar un diario es el deseo de tener un diario. Tener un diario para darse forma a uno mismo. Para recorrer los desiertos de la existencia (los diaristas son corredores de larga distancia). “Es superficial entender el diario como mero receptor de pensamientos secretos propios –como un confidente sordo, mudo y analfabeto”, registró Susan Sontag el 31 de diciembre de 1957. “En el diario no solo me expreso de un modo más palmario que con cualquier otra persona; me creo a mí misma”.

 

De la urgencia nacen los diarios: urgencia de dar testimonio, de confrontar la apatía, de aferrarse con uñas y dientes a unos pocos momentos luminosos, antes de que se diluyan en la nada. “Uno encuentra en su diario pruebas de haber vivido, de haber mirado alrededor y de haber anotado observaciones incluso en circunstancias que hoy parecen insoportables”, escribió Kafka el día 23 de diciembre de 1911, un sábado. Del miedo a olvidar también nacen los diarios, como sugiere Sarah Manguso en su libro sobre la compulsión del diario (el suyo ya tenía más de ochocientas mil palabras): “El diario fue mi escudo para no despertar al final de mi vida y descubrir que la había perdido”. ¿Pueden los diarios nacer de la alegría?

A veces, el impulso para comenzar el diario viene de un descarrilarse: del encuentro de una crisis personal con una conmoción colectiva. Es lo que viene sucediendo en estos primeros meses del 2020. Con la propagación del virus nuevo, una infinidad de diarios del aislamiento apareció en redes sociales, en blogs y sitios de editoriales, casi como una epidemia dentro de la epidemia (la “enfermedad del diario” de la que habla Roland Barthes también es contagiosa). Delante de ese aluvión, me pregunté si no habría algo ahí para subrayar, no exactamente con relación a la forma del diario –Ricardo Piglia sostiene que “escribir el día es el único signo formal que identifica a un diario”–, sino a lo que, por falta de una palabra mejor, voy a llamar sustancia: el lazo entre el diario y la experiencia de la soledad.

Está claro que mantener un diario en público no es lo mismo que escribir solo para uno (o para la posteridad, da igual), esquivando a los curiosos eventuales o reincidentes. Witold Gombrowicz no inventó el diario público pero le dio una fisonomía –y una filosofía– en las páginas mensuales que divulgó, durante 15 años, en la revista Kultura, una publicación dirigida por polacos exiliados en París. Un viernes de 1953, Gombrowicz reconoció las ambigüedades de su procedimiento:

 

Escribo este diario con desgano. Su insinceridad sinceridad me fatiga. ¿Para quién escribo? Si es para mí mismo ¿por qué lo mando a la imprenta? Y si es para el lector ¿por qué hago como si hablara conmigo mismo? ¿Hablas a ti mismo de tal manera que te oigan los demás? […] La falsedad, que está en el mismo principio de mi diario, me vuelve tímido y pido disculpas, ay, pido disculpas… (aunque quizá las últimas palabras sobren, quizá resulten pretenciosas).

 

Si la escritura del yo es una conversación interior, mantener un diario en público es como andar en la calle hablando solo. Siempre hablo solo, pero cuando todos hacen eso al mismo tiempo, y en la misma calle, la cosa se pone rara. Los diarios presuponen lectores, pero los diarios hechos en público tienen una naturaleza propia: en ellos, el diarista no está solo. No me parece que por eso sean más retraídos o desinhibidos que los diarios íntimos, a pesar de que Gombrowicz admita cierta timidez al modelar el propio yo frente a los lectores.  De hecho, a mediados del siglo XX, hablar de “yo” y de “espacio interior” sin recurrir a las comillas era ya una maniobra retórica de alto riesgo: hasta en los diarios se comenzaba a sospechar de las pretensiones megalómanas de la sinceridad, y de la falsa transparencia de las confesiones.

El diario es sobrino del ensayo de Montaigne, y heredero de las técnicas cristianas de la ascesis, como el examen de consciencia y la autobiografía puritana. Es lo que nos recuerda Béatrice Didier en Le journal intime, un estudio sobre el diario como género y como práctica. Esos parentescos lo vinculan tanto con la experiencia del recogimiento como con los rigores de la soledad. El diario no es solo una práctica de escritura. Es también un tipo peculiar de convivencia, un posicionamiento delante del mundo, una forma de cuidado de sí. Es la escritura del tiempo, y es también un modo de llenar el tiempo con escritura.  

 

El día 19 de octubre de 1974, Ángel Rama anotó en su cuaderno: “El Diario no puede nacer sino es de una cierta experiencia de la soledad. Implica escisión, un tiempo proprio donde la autoconciencia puede manifestarse. Es un repliegue”. Donde quiera que se encuentren (en una cama de hospital, en una celda solitaria, en un sótano hediondo, en un vagón de subte, en la comodidad de un sillón en medio de una pandemia), los diaristas siempre tienen un as bajo la manga: la retirada hacia dentro de sí. Pero sucede que no venimos equipados de fábrica con un “espacio interior” –es incluso un accesorio dispensable para una existencia tranquila. La construcción de la intimidad es un trabajo lento, obra que se arrastra la vida entera, y que siempre queda inacabada.

La intimidad es dual. Solo tiene sentido si es pensada a partir de pares, de un contraste –dentro y fuera, yo y alguien más. De ahí que nazca de la convivencia, de la amistad, de los intercambios amorosos, y que al mismo tiempo requiera recogimiento y frecuentación de sí. Sin la “experiencia de la soledad” no puede haber intimidad, pero en condiciones de aislamiento radical ella deja de tener sentido –pues ya no hay qué preservar. Es como si la intimidad fuera una especie de película del yo, membrana que separa el “mundo privadode la “realidad exterior”. Pero esa membrana es tan fina, tan porosa, que ni siquiera la consciencia puede apoyarse en ella sin arruinarla. La costumbre de mantener un diario fortalece la membrana, volviendo al espacio interior un poco menos vulnerable a las inundaciones que vienen de fuera, o de las regiones profundas de la psiquis.

El 10 de mayo de 1955, Julio Ramón Ribeyro, uno de los lectores más atentos de la tradición literaria de los diarios íntimos, buscó definir lo que entendía por intimidad:

 

Los verdaderos diarios íntimos son el testimonio de lo que penetra, se ordena y transfigura en ese ámbito profundo y muchas veces inescrutable que se denomina ‘intimidad’. Este ámbito es un compartimiento de la vida interior que no se identifica con la conciencia, ni con la subconsciencia ni con la memoria. […] Podría definírsele como la zona fronteriza de la vida interior donde se produce un tránsito constante entre la oscuridad y la claridad o el punto ideal donde la emoción se convierte en palabra. […] Forzando un poco el análisis, podría concluirse que la “intimidad” solamente admite aquellas experiencias –en su más amplia acepción– que para nosotros tienen un carácter de intransferibles.

 

Para el joven Ramón Ribeyro (tiene 25 años cuando toma esas notas), la intimidad tiene que ver con el espacio. Ella es un “compartimento”, territorio deshabitado que la escritora y el escritor de diarios necesitan ocupar –del mismo modo que Thoreau levanta su cabaña con las maderas del bosque. Es una región de vegetación densa, un rincón de la vida del espíritu. Es también una tierra silenciosa: la cabaña de paredes muy finas solo tiene espacio para una persona. En una entrada bastante conocida de La tentación del fracaso una entrada que es casi una teoría portátil del diario íntimo– Ramón Ribeyro escribe sobre la retirada hacia dentro de sí, sin la cual el diario es imposible. Y sobre la que es la sombra del diarista, su fortaleza y espíritu obsesor: la soledad. La fecha es el 29 de enero de 1954:

 

Todo diario íntimo nace de un profundo sentimiento de soledad. Soledad frente al amor, la religión, la política, la sociedad. La mayor parte de los diaristas fueron solteros. Los hombres casados, activos, sociables, que desempeñen funciones públicas, difícilmente podrán llevar un diario, ocupados como están en vivir por y para los demás.

 

Los diaristas temen y buscan la soledad. Ella garantiza que haya espacio para la escritura; pero produce angustia, aumenta el vacío, intensifica el hiato en relación con las otras personas. La soledad puede incluso tornarnos más fuertes, pero es traicionera: encontrar la justa medida entre convivencia y recogimiento no es tarea fácil. “Nunca me dirijo a mí misma en voz alta –ni siquiera lo intento– y ahora veo por qué no lo hago. Me resulta muy doloroso. Entonces me doy cuenta realmente de que estoy sola”, anota Susan Sontag el 7 de agosto de 1968. “Tal vez por eso escribo –en un diario. Parece lo «adecuado». Sé que estoy sola, que soy la única lectora de lo que escribo aquí– pero saberlo no es doloroso, por el contrario, me siento más fuerte por ello, más fuerte cada vez que escribo algo”.

 

El aislamiento obligatorio no tiene matices, es binario –y es por eso que me resulta tan penoso pasar por él. La soledad me seduce: me gusta estar en casa con un libro y una copa de vino. Puedo quedarme días enteros, semanas así. Pero necesito intervalos, alguna distensión –ir a un café, pasar la noche en un bar, romper el a veces demasiado intenso ritmo de mis días. Un poco como sugiere Ricardo Benzaquen en un ensayo muy lindo sobre la poética de Paulinho da Viola: “en lugar de ese apuro, de esa obsesión de andar a mil y conquistar el futuro, se sugiere andar más en zig zag, un tanto relajado –casi borracho– y, sobre todo, mucho más lento”. Sucede que dar una vuelta por la calle, o ir al mercado, se volvió una cuestión de vida o muerte: solo ahora me doy cuenta de lo mucho que me hace falta caminar sin prisa, sin la urgencia de volver corriendo a la celda para desinfectarme en una ducha deprimente. El otro día leí en Facebook (que no deja de ser una modalidad del diario en público) algo que me conmovió. Era un posteo del poeta Carlito Azevedo sobre lo que más extrañaba de la vida anterior: “Lo que más extraño es la casualidad. La casualidad fue prácticamente abolida con el confinamiento”.

El contraste entre recogimiento y confinamiento –dos formas de estar solo– nunca me pareció tan nítido como ahora. El recogimiento es un acto de voluntad: en él, la soledad es una conquista, no una imposición. Un caso emblemático, por su repercusión en la historia del pensamiento y de la literatura, es el de Montaigne. Retirado en su castillo por deseo propio, encerrado en una torre para pintarse a sí mismo y volverse “el primer escritor”, como sugiere Auerbach, hace de la soledad su casa, su jardín y su cámara de los tesoros. “Nuestro mal nos embarga en el alma; ahora bien, ésta no puede huir de sí misma”, escribe Montaigne en De la soledad. “Por tanto, debemos replegarla y retirarla en su interior. Ésta es la verdadera soledad, que puede gozarse en medio de las ciudades y de las cortes de los reyes; pero se goza con más comodidad aparte”. He aquí el ideal de la “bella retirada”, en que la soledad se convierte en calma y autosuficiencia: “Poseemos un alma que puede replegarse en sí misma; puede hacerse compañía”. Sin duda, condiciones tan atractivas de aislamiento –una vasta biblioteca, vino de Bordeaux, quesos frescos y silencio ilimitado– favorecen la clausura, pero en sí mismas no garantizan la conquista de la serenidad: la “soledad verdadera” es inconstante y puede abandonarnos en un abrir y cerrar de ojos, por cualquier motivo insignificante.

Al contrario del recogimiento, en el confinamiento las personas están encerradas por fuera: en celdas, trincheras, manicomios, escondites, hospitales. O en una isla desierta: si Montaigne es el caso emblemático de la bella retirada, Robinson Crusoé es el paradigma del confinamiento radical. Uno de los aspectos que más me atraen del personaje de Defoe es el hecho de que, aislado en su “Isla de la desesperación”, sin perspectiva de rescate, tome la decisión de mantener un diario. Los diarios germinan bien en las regiones áridas de la experiencia humana, por lo tanto no es raro que la primera aparición conocida de un diario en la historia de la novela sea la narrativa de un náufrago.

Las entradas son lacónicas, y enseguida las absorbe el relato –es como si, a medio camino, Defoe desistiera de aventurarse en la forma del diario, que a comienzos del siglo XVIII era tan nueva, y tan espinosa, como la de la novela. En la relectura que hice semanas atrás, un aspecto que en otras ocasiones me había pasado desapercibido me llamó la atención: a pesar de tener acceso a tinta y papel desde los primeros días en la isla (logra recuperarlos del buque encallado), Crusoé se toma un buen tiempo antes de comenzar a escribir. Es que, para él, poseer las herramientas no es suficiente: siente que le falta el escenario, el ambiente de la escritura. Solo después de fabricar una mesa y una silla, “con los trozos pequeños de madera que traje en la balsa desde el buque”, y de “hermosear en lo posible” todo a su alrededor, inicia el diario, que abre con una descripción (retrospectiva) de su desconsuelo en su primer día como náufrago. La fecha es el 30 de septiembre de 1659:

 

Yo, pobre y desdichado Robinson Crusoe, tras naufragar durante una terrible tormenta a cierta distancia de la costa, llegué aquí, a esta triste y desgraciada isla, a la que llamo la Isla de la Desesperación. [...] Todo el resto de ese día lo pasé afligido por las tristes circunstancias en que me hallaba, porque no tenía alimento, ni casa, ni ropas, ni armas, ni lugar al cual huir, desesperado de toda ayuda, no veía más que muerte ante mí.

 

Aun en confinamiento –dispone de todo el tiempo del mundo– Crusoé siente que sus días pasan demasiado rápido, entre brotes de desesperación y la ardua tarea, que él mismo se impone, de reconstruir, solo, los fundamentos de la sociedad: “fue entonces cuando comencé a llevar un diario de las ocupaciones de cada día, porque en verdad, al principio había tenido demasiada prisa y no sólo prisa en cuanto al trabajo, sino respecto de la inquietud de mi mente”.  El gesto de comenzar el diario equivale al de arreglar la casa: la escritura de los días pone orden al desorden interior, en la “inquietud”, y con eso, poco a poco, la película que protege al yo, y que se había roto en el comienzo del confinamiento, se va regenerando. En el diario, Crusoé puede conversar consigo mismo como si estuviera hablando con otra persona –recuperando, así, la alegría de la convivencia.

 

Un rasgo que me fascina en el diario es la adaptabilidad: se ajusta a las experiencias extremas y a la cadencia de lo cotidiano. En él, el “tiempo de la crisis” y el “tiempo de la espera” están siempre tocándose. De un lado, los momentos de ruptura, las situaciones límite, la intuición de que “los fundamentos de la vida tiemblan bajo nuestros pies”: el “sentido de un fin”, en las palabras de Frank Kermode.  Del otro, las repeticiones, la continuidad, la vida como intervalo, la lógica de la acumulación, el día tras día tras día tras día. Crisis y espera se enmarañan, creando un ritmo único, el tiempo de cada diarista: la sucesión de entradas diluye el extrañamiento en hábito, y el ejercicio de la atención capta lo insólito donde era invisible.

En los primeros días de aislamiento, recibí por correo un libro que había pedido hacía meses, y que ya no contaba con que fueran a entregarme: el diario de Petter Moen. El noruego Moen se unió a la resistencia cuando su país fue ocupado por los nazis. Al momento de ser capturado por la Gestapo, editaba una publicación clandestina de gran circulación, el London News; su diario abarca los meses de cárcel. Dos aspectos saltan a la vista y realzan las condiciones excepcionales en que el diario fue escrito: la manera que Moen encontró para tomar sus notas, y las circunstancias en que fueron descubiertas.

Después de ser sometido a varias sesiones de tortura, Moen es enviado a una celda solitaria. No puede leer, escribir, fumar, ni siquiera asomarse por una ventana; sus días se resumen a mirar el techo y las paredes, y a esperar. Como no tenía lápiz ni lapicera, Moen necesita inventar sus herramientas de escritura: es cuando tiene la idea de utilizar el papel higiénico de la celda como “cuaderno”, y el alfiler enganchado a la cortina como “lapicera”. Cada letra se talla con extrema pericia en las frágiles hojas, y es así que, lentamente, las palabras y las frases van adquiriendo forma a partir de los agujeritos. Cuando las hojas están cubiertas de esos agujeros, Moen las enrolla de a cinco o seis –como cigarrillos gordos y largos– y mete el pequeño cilindro en el conducto de ventilación.

En el comienzo del diario, las entradas son casi monotemáticas: tratan sobre la culpa y la desesperación. Culpa por haber delatado bajo tortura a sus compañeros y desesperación por sentirse terriblemente solo. Moen también se recrimina por rezar sin creer, y por no sentir, íntimamente, la llamada de la fe verdadera, que imagina ser la condición decisiva para alcanzar, delante de tanta brutalidad, alguna paz interior: “¿Es honesto mi «impulso hacia Dios»? Puede ser un argumento ad hoc –un producto de la cárcel. […] ¿Me habré hecho un truco a mí mismo?”. Las entradas se van haciendo cada vez más extensas, en parte porque Moen pasa a dominar la técnica de la escritura con el alfiler, pero también porque pasa a sentirse más a gusto con el coloquio solipsista: “La vida interna se inflama aquí en la soledad. El egocentrismo se convierte en necesidad y costumbre”. Escribir hace que la experiencia del vacío parezca menos intolerable. En esas circunstancias, el diario es un bien de los más valiosos. El 19 de marzo de 1944, un domingo –pero podría ser cualquier otro día de la semana–, Moen registra:

 

Si todo acabara con la muerte desearía que se salvara mi diario. […] Cada palabra y cada frase están aquí escritas con esfuerzo de toda la capacidad de sentir y pensar de la que dispongo. He intentado ser honesto –no adornar a fin de que mi renombre póstumo se escriba con letras doradas y no ennegrecerme a mí mismo a fin de recibir en halagos de la vergüenza. Escribo bajo la presión de un amenazador peligro que es mayor de lo que tengo derecho a decir. Quizá haya a quien le cueste comprender mi miedo al sufrimiento y al dolor cuando aparentemente estoy preparado para morir. La explicación es sencilla. El dolor es consciente. La muerte –en fin ¿qué es la muerte?

 

Con el pasar de los días, Moen se da cuenta de que está envuelto en dos frentes de batalla. De un lado, la guerra contra los nazis, que es una lucha por la supervivencia y por la preservación de una idea de humanidad en la que todavía cree. Del otro, un combate que tiene lugar en el propio “yo”, y que él llama de “front interior”: la lucha por la cordura. No hay descanso en ese front. Se traban combates a cada minuto, incluso durante el sueño.

Después de 78 días de aislamiento, Moen es enviado a una celda colectiva. Allí, en compañía de otros presos –solo se refiere a ellos por su número–, puede entregarse a pequeñas distracciones, como juegos de cartas y conversaciones para pasar el rato. Sigue escribiendo, y pasa a referirse al período confinado en la celda solitaria como una experiencia de gran concentración en sí mismo, y que, sin embargo, no quisiera repetir: “la microscopía del alma no es ahora mi asunto”. El 6 de septiembre de 1944, es transferido a Alemania. Pero el navío choca contra una mina, y se hunde: casi todos los prisioneros mueren, inclusive él. Lo que sucede es que, durante el traslado, Moen había llegado a comentarle a un compañero de viaje, uno de los pocos sobrevivientes del accidente, sobre el diario que había mantenido en la cárcel. Cuando la guerra termina, el sobreviviente le da esa información a la policía noruega, que recupera los rollos de papel, intactos, en los conductos de ventilación del presidio.

 

31 de mayo de 2020. El aislamiento sigue lejos del fin. Afuera, a lo largo de la semana, las personas volvieron a caminar por las veredas y levantaron sus hombros indiferentes a la muerte. Los domingos, como hoy, las calles son tomadas –en éxtasis mórbido– por unos mosquitos que eligieron la enfermedad como forma de acción política. Es como si la realidad se hubiera transformado en una de esas pesadillas en que la gente no termina de caer y no logra despertarse ni gritar. Pero ayer, delante de las imágenes que llegaron del otro lado del hemisferio, viendo las calles renacer para que las personas vuelvan a respirar, y para que nuevas muertes, gratuitas, siempre de los más vulnerables, dejen de suceder, sentí por primera vez en mucho tiempo que –incluso para nosotros– todavía existe una pizca de esperanza. Hoy sería un buen día para tomar notas con tinta violeta en el diario. Y un buen día para que todo esté bien.

 

Moen necesitó aprender a estar solo, a domar la soledad. No tenía alternativa: era penetrar en la vegetación espesa de la interioridad o perecer. Otra lectura que hice en la cuarentena también me hizo pensar, pero desde un ángulo distinto, casi opuesto, en el lazo entre el diario y la soledad. Nada allí apuntaba a las vivencias extremas, al confinamiento radical, y sí a un estado de abatimiento que, en líneas generales, veo próximo al modo como me siento, y como debe sentirse actualmente mucha gente.

El tiempo de la convalecencia nació como un diario en público: originalmente eran posteos de Facebook, que después fueron reunidos en libros. Más que exponer las dificultades del proceso, siempre lento, por momentos extenuante, de recuperación de una crisis depresiva, Alberto Giordano se restablece escribiendo: el placer de tomar nota de sus días, y la satisfacción de compartir algunos de sus pequeños hallazgos, hace que la soledad deje de ser temida, y vuelva a ser codiciada. El 11 de mayo de 2015, Giordano anota: “Arrebatado por los dones de la salud, después de un tiempo de privaciones e impotencia, el convaleciente vuelve a sentir ‘el júbilo desbordante de la fuerza restablecida’ y es de nuevo capaz de imaginar el futuro como algo dichosamente indeterminado”.

Recuperación no quiere decir cura, fin de la inquietud: es mejor dejar la soledad filosófica a cargo de los grandes conquistadores, como Montaigne. Aquí, la navegación se hace en barcos pequeños, el curso de las aguas es oscilante y el balanceo permanente. En un ensayo sobre exilio y soledad, mencionado por Giordano, el chileno Martín Cerda dice: Para mí, en estos momentos escribir tiene la misma dignidad que ir al mercado. La frase de Cerda, que sirve de epígrafe a este ensayo, me parece un buen resumen de mi estado de ánimo en estos últimos meses, en que espera y crisis se volvieron una misma cosa: escribir en el diario e ir al mercado son las mejores razones que tengo para levantarme de la cama y recomenzar todo desde cero, día tras día tras día tras día.