Signo - Omar Genovese

 

         Presentación de Omar Genovese - M. Ignacio Moyano Palacio

 

Hay grados Celsius de literatura. 10, 20, 89, etcétera. También -3, -5, -27, etcétera. Y existe el grado 0. Pero hay un punto donde los grados empiezan a entrecruzarse y en el diferencial de esos cruces se cuece otra matemática para la escritura. Esa es la zona. Ahí no hay etcétera.

Con los primeros capítulos de Signo que se leen a continuación, en una nueva entrega de La Novela Rota, Omar Genovese replantea la ecuación y rehace la matemática de la literatura nacional como ya lo hizo con la novela Norep. La nueva ecuación dice: hay grados Celsius de Argentina. Positivos y negativos. También existe la Argentina grado 0. Y también la zona donde todo se funde y alea en ristras de un desastre que es estrictamente matemático: Argentina = Literatura.

Pienso en la zona como un espacio donde la temperatura no se puede medir, donde no hay gradación posible. Y también como ese pozo donde los círculos del infierno se deshacen en perímetros rotos. Pienso en la zona como el territorio sin medida de la escritura. Un infierno sin trazados ni guías,  de una misma temperatura: extremo frío = extremo calor.

En Signo, un hombre —o lo que queda de él— se pierde en su nombre. Recibe llamadas de un amigo que no sabe que está muerto y una paliza de reflexión, hablan de minas y libros. También recibe un encargo de una señora: le pide que escriba las memorias de ella sobre su difunto marido. Después aparece un profesor emérito de la UBA, G. Gnilief. También está ausente. La muerte rodea al narrador y todo lo empuja a escribir. Y esa es la matemática de la zona Genovese: la escritura siempre llega desde fuera y cuando lo hace, la realidad se ordena con pulso exterior. Ahí la cosa se vuelve argenta: Al argentino le gusta disfrazarse pero no va al corsódromo —sentencian unas líneas—, no disfruta de esa felicidad del festejo conjunto unánime de la música, del porque sí y se me canta. Canta el que sabe, el que escucha mueve la cabeza. Primera ley del rock nacional. Argentina, un país con rock nacional y deseos importados.

Sarmiento legó un famoso signo para las tragedias posteriores: argentino es anagrama de ignorante. Ser ignorante es vestirse con lo de fuera, sin desarrollar lo propio de un saber. Las escrituras en estas pampas cargan ese sinsaber, y de ahí refulgen sus muchas temperaturas. ¿Qué pasa cuando todo eso se condensa en una zona?

Signo es el ejemplo más perfecto de cómo las transiciones entre los grados producen los refucilos  por los que aparece la zona sin medidas. En algún momento, el amigo Luis lanza en torno a un libro sobre el origen del hombre y el arte: ¿No será que lo abstracto en la representación se manifiesta allí para tapar esa pesadilla recurrente de haber matado algo que le es similar, casi igual? No digo por culpa, sino para eliminar la posibilidad del fantasma, reducirlo a un signo.

 

Traduzcan al fantasma de haber matado por lo que llamo zona: esa pesadilla que vuelve y vuelve. Y si el signo es la manera de reducir eso, también es una forma de medirlo en grados cuantificables. En temperaturas altas o bajas. La escritura, como principio de realidad y tecnología de poder, ambienta ese retorno al que después llama literatura.

Pero cuando una obra se mueve entre grados de escritura y salta de uno a otro, para producir lo diferente, ya no hay temperaturas altas ni bajas. Es otra física. La metafísica del fantasma argentino diagramado con huesos de extranjeros.

Domingo Faustino Sarmiento puede ser anagrama de Maestro, fundió ideas originales.


 

***

 

Signo

Novela

Omar Genovese


I

En qué momento bajé la mirada y encontré los pies disueltos en agua. ¿Era la mirada inundada por alguna duda o solamente que la tormenta había abandonado su pose externa invadiendo el piso de la habitación? En qué momento quedé solo con lo que pensaba. En qué momento quedé solo por completo. ¿Cuánto tiempo sin hablar? ¿Cuánto sin tocar la piel de la mujer amada? Esa forma extraña que tiene la prisión del tiempo, más cuando avisa que todo está por terminar. La propia vida, toda vida, todo significado de la palabra vida. Porque detrás del espejo está la nada por venir, y al frente, este rostro manchado, estragado en ojeras, los ojos rojos, la barba rala, el mal gusto de la saliva por no poder dormir. O por las palabras atragantadas sin salida ni posibilidad de escucha.

Daño. Pensé en todo lo que destruí con gestos ampulosos de soberbia. Mi propia vida (y pensar en ella conjugaba un extraño verbo sin sentido), por ejemplo. Nunca tuve un objetivo más que desandar la sospecha de que no hay otro camino que el que está al frente. Caballo con anteojeras, bestia de tiro para volver a la soledad. ¿Alguna vez amamos?, era una de las últimas preguntas que hizo Luis antes de morirse. Quedó dormido para siempre en plena noche, tal vez un dolor súbito final, libre de agonía. Sorpresa sin oportunidad de verificar su contenido. A quién le da ganas de abrir el paquete secreto de la muerte, ¿eh? Al suicida, sí, pero es probable que en ese instante mínimo anterior al final, saque las manos de la caja con moño blanco incólume. Pero el regalo viene con nombre propio y no se aceptan rechazos en tal materia.

Efectivamente, levanté la vista y vi el espejo devolviendo a un hombre con los pies en la niebla sobre el piso. El pequeño pantano de la intimidad lucía peces de colores, tal vez carpas, tan luminosas como esquivas. Al mirar hacia abajo estaba el piso de madera, seco, pensé: “el contraste entre lo imaginario y lo real es una sutileza del borde”. Víctor Borde, Borderline Carlito, Carlito Way, El Carlo. Carlos Ricardo, el poeta, viajó a México para experimentar lo que es el peyote. Viajó para pegarse el viaje intergaláctico, y su heroísmo fue volver, regresarse a esta tierra estragada por el odio, la desesperación y los implantes de ideas. Porque si algo prende en esta sociedad del desquicio, casi como injerto voraz, es todo aquello que resulte extraño. Al argentino le gusta disfrazarse pero no va al corsódromo, no disfruta de esa felicidad del festejo conjunto unánime de la música, del porque sí y se me canta. Canta el que sabe, el que escucha mueve la cabeza. Primera ley del rock nacional. Argentina, un país con rock nacional y deseos importados.

Ah, ella, la gran ausente hasta ahora. Sus pómulos gatunos, la nariz respingada, la mirada al frente con todo el deseo al borde de las pestañas. Y la piel, blanca, suave y tensa, con el tibio rastro de un palpitar contenido. Me perdía su recuerdo en la penosa vorágine de abrazarla recordando cómo era eso tan íntimo y fugaz. Evocar es insuficiente, produce desesperación, pérdida de las dimensiones espaciales de cuando eso ocurrió. ¿Era tan alta? ¿Era su lengua ese sabor inconfundible para toda la eternidad? ¿Con qué más se puede amar a una mujer? El misterio va más allá de las formas, va mucho más lejos, supera ese instante en que transpirados nos fundíamos en un beso de placer tembloroso. Éramos los dos un uno exponencial, un uno con todo el infinito por delante. Hasta que llegó la triste oportunidad de la duda, del miedo al futuro, una nube de cuya maldad no supe prevenirme. Tal vez esa soledad derivada de su ausencia forzosa era la causante de ciertas alteraciones en lo cotidiano. La niebla a ras del piso, y otros sucesos.

El teléfono inalámbrico grita como animal encerrado. Debajo de las almohadas logro la nitidez de su queja.

-Hola.

-¿Estabas durmiendo?

-No, me desperté hace media hora, bah, creo que media hora.

-Ale, tengo que contarte algo.

(Era Luis, no entendía cómo podía ser él. Pero lo era, con toda la vitalidad apresurando las palabras. ¿Y si le preguntaba sobre esa imposibilidad? No, no debemos ser crueles con los muertos…)

-Dale.

-¿Viste la rubia tarada? ¿La de la librería El Quinteto?

-Sí, la que cree en la lluvia de satélites.

-Esa. Adiviná.

-No puedo, apenas comprendo lo que ocurre a mi alrededor…

-Se quedó el fin de semana en casa. Cocinó, bailó desnuda para mí, no sabés lo buena que es en la cama.

-Pero Luis… (Le estaba por explicar, pero no, no puedo decirle a un muerto que está muerto…)

-Eso sí, le dije que se llevara las tangas que colgó en la ducha. A mí no se me instalan así como así, después empiezan con los reclamos gremiales.

-Vos y el sindicato del flujo resbaloso.

-Jeje, esa es buena, tomo nota. Por otro lado, estamos en un momento jodido con este gobierno. Nos van a invadir los zombies, pero no zombies come cerebros, sino los que comen el lenguaje. Todo lo arruinan. Fijate. No me olvido del abrazo entre Gelman y Cristina, me recordó al de Castro y Costa Méndez al final de Malvinas. Quisiera verte para hablar de estos temas. Creo que más allá de las diferencias que podamos tener no somos “niños proletarios”- hasta allí llega nuestra cultura, después “de eso no habla”- sino niños de doble bind -que reciben dos enunciados contradictorios y enloquecedores- algo que no es ajeno a la psicosis, tendríamos que estar muertos -tal vez seríamos héroes- pero estructuramos nuestra ética en la psicosis. -(Y ahí, escuchándolo, se me dio una tristeza inesperada, ¿cómo hablar de la muerte con un muerto? Pero él no escuchaba mis pensamientos, y a la vez, ¿me oía? ¿Quién era nuestro oíme?)- La cultura debería dar un paso más de la frontera de lo que llamo ideología argentina, parafraseando a Sade. Para Lacan hay que tener valor, algo que los psicópatas estos desconocen. No estoy hablando de loquitos sueltos sino del estatuto que Lacan le da a la psicosis en Joyce, podés estar orgulloso de eso y tomarlo como regalo navideño.

-Gracias por tus palabras. Pero, falta para navidad. Y sí, nos tenemos que encontrar, cada vez que raspo la idiosincrasia intelectual argentina sale pus, el purulento grano de pensamiento correcto y que acepta verdades sin preguntarse por nada. Ni por la nada misma, que sería una forma pura de comenzar a interrogar. Coincido con vos, no somos ni niños ni proletarios, perdimos el vértigo del asombro, y todo lo contrario, creo que estamos en un vórtice de tristeza infinita. Hace poco leí un libro muy interesante de Hecho Atómico, una editorial chiquita, nueva, el título es: Gilgamesh o el comienzo del arte. Es entre filosofía y estética donde el autor interroga a la autoridad, tanto de los que dijeron esto es arte y de quienes soportan tal estructura de dominio dando por cierto que eso lo sea. El eso, la cosa en sí del arte, la remonta al relato de Gilgamesh, donde la literatura y la estética eran una sola. Luego me quedé pensando, en las migraciones comprobadas por el mapeo de ADN alrededor del mundo: ¿cómo migró el arte de continente a continente? ¿De qué manera la transformación física del homo sapiens alteró su mirada sobre lo contingente y llegó a la abstracción?

-Ah, pero qué lindas preguntas. Vos siempre me sorprendés con eso. Acá, ¿viste? En la soledad del departamento me hago preguntas pero me salen torcidas. Dale seguí…

-Según lo comprobado por el mapa genético, todos provenimos de la migración del centro y norte de África, hacia oriente, luego de oriente a Europa y más luego, por Alaska, se colonizó América hasta la Patagonia. Vale decir que nuestra población eliminada, los aborígenes originarios, eran los más jóvenes del planeta, aquellos que mutaron por último. Otro rasgo, la mutación fue adaptativa, de manera tal que alimentación y clima, produjo las modificaciones orgánicas que no se ven en el ADN (no existen allí) que son tan sutiles como ser negro, amarillo o piel roja. O sea, no hay razas, no existen como tales, lo único que realmente nos diferencia son sutiles trazas en el ADN que no tienen nada que ver con la transformación posterior y adaptativa. Hitler fue el epítome del bruto desesperado por matar. Pero ese libro tiene un pequeño dato terrible: entre la etapa anterior al Neolítico y Neolítico mismo aparecen rastros de arte con signos abstractos. Y es la etapa en la que los últimos homínidos similares al homo sapiens coexisten con él. Y lo que dice la antropología genética es contundente: el homo sapiens eliminó, se comió, a todos los parecidos pero que no eran de su estructura genética. Se comieron a los demás homínidos. ¿No será que lo abstracto en la representación se manifiesta allí para tapar esa pesadilla recurrente de haber matado algo que le es similar, casi igual? No digo por culpa, sino para eliminar la posibilidad del fantasma, reducirlo a un signo.

-No te creo mucho lo del vórtice de la tristeza infinita, sos muy literario para esta tierra de heideggerianos aliados al círculo viscoso depre que reproduce lo mismo con lo mismo, pronto no saldrá ni pus. Hay que tener cierta alegría para situarse un paso afuera. Mañana te llamo, ahí tocaron el timbre, debe ser la loca de la librería. Chau.

Colgó, pero antes de que ocurriera llegué a escuchar el sonido ambiente. Era viento, tal vez de tormenta, que agitaba un ambiente, los chasquidos parecían hojas de un cuaderno golpeándose por la fuerza de la intromisión. No me agité, solamente volví a mirar el piso y ahí mismo, otra vez la capa de niebla.

 

II

 

Siempre fracasé, incluso antes de comenzar a escribir, mucho antes. Si existe un todo que comienza, corresponde especular que todo se inició cuando me encontré con la esposa del escritor muerto. Ella creyó ver en mí la posibilidad de sus memorias. Pero cómo puede pensar esta mujer que soy capaz de reconstruir sus recuerdos, darles un orden lógico, cierto carácter trascendente, cuando estoy imposibilitado de retener en la memoria lo que hice apenas hace una hora. Cómo. ¿Cuál es mi nombre? Me dicen Ale, sí, pero es de Alexander, de Alejandro, de Alejo, de Alessandro… Si no me mencionaran “Ale” cada vez que recibo un llamado telefónico dudaría que soy ése mismo, más aún, retardo la respuesta para que el casual interlocutor lo mencione, lo invoque para dar entidad a lo que soy. Y ahí mismo represento, más por consideración que por interés, al personaje que el otro cree estar invocando. En eso soy mimético con el tono de voz, genero la pausa para con la persona que busca una respuesta. Adapto mi carácter al enunciado más que a su significado. Por ejemplo, si la voz distante sugiere tristeza simulo una depresión profunda, gutural. Es la manera que encuentro de ser solidario con la soledad del que busca a quien no soy. Porque en el fondo de todo este asunto enredado, no sé si soy o represento lo que debería ser, como una especie de hipótesis de lo definitivo para que alguien obtenga el sueño en paz, el descanso universal de los despreocupados.

La señora viuda, entonces, desde la opacidad profunda de sus ojos, dijo que necesitaba de mis servicios para expresar que, entre otras cosas, aún estaba enamorada del ausente. Más que extrañarlo lo invocaba. Más que invocarlo, lo sentía vívido entre los objetos de su casa. Le pedí que me mostrara esos ambientes animados por la presencia, pero se negó. Decía, no sin desconfiar, que había en el escenario de su hábitat una intimidad digna de respeto. Nadie debería invadirla. ¿Y si por otra presencia se rompía el diálogo mágico con tal manifestación extraña? Dos veces cómplice, dejé que argumentara toda su intención, lo que esperaba de alguien capaz de escribir, mientras ya ni recordaba su nombre. En esos casos dejo que el discurso del otro se reafirme, para que disfrute de la escucha, dando relieve a lo necesario moviendo apenas la cabeza, diciendo sí cada tanto. Algunas veces pongo cara de espejo, virtud de la que no siento orgullo, pero que manejo con habilidad natural. Cierta vez, lo reconozco, curioso por tal trance, intenté ver en un verdadero espejo cuál era mi aspecto especular. Debo decir la verdad: resulto transparente. Alcanzo a detectar cierto relieve incómodo por sobre los objetos reflejados del ambiente, pero no puedo percibir una imagen nítida de mí. Si me aparto, si salgo del ángulo de la superficie pura e inocente, sacudo la cabeza, refriego los brazos con las palmas de las manos de manera enérgica, y al volver estoy ahí, soy por fin. Pero no pasa lo mismo con los seres vivos, para ellos soy visible. Es extraño, como esa mujer refiriendo a seres malvados, operadores de un conjuro para acallarla. ¿Ellos serían los dueños de mi invisibilidad íntima? ¿Se trata de una pátina debida a cierta maldición o a la descomposición progresiva de la memoria? Pero lo terrible es cuando se combina la transparencia con el olvido de mi nombre, y entonces trato de pensar que se trata del anticipo de una muerte tan lenta como apaciguada, y el horror llega para ser olvidado en un círculo sin virtud alguna.

La señora, en cuyo rostro la blancura lunar parece tomar impulso, sugiere que celebremos un acuerdo. Que durante determinado tiempo nos reunamos para que la escuche, tome nota, y redacte aquella versión del pasado que necesita plasmar como irrepetible y valiosa. Creo que le dije que sí, que accedía a la tarea, o no me animé a negar, o guardé silencio, y ella con cierta satisfacción y expectativa, pagó la cuenta del lujoso bar para salir presurosa. Estuve sentado en esa mesa por dos horas, veía el tránsito de la calle tan lejano como una ventana encendida de un edificio distante en plena noche. El efecto “túnel oscuro” que sufría podía ser manifestación de cierto pánico: por primera vez tenía una obligación, algo para hacer. Se trataba de escuchar, tomar nota, luego escribir. Dar a lo dicho del otro una estructura lógica comprensible. Dudaba con el desafío, dudaba sobre la capacidad real de retener los conceptos o sucesos, temía que la transparencia imprevista atacara de nuevo e hiciera imposible la manipulación del lenguaje.

Esa noche, al llegar a mi departamento, abrí las ventanas para que circulara el aire convulsionado por la inminente tormenta. Relámpagos entre nubes blandían sus serpientes eléctricas con cientos de cabezas. Era un espectáculo imponente, en el que la naturaleza reafirmaba que la vanidad es tan superflua como la ambición. Justamente, al carecer de ambas, temía la disolución de la voluntad arrojándome a dormir como siempre, desmayado, sin posibilidad de pesadillas ni inquietudes. Dormía como un bebé, inconsciente de lo importante o lo pendiente. Dormía, como deben dormir los muertos para sentirse muertos. Pero esa misma noche, como primera y única, el sueño sería imposible. Quedé observando el espectáculo climático hasta que la lluvia comenzó su remolino de imágenes, arrojando por el aire objetos tan débiles como hojas, plásticos, algunas ropas arrancadas de una cuerda que alguien olvidó en un balcón. Cerré las ventanas, y en segundo plano la tormenta acarició con gestos de inusitada furia el pétalo de los vidrios, quería entrar y sacudir la frágil intimidad que trataba de resguardar. Fue entonces que encendí la luz del estudio, tomé una hoja y un lápiz de grafito duro para atenuar la caligrafía. Y escribí, con abigarrada y pequeña letra, escribí. ¿Era una carta o el testimonio del arrobamiento ante el acoso del temporal? Luego de varias líneas me detuve. Releí. Contemplé el aspecto gráfico y era bastante prolijo, había logrado la equidistancia y horizontalidad perfectas. Pero los rasgos se enmarañaban, traslucían cierta dificultad para conformar el gesto universal de la palabra, ése que traspasa generaciones humanas, ansiedades y pánicos a ser incomprendidos. En el párrafo refería a que una señora transparente, casi invisible, había alquilado una porción de mi memoria para deshacerse del pasado convirtiendo mi existencia de manera súbita en un pararrayos silente. Porque lo peor era que podía escribir y no hablar. ¿Y cómo había acordado con ella? ¿De qué manera me comuniqué? ¿O fue un intercambio de gestos alusivos?

Segrov era el nombre del ausente marido a evocar. Tan extraño como Zagrev, capital de Croacia, un país balcánico en estado de guerra permanente. Porque los croatas en vez de escribir párrafos prolijos en una hoja de blanco papel sin mácula cuentan los días, horas y minutos, para desatar la pasión de asesinar. Hay pueblos afectos al crimen como los gurkas. En un imaginario campeonato mundial de criminalidad, gurkas y croatas jugarían, a vida o muerte, una final con, al menos, un único sobreviviente que daría entidad al ganador. Segrov murió en el exilio sin estar exiliado, fue lo primero que ella trató de explicar: eligió ir a morir a otro lugar sabiéndose enfermo, morir con recato, como el perro agónico que se esconde en la casa para no preocupar al dueño. Pero la sociedad de este país pequeño, que no es Croacia, ¿sabía que era correspondida con un pudor tan íntimo? ¿Merecía el respeto de alguien que sabía de su final en un homenaje silente? ¿Segrov habrá perdido el habla en las últimas horas de su vida? Debe ser horrible morir mudo.

Volví sobre la hoja con el lápiz. Ataqué la estructura pálida con ganas súbitas de rellenar su espacio impúdico. Tanto blanco opuesto a lo nocturno convulsionado tras las ventanas. La tormenta estaba en su ápice de furia, resolvía las ecuaciones del agua con insólitos destellos y un ruido torpe por el que las gotas se extendían como ríos tímidos. Estaba escribiendo una carta, volví la mirada de lo externo con esa certeza. Era una carta para Segrov que, en algún lugar de la ciudad, paseaba su presencia esquiva entre los objetos de una casa. Comencé a referirle los sucesos con precisión: su mujer había llegado a mí al coincidir la distracción en un museo. Yo miraba el cuadro imponente del artista francés, allí las volutas del movimiento tomaban el impulso de un orden inestable. Impresionado, como si los personajes se arrojaran a mis brazos pidiendo ayuda, alejé la mirada para percibir algo más, notaba que el cuadro exigía respeto. Y allí tropecé con la señora, pedí disculpas, le dije: el cuadro parece atacar las formas de todo lo conocido. Ella, diminuta y frágil, sonrió permisiva, más sorprendida por la frase que por el ínfimo accidente. Segrov, escribí, eso fue obra de algo casual, ¿usted creyó en el destino? Y si lo hizo, ¿cómo logró manipular la expectativa por él? Porque en el silencio del que no puede hablar el destino obra como una fortaleza al borde del derrumbe, cuando la consistencia de lo resguardado rueda por el infinito abismo del tiempo.

Doblé la hoja prolijamente en tres partes, tomé un sobre y la introduje en él. Mojé con saliva la solapa autoadhesiva y lo cerré. Al frente escribí Segrov y apoyé la carta entre los retratos sobre la única repisa frente al escritorio. Allí descansaba el retrato de mi madre, sus ojos claros mirando el desasosiego de la cámara, cuando aún era joven, antes de que la locura se hiciera con sus sueños. Mamá se llamaba Amri, pero yo, ¿cuál era mi nombre? Y de ser Ale, ¿apócope de cuál nombre? No había firmado la carta, no hacía falta. Sin dirección, el sobre contenía la expectativa de un viaje imposible, sin destino. Como el que me tocaba en suerte, encerrado en el pliegue de la noche, a merced de la ignorancia sobre mí. ¿Recordaría si trabajaba con la memoria de la esposa de Segrov? ¿Podría la escritura de la evocación ser el germen para combatir el olvido? La lluvia continuaba, ahora con cierto orden, como un coro rumoreando chismes sobre el director de la orquesta.

 

III

 

Según el diario hoy es sábado. Apareció por debajo de la puerta, como todos los días. Siempre leo sus páginas con temor, es demasiada la actividad de las personas, exceden la capacidad de un solo sujeto para comprender tanto afán para la destrucción y el sufrimiento. Es que ya estamos en el octavo año de la guerra que no afecta al país, todo lo contrario, pero el estado de bienestar que el comercio ofrece por la devastación no compensa con la certeza de tanto daño esparcido como esporas sedientas de vida. A las diez páginas de repasar títulos y desdeñar párrafos, leo un nombre y siento una alarmante sensación de conocimiento. C. Gnilief, profesor emérito de la Universidad de Baires, ha muerto. Joven, demasiado para morir, como los miles de soldados niños que envían a los campos de batalla europeos. Sufrió una enfermedad prolongada, guardó silencio, y sus amigos lo frecuentaron hasta unos días antes del final, creyendo que sobrevivía al amparo de los tratamientos médicos. Gnilief fue un hombre discreto para el dolor y apasionado con su trabajo. Enseñaba, escribía, conjeturaba al escaso mundillo intelectual de época, algo tan transitorio como opaco, tan imbécil como oportunista. Su lista de enemigos la recordaba exultante, hacía gala de cierta capacidad para irritar a los mediocres. Por un instante tuve la certeza absoluta de haberlo conocido, escuchar su voz acaballada en el fraseo natural entre dos lenguas, a punto de decir en inglés lo pensado en castellano, y viceversa, siempre al límite de la mezcla insólita y sorprendente. Pero no, recordaba que su flaco cuerpo resistía a lo inoportuno, era él, lo sabía bien, un mensajero del pasado. Tomé la tijera del cajón de objetos útiles, recorté su foto de la página del diario y la coloqué apoyada en el borde del retrato de Amri, al otro lado de la carta sin dirección que, inclinada, ofrecía su aspecto de insecto inmóvil, casi seco. Estaban ahí, tres mojones como posibilidad para volver sobre lo que fui o podría ser.

Sentía frío, llegaba el otoño sin dudas y eso desataba cierta percepción agradable, distendida, asociada a la integridad traslúcida del hielo. Algo a lo que no estaba habituado, había por fin cierto atisbo de experimentar eso que definían como felicidad, aunque la noticia de la muerte de Gnilief era terrible, presumía que alguna vez habíamos hablado del tema. Una tarde de verano, acodados en un balcón, viendo la diminuta actividad de los caminantes, erráticos, dispersos, siempre torpes. La intimidad que brinda contemplar lo humano en una escala menor resulta edificante, da importancia a lo dicho, más relevancia. Las palabras flotando toman así dimensión, como una nube buscando el límite del cielo. Cúmulus nimbus. Como los de aquella pintura en el museo, servían de trasfondo, evocando una atmósfera de una profundidad inalcanzable, donde toda divinidad sabría esconderse con picardía. Sobre la certeza de que tal diálogo había ocurrido no tenía dudas, sí de que lo dicho fuera exactamente la reverberación que ahora percibía. Daño, elementos, arrepentimiento, sonaban como términos adecuados a la circunstancia, pero se agregaban otros: espacio, cordialidad, astucia, y un fragmento, “subimos lo suficiente para saber que la caída era irremediable”. ¿Por qué habrá dicho eso Gnilief? ¿Algo sobre su pasado lo preocupaba? Porque las peores conclusiones son aquellas en las que nuestra voluntad carece de efectividad, el pasado es la muestra recurrente. En mi caso, el pasado viene por párrafos, entre líneas, para evadirse en un circuito alimentado por la incertidumbre. Esta mujer, por caso, cuándo, cómo, de qué manera la volveré a encontrar. Revisé los bolsillos de mi saco y no encontré papel alguno con sus datos.

La guerra indoeuropea era el abandono de la efectividad límpida con que la tecnología había llegado a despreciar el cuerpo a cuerpo. En tal materia, de tantas aristas y variables, la pasión por ejecutar la muerte había retrocedido a una época revisionista. Los analistas militares midieron el gasto militar con la capacidad real de ocupar un territorio. El resultado fue un descalabro de intermediación innecesaria, donde se destacaba que para colocar a un hombre en el campo de batalla, pertrechado, listo para el combate, se enriquecían una cadena de empresas de cuyos servicios se podía prescindir. La conclusión fue lapidaria: “necesitamos un sujeto que elimine a otros sujetos sin importar el método o la forma”. Los que resistían, y que fueron sospechados de cómplices del circuito de enriquecimiento, argumentaron en contra, “esa afirmación nos lleva al hombre bomba”. ¿Y cuál fue la solución que los dejó impávidos? El niño guerrero, el niño soldado sin culpa ni límite, sin moral ni ética, sin memoria, también sin apego a placer alguno de la existencia de un hombre maduro. Señores, concluyeron los asesores militares de la nueva época, el niño guerrero nos devuelve al concepto de la efectividad insectívora. Ocho años de lucha en trincheras, en pueblos y ciudades, en bosques, montañas, playas, lagos. Ocho años enfrentando niños mejorados por proteínas, enzimas y drogas específicas. Niños menores de doce, oficiales y suboficiales hasta los trece. Y a los catorce, cuando la entrada a la adolescencia alteraba el metabolismo implantando dudas de toda especie, y habiendo sobrevivido, se los recluía en casas de educación para el lavado de recuerdos. Las denuncias periodísticas mencionaban ciertos signos de un traumatismo emocional severo, pero más por la dilución en tinieblas (que a lo sumo reaparecían como turbias pesadillas) de todas las atrocidades cometidas. El sujeto post niño soldado sufría en el esfuerzo inútil por reencontrar la lógica de lo ocurrido, tenía imágenes parciales, inconclusas, como el olor de la sangre, de la pólvora, el terrible sonido del ronquido final de una víctima, pero no la integridad del cuerpo destrozado, el efecto visual completo como consecuencia de su acción bélica precisa. Los menos, se suicidaban; los otros, los vivientes, se convertían en maquetas de un ser creciendo a la sombra de dudas que obraban como un velo. No eran ciegos, y perduraban sin comprender qué era eso que yacía en el interior de la caverna opaca, sinónimo de cerebro, denominación propagandista de la AIDI, Asociación Internacional de Defensa de la Infancia.

Sonaba el teléfono, con sus grititos de pájaro, pero amortiguado por alguna prenda o libro. Insistía con la tozudez de algo enjaulado, ser sonoro que portaba el mensaje aéreo de un universo cada vez más complejo e impredecible.

¬-¿Ale Segenov? –y la voz de la dama llegó desde una infinitud de otro tiempo.

-Sí. Soy yo…

-Habla Airam, ¿me recuerda?

-Sí, sí, esperaba su llamado.

-Bien. ¿Nos podemos encontrar en el bar El Corazón Triste? Mañana, alrededor de las tres de la tarde. ¿Puede?

-Sí, espere que tomo nota… Listo, mañana entonces.

-Hasta mañana.

Coloqué el pedazo de papel garabateado por delante del retrato de Amri, allí estaría a salvo, secundado por la carta sin dirección y la foto recortada del diario.

 

IV

 

No todos pasan a la historia. Pero los escritores tienen la virtud de forzar tal crueldad, para finalmente lograr que la historia amplíe sus fronteras dando cobijo a vidas efímeras, laterales, incluso fantásticas, estableciendo una relación esquiva entre la memoria documental y aquella enriquecida por la imaginación. Qué parte de mi propio pasado, heredado en cartas y comentarios familiares, puede invadir la escritura; y qué otra proviene de lo imaginado en momentos de desorientación, producto de errar en el territorio de la duda. Un misterio que refluye, como una corriente por debajo de los ámbitos en cuyas atmósferas se construye lo contingente, esa forma del transcurrir que adopta rasgos de un momento único, privilegiado, pero que al finalizar, dejan una impresión de insignificancia apabullante. Fue por eso que quité el reloj de pared cuyo sonido, segundo tras segundo, indicaba el flujo con el que se construye el pasado inmediato. Tal latido negaba la posibilidad cierta del silencio, ya para leer, escribir, o contemplar el cielo inquieto tras el ventanal, que no deja de pintarse con paletas extrañas, convulsas. Es así que soy dueño de un silencio propio, inestable, pero extenso. Algunas veces disminuyo la fuerza de la respiración, incorporo su atenuante para que la nada misma sea tangible, pero un ruido en el edificio, la intimidad de los vecinos explayándose, imposibilita que todo sea la inmovilidad perfecta, la foto sin platina ni mecanismo alguno, la esencia del cuadro sin pintor.

Para evitar la desorientación, comencé a escribir en el pequeño escritorio que tiene por encima, y a la altura de mi cabeza mientras estoy sentado, la repisa con el retrato de Amri, la carta sin dirección a su derecha, el recorte del diario con la foto a izquierda y por delante, apoyado, el recorte de papel con el nombre del bar. Pero antes de escribir tomé el manoseado ejemplar de La lucha de los héroes de Segrov y lo abrí hacia la mitad, comencé a leer. “El rey Nih Yan Gao vivió entre los siglos II y I anteriores a Cristo. Conocía los límites de su país, así como la navegación a vela por los mares que circundaban la insondable costa del extremo oriente. Luego de años de guerra, de someter a los pueblos más rebeldes a su autoridad, había ingresado en un cono de incertidumbre que podía adjudicarse a la falta de acción guerrera como también a la percepción de que el poder en sí mismo era esa falsa expectativa que lo llevaba a la aventura, pero nada más. Nih Yan había tomado conciencia: su esfuerzo por la conquista, los desafíos y sangre derramada, nada significaban ante el hastío de haberlo logrado, ser él, el gran monarca de una época irrepetible. No sin tristeza caminaba por los jardines más exóticos, refundado una y otra vez por los ejemplares que él mismo usurpara en los territorios sometidos. Había allí pájaros multicolores, animales salvajes de extraña contextura, y un palacio enorme, amurallado, donde supo guardar de las miradas de otros hombres a las más hermosas doncellas tomadas como rehenes para garantizar la fidelidad de los pueblos conquistados. La construcción era un abismo en su alma pues las jóvenes nunca aceptaron su nueva condición llorando, siempre lloraban, eran una verdadera catarata de lágrimas todo el día, y más aún en la noche, cuando Nih Yan se deslizaba por un túnel para intentar arrebatar a la belleza la participación consentida en el acto más primitivo y obsesivo del hombre. Pero su hombría era menoscabada por los gritos de dolor y las lágrimas. Cuando al despertar de un sueño y ponerse de pie en sus aposentos, notó que el río del llanto mojaba sus pies, esto colmó su paciencia y decidió poner fin al sufrimiento, el suyo, de manera definitiva. Ordenó a su guardia de corps la inmediata muerte de todas las lloronas, que sus corazones arrancados se colocaran en vasijas, y que una caravana paseara el ejemplo por todos los caminos del reino. Pensó que de esta manera espantaría a los espíritus que le impedían acceder a un amor, uno solo, correspondido. La masacre se realizó con prolijidad y la infame caravana tardó años en demostrar el horror de un desaire. Nih Yao, desde entonces, paseaba por su jardín hasta detenerse frente a la pequeña fortaleza abandonada, agudizando el oído, observando las escalinatas, verificando que ninguna lágrima asomara amenazante.” Cerré el libro suspirando, un poco porque Segrov me apabullaba, otro poco porque la existencia de semejante rey resultaba patética, empequeñecida por una soledad tan mágica como irremediable. Y también, dudaba que su fin último fuera la soledad más profunda, acaso sus actos lo llevaban al castigo por el sufrimiento infligido, un torbellino de secuelas mecían su existencia hasta hacerla insoportable.

Tomé una hoja de papel carta reluciente en su blanco antinatural y el lápiz de blando grafito con punta nueva, comencé escribir: “Mi habitación recurre a un orden que favorece la incógnita. Todo está a mano, la luz, los objetos, también las marcas de mi actividad de la que olvido los detalles. ¿Cómo fue que comí? ¿En qué momento lavé mi cuerpo y cambié de ropas? ¿A qué se deben esos libros apilados en una silla? Tengo frente a mí el retrato de mamá, Amri, a su derecha está la foto de Gnilief recortada del diario, a izquierda la carta sin dirección para Segrov, que también ha muerto, y por delante, apoyado de manera inestable, un pequeño papel garabateado con el nombre de un bar, con fecha y hora para un encuentro sobre la memoria de otra persona.” Levanté la vista y observé los objetos que había descripto en el texto. Se disponían como lo había escrito, el retrato de mamá, a su derecha la foto de Gnilief, a izquierda la carta en el sobre sin dirección con el nombre de Segrov escrito al frente, y por delante, el triste papelucho donde se leía Bar El Corazón Triste, mañana, quince horas.

No había transcurrido movimiento alguno de mi parte más que el hecho de escribir cómo se disponían ellos mismos pero de manera invertida, y allí estaban, en esa nueva posición. Volví sobre lo escrito y releí, levanté la mirada y reconocí la disposición otra vez. No puedo explicarlo, pero un impulso imprevisto me llevó a retomar la hoja, recorrer con el lápiz y tachar, tachar lo escrito y recomenzar desde donde describía el nuevo orden de las cosas: “frente a mí el retrato de mamá, Amri, a izquierda está la foto de Gnilief, a derecha una carta para Segrov, que está muerto y cuyo contenido nunca llegará a sus ojos, y al frente, un papel pequeño con el nombre del bar al que debo concurrir mañana, por la tarde.” Tardé unos segundos en levantar la cabeza para ver qué ocurría en la repisa, no por temor, sino porque pensé que lo escrito necesitaba de cierto respeto en su ejecución exógena. Y lo hice, fijé la vista en el estante, donde el retrato seguía central, a izquierda la foto de Gnilief, a derecha la carta dentro del sobre cerrado y el nombre Segrov escrito al frente, y el pequeño papel, garabateado, por delante, como un aviso del futuro inmediato. Sí, había escrito dos veces aquello que la realidad se ocupó en confirmar: lo material correspondía con lo escrito de manera inmediata. Lo escrito ordenaba la realidad.