Locópolis o la escritura contra el poder psiquiátrico - Mathías Iguiniz
Sobre La
ciudad de los locos, del periodista y escritor Juan José de Soiza Reilly
(Paysandú, 1879-Buenos Aires, 1959), podría decirse lo mismo que Italo Calvino
apuntó a propósito de Cándido, de
Voltaire: “Con velocidad y ligereza, una sucesión de
desgracias, suplicios, masacres corre por las páginas, rebota de un capítulo a
otro, se ramifica y multiplica sin provocar en la emotividad del lector otro
efecto que el de una vitalidad divertida y primordial”. La nouvelle que Soiza Reilly publicó en Barcelona en 1914 tiene algo
de esta enérgica profusión imaginativa y delirante. Se desenvuelve en varios
escenarios –Buenos Aires y París– y ofrece un amplio elenco de personajes, que
emergen y desaparecen librados a los arbitrios de la trama. La novela funciona
como una acumulación de desastres y malentendidos, inversiones y retorcimientos
de la intriga, digresiones e irrupciones absurdas. También como una fuerte
crítica a las instituciones de su tiempo: La
ciudad de los locos incluye una descripción brutal del poder psiquiátrico y
sus métodos de “curación”.
Una
narración sobre la evasión del aburrimiento, escrita contra el aburrimiento. Tartarín Moreira, el protagonista, “es un
caballero de veintitrés años, muy elegante, muy moderno”, cuyo móvil en la vida
es divertirse a cualquier precio junto a su patota: divertirse bárbaramente. Además, “Tartarín Moreira era descendiente de gauchos y de franceses”, pues es
descendiente del gaucho Juan Moreira, protagonista de la popular novela homónima,
de Eduardo Gutiérrez, por el lado criollo; de Tartarín de Tarascón, protagonista
de Aventuras prodigiosas de Tartarín de
Tarascón, de Alphonse Daudet, por el lado francés. El personaje ‒heterodoxa
traducción rioplatense del dandy europeo, que vive en función del desorden
social– sufre múltiples transformaciones a lo largo del texto, hasta llegar a
convertirse en una especie de apóstol de una comunidad de “anormales”.
También, decía, una novela contra el aburrimiento, porque fue concebida originalmente como
publicación de folletín, por entregas, lo que explica en parte el singular
manejo (o abandono, según se lo mire) de la trama.
La inutilidad de los libros
Luego de dedicar el libro a sus compañeros de la
revista “Fray Mocho”, Soiza Reilly dice en el prólogo: “Esta novela no podrá
ser medida por las gentes normales. Los imbéciles no la comprenderán. Los que
sólo creen en la belleza de la línea sin curvas, dirán que fue escrita por un
loco. Aquellos que para comprender a un personaje necesitan descripciones
prolijas, se horrorizarán. Los que para compenetrarse de la vida de los
protagonistas novelescos, ha menester de la cronología, de la claridad, de la
lógica y de la simetría, deben encerrar este libro bajo llave. Tal vez sus
hijos lleguen a conquistarse, por el refinamiento del dinero, el honor de
entenderlo”.
Se trata de una poética por la negativa: la nouvelle se define por lo que no es, por
lo que no tiene. De alguna forma, el “chaleco de fuerza” del que Soiza Reilly
quiere liberarse responde al modelo de la novela decimonónica, con sus premisas
de la estructura lineal y el principio de verosimilitud. La ciudad de los locos se despliega como un discurso en devenir,
lleno de acción y peripecias, cuya “lógica” refleja la espontaneidad del
delirio. El fatalismo oculta la ironía del periodista que adopta, no del todo
convencido, la investidura de escritor, y que en cambio asume de antemano –para
decirlo con palabras de Roberto Arlt, quien fuera su confeso admirador– “la
inutilidad de los libros”. Dice Soiza Reilly poco más adelante: “Tiro este
libro a la posteridad. Es decir, al Olvido”.
El arte de divertirse bárbaramente
La novela comienza en el Capítulo V, titulado
“Empieza la novela”. Los apartados precedentes (“Cuatro pinceladas para crear
al personaje”) son narrados por Agapito Candileja, pseudónimo que Soiza Reilly
importa desde su trabajo como periodista en Caras
y Caretas. Prevalece, entonces, el tráfico entre soportes y géneros, lo que
borra las divisiones entre consumo de masas y cultura libresca. A su vez, estos
capítulos ponderan el carácter metaficcional del texto, que invita a formar
parte del laboratorio de la construcción novelesca. Esta suerte de introducción
es la metáfora, también, del encuentro de dos mundos: la insolencia
aristocrática de Tartarín y la vida prosaica del periodista, habituado “a estar
siempre entre sinvergüenzas, ladrones y asesinos”.
El título, que refiere a las “aventuras” de
Tartarín, engaña. En el caso del protagonista son aventuras del aburrimiento,
del tiempo libre o del nada que hacer: son las aventuras del decadentismo. Todo
en Tartarín es excesivo, grotesco, fuera de lugar. Impone su voluntad,
trasgrede la ley e impone –con dinero–– su propia ley. Tartarín es derroche,
gasto de energía, ejercicio gratuito de la violencia, merodear improductivo por
conventillos y salones. Es el signo opuesto de su sangre gaucha, ya que Juan
Moreira lleva una vida errante justamente por las injusticias del poder: se
vuelve prófugo de la justicia por matar en nombre de su ley. El protagonista es
una articulación monstruosa y contradictoria de diversas tradiciones
literarias, coexistentes en una escritura que hace del delirio una operación
política y estética.
Diversiones científicas
La ciudad de los
locos cruza de manera disparatada literatura y
discurso clínico. Jacinto Rosa, que ya viejo se casa con una viuda que tiene un
hijo –Tartarín Moreira– es director de un manicomio. Él usa a su hijastro como
conejillo para un experimento basado en la teoría de que “de la suprema idiotez
debe surgir la suprema sabiduría”. A través de la inoculación de un líquido en
la base del cráneo el doctor pretende agrandar la inteligencia, haciendo nacer
el genio. El experimento es un fracaso, ya que convierte a Tartarín en un ser
furioso, una máquina de destrucción. Es declarado loco e internado en el
hospicio que dirige el propio Rosa. Michel Foucault afirma que, a principios
del siglo XIX, aparece de manera repentina en Francia un criterio nuevo de
reconocimiento y atribución de la locura: “lo que caracteriza al loco, el
elemento por el cual se le atribuye la locura a partir de comienzos del siglo
XIX, digamos que es la insurrección de la fuerza, el hecho de que en él se
desencadena cierta fuerza, no dominada y quizás indominable” (El poder psiquiátrico).
La terapéutica psiquiátrica consiste en detener la
fuerza, lo que se retrata en el Capítulo VI, titulado “Diversiones científicas”.
Allí tiene lugar el siguiente diálogo:
-¿Quieren tener
ustedes la bondad de quitarme esta faja? ¿Por qué me torturan? Si creen que
estoy loco, cúrenme… Pero cúrenme honestamente con drogas y con venenos, pero
no con chalecos. -Le daremos una inyección para que no sufra –respondió el practicante
que hablaba como un médico o como un aprendiz de veterinario. -¿Inyección? ¿Y
para qué me van a dar una inyección? -Para que no sufra. Así no gritará. -Vea,
señor practicante –interrumpió uno de los locos que asistían a esta escena. Permítame
a usted que le dé un consejo. Yo, en mi juventud, fui zapatero, y conozco la
vida… Me parece, señor practicante, que para no hacer sufrir a este pobre loco,
en vez de darle una inyección, convendría sacarle el chaleco… Vale más eliminar
la causa del dolor que hacer cesar los gritos que el dolor produce.
Los límites entre cordura y locura se vuelven
indiscernibles, y la ciencia se erige como portadora de una verdad que carece
de ética: un dispositivo de tortura que, arrogándose la distribución entre
sanos y enfermos, somete los cuerpos y las almas.
La fundación de Locópolis
Josefina Ludmer afirma que, con La ciudad de los locos, “nace la novela
satírica y utópica” (El cuerpo del delito). Luego de tres años de
internación, Tartarín se convierte en líder, proponiendo la fuga del manicomio
en un discurso que pronuncia desde arriba de un árbol. El plan consiste en
escapar a la medianoche y fundar una comunidad ideal, retirada de la sociedad,
por fuera del mapa. La fuga es una vía de evasión de la modernidad y de las
tiranías que infringe la psiquiatría sobre el cuerpo de los pacientes; en
definitiva, un intento de abandonar el espacio disciplinario del poder para alcanzar,
de una vez, la libertad. En este sentido, la función utópica es una fuerza
movilizadora: “Corrieron mucho. Mucho… Atravesaron campos. Y, guiados por
Tartarín, fueron a dar detrás de un bosque, a la orilla del mar…Nadie llegaría
a sorprenderlos. Estaban lejos de toda población, y ocultos por los árboles”. El
autor imprime nuevos giros a la trama, pero conviene quedarse con esta escena
paradigmática: los “anormales” lanzados a la invención de otros modos del vivir
juntos, en un acto radical de renunciamiento a la sociedad envenenada de su
tiempo.