Albedo - Agustín Conde de Boeck


Presentación de Agustín Conde De Boeck - M. Ignacio Moyano Palacio

 Hay un ABC de la literatura y todos lo buscamos en algún momento de nuestra vida. Hemos fatigado bosques y montañas, castillos desmoronados, sin techo, islas desiertas y vidas infrahumanas. Hemos andado y andado, con tal de dar con el fuego sagrado. Hasta que descreímos.

Hasta el año 2019, me había yo convencido de que el ABC era una mitología de letrados en chancletas, un consuelo para pobres, un cuento que pertenecía al cansancio y a la religión. Hasta el año 2019, yo simplemente veía procedimientos y sentidos, efectos textuales. Hasta ese año, el ABC literario me recordaba un fervor adolescente del que me arrepentía en privado en mis noches de hastío y neón.

Pero en el año 2019 le conocí y me dijo: sí, hay un ABC de la literatura: es el ABCD —con el paso de los días, las letras se hicieron iniciales: Agustín Conde De Boeck. Y volví yo a creer: en excesos.

Pero, ¿fue el 2019 o el 2017? Bueno, ya no recuerdo bien. Me remito a los axiomas para esquivar mi frágil memoria.

Con sus novelas, sus ensayos, sus talleres de lectura y su Maestría en Ciencias Hidalgas, Agustín Conde De Boeck inició el cambio de toda la literatura uruguaya, es decir, el cambio de toda la literatura argentina que, desde largos años ha, fluye subterráneamente en la región entre litio y cavernícolas. Arrinconado por las demandas del new weird, el cyberpunk, el cosmic horror, la ciencia ficción (gaucha y gringa) y el detritus de lo que quedó de la autoficción con sus periodistas pagos y sus jueguitos con y contra los géneros literarios, nuestro jefe espiritual absorbió todo eso pero le dio la espalda. Señaló la tierra mítica y la refundó. Diseñó el único y verdadero género, el gótico de folletín.

Por eso, su gesto como autor es descomunal: en pleno siglo XXI, se convirtió en el escritor latinoamericano más importante de 1932.

La Novela Rota se excede al dar a conocer al gran público páginas de la gigantesca Albedo —una novela del tamaño de una piedra medieval. Una presentación del mismo autor me obliga a una reverencia plumífera y a ceder la palabra de presentación.

 

Sobre Albedo - Agustín Conde de Boeck

Todo muy irracional. Albedo es la novela que continúa a Nigredo (y la arruina). Donde su predecesora era una panfletín de cien páginas, la que le sigue tiene como mil por razones pueriles de acumulación y vagancia: demasiado aristocrático como para ponerme a cortar, me es más fácil agregarle ociosos episodios. ¿Qué culpa tengo yo de haber nacido hidalgo pobre?

La vergüenza de ser el putrefactotum de un romanetto demasiado fino para el fariseo presente no impide que uno lo escriba igual… y que incluso, cuando todo dicta que debiera ser más y más breve para hacerlo un objeto subordinado a las hormas de alguna economía (aunque ya de por sí fuera una economía jupiterina), terminar haciéndolo más y más largo, por puro afán de facundia, y, después, quedarse con el novelón bien empotrado entre las nalgas.

Albedo se subtitula “Manual muñequizado de rituales”. Es una obra sobre marionetas y sobre la demiurgia que puede justificar una ciencia de la marionetística. Mis padres tuvieron ese oficio en algún momento, practicaron la menestralía del muñeco, de modo que al escribir sobre el tema me muevo en las legatarias y seguras aguas del linaje, como suelo hacer. Nací para heredero derrochador, pero tengo que humillarme trabajando, porque de herencia sólo tengo la facilidad genética para herniarme. La novela es larga porque sí y para que a los que la lean les pese en los brazos y aprendan a sacrificarse físicamente. Tuve un maestro astral que me enseñó a ser un frívolo con estos tres dictámenes: libros gordos, estética refinada y decorar todo con guarangadas plebeyas para que no falte nada.

Ambientación: una lunfarda y rococó década del treinta (el gótico de la Década Infame es el mejor género que tenemos, así que me subordino a sus reglas de desordenación). Un deprimido albino estudia con un maestro caligaresco el arte de las marionetas. Marionetas medievales que intrigan en castillos de cartón. Eso es todo. Y así por mil páginas, llenas de hermosuras y adamasquinadas sagas palaciegas y cortesanos bailes. Cómprenla, compren mi folletín de mala muerte. Necesito pagarle a un científico loco para que me extraiga las muelas del juicio final y mi esposa exige kilos y kilos de mandarinas. Necesito dineros.

 

***

 

Albedo

Novela

Agustín Conde de Boeck

  

II. Y atenderás en una mercería nocturna por toda la eternidad

A esta escena hay que verla como si todo hubiera sido drenado de su color. Noches como en gama de grises. Todo en una profunda afinidad hibernada con el mes de julio y la predisposición del humor cansino de ese mes para caer en el delirio privado.

Estamos en otro lugar, pero parecido al anterior.

El viento hacía temblequear los marcos de la claraboya y su pulverulento cristal con tanta fuerza como lo hubiera podido hacer un tren que cruzara al galope por encima del techo. Todos los huesos de la recámara estaban a pleno crujir. En la mercería de Signor Malosetti, Aldebarán De Mauro, albino y arcaizado, pasaba las horas tras un mostrador pulgoso. El recinto, vacío, oscuro como una mina de carbón y más parecido a un bodegón abandonado que a un bazar de menudencias, yacía empotrado en la buhardilla de una alta casa sita a mitad de una interminable cortada arrabalera. Viviendas con ventanas tapiadas se elevaban a cada lado. Adentro de muchas de las casas del barrio malvivían estirpes enteras de alimañas.

Signor Malosetti obligaba a su pobre empleado a ir de galera y levita por cuestiones de antojadiza etiqueta, aunque nadie había visto tales piezas de indumentaria desde hacía seis largos lustros. Anacrónico, fantochizado como un espantapájaros, el dependiente bilioso trabajaba todo el turno noche en una conurbación donde anochecía a las cuatro de la tarde y amanecía a las ocho de la matina (Buenos Aires es tan grande que cada milenario barrio tiene clima y husos diferentes: esta escrofulosa arrabalería meridional quedaba más cerca de la macilenta y sanguinaria Mongolia que del centro de la ciudad). Signor Malosetti, por su parte, tenía un siglo de vida e iba para dos. Iniciado alguna vez en misterios crípticos que lo condujeron a instalar una mercería inútil en las coordenadas simbólicas de un distrito maligno del mapa, hoy todo ese contenido de una mente sobretrabajada en arcanos yacía sepultado bajo el estupor muscular de una vejez que ya había pasado todas las fases de la senectud para arribar, finalmente, a una fase nueva, de introspección casi mineral. Vegetaba en la casa vecina a su mercería, una casa que era una antigualla mamarracheada donde las ratas organizaban bailes nocturnos. Allí arrastraba sus pies de un lado a otro, subiendo y bajando escalerillas, encorvado como un gancho, satisfecho de saber que su absurda mercería, al lado, era atendida toda la noche por un dependiente tan fiel e influenciable (atributos proverbiales de todo albino) que había accedido a someterse incluso a las bizarras directivas de vestuario que le habían sido impuestas.

El vejetrasto, retirado del negocio, ya había comprado su ataúd y lo guardaba bajo la catrera, dándole el uso de caja para guardar fotos vetustas (algunas con ojos pinchados por alfileres o con los rostros recortados) desde donde le devolvía el miroteo su espantosa estirpe transatlántica, caras sepia y borrosas provenientes del peor lugar de Italia. Como un egipcio a su sarcófago, guardaba celosamente ese catafalco infame seguro de que su precario maderamen, llegado el día de habitarlo, le garantizaría una eterna sobrevida fantasmal (los cementerios funcionan con esta arcaica legalidad: en cajones baratos, los muertos se cuecen en su jugo y no salen jamás; en cajones caros, salen a jugar esqueletizados y a corretearse entre los mausoleos, danzando mazurcas xilofonescas tocadas con tibias sobre las costillas… la riqueza terrible gana siempre al final).

En la casa vecina, luciendo el empilche de un fiambre en día de velorio, Aldebarán De Mauro, con cara de desahuciado, se acodaba sobre el mostrador de la mercería. En la sombra, permanecía en un silencio loco. El ventarrón afuera. La luz de la ventana le sombreaba los travesaños en la cara, dibujándole una cruz. La levita apolillada, la galera altísima y atropellada, todo de lo más torcido y desplanchado. Parecía un pituco del Ochenta que, por la impiadosa mano de la diosa Mishiadura, hubiera devenido linyera de un día para el otro y, desde entonces, hambreado, paseara sus huesos por la honda barriada, con el atado de posesiones al hombro y las tascas huecas, sin haberse cambiado nunca jamás el guadarropas bacán que le cubría la triste humanidad.

Bajo los techos altísimos de ese desván, daba pena verlo perder sus años mozos en señoriales fantasías. Sobre el mostrador tenía abierto de par en par una edición desportillada del viejo Mad Trist, ese romance novelado bajo cuyo hechizo fatídico tantos han caído y han quedado reducidos incluso a la catatonia. Como una máquina para nerviosos y melancólicos, el relato caballeresco se abría paso ruminando por las circunvoluciones de su psique excitable… ese cerebro suyo guiado al ciento por ciento por el morbus enfermizo de traumas intangibles y raras costumbres de invernadero… Mad Trist: viejo romance y malicioso sueño, deleitable fruto para el masoquista aferrado al fracaso crónico. Él lo leía de atrás para adelante, a veces a la luz de una bujía; otras en la oscuridad plena, adivinando las formas y transformaciones de las letras que ya tenía impresas de memoria en los ojos. Sus páginas feudales decían cosas que impactaban directamente y sin paradas en el corazón de su cerebro susceptible. Un personaje, por ejemplo, envolviéndose en su capa, decía, hierático: “Un dios me habla, pero no es vuestro dios” o “Soy el clown de Dios”. Otro, un villano de parla abracadabrante, decía: “Esta cara no es mi verdadera cara. Ésta no es mi cara”, y de un tirón se arrancaba una careta que durante meses los demás habían creído un rostro real de carne y sangre. Un hijo rencoroso, mientras le mordía el cuello a la madre para extraerle toda la sangre, clamaba: “soy de origen inferior, no soy tu hijo, soy hijo de la criada”. Y ella, en su último suspiro de agonía: “No, no, eras hijo de un príncipe: siempre fuiste de origen superior”. Un novelón lleno de secretos y equívocos y sornas áticas que cualquier otro lector hubiera arrojado al fuego, pero que en el temple de un introspectivo mistongo como Aldebarán De Mauro puede llegar a seducir de forma terminal y absoluta. Una novela en la que ocurría lo que no ocurría y no ocurría lo que ocurría. Así es el Mad Trist, libro favorito de Aldebarán: “lo amo”, pensaba, “porque no lo entiendo”, y seguía pensando lúgubremente: “su desorden magnífico, su chifladura mística, sus degeneraciones absurdas, su tétrico caballero-payaso, vestido con festoneados harapos, sus agonistas abismándose en sótanos, su reina loca que se decreta claustrófila…”.

Emparedarse en un recinto herméticamente sellado, encerrarse como una lechuza en un cajón en la oscuridad para dedicarse a leer una y otra vez una romancería arquitecturada por pasadizos angostos, turbios misterios, malestares secretos y sabiduría sotanesca… he aquí la felicidad absoluta. Lo extraño y lo exótico abriéndose paso a dentelladas por los subterráneos de la mente.

A las cuatro de la madrugada, Signor Malosetti daba una hora de recreo para que el pobre dependiente saliera a cenar. A saber qué imaginaba el mostrenco anciano que su empleado podría hallar abierto a esa hora, sin contar el sórdido figón que estaba a la vuelta y del que nadie decente salía sin un feite en el escracho. Entonces, el pobre Aldebarán, funebrero, arrastrando pies y manos (pero sin doblar las rodillas), vagaba por las oscurecidas calles en busca de algún establecimiento donde sentar torpemente su cuerpo y embodegar grasientos alimentos que mantuvieran andando la cuerda de sus órganos. En la medida en que caminaba sin rumbo y con la mente en un estado de flotación ensimismada, todos los días caía en un tugurio distinto y luego olvidaba dónde y qué había ingerido. A las cinco de la madrugada estaba nuevamente acodado en el mostrador de la mercería, esperando las tres deslucidas horas que tardaba el sol en hacer acto de presencia en esa barriada mustia. Porque en los bordes del Lobregal, el sol se levanta tarde como un poligriyo rubio y fiacún.

Aldebarán De Mauro: por su origen siracusano, debiera haber ostentado la pigmentación de un diablo turquesco, pero nació albino. No hay vida albina que no tuerza en algún momento y se vuelva triste drama, un drama de extrañas cualidades y, a veces, a fuerza de rencor (“¡y vine yo a nacer de esta suerte!”), una tragicomedia de audaces poderes mentales. Una vez él leyó acerca de un noruego (hijo de duques) que nació con melanismo: negro como una pantera… quizás fue más afortunado, ya que el negro asusta, es un arma, está rodeado de escudos; el blanco, en cambio, es un desgaste, una fragilidad a la intemperie. Blanco-hueso como los dientes de la boca. Sensible al sol, se había resignado a una biografía noctámbula. De niño no había podido madrugar para pasar las mañanas en la escuela, ya que el rayo del sol le hubiera desfigurado y, quizás, matado: había asistido, entonces, al sórdido turno noche, entre los delincuentones repitentes y los ya crecidos hijos de los carreteros y deshollinadores que completaban el ABC para mejor escalar en la vileza de sus oficios. Iba a la escuela cuando los niños ya dormían y los perros salvajes aullaban. Fue afrentado por sus compañeritos pavorosos con un apodo que lo dejó inconsolable de ahí en más: el vlanquito… El porque sí de su ortografía maleada era la esencia del agravio. Un apodo hecho para ser escrito, para permanecer en la scriptura de los hombres, es un apodo a rosca: pa’ siempre. Hasta en el emplumado libro de Dios aparecerá apuntado de tal guisa. Y como dice el refrán: apuntado, amputado.

Según las leyes de la física, Aldebarán estaba protegido, por la blancura epidérmica, del perjudicial albedo radiactivo del sol, pero según las más rigurosas leyes de la alquimia, el color blanco implicaba un horóscopo muy otro, ya que la transmutación espiritual al blanco líquido del oro lo hacía padecer un lunatismo de luna nueva: la curiosidad fantástica, las meditaciones sobre-, preter- y paranaturales y, en fin, la introspección penúltima (la última sería la naturaleza vegatativa de una planta). Con el círculo azulino alrededor de los ojos, Aldebarán cumplía el oculto designio albínido: ni la Muerte escuchará tus íntimas cavatinas mentales, y todo tu grave sufrimiento, inexpresasdo para siempre jamás, quedará enclaustrado tras los gruesos tabiques de tu cráneo. Así, no hablaba casi con nadie. Ése era su albedo: la inocencia. Espiritualizado el cuerpo, su alma receptiva le hacía susceptible a todo influjo. Más inocente que un avechucha caída del nido, sólo era cuestión de tiempo para que algún malandrín de los que abundan en la ciudad lo tomara bajo su ala y lo convirtiera en adulón o, peor, en campana para escruchantes y punguistas, vigilante de ladrones, sólo para ser rostreado en cada ocasión y quedarse sin medio sestercio.

A veces pasaban tres inmensos meses, y él no había abierto el hueco de su boca ni siquiera para comer. De abrirlo, saldrían volando murciélagos. Un destino andrajoso. Una vez se miró en el espejo durante siete minutos: corroboró que no parpadeaba, como los lagartos. ¿Será posible? Era. No parpadeaba. Y las sarnosas horas pasaban sobre el mostrador, acodado él, y tenía una colección de noche iguales, tan iguales que, de ponerlas una al lado de la otra, ornamentarían el tiempo con un patrón de diseños completamente simétricos. El Dios, con su cola de pavo real, lo miraba desde el cielo con intenso escalofrío: después de mirarlo un rato, ni él mismo sabía qué día era, ni qué año. Porque veía a un albino cadaverino lleno de agitadas fantasías, mudo y engrillado de por vida y de por muerte.

La casa donde se ubicaba la mercería no era racional. Cierta insidiosa insania de su plan interior se correspondía con la condición afantasmada de toda la calle y de sus fachadas ciegas, de insuperable rareza incantatoria, tachonada de ventanas tapiadas y persianas oxidadas. Porque de esta casa sólo existía su último piso, donde estaba la letárgica mercería con su grotesco inventario indescifrable. Una recámara final, casi un altillo, con un ojo de buey por ventana asomado entre la techumbre. El resto del edificio, hasta el suelo, no era sino una enroscada escalera caracol laboriosamente larga, sin luz ni pasamanos para agarrarse y no caer al vacío por el hueco central. Igualmente, la propia buhardilla-mercería tenía techos altísimos. Telas y objetos de utilidad no específica rodeaban al empleado. Nunca entraba cliente alguno, pero si por algún disparate cósmico un tarambana hubiera entrado y se hubiera puesto en la molestia de pedirle algo al tipejo aniñado y blancuno detrás del mostrador, éste no habría sabido cómo satisfacer la requisitoria: se habría quedado mudo y echado a temblar.

Aun siendo una tienda de baratijas para coser y hacer labores, esta mercería exhibía demasiados artículos misteriosos que sobrepasaban con creces las vulgares especies del botón, el hilo y los alfileres. Sostener uno de esos dudosos adminículos entre los dedos y pensar “¿quién sabe?” eran uno y el mismo acto. Y no había clientela jamás, ya lo dije. NUNCA. Pero él atendía toda la noche de corrido. Lo único que tenía sentido en su vida eran los encuentros en el taller que dictaba Mastro Don Salandra. Taller de títeres y marionetas “Piccolo Teatro”, ubicado en una buhardilla en un recoveco del centro, pero sólo abierto en un horario tan anochecido que caminar hasta ahí era como pasearse por un rincón de otro planeta, por ejemplo, Júpiter. “Me la paso de buhardilla en buhardilla”, pensaba Aldebarán con deprimida abnegación. Porque una buhardilla-mercería y una buhardilla-taller de marionetas (ya descripta en el primer capítulo de este grimorio) eran, al fin y al cabo, y acaso en primera instancia, buhardillas, desvanes y chiribitiles donde pasan sus días los hombres bagatelizados por la vida, sufridores de profesión. Pero el modo en que había dado con la existencia del taller había sido extraño y quizás sugerente de sincronididades de tipo mágico. Fue así: le había sido recomendado tiempo atrás asistir a un especialista en la especialísima clase de enfermedad nerviosa que lo tenía a mal traer. Le fue dada una dirección, pero, no habiéndose atrevido todavía a apersonarse allí, los meses fueron sucediéndose sin que se decidiera, atacado de molicie supersticiosa y tomado por la certeza de que ningún doctor podría identificar esos flujos innombrables o esa cosa privada y a la vez ajena que, plegada dentro de su cabeza, exhibía los síntomas exteriores de una mera enfermedad nerviosa. “Diagnosticará”, pensaba él, “pero diagnosticará mal”. Estaba convencido de que cualquier potingue que le prescribieran para los nervios no le haría el menor efecto, toda vez que no eran los nervios y sí su destino rante y achicorioso el que engendraba sus malestares. Una vez, volviendo a la mercería de uno de sus recreos de madrugada, quedó súbitamente parado frente a un letrero que fileteaba “Piccolo Teatro”, nombre que lo conmovió hasta el sobresalto por determinadas razones que luego serán pormenorizadas en este tratado. El cartel subtitulaba: “Taller de títeres y marionetas – Mastro Don Salandra”. Quiso precisar la dirección del lugar para retenerla en la memoria y volver luego, al día siguiente, a lo cual cogoteó un poco para reconocer las calles: calle Tanto, entre Tanto y Tanto (porque no voy a andar blanqueando aquí la dirección real). Rebuscó la numeración en la fachada hasta que dio con la cifra. Era la calle Tanto al Uno Dos Tres, buhardilla, último piso. Se dio con que era la misma dirección del supuesto especialista en nervios que le habían comendado. La coincidencia le puso los pelos de punta. Pero entonces, o el especialista ya se había mudado (tanto se había demorado Aldebarán desde que le pasaran la dirección) y este taller reemplazaba su consultorio, o bien el tal Mastro Don Salandra era, conjuntamente, marionetista y doctor. O quizás y a lo mejor nadie le había aconsejado a ningún especialista (al fin y al cabo, él no se hablaba con nadie), y podría haberse topado con el Piccolo Teatro por causas de mera ósmosis urbana. Él tenía una susceptibilidad especialísima respecto de todo lo que estuviera aunque bien no fuera remotamente relacionado con marionetas, títeres, muñecos, y todo por un capítulo de su propia biografía, un episodio infantil que lo signaba. Las marionetas, en cierto modo y fundamento, le importaban gravemente.

Aldebarán ascendió hasta la buhardilla del anunciado Piccolo Teatro. La puerta de calle estaba abierta y notó una peculiaridad de la arquitectura que replicaba exactamente la de la mercería donde estrangulaba cada una de sus noches: todo el largo edificio era un solo conjunto de escaleras, un gran interludio inútil cuya exclusiva función parecía la de ser antesala de la elevada habitación final. Una casa-escalera para anunciar y perpetuar un desván. ¿Cuántas hay así en la ciudad: tapaderas para quién sabe qué fines, siguiendo cuál secreta doctrina anarquitectónica? Llamó a la puerta y detrás escuchó toda una serie de ruidos de causa indefinible. Parecía que al llamar hubiera puesto en funcionamiento una extraña máquina del otro lado. Cuando estaba por desistir y volverse, Mastro Don Salandra en persona le abrió. La primera vez que lo miró, Aldebarán sintió que ese individuo era una rara versión de él mismo, ya que la indumentaria era semejante en un todo: la altísima galera, el estrecho abrigo hasta los tobillos, todo en negro. Parecían venir del mismo otro siglo o de la misma secta. Pero, como rasgos diferenciales, Mastro Don Salandra era alto como una puerta y su rostro era equívoco. Así como hay máscaras que parecen caras reales, Don Salandra era uno de esos hombres que evolucionan hasta adquirir la catadura de la máscara. Uno los ve y dice “mentira”, pero es verdad. ¿O no? Veremos quizás que no, pero Aldebarán no sabe nada así que no murmuren, si no ¿qué aprenderá él?

Ante un mudo gesto teatral, lento y flotante, el visitante entró al bulín, que era una superficie estrecha, pese a que el cielo raso estaba tan arriba que uno más bien lo adivinaba, pero no llegaba a divisarlo con los ojos: en penumbra, se silueteaban en lo alto quizás travesaños, humedad, telarañas… algo había arriba, pero no se podía determinar a causa de tanta altura. Quizás esos puntitos que se veían eran ojos de arañas, o bien las estrellas.

El anfitrión cerró la puerta y se quedó estático. Podría haber sido el maniquí loco de una costurera que, ausentada la dueña, se enseñoreaba de la vivienda. El cuerpo cubierto por el yacumín era largo en cierta extraña proporción anatómica que hacía pensar en dos niños ocultos, subido a horcajadas uno encima del otro.

–También mi jefe me hace vestir à la Antique –dijo Aldebarán, por ver si al menos establecía un lazo en medio de esa intemperie psíquica.

–Entonces su jefe es un señor muy inteligente –le respondió el otro con una voz ubicua que parecía venir de la habitación en sí más que de su morador. La boca siempre en la misma posición de entreabierta era más un dibujo que una oquedad. Por las cualidades de su tono, sonaba como un niño imitando la adulta solemnidad. Engrosaba el timbre artificialmente, pero ciertos subtonos develaban un falsetto diabólico. Asimismo, en algunos perfiles de su rostro, se notaba que tenía amasados muchos años. Se movía como un chupatintas giboso.

Todo tan raro y, sin embargo, tres meses más tarde, Aldebarán era ya un parroquiano de esa casa, un habitué de la turbia menestralía que aquel torcido anfitrión impartía en su taller. La marionetística era ahora el contenido in toto de su mente. No le quedaba sino venerar a Mastro Don Salandra. Tanto era lo que le había dado.

En sí mismo, el taller tenía sólo tres asistentes fijos, contando a Aldebarán. Cuatro si contamos al propio maestro, que dictaba las lecciones en su cuchitril, con el camastro destendido y el olor a medias sucias de fondo. Se sentaban en sillas de diferente estilo que el maestro hacía traer, según decía, de otras piezas del inquilinato, pero, tal como los tres asistentes sabían de sobra, el resto del edificio no era sino una sinuosa escalera que conducía a esta única recámara, de modo que no había ni otros espacios ni otros habitantes. Pero como Mastro Don Salandra les había extirpado todo para luego impartirles nuevas reglas para la dirección de la vida, no se le discutía. Quizás tenía razón incluso donde no la tenía, como una manera especialísima de tenerla. Él, entonces, les había enseñado todo lo que sabían. TODO. “Antes”, pensaba Aldebarán, “yo no sabía nada. Todo se lo debo a él… y a las marionetas”. Y se perdía en su recuerdo de los últimos tres raros meses:

“Mi muñeco: tardé miles de minutos en armarlo. Es mi avatar en el astral neuropástico. Debo cuidarlo más que a mí mismo. Fabricado a mi imagen y semejanza, resulta de vista igual a mí, pero mejor. Tortuosos y complejos lazos vudú nos unen, de modo que lo que le ocurra a él me ocurrirá a mí, pero lo que a mí, a él ni le irá ni le vendrá.

“Yo antes era dibujante. Antes de conocer a Mastro Don Salandra. Era dibujante, y uno bueno, de esos que, aunque no tan virtuosos, viven a la sombra plagiaria del gran Gustavo Doré, y que incluso terminan por parecérsele no poco. Nadie me contrató nunca. Nadie me llamó. Mis chirimbolos garrapateados en papel quedaron en un cuartujo de pensión. Cuando perdí cierto trabajo a causa de la gran crisis de la moneda, no me los llevé. Primero me mudé a vivir en una covacha de meretrices que habitaban dentro un nido de ramas, una verdadera enramada en cierto recodo del arroyo Maldonado. Allí, en ese descampado tétrico y purgatorial, vi muchas cosas entre los extraños moradores, como ser una pelea entre humano y perro. El hombre era un enano, llamado Botarate, persuadido por pillos apostadores de que podía imponerse a un mastín que parecía un león afeitado. Hicieron un corro con un perímetro marcado con sogas. Se arrojaron uno encima del otro y patalearon y revolcáronse hasta armar un lodazal. La audiencia de gañanes era un carnaval de muecas satisfechas. La estaban pasando la mar de bien. Ganó el perro, como es natural, el cual le descerrajó la yugular de dos dentelladas rencorosas. Yo miraba todo con asombro ante ese mundo campirano de costumbres feroces. Terminada la pelea, el perro dice “gracias, muchachos”, dirigiéndose a los amigos humanos que lo auxiliaban de las heridas del combate. “¿Habla?”, me salió interrogar, y los tipos me respondieron: “Ah, bueno, otro pituco lleno de prejuicios. Vergüenza debería darle. ¿No habla usted acaso?”. Me mudé luego a una bóveda que era alquilada a los linyeras en el cementerio de la Chacarita. Sólo paraba a dormir allí, porque era irrespirable. El cuidador del camposanto era un granuja y estibaba a quince linyeras en la bóveda semirreventada, a pasar la noche al lado del fiambre. El granuja se hacía un dinerillo así y, a cambio, uno podía dormir bajo techo. Una vez, visto que ya no le entraban más crotos, empezó a alquilar algunos nichos vacíos que ranciaban de puro hedor a podre y a husmo. Me aquerencié en uno de esos agujeros y lo hice mi pieza. Entraba, como es de imaginarse, acostado y a mi lado, apretujado, un bolsón con mi muda y dos o tres posesiones sentimentales. Uno a todo se acostumbra, incluso a dormir o dormitar en medio del tufo a cadaverina. Dentro del nicho, goteaba algún líquido desde el nicho de arriba, ocupado por un vecino mortalmente silencioso, y a veces ese menjunje me iba a parar a la boca. Sabía a caldo de ante-anteayer o a huevo negro, pero llegué a habituarme a la nutrición de que me proveía, porque la verdad es que no tenía cómo ir a comprarme un pedregullo de pan. Me coloqué finalmente como empleado de una mercería de arrabal y de ahí no salí nunca. A veces lograba dormirme bajo el mostrador (más aun a medida que fui confirmando que no hubo ni habría clientes jamás), en un espacio que no era mayor al del nicho en el cementerio. Si no me quedaba a dormir allí, volvía a la Chacarita a tragar caldito de fiambre en el agujero: “me llego a morir un día aquí dentro”, pensaba por entonces, “ya me puedo dar por atendido: ni falta hará que me muevan, aunque bien que me sacarían con un gancho para alquilarle el nicho a algún miserable vivo y a mí me patearían a cualquier fosa común, entre perros tiñosos y gatos de albañal”. Dejé de dibujar, como es esperable en tan contraria disposición de los recursos materiales, pero, llegado el momento, sublimé todo ese talento ocioso y ganapán en armar el muñeco que Mastro Don Salandra me encargó construirme. Igual a mí. Muñeco tristón, alicaído, macilento, acianurado, albínido, parecía no otra cosa que una versión de mí mismo espantapajarizada. Incluso lleva la indumentaria antigua que Signor Malosetti me exige para atenderle la mercería. Igual a mí, pero en versión chiquita. Seguramente así me vería en el jonca si me muriera a esta edad: quieto, duro, verdón, con la piel ya medio arremangada para que el rictus comience a practicar los tics de la calavera. De la mercería robé todos los materiales para fabricar la marioneta. El viejo dueño lo sabe, creo yo, pero no me dijo nada, suficientemente retribuido como está por la oscura atención que le hago al bañarlo los viernes. Una tina en posición vertical, como un barril. La lleno a rebosar de mil pavas que hiervo. Se sumerge hasta las cejas por una hora. No sé cómo respira.

“Una vez una vieja chicata en el tranvía, a última hora, me preguntó, al verme con mi marioneta, si mi hijo estaba enfermo. Me reí diez horas. Lloré otras diez. Después dormí veinte minutos y soñé que veía a mis padres, de lejos, caminando hacia mí. Tal como eran entonces. Me desperté y me quería morir. Ya no tenía lágrimas, pero la cara mía, si me hubieran puesto un espejo al frente, la hubiera visto seguramente deformada por la mueca trágica de la carátula teatral. Fui a una yirantona a llorarle (pago sólo para que me escuchen) y se me carcajeó de plano, codeándose con la víbora de su compañera. Afuera, la madama y el cafiolo se cenaban un gato cocido que hacían pasar por liebre.

“Cuando Mastro Don Salandra me encomendó hacerle una armadura removible a mi marioneta, a fin de que pudiéramos también moverla a lo largo y ancho de un mundo medievalizado, encontré piezas de toda laya en un inmundo depósito de chatarra de la calle Ayolas, un altillo de desperdicios que era, a su vez, una desmesurada casa de compra y venta de muebles usados. Pedí favores a herreros y me apliqué como pude en improvisadas orfebrerías, pero logré construirle finalmente una armadura señorial, llena de volutas y firuletes, con un espadín de hierro que podía desenvainar con un zumbido metálico.

“Mi marioneta se llama A.K. Tales sus iniciales. Le puse las iniciales por un fulano extranjero al que admiraba cuando era dibujante. Ya no importa.

“Soy como esos sentimentales que leen novelas baratas e insanas fantasmagorías para atiborrarse la fantasía con los lujos de las clases altas, de sus misteriosas costumbres y extraños sueños, de sus malicias desinteresadas. Soy como la costurerita llorona que se intoxica el seso con los rumores y genealogías de las estirpes ricachas y los caserones shushetas. Pero a mí no me interesa la clase alta de esta ciudad de rotosos y poseurs, ni, para el caso, la clase alta de este planeta arrabalero, desván cósmico de poquísima monta. A mí me interesa otra clase alta, la más alta de todas. Una que ya ha ascendido, si se prefiere, a la escala de lo inhumano, y manufacturado en otras regiones una rara inocencia.

“Todo me pasa de noche. Es una vida nocturnizada para siempre. Una biografía embrujada que delira sola, sin que yo haga nada”.

Así se le escurrían los pensamientos a Aldebarán.