Organización social de la desgracia - Bruno Grossi

 

 

Las ciencias sociales con aires positivistas recelan de los contrafácticos por considerarlos gratuitos, evasivos e infantiles. Será por eso que nos agradan tanto.

En medio de una investigación retrospectiva sobre las catástrofes del siglo XX, Kluge imagina la posibilidad de una ilustrada “estrategia desde abajo” masiva en la que todos los profesores europeos del nivel inicial desde 1918 enseñasen decididos y comprometidos de un modo tal (“pensar medidas de emergencia…con cerebros de mañana”) que el nazismo, la guerra y el genocidio pudiera ser evitado. La perspectiva de otro desarrollo posible para la historia -comenta Sebald siguiendo con cautela la hipótesis de Kluge- aparece como un llamamiento a elaborar un futuro a pesar de todos los cálculos de probabilidad que conducen a lo conocido. Sin embargo, aquel en Sobre la historia natural de la destrucción sostiene que el desarrollo de las relaciones de producción en Alemania desde 1900 -la complejización de la técnica y la alienación creciente en relación a esas fuerzas productivas- volvían irreversibles la “organización social de la desgracia” que implicó el nazismo. Con dicho razonamiento -esto es, en el modo en el que Sebald lee entre líneas a Kluge, yendo más allá de este- no solo tiende a anularse cualquier Principio de Esperanza en el que puedan desencadenarse a futuro potencialidades socialmente reprimidas, sino que parece asumirse melancólicamente una cierta necesidad en la Historia.

En Argentina, después de las PASO, es como si nos hubieran dado la posibilidad de experimentar en miniatura el escenario utópico de Kluge. Tras la relativa indiferencia de tres años y medio (ya sea por razones objetivas -la privatización de la experiencia que implicó la pandemia- o subjetivas -el estilo de conducción inane de Alberto Fernández), la perspectiva de Milei puso a toda una sociedad en trance de volver a discutir intensamente de política. Durante cuatro meses, y con la amenaza del fascismo en el horizonte, cada gesto y declaración de Milei que, antes pasaba por una excentricidad a la que no valía la pena tomar en serio, fue puesta de inmediato bajo el candelero con nueva y plena consciencia de su plausibilidad. Todo el arco político expresaba así -al menos entre las PASO y las generales- un temor nuevo que llevaba a plantear cambios radicales en las estrategias comunicacionales con el objetivo de conjurar el horror.

 Recuerdo un dicho de la web que rezaba que Michael Jackson tenía todo para volverse la figura máxima indiscutida de la historia del pop, solo no tenía que volverse loco… pero fue exactamente lo que pasó. En otra escala, uno podría decir que después de las PASO Milei de pronto tenía todo para ganar con tranquilidad, solo tenía que ni volverse loco ni enfatizar sus medidas antipopulares ni ganarse nuevos focos de conflicto. Extrañamente hizo todo eso de una forma escandalosa: intervenciones en entrevistas en los que se lo veía totalmente fuera de sí, señalando toda la clase de medidas disparatados por venir y revindicando de pronto la dictadura militar. Esto último fue lo más sorprendente: después de Dialéctica de la ilustración o El Anti-Edipo cuando uno llama a alguien fascista no necesariamente señala su vínculo directo con políticas tanatológicas, sino que busca desentrañar la lógica que ata las prácticas corrientes del ciudadano medio con las excepcionales del tirano; pero esto que puede ser, para algunas mentes sencillas, una postulación un poco osada -llamar "fascista" a Milei por su posiciones en relación a la justicia social o la solidaridad- se volvían de pronto explícitas. Es como si, a medida que pasaban los días, cada intervención de Milei y su entorno no hiciera sino dilapidar el capital político conseguido: un tipo que habla con su perro muerto, se coge a su hermana, “neurodivergente” -to say the least-, con historial de resentimiento hacia las instituciones que busca destruir, sin experiencia, con un desempeño cuestionable en el congreso, con proyectos económicos impracticables, con una ética existencial nefasta y que encima deslegitima uno de los pocos acuerdos mayoritarios del país. No había posibilidad de que algo así gane.

Pero ganó. 

Siguiendo a Kluge y Sebald podría decirse que la “presión del potencial acumulado”, esto es, las tendencias económicas decrecientes desde hace dos mandatos y medio -sí, obvio-, pero también, o sobre todo, la energía psíquica enervada por varios años producto de odios, resentimientos y fracasos individuales -que van de pulsiones sexuales insatisfechas a aspiraciones económicas injustificadas, pasando por un odio transhistórico cuasi ontológico hacia el peronismo- o generales -sentimientos legítimos de inseguridad personal, laboral, habitacional, comunitario, etc-, volvieron en suma irrelevante cualquier declaración altisonante de Milei o cualquier intento de argumentación racional en su contra. La crítica superestructural muestra así dolorosamente sus limitaciones y con ella parece herirse casi de muerte a las ciencias sociales -su relación entre teoría y praxis, o mejor: entre voluntarismo político y una eficacia infinitamente mediada- en su conjunto, que de pronto tienen que admitir que, a pesar de todo la sofisticación conceptual, el determinante siempre es la economía “en última instancia”. De hecho, consumada la derrota uno se encontraba haciendo el siguiente ejercicio contrafáctico: ¿había algo que Milei podría haber dicho que hubiera sido lo bastante disonante como para escandalizar a alguien y hacerle cambiar el voto? Da la sensación que no, que Milei es la excusa, la figura contingente e intercambiable que canaliza algo que claramente lo excede. Eso es lo trágico: la certeza de que la tendencia -no de las encuestas, sino de la historia- era irreversible, a pesar del resultado sorprendente de las generales. Es una tragedia sí, pero el causante no fue el destino o la naturaleza, pero tampoco solo la mentada y unidireccional inflación, sino que está hecha también de pequeñas cosas minúsculas y azarosas -un viaje a Bariloche postergado, un libro retenido en la aduana, un impuesto imprevisto en el resumen de la tarjeta, la percepción de que todos los políticos, empleados públicos, mujeres, putos e investigadores gozan de privilegios, sufrir el robo por parte de un pibe con remera de boke en la calle de un celular comprado con esfuerzo, el trato diario con algún jefe puesto en circunstancias sospechosas, las exposición constante a Cadena 3, TN o Nati Jota, la pérdida progresiva de los sanos buenos valores de occidente, la sensación de que las propias capacidades están siendo desaprovechadas y que en otras circunstancias uno podría emprender más fácilmente, el costo creciente de los alimentos o los videojuegos, ser censurado en una mesa familiar por un chiste transfóbico, un trámite burocrático que demora un poco demasiado, el miedo de salir sola a la calle a la noche, la existencia de la E y Ofelia Fernández, la amenaza fantasmal del comunismo, etc- de las que ni este gobierno es enteramente responsable ni Milei menos que menos está en condición de solucionar.