La sombra del espantapájaros - Sergio Cueto

 

Para nosotros, el haiku de Kuroyanagi Shôha se lee:

 

            con la sombra del poniente

            va hasta el camino

            ¡ay! el espantapájaros

 

Estamos, presumiblemente, en otoño. Es el ocaso. Los últimos rayos del sol extienden sobre el campo la solitaria sombra del espantapájaros, que a esa hora llega hasta el sendero. Son hechos. El poema no está en los hechos. Entre los hechos y el poema hay un salto. Es decir, más precisamente, el poema es el salto por el que los hechos se convierten en el volver a sí de las cosas, el venir de las cosas a su ser así, a lo que el budismo llama la naturaleza de Buda de todos los seres. En un haiku, los hechos no son hechos, son eventos de mundo, son iluminaciones. De allí la constante oscilación del haiku entre la sencillez cotidiana y la irrealidad de lo extraordinario. El poema, en efecto, es ambiguo*. En primer lugar, nada permite asegurar, como se entiende habitualmente, que la sombra que llega hasta el camino es la del espantapájaros, es decir, la que el espantapájaros, en verdad la única figura presente en toda la extensión del campo y del poema, arroja al camino cuando cae el sol, y no la que la luz del sol deja caer accidentalmente en su encuentro con el espantapájaros. Pero además, nada permite decir, como se hace usualmente, que quien sale al camino del atardecer es la sombra y no el mismo espantapájaros, de pronto inclinado a marcharse. El poema oscila entre lo que se va y lo que se queda, entre la sombra y el espantapájaros, sobre el filo de la tarde. Sobre el filo de la tarde, la alargada sombra del espantapájaros dice que el día se va. La sombra habla no de lo que viene, la noche, digamos (por eso no hay nada inquietante, nada ominoso en ella), sino de lo que se va, de lo que pasa y es puro pasar. La sombra dice la impermanencia del mundo. Ella no sólo dice que son las seis cuando alcanza el camino; ella, la más efímera, la transitoria, dice que es hora de irse. La sombra da la hora, pero el que sabe del tiempo es el espantapájaros, él es propiamente el gnomon del tiempo. Inmóvil, aunque no inmutable, más bien precario en su rigidez, expuesto sin refugio a la intemperie, atravesado por el tiempo y su paso, pero también anticuado, obsoleto desde el comienzo, substancialmente viejo, abarrotado de tiempo, el espantapájaros sabe que el tiempo no es algo que le pasa al ser sino el ser de lo que pasa, sabe que el tiempo es ser, que el ser es tiempo. El pino es tiempo, la luna es tiempo, el ruiseñor es tiempo, el espantapájaros es tiempo. El espantapájaros dice el paso sin paso, la pausa sin pausa del tiempo y como tiempo, lo que se llama la duración, es decir, la instancia de la impermanencia. La sombra y el espantapájaros dicen lo mismo: nomás la impermanencia permanece. Sin embargo, resulta evidente que éste no es el sentido fundamental sino tan sólo un armónico en el poema. Irse no quiere decir ahí pasar en el sentido de desaparecer sino, en primer lugar, partir o alejarse. Con los últimos rayos del poniente, la sombra llega al camino, va hasta el camino, sale hacia el camino. Pero la sombra se va dejando atrás al espantapájaros, que se queda ahí parado como si fuera la sombra de su sombra. Él ya es, en cierto sentido, una sombra, una sombra de sí mismo, como suele decirse, pero una sombra no de aquél que fue sino en su que es, en su ser tal –un sobretodo viejo sobre dos palos cruzados. La sombra se va, el espantapájaros se queda. Tal lectura resulta, sin embargo, insuficiente. La sombra es la sombra del espantapájaros, y si bien eso quiere decir que el espantapájaros es una sombra (la expresión debe entenderse en el sentido en que se dice ‘el pobre de Fulano’ o ‘el tonto de Mengano’), no deja de querer decir asimismo que es el espantapájaros el que proyecta su sombra, el que se proyecta en su sombra. Es el espantapájaros el que va hasta el camino. En el espantapájaros pone el poema nuestra nostalgia de lejanía, nuestra impaciencia y nuestro cansancio. El espantapájaros se va, sí, pero se va con la sombra, con el cuerpo se queda. Es su imposibilidad de partir la que parte con su sombra. Un espantapájaros se marcha, ése es el chiste, o más bien, el humorístico gesto del haiku de Shôha. Pero es también con la imposibilidad de partir que el espantapájaros se queda. El espantapájaros no puede no quedarse, no aceptar el viento y la lluvia, el frío y las humillaciones, no puede dejar de ser un espantapájaros. Así se cumple el dharma. El espantapájaros es un espantapájaros. Ya lo sabíamos, claro, pero aprendemos que ya lo sabíamos cuando leemos el haiku.

 


 

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*Agradezco a Angelina Mattoni las preciosas (y precisas) observaciones sobre los problemas de lectura y traducción que suscita el haiku de Shôha. Ella seguramente no hubiera aceptado del todo la versión que aquí propongo. Angelina sugería ésta, más fiel a la ambigüedad del poema: “sombra del ocaso/ sale al camino/ ¡ah! el espantapájaros”.