Escalada - Carlos Surghi

 

A Julieta Canedo,

que tradujo a Dorothy Wordsworth y

me señaló la mejor entrada de su diario  

 

         Lo primero que vi al llegar luego de más de seis horas de viaje fue una gran pared de hielo color celeste que, por más que intentara, con apenas seis años de edad, no entendía, o mejor dicho, no lograba explicarme, cómo se erguía ante mis ojos, cómo, cual una araña gigante y de cristal, se descolgaba desde la falda media de las montañas, cómo, cual un trozo de hielo en un fuentón una tarde de enero en la que se enfrían las bebidas con las que se recibirá el año nuevo en el calor estival de fines de diciembre, flotaba sobre el agua de un color turquesa que por momentos tornaba hacia el azul. Irregular en su parte alta, cincelado por el capricho de un escultor modernista, lleno de grietas en su cara frontal, grietas que más bien parecían heridas, tajos de un cuchillo, desgarros de un movimiento que despereza lo que permaneció inmóvil durante siglos, envuelto en ruidos crujientes y en ecos del viento que pasa entre los picos de hielo como quien desliza un dedo sobre el borde de una copa en el consabido truco de transformarla en el instrumento de un ilusionista mediocre que deja escapar esa vibración perforando las cavidades del pabellón auditivo, el glaciar parecía a mis ojos algo frágil, acaso un montón de vidrios acumulados luego del estallido de una botella que alguien barriera y amontonara en un rincón, de hecho, pequeños desprendimientos se suscitaban en las partes bajas por la corriente insistente del agua que arrastra bloques a la deriva en un lago el cual, a esa altura, se conoce como canal de témpanos; y, al mismo tiempo, de esa fragilidad impávida el silencioso glaciar pasaba a ser una escultura inmóvil y robusta, una concentración maciza de un elemento capaz de mutar en su opuesto para sorpresa de quien estudia las propiedades del agua en la escuela pública de mediados de los años ochenta del siglo pasado.

Imponente, soberbio, a la vez indiferente ‒todas palabras del presente en el cual lo describo, ya que en la experiencia de aquello que intento contar las palabras apenas si eran lo que eran‒ el gran glaciar, con todos esos calificativos, a los que podría sumar otros, permanecía ahí desde tiempo inmemorial sordo a cualquier cosa que yo dijera. No recuerdo qué es lo que debo haber pensado, la física me ganaba en medio de explicaciones ingenuas, ridículas, un tanto fantásticas y disparatadas, con visos de seriedad por querer entender algo, tanto que, aun así, esas explicaciones eran necesarias para un niño a quien por esa época todo le parecía estar viéndolo con la atención de un adulto; pero de seguro entendí rápidamente que el paisaje era y sería embriagador en todas sus variaciones, es más, no me caben dudas de que debo haberme convencido con resignación, y también con asombro, de que así siempre sería pues es algo que hasta el día de hoy me acompaña. Ocurre que para un niño la naturaleza es una extensión de su imaginación, que pasa a formar parte de la escena de sus fantasías, las que así no son meras invenciones sino aspectos de la realidad que solo él ve. Por eso lo que se imagina a los seis años no solo requiere de un empeño, una voluntad fabuladora, sino también de una proyección que trascienda la especulación inmanente de aquel que, ensueño tras ensueño, entiende de qué se trata todo esto, ya que entra en relación con el mundo para explicarlo. En todo caso, el movimiento de la imaginación es doble: imaginamos porque desconocemos, pero también porque hemos adquirido un mínimo saber de aquello que nos rodea como para seguir impulsándonos hacia el torbellino de lo desconocido. Yo tuve esa escenificación de lo fantástico en abundancia, los años del fin del mundo en el extremo sur donde me crié me dieron amplitud imaginaria, me dieron la desmesura de lo innecesario, la monotonía de cierto derroche de alrededores sublimes que siempre fueron mi habitación de juegos. ¿Fui acaso un Caspar David Friedrich en su versión de un caminante sobre el mar de las nubes, aferrado a la baranda de un paseo rudimentario en un parque nacional que de a poco comenzaba a conocerse, y que, con solo seis años, aunque parezca improbable, ya se embriagaba en el espectáculo de la naturaleza? Aun así, lo que jamás supe, y que ahora recuerdo y a la vez descubro, es que el hielo me acompañaría de un modo silencioso a lo largo de esos años, como si de eso mismo que absorto por la tarde miraba y miraba, hubiese hecho no solo un recuerdo sino también una esfera de cristal, un souvenir que llevo conmigo y, al caer la noche, donde me encuentre, deposito ante mí para ver el advenimiento de lo perdido como los grandes bloques de hielo que se desprendieron y flotaron en el azul del agua hasta desaparecer.

         Sin embargo, el verdadero descubrimiento del hielo tiene que ver con la invitación que un profesor de geografía de la escuela secundaria nos hiciera a mí y a un grupo de compañero para que formemos un club de trekking y escalada. Cuando la conciencia ambiental se puso de moda, cuando las predicciones del fin del planeta llegaron a ser el comienzo de un apocalipsis anunciado, M fue el primero en hablarnos del cuidado del medioambiente y el papel que en ello teníamos. Recuerdo que como actividades prácticas de su materia organizaba excursiones a la costa del río para recoger la basura de aquello que era nuestra felicidad, ya que, junto con la concientización de lo nocivos que podíamos ser como especie, el capitalismo ya pensaba, y por supuesto con varios cuerpos de ventaja, los modos de presentación de sus productos para volverlos más y más seductores aun a costa de que fueran descartables y degradables durante miles de años. Decir que buscaba concientizarnos a temprana edad ante lo inminente es poco, más bien, en su invitación a reflexionar sobre lo urgente, había cierto grado de superioridad, ironía y despotismo con el cual uno terminaba por sentirse culpable, y, a la vez, queriendo expiar la falta por medio de la participación en una de las primeras formas de distinción progresista que yo conociera: el ecologismo. Ahí estábamos entonces un sábado por la mañana recolectando bolsas, papeles, cartones y cuanto resto nuestros semejantes indolentes hubieran arrojado. Aun así, adolescentes al fin, cualquier cosa que M nos dijera nos parecía risible, propia de ser tomada para la ridiculización de los adultos, un deporte muy común en el que nos especializábamos con devoción; pero había en todo ello algo que no dejaba de surtir efecto en nosotros. Y era lo atípico de sus métodos de enseñanza. Por ejemplo, no concebía que no pudiéramos sentarnos donde quisiéramos durante su hora de clase, nos obligaba a cambiar de banco siempre, y hasta nos insistía en desistir de hacer lo que teníamos que hacer si proponíamos algo más interesante para suplantar la atención de su relato pedagógico, lo cual, desde ya y por supuesto, era muy difícil, pues desplegaba ciertas dotes histriónicas que, sin llegar a lo ridículo, sabían ganar la atención y seducir a la platea de estudiantes. Varias veces, para explicar la formación de las galaxias, o para que entendiéramos la dinámica de la teoría tectónica de la formación de los continentes, apelaba a la mitología griega con un desenfado que iba desde la adaptación más aberrante al detalle exquisito. Era común encontrarlo a la caída de la tarde en su bicicleta ‒primer prototipo de competición en montañismo que viéramos por esos años con sus horquillas de suspensión y sus cientos de cambios de velocidad, casi una nave espacial a pedales‒ cargando su telescopio en una mochila rumbo a perderse en la meseta patagónica para  observar cuerpos celestes según las estaciones del año y la rotación planetaria que, a la mañana, y ante un auditorio de adolescentes aun dormidos, nos explicara con dibujos sumamente técnicos y preciosistas que quedaban en el pizarrón sin que nadie quisiera borrarlos. La sorpresa fue mayor al momento de prohibirnos que compráramos mapas para cuando pasemos a la unidad de geografía física que se detallaba en el programa. Nos obligaba a que dibujemos los mapas ‒ni siquiera que los calquemos‒ para luego recién completarlos con la paleta de colores que denotaba las alturas en la superficie de la tierra. No sé por qué, pero cada continente, cada país, cada accidente se parecía a quien lo dibujaba; similar y exacto en los mapas de los compañeros neuróticos y obsesivos que, compitiendo entre ellos hacían de la geografía escolar un teatro de operaciones para la guerra del más aplicado, irreconocibles en aquellos que siempre preferían estar en otro lado y no en el aula y así dibujaban en Centroamérica el reino de la tierra media de El señor de los añillos, desproporcionados y monstruosos en los que nos reconocíamos adictos al melodrama y queríamos ocultar la torpeza de la destreza a mano alzada con insignificantes transgresiones como esconder formas fálicas en La florida, o un culo en la costa del mar de la China.  

Ignoro de qué modo M adquirió las destrezas y conocimiento que nos transmitió para el trekking y la escalada, es muy probable que las desarrollara primero intuitivamente y luego por medio del contacto con otros escaladores. Para mediados de los años 80 el andinismo en el sur del país era ya una insipiente fuente de ingresos gracias a turistas europeos que buscaban dos de las cimas más complejas y escarpadas de los Andes: el Fitz Roy y el Cerro Torre; y que apreciaban el viejo senderismo para la interacción con el paisaje el que, desde hace décadas en esas montañas olvidadas, los baqueanos y los estancieros les mostraban sin entender muy bien a cuento de qué venía esa fascinación por lo que ellos veían a diario. De hecho, el primer ascenso realizado en 1952 por Lionel Terray y Guido Magnone al Fitz Roy da cuenta de muchos intentos anteriores que parecen reiteraciones truncas, interrumpidas por la fatalidad o lo adverso. Tal vez inspirado en Grito de piedra, la película que Herzog filmara en 1991 en el Torre M sintiera que en él algo lo llamaba, algo se despertaba para ya no volver a aquietarse. En sus memorias de ascensos Reinhold Messner, que protagonizó la película de Herzog, recuerda que no hay explicación alguna a por qué uno arriesga su vida por un instante de aparente autosuperación. Mas que un fin, y algo por cumplir, la escalada es un lugar en el que se quiere estar porque lo que entrega no se encuentra en ningún otro lugar de la tierra, es una experiencia que consiste en obtener gratificación con cada pie puesto en lo seguro, sabiendo que por más técnica que se tenga, cada movimiento requiere comenzar de nuevo en esa suerte de diálogo muy próximo que se entabla con más de setenta metros completamente lisos y planos de una roca que jamás miente: se dejará ascender solo si la tesón de uno sabe entenderla. Quien crea que contemplarlo todo desde la cima es el fin que se persigue al subir una montaña, ignora que, minutos después, habrá que emprender el descenso, el cual, por lo general, es mucho más arriesgado y exigente, ya que el cansancio producto de la propia ansiedad como gran equivocación a la falta de precaución, o lo incierto del clima cuando querer llegar se transforma en una mala decisión para nada previsora de lo que luego se terminará dependiendo, son la suma de factores inmanejables en toda aventura. Desandar lo hecho parece ser más importante que desplegar una serie de decisiones que, de no poder luego contarse quedarían en la nada. Así por momentos, la escalada es la reiteración de la anécdota que una y otra vez la trae al presente, la configura como hazaña, la ratifica como proeza. Escalar es la reiteración futura de un relato, aquello por delante que alienta toda experiencia. Intuyo que M se instalaba durante el verano a la base de los circuitos de ascenso y buscaba generar algún vínculo con los escaladores que, a fuerza de su ignorancia, más cuando provenían de lugares remotos, padecían graves problemas con el español cerrado y hosco de los lugareños que básicamente aseguraban su aprovisionamiento y subsistencia. Lo anecdótico de las hazañas contadas, la simple fascinación de la experiencia vuelta relato de seguro sedujo a M, lo cautivó, lo llevó a dar un paso resolutivo. Con el tiempo el deporte se volvió negocio masivo, guías, casas especializadas, agencias de excursión y demás ramas se establecieron en el pequeño pueblito de El chaltén, y es ahí adonde M debe haber tomado clases, debe haber entrevisto su primera montaña, su inaugural pared rocosa, el sueño que se conoce y se desconoce en el espejo del hielo.      

Una vez conformado el grupo M decidió primero entrenarnos, desarrollar físicamente lo que luego se volvería temple de carácter. De a poco la extenuación física fue desapareciendo y asomaba un estoicismo juvenil que aún hoy me sorprende y me sigue acompañando. Lo que me hace pensar que la juventud jamás se pierde, sino que se la pone por delante. Ocurre que el cansancio no era nada ante las historias de expediciones que nos narraba para hacernos entender qué era lo que había que superar. Por lo general, la flaqueza de un miembro en dichas expediciones, por ejemplo, al centro de los polos en trineos tirados por perros que a medida que avanzaban iban muriendo y eran comidos por sus amos, o al corazón de una selva impenetrable al que se llegaba en condiciones de extremo abandono, terminaba arruinando el esfuerzo de muchos. Así casi siempre la moraleja de sus fábulas señalaba que uno no hacía nada en soledad, aunque estuviese solo de inmediato reconocía un esfuerzo colectivo que delimitaba el propio esfuerzo y lo confundía con el empeño del conjunto. La verdad es que contadas veces pude hacer algo con otros; carezco de liderazgo, soy poco tolerante con los tiempos ajenos, acepto el deseo que no me pertenece, pero también me guío solo por el mío, y, sin embargo, en las caminatas, en los entrenamientos, en la tolerancia que supone compartir algo con alguien, esos fueron mis años de mayor entrega, mi cómo entrenar juntos en una idiorritmia muy particular: nadie lograba nada si no lo lográbamos todos, y a la vez, uno no era el obstáculo para la consagración del resto. Por supuesto que hay algo extraño en esa forma de camaradería que supone una renuncia relativa y un cumplimiento colectivo. Es casi como la utopía de lo diverso que se borra siendo único. Pero creo que todo se daba gracias a la promesa futura del paisaje. En las largas caminatas de nuestro entrenamiento uno descubría las inmediaciones del pueblo adonde vivíamos, las que eran relativamente familiares, pero también, anómalas por la gravedad que el paisaje imprime a cualquier accidente recortado y en consonancia con la excepcionalidad de lo sublime. Vivir en un desierto era como vivir en la película de lo extraño, en la locación sin personajes de un set de filmación abandonado y sin límite alguno. Al andar, al alejarse de lo propio, al salir de casas y extraviarse por horas, al entregar todo el tiempo a la usura perceptiva del espacio, lo extraño aparecía con tal fuerza que la intimidación de lo fascinante se volvía manifiesta. La costa del rio, las faldas de la meseta que al ascender dejaba ver un cañadón el cual se perdía en el horizonte, una barranca o una planicie pronunciada, un pequeño bosquecito de sauces o álamos en la entrada de una estancia, las onduladas tonalidades de las matas achaparradas, todo al aparecer lejos y luego hacerse próximo se relativizaba, se desnudaba abandonando el disfraz de lo visto antes y adquiría la primera vez de lo visto en esa misma desnudez. Y es que acaso el paisaje iguale, construya una especie de imagen de uno en consonancia con el alrededor que cambia y que en tal cambio presupone lo indistinto de un conjunto que cambia. Caminar kilómetros y kilómetros cargando una mochila, castigado por el viento, mirando siempre lo mismo que sin embargo en el detalle o la generalidad no deja de ser diverso, modela en uno una especie de confianza soberana, una continuidad que se asemeja a la paciencia de inmutarse por todo. La extenuación física se vuelve placentera, hay algo que el cuerpo consume que nubla el predominio de cualquier pensamiento; uno está entonces ocupado en recuperar la respiración, en controlar el temblar de las piernas manteniéndose activo para evitar calambres, toda la atención se dirige a estirar correctamente los músculos de la espalda con la cual habíamos devenido Sísifo llevando la gran piedra del paseo, el enigma siempre pospuesto del caminar en ese ritmo constante del trekking; y sin embargo, uno está feliz en esa suerte de comunión extenuante que permanece en silencio hasta que algún chiste rompe la claridad del aire.

Mucho tiempo después recordé esa sensación al leer unos versos de Wordsworth que dicen “ponte de prisa tus ropas de ir al bosque, / y no traigas ningún libro, pues este día / lo consagraremos al ocio”. Para mí el romanticismo comienza no tanto con estos versos como con mi descubrimiento del trekking. Aunque en realidad este último sea un invento de los hermanos Wordsworth y Coleridge, por lo cual, a ello le debamos que exista el romanticismo. Leyendo el diario que Dorothy Wordsworth lleva durante su estancia en Alfoxden, me doy cuenta de que sus caminatas de recreo y también de mandados por cumplir, tenían una especie de diálogo secreto con el paisaje. No está claro por qué anotara cada caminata, cada paseo, cada salida al bosque tras la urgencia del ocio, pero me parece que esa urgencia responde en realidad a una suerte de atención que se despliega, que se prueba en lo que va viendo a medida que sube, baja, se detiene o se apresura en un sendero. Después de la cena o a la mañana temprano, yendo a buscar leche o pan, de visita al herrero o al carpintero, o simplemente por el hecho mismo del esparcimiento que supone la reciente naturaleza conquistada, el paso a paso no solo busca ir de un lugar a otro manteniendo su constante ritmo, sino también su único interlocutor válido. Ver el mar próximo, recostarse bajo los árboles y apreciar la tonalidad de sus hojas que van cambiando con los días, o caminar hasta el bosque no tiene más finalidad que la de recorrer el paisaje y experimentar ese desplazamiento rítmico. Por ejemplo, el “30 de marzo. Caminamos hasta no sé dónde”, al otro día: “31 de marzo. Caminamos”, y finalmente: “1 de abril. Caminamos bajo la luz de la luna”. Caminar, como insistencia, manía, o simple rutina, es entonces dialogar con aquello que nos rodea, es esperar su palabra sin lenguaje, su sonido en una imagen que aún no se sabe cómo nombrar. El 27 de enero de 1798, Dorothy anota: “Caminamos desde las siete hasta las ocho y media. Una tarde poco interesante en general. Solo una vez, mientras estábamos en el bosque, la luna emergió a través del velo invisible que la envolvía, las sombras de los robles se oscurecieron y sus líneas se marcaron con más fuerza. Las hojas marchitas estaban coloreadas con un amarillo profundo, un fulgor más luminoso manchaba las bayas; otra vez, la forma de la luna se atenuó; el cielo uniforme, despejado por las distancias; una delgada nube blanca”. Desde ya hay que esperar por la luna para que no solo el contorno de unas sombras sea la imagen que contesta con la fuerza misma de lo extraño que obliga a detenerse, sino que también hay que esperar y volver cientos de veces sobre los propios pasos para que esa nube blanca y delgada sea la última palabra del día, la que proviene de un lenguaje que se está inventando y que servirá a la revolución poética más importante de los últimos siglos. Muchas veces al tener que hacer campamento en la base de un circuito de escalada llegábamos con las últimas horas de luz del día. Mas de una vez, antes de ingresar al saco de la bolsa de dormir extenuado por seis horas de marcha, completamente mojado, con los pies entumecidos, pero de buen ánimo después de haber intercambiado las correspondientes bromas con el resto de mis compañeros, miré la misma luna con su palidez que nada dice a un adolescente. Ignoraba que ya estaba escrita en el cielo de los poetas, que la deletrearía por segunda vez una vez perdido ya el paisaje, cuando el romanticismo, ese lenguaje que se inventa en cada palabra imposible, acaso fuera la metacrítica de mi pasado.

El trekking es la constancia de aquello que se reitera, la insistencia con la que se vuelve a lo experimentado. Es un sendero hecho con la ausencia de pisadas ajenas, desconocidas, las cuales, sin embargo, regresan con la insistencia de huellas que uno mismo persigue, borra, duplica y reimprime como propias. Una y otra vez Wordsworth, solo o acompañado, tomó el camino que lo llevara a Tinter Abbey, su objetivo: aprender a mirar, dejar de lado las invenciones de su memoria cuando recordaba una y otra visita del pasado que en nada se parecen a la reiteración de volver a un lugar amado, pues en esa vuelta al paisaje, “contemplamos la vida de las cosas”. Yo no sabía que al caminar contemplaba la vida de las cosas futuras, en todo caso participaba de ellas, era una cosa más entre esas cosas. Creo que M nos enseñó a ser esa simple presencia sobre el paisaje, acaso algo más y algo menos de lo mucho que por delante había y sigue habiendo. Sin duda el trekking es un deporte en el que uno marcha hacia el olvido, la distracción incesante que asecha y la alarma contemplativa de la acción intempestiva con la que nos preservamos; pero el trekking es en definitiva una excursión que transcurre en el presente, que siempre supone un andar que es un regreso. Recordar es caminar en ese extravío hacia ese adentro que jamás se aparta del camino. Pero también, caminar es participar de la exterioridad absoluta, del lugar sin nombre en el que la vida de las cosas es por cierto la propia vida como algo más que se expone y se dispone en la infinidad del paisaje. El ser de lo romántico es esa dispersión controlada de la mirada del caminante que, en todo lo que ve no puede dejar de mirarse y a la vez, no puede no ver aquello en lo que se ve. Acechada por mil desvíos la orientación a seguir sabe que apartarse del sendero supone infinidad de riesgos; a diferencia de otras formas de caminar, el camino de montaña supone un caminar con otros y en la indicación de lo previsible: no alejarse, ver adónde se pisa, administrar la energía del ritmo y la marcha. El mal paso es ya no poder seguir. En el extravío entonces nada puede progresar, nada alcanza su fin. M nos señalaba una y otra vez ‒en las primeras excusiones que hacíamos‒ que el bosque permite solo un ingreso, que sabe preservarse a sí mismo de los intrusos con un mínimo de tolerancia hacia quienes lo visitan; y a la vez, nos decía que era implacable con aquellos que pretendían correr más allá el alcance de sus pisadas. Una vez que se procedía de ese modo él se cerraba, y lo hacia alrededor de uno, borrando la orientación propia, extraviando cualquier señal para retomarla, y llevándonos hacia el mal paso, el esguince o torcedura a leer como alegoría.  

No fue hasta que leí Alimentar a la bestia de Al Alvarez, adonde se cuentan las aventuras de Mo Anthoine el excéntrico escalador inglés, que recordé todo esto. Y lo recordé porque escalar es algo transferible, algo que pasa de un individuo a otro, una especie de secreto que se reitera, se transmite. Mo ‒con apenas una “o” más que M‒ lleva a Al hasta el umbral de su roca, lo guía, lo conduce, le enseña, pero en definitiva lo prepara para la soledad de un deporte por demás disciplinado y autoexigente ‒es la propia fuerza y flexibilidad, los propios músculos y sus extensiones lo que hay que vencer. Locura, adicción, manía, perseverancia y preparación definen la vida de los grandes escaladores. Sin embargo, Alvarez señala algo que lo aprende de Mo, algo que deja de lado el extremo del arrojo y su contracara de máxima exigencia al señalar que “la escalada es incluso una actividad intelectual, aunque con un requisito indispensable: hay que pensar con el cuerpo”. Pensar con el cuerpo no es más que un oxímoron rebuscado, aunque cuando uno está sobre una roca o un bloque de hielo, agarrado como una araña pero con seis patas menos, sabiendo que el propio peso juega en contra si uno se detiene demasiado a evaluar el movimiento que sigue, y a la vez, avizorando que de ser posible el movimiento debe ser ágil y preciso en el lugar exacto porque la reserva de fuerzas cuenta y de ella depende todo lo que sigue, cuando lo que sigue es ni más ni menos que otra dificultad a resolver, uno comprende que más que pensar con el cuerpo escalar es “jugar al ajedrez con el cuerpo”. Muchas veces M decía que escalar era bailar sobre una roca, pero no de pie, como esas compañías alemanas de danza contemporánea que no escatiman en gastos o producción y ponen un bloque de granito o basalto en algún teatro de Frankfurt para que los bailarines trepen, salten y lo adoren en un rito primitivo, escalar era bailar sí, pero acostado sobre la roca, muy próximo a ella, con todo el cuerpo pegado. “Fuerza de brazos para elevarme, una amplia extensión de piernas, un enérgico movimiento ascendente y un poco de equilibro” señala Alvarez al contarnos su último ascenso al Old Man of Hoy, un enorme farallón, una aguja de roca arsénica que emerge del atlántico en Escocia como si se tratara del dedo de un dios, sobre el cual bailara su adagio de despedida.

Nuestras pequeñas rocas eran para nosotros montañas en miniatura, una escenografía para el teatro de la vida al aire libre, como migas de pan que alguien hubiese desparramado, bloques, terrones de azúcar diminutos y en las faldas de los circuitos de ascenso. En ellas M nos enseñaba los rudimentos del rapel, la escalada-araña con arnés y sogas de seguridad que, cualquier principiante, puede tomar y aventurarse. Aunque lo que buscaba era transmitirnos la técnica de movimientos seguros, los cuales en vez de llevarnos al final de la escalada nos permitían ganar fuerza en los musculo que, expuestos a tensiones y torsiones inusitadas, como los quiebres de cadera que pegaban el cuerpo a la roca permitiendo avanzar en zig-zag, o los bamboleos sobre un omóplato que permitían literalmente saltar con el contrario para alcanzar con las manos fisuras distantes asegurado los pies en salientes próximos, lo que finalmente nos transmitió era que más de una vez terminaríamos exhaustos y contracturados en los primeros intentos. Escalar es buscar una habilidad en uno, cierto despliegue de los músculos que, hasta el momento, parecen completamente dormidos. Escalar no es rescatar un cuerpo que tuvimos antes, es volver a la flexibilidad de los primeros años o más aún, remontarnos al mundo acuático del cual ignoramos todo. Como cualquier búsqueda, al principio son más los caminos inciertos por los que uno toma que aquellos por los que uno se conduce hacia donde quiere ir. El resultado entonces es desandar lo recorrido, volver a ovillar el propio itinerario que nos dejó en una posición difícil, sin margen de maniobra, incómodos, tentados de dar el salto que el arnés frenará sacándonos del callejón sin salida al cual llegamos solos y por falta de experiencia. Tanto el trekking como la escalada llevan a cargar con uno mismo, a tomar dimensión real de lo que el cuerpo puede en un radio de esa acción y ese movimiento que se descubre sobre la marcha. Pero ¿adónde quiere llegar uno con todo esto?  

Una de las últimas excursiones de escalada que realizamos con M fue sobre hielo. Ascendimos a un pequeño glaciar que se encuentra en la base del cerro Torre. La escala en hielo es distinta a cualquier otro tipo de aventura. En ella intervienen no solo la técnica y las virtudes del propio cuerpo sino también cierto conocimiento del ámbito en que se lo hace. En pocas palabras, centímetro a centímetro hay que saber de qué tipo de hielo se trata sobre el que estamos colgados. Provistos de crampones y piolets ‒los primeros parecen garras de gallináceos mientras que los otros le recuerdan a uno la terminación de ciertas extremidades superiores en algunos insectos‒ más cintas, cuerdas, mosquetones, tornillos y estacas, aun con todo este equipamiento, lo más importante es saber interpretar el hielo, saber leerlo en un texto falsamente trasparente. Aunque parezca extraño el hielo oculta lo que deja ver, una burbuja de vacío, una superficie en apariencia profunda, nieve compacta, cualquier vicisitud se disimula en el engaño de esa transparencia. Por lo general se toma como momento de salida las primeras horas del día, las que, sobre todo en verano y bajo el efecto invernadero aseguran una consistencia del hielo considerable por su óptimo nivel de sequedad. Y es que cada movimiento de ascenso debe saber en qué condición se encuentra la superficie por la que se va, debe distinguir entre una grieta quebradiza y un espejo oculto detrás de la nieve acumulada que lo imita y que nos mantendrá firmes por solo unos segundos. Pero también, a veces el paisaje impone descensos, bajadas, inmersiones en grutas que se forman por efecto de corrientes propias del glaciar, como grandes chimeneas, drenajes, galerías que lo ventilan y lo transforman en un bosque de cavernas heladas. Leer en el hielo la propia seguridad tiene algo de apelación a la experiencia y a la vez de entrega a la pura intuición. Por eso uno debe confiar en el paso a dar; de ser seguro ese paso la experiencia se incrementará, pero se incrementará si a la intuición le sumamos la lectura de lo fortuito que busca encontrar en ello qué norma o patrón puede derivarse de lo incierto que se enfrenta. Escalar es construir con eso incierto un método que como particularidad tiene el hecho de solo servir una vez y nada más. Escalar es el método ametódico que en cada caso busca lo universal de lo único. Escalar comparte con el ensayo la soberanía de la vacilación, movimiento con el que pensamiento y escalada aspiran a su relativa forma absoluta: lo escrito ‒que de ser un éxito emprenderá su descenso con aquello que lo contradiga, y la cumbre ‒que de alcanzarse añorará el comienzo adonde la aventura se vuelve anécdota. Por lo cual la última palabra y el último esfuerzo son en realidad los primeros, el lado negativo que regresa en toda dialéctica inconclusa. Pero llegar a la cumbre del hielo tiene como recompensa la imagen absoluta, la ceguera producto del color incandescente, la embriaguez del aire que empieza a enrarecerse, la distancia infinita a todo en medio de una experiencia por demás singular: hacer campamento en el país de la soledad comunitaria. Armar una carpa sobre el hielo, dormir en ella, ver la noche flotando sobre un mar blanco que se extiende alrededor de uno, levantar la cabeza y en la línea del horizonte observar el comienzo del cielo oscuro que recibe en una suerte de luz flotante, producto del reflejo lunar, la aurora en suspensión es tal vez una de las experiencias para la cual no hay palabras. Acaso sea una forma de intimidad muy anterior que en mi fue mutando a medida que la perdía ‒abandoné las montañas, no sé nada de la vida de M desde que la literatura me demandara una vida retirada y últimamente mi entrenamiento diario me llevó a ser un campeón de la soledad‒ sin embargo, esa forma de intimidad a la que me refiero me ha dejado la cristalización indeleble de un recuerdo. Junto al sol de noche, al lado de cuatro compañeros en el interior de una carpa, recuerdo acaso el último dialogo que tuve: -¿Y qué vas a hacer cuando volvamos? -No sé. Tal vez invitarla a que conozca todo esto. Bajar al bosque y juntar ramitas. Prender un fuego que le ilumine el rostro como este farol que ahora ilumina el nuestro. -No me parece, todo eso suena a literatura. -Bueno, entonces leerle lo que escribo.