Sobre El paraíso de Sergio Delgado - Rafael Arce / Carlos Surghi

 

        [Noticia: los siguientes textos fueron leídos en la presentación pública de El paraíso de Sergio Delgado el 1 de septiembre de 2023 en Oliva Libros, Rosario.]

 

A la sombra (Rafael Arce)

                           

El libro de Sergio Delgado impone, o más bien solicita, las cualidades del objeto: volumen, imágenes, organización, colores, texturas. De ahí que llamar a La sobrina, El paraíso y La estela (los textos que lo conforman), “tríptico”, es, y no es, figurativo. Esta composición es presidida por otra: la de los materiales que están en el origen de cada panel. En rigor, la separación entre “material” y “elaboración” es problemática. Por un lado, la organización del tríptico solidifica la unidad de cada panel, que se sostiene solo, sin necesidad de los otros: yuxtapuestos, las resonancias, las asociaciones, las reverberaciones, conectan y a la vez separan. Por otro lado, el montaje y la discontinuidad, el inacabamiento y la suspensión, permiten restituir un estadio del material previo a su tratamiento. Los dos efectos se dan paradójicamente juntos: el acabado deja, no obstante, una sensación de materia bruta, previa. Podría hablarse de un efecto de coagulación o del instante en el que la preparación cuaja.   

El paraíso es el relato especulativo acerca de las posibilidades e imposibilidades del entramado de cada uno de sus textos-imágenes: no es un objeto opaco, sino uno traslúcido, que permite al lector-contemplador reconstruir el proceso del que es resultado. Esta prioridad dada al material que no termina de desaparecer en su transformación artística es isomorfa de las historias que se cuentan en cada relato-especulación o incluso cada “ensayo”, como se denomina una vez a La estela.

Es posible que esta hospitalidad para con lo inacabado tenga que ver con la tentativa de articular una serie de experiencias singulares que de otro modo se disolverían en las formas de la generalización. Lo que atraviesa a los tres textos es la oscilación incesante entre lo privado y lo público, lo subjetivo y lo objetivo, lo particular y lo general, lo biográfico y lo histórico. Esta oscilación puede ser llamada intimidad. Cada mañana, alguien va a un café y se sienta a la misma mesa. En un espacio público, el hábito no explica del todo la repetición. El parroquiano tiene su mesa. Una intimidad se ha tramado. Para el mozo que le sirve cada mañana, el parroquiano y la mesa son un conjunto o, mejor, son un mundo. Ni la mesa es nada sin el parroquiano ni el parroquiano es nada sin la mesa. Lo que lo define como tal es haber tramado una intimidad en un espacio público.

La sobrina, El paraíso, La estela: asedios de esos modos de tramarse de las intimidades exteriores. Casas, vías, puentes, estaciones de tren, jardines, árboles, playas, paisajes, pasajes. Pero estas palabras son muy generales: tal especie de árbol. Pero esto sigue siendo muy general: tal árbol. El sujeto avanza hacia la microscopía, con lente de naturalista. El acercamiento disuelve el relato en la descripción y en la especulación. Esta casa, este jardín, este parque son, están ahí, para alguien. Alguien los hace habitación. Lo inverso también es cierto: alguien adquiere consistencia en el tránsito. En La sobrina, la narradora, el crítico, el artista plástico, el director de teatro, se vuelven figuras creadas, producidas, por la Casa, la verdadera protagonista. En El paraíso, el amigo del padre del narrador es inseparable de la historia del árbol, su paraíso (el posesivo señala la intimidad entre el hombre y ese centro viviente del jardín y de la casa). En La estela, entre el protagonista y los cerezos.

La tentativa de dejar a medio elaborar los materiales vale también para el pasado. En este sentido, las fotografías, los relatos escuchados y los recuerdos constituyen documentaciones. Liberados de su compromiso testimonial, la documentación se vuelve huella de una historia posible o señal de lo acaecido. Liberadas de la totalidad, las piezas sueltas vuelven sensible una experiencia de reconstrucción que, aunque imposible, se justifica por sí misma. Lo inacabado se vuelve un valor, porque la experiencia, al ser refractaria a su reconstrucción, se vislumbra en los matices fugaces y atómicos que el texto puntúa.

El paraíso, que da título al conjunto, se erige en el centro como el árbol organiza a su alrededor el jardín y la casa. Ese árbol, con su biografía, su historia, la de su supervivencia, se va volviendo núcleo de las otras biografías, en una espiral que va ampliando su superficie de sombra, desde el jardín hasta la quinta, desde la casa-quinta hasta el pueblo, desde el pueblo hasta la ciudad, desde la ciudad hasta el otro lado del océano, donde se sitúa el narrador. Siempre se trata del lado de allá, mientras que el acá queda en sombra. El paraíso es la historia del padre, así como La estela es la del hijo: lo inverso también es cierto, siendo la primera la historia de la condición de hijo y la segunda la de una paternidad. Pero el padre de El paraíso comunica al hijo, de este lado, del lado de acá, siendo entonces la perspectiva exterior, exiliada o alejada, con ese mundo que es, a la vez, lo presente-pasado y lo familiar-extranjero. Es como si el protagonista, dejándose llevar por una serie de asociaciones, un conjunto de reconstrucciones hechas a partir de las conversaciones telefónicas, emprendiera un largo periplo imaginario, en el que una biografía lleva a una historia social o colectiva, y la memoria de un lugar a una vida particular, para finalmente volver a la perspectiva autobiográfica o reminiscente. El paraíso es “tema de conversación” entre el padre y el hijo, leitmotiv, hilo o guía que permite las alternancias de los días y las alternativas de las vidas. Pero también es síntoma en la preocupación del padre por el árbol, la casa y su propietario, que figuran el paso del tiempo, la finitud, la muerte. Como el limonero real de Wenceslao, el paraíso es menos símbolo que metonimia y no de la eternidad sino de la supervivencia. Como la madera que se transportaba en tren, atravesando la laguna Setúbal por un puente del mismo material, la materia, recurso económico o simbólico, soporte de la huella o resto del tiempo, persiste, mientras las hojas se marchitan y caen los frutos, se seca el tronco, lo vivo accede a un tránsito misterioso hacia espacios desconocidos. En los todos paneles del tríptico hay como una pesquisa o investigación, asistemática e intuitiva, que va de esa totalidad orgánica siempre perdida hasta el átomo de cuasi-eternidad una y otra vez insistente.

Sin énfasis, las fotografías de El paraíso (me refiero al relato, no al libro) sugieren un núcleo narrativo en el que convergen todas las bifurcaciones vegetales y urbanas, naturales y sociales, biográficas e históricas: el recuerdo del viaje en tren con la abuela del pequeño narrador en la época de la decadencia de los ferrocarriles argentinos. Momento proustiano santafesino. Casi todas las fotos de este texto son de un paisaje reiterado, de manera que, como en las series de Monet, importa menos lo que permanece que lo que cambia de imagen en imagen, y de manera preponderante la luz y la sombra.  Las fotografías ocupan un tercio de la página y su paisaje se va oscureciendo mientras que la reproducción se agranda hasta ocupar dos páginas completas (dicho sea de paso, como las imágenes que ilustran cada uno de los tres títulos del libro, las que arman el tríptico en sentido propio).

A continuación de esa imagen, el capítulo 20 narra ese prometido viaje, que jalona todos los motivos del relato: la genealogía del narrador, nieto de colonos santafesinos, la desaparición de un mundo, los contrastes sociales y la manifestación de las masas populares, la historia de la colonización y los rastros de los pueblos originarios, la transformación del paisaje urbano, la infancia biográfica y la juventud de algunos espacios en trance de transformación irreversible.

La memoria se desplaza del organismo vivo a la vida indiferenciada e incluso más allá, hacia lo no vivo y lo no orgánico. La mirada naturalista se vuelve mirada arqueológica. El momento de intimidad con el paisaje, lejos de permitir una fusión que separaría la subjetividad de la consideración de la historia colectiva, habilita más bien aunarlo, mixturarlo todo. La intimidad es exposición de la subjetividad al afuera. En La estela, la muerte de la antigua profesora trae el recuerdo de los cerezos de barrio Guadalupe, que remite a su vez a los cerezos de Lorient. Si en “Sentirse en muerte”, Borges intuía la inexistencia del tiempo, la experiencia del narrador de La estela es la jibarización de las distancias, promesa de una abolición del espacio. El problema de la memoria, en esta mixtura entre lo humano, lo viviente no humano y lo no vivo, se plantea como reflexión sobre la supervivencia de lo que se destruye. Como modelo ontológico, la vida vegetal nos muestra que todo está conectado con todo, pero sin fusión, sin que ningún ente pierda su naturaleza. En este sentido, más que estar en un espacio, los existentes hacen mundo: hacen un ambiente, la coalescencia de cielo y tierra a la que pertenecen el hombre, el animal, la planta, el agua o la piedra, pero también las casas, las quintas, lo trenes, los puentes, los pueblos, las ciudades. Los ambientes se singularizan en intimidades. Algo sin forma ni nombre nos preside y nos sobrevivirá. Nadie recuerda nada, son las cosas las que guardan, sin que haya nada que revelar, la memoria de los que desaparecemos.

 


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La correspondencia en el paraíso (Carlos Surghi)

 

  Antes de comenzar quisiera pedirles disculpas, y es que la fuerza banal de lo anecdótico ‒en el inicio, en el impulso, en el arranque‒ para mí siempre se impone. ¿Cómo no comenzar con el consabido “conocí a…” cuando efectivamente así comenzó todo? Pues bien, que lo banal sea una forma y lo inevitable su contenido.

Conocí a Sergio Delgado buscando su libro imposible, que había tenido y que perdí, que se volvió lo dificultoso de lo raro a causa de mis distracciones generosas. Las tengo, sí, y me llevan a maldecir mi bonhomía, pero a veces también me llevan al fin de la timidez, al salto más allá de lo introspectivo. Por supuesto que me refiero a la edición anotada de El Gualeguay. Creo haber usado la imposibilidad del libro imposible ‒¿por cierto, cuánto hace ya que ese libro no se edita y la condición de imposible de encontrar le es perfecta?‒ como excusa para escribirle y preguntarle por su suerte. Hasta ahí éramos dos nombres detrás de mails y luego WhatsApps. De Delgado había leído Estela en el monte y El corazón de la manzana sin recordar mucho de qué trataban o qué me habían parecido, pero lo bastante como para comprar Parques poco antes de que nos escribiéramos y me preguntara ¿qué obsesión lo volvía distinguible entre todo lo que se podía leer? ¿Por qué publicaba tan en secreto y a la vez en lo visible de lo cierto? ¿Por qué intuía que, entre nosotros, tan lejanos y desconocidos, podía haber algún tipo de afinidad que nos depare las anécdotas del futuro para, justamente a través de ellas, Proust por caso leído al mismo tiempo en dos extremos del mundo, simplemente acercarnos?

Creo también que acaso como el joven Arnaldo Calveyra ‒me refiero al siempre recién llegado a París, por lo cual Arnaldo siempre será más joven que uno‒ Sergio, mientras yo lo leía en sus cartas y en sus paseos por parques de diversas ciudades, sabía establecer una tensión de tipo fantasmática en el aquí que es el allá de toda sensación y de todo paisaje. Tal vez por eso nunca estamos adonde queremos. A la manera del autor de El hombre del Luxemburgo, que abre una ventana en el distrito de la cité y ve los campos entrerrianos, Delgado entrega una página y encierra en ella la correspondencia de los extremos que hacen a una paradoja, como por ejemplo esa que señala que aquel que está de regreso no termina de llegar porque no se fue del todo cuando de hecho partía. ¿Dónde está entonces? ¿Desde dónde escribe? preguntaría la distracción agazapada en toda conversación.

En uno de esos primeros mails tímidos y respetuosos que luego se transformaron en WhatsApps sobre cualquier cosa y a cualquier hora, creo haber preguntado por el motivo de su partida. ¿Por qué te fuiste de Santa Fe, Sergio? No obtuve respuesta alguna. O la pregunta era muy obvia o la lectura del distraído trabajaba para que yo hoy pueda escribir esto, pero el hecho es que al silencio de mi espera le siguió el silencio de las palabras que recibía. Creo igual que ya no importa, pues a otras preguntas obtuve otras respuestas. Ahora que lo pienso, lo que me interesaba era el responder de Sergio. Sí, en sentido general y un tanto impreciso me interesaba el responder elusivo, entusiasta, distante, que tenía más del interés educado que de la pedantería impostada que uno a veces imagina, tanto que, en un determinado momento, era él el interesado en las preguntas olvidando que yo había ido a buscarlo. Por ejemplo, quería saber si conocía a fulano o mengano ya que recodaba que la Argentina es un país de largos enconos a causa de nada; quería saber también si había leído esto o aquello y qué me parecía ya que la Argentina es un país de pugilismos estéticos; o quería saber si le podía decir qué leer respecto a tal o cual cosa porque en cierto sentido tal vez le sorprendiera que tanto yo como él nos encontrábamos mirando todo al lado del camino. Creo que esas respuestas solapadas en su curiosidad a las preguntas que yo le hacía hablan de modos de enunciación que escuché en mi familia y de niño, que tienen que ver con el tono que jamás incomoda, con lo meditativo por sobre lo imperativo.

Una vez Arturo Carrera me contó que entrar a un bar con Arnaldo Calveyra era toda una complicación, ya que el poeta entrerriano saludaba a cuanto habitué se cruzaba desde la puerta hasta la mesa donde se sentaba. Por supuesto, no conocía a nadie. Era una especie de reliquia arqueológica de la buena educación de los modos de provincia, del asombro poético que regresa oculto en la simple generosidad. Ahora que recuerdo esto nuestra correspondencia entonces era como la de dos recién llegados al anacronismo del siglo XIX. Razón por la cual, para mí, se transformaba en el ir y venir constante de los mensajes que intercambiábamos, los que se parecían al pasar de un afecto leve y gracioso, acaso como el mover de las hojas que el viento realiza en sincronía con las orillas del Sena o el Paraná, o con los árboles que se miran y los que se recuerdan, pero que uno, en el fondo, sospecha que han sido tramados en su danza apenas perceptible o en su sombra ya proyectada por un azar motivado.  

  Meses antes de leerles esto, di con esta cita de la primera novela del tríptico que hoy presentamos, me refiero a La sobrina. La cito para ustedes: “No siempre lo que se posee es lo seguro; no siempre lo que nos depara el futuro es necesariamente lo incierto”. La correspondencia es así. Ir hacia adelante en la escritura ya que nada puede escribirse sobre el presente, pero a la vez ir hacia adelante porque lo incierto se parece más a la felicidad de una forma sin forma. La anoté y varias veces volví a ella mientras avanzaba en la lectura y mientras recordaba nuestros mensajes. Creo que aparte de ser una frase para quien no ha partido aún y también para quien no ha regresado todavía, es una frase para el comienzo de la escritura. Puesta en el contexto de la novela, una suerte de reconstrucción a la distancia del paraíso perdido podríamos decir, pero a la luz también de la reflexividad que Delgado le impone a lo que escribe ‒sin jergas, ni atención a las modas‒ que la frase avance hacia una especie de pasado que se recupera en los objetos, las simetrías de los lugares y el artificio mismo de planear el asedio de la sensación hacia un saber que es el saber propio de la novela: el ensimismamiento y la distracción, hace que, como tal, esa frase en tanto que arranque, o en tanto que inicio pero mucho después, solo cobre sentido cuando llama a reparar en el pasado que habla en los objetos. El tema de Delgado en este tríptico es ese pasado. No tanto el pasado de un sujeto, sino más bien una sustancia del pasado que, como tal, ya no está en quien escribe sino en la escritura misma. El tocayo de Sergio, que resultó ser un querido amigo en común, a quien me gustaría también recordar en estas palabras, me refiero al “polaco Chejfec”, había escrito, en esa maravillosa novela de los paseos que es Mis dos mundos, que aquello que los objetos buscan es “esconder la historia a la que asistieron”, porque, al fin y al cabo, esos objetos nos entregan “la enseñanza perenne de mirar hacia atrás, y la prueba irrefutable de provenir de un lugar concreto”. Creo entonces que el Sergio habitante de Santa Fe en París, como Arnaldo el habitante de Mansilla en un monasterio del siglo IX, se ha hecho eco de ello y, en ciertos pasajes de ensimismamiento y distracción, nos recuerda a ese otro Sergio, el habitante de Nueva York en el futuro que todos seguramente extrañamos. Son objetos entonces los que se pierden en la distracción de la escritura, pero son objetos que acaso vuelvan a través de los nombres que regresan.

  Pero ¿es hoy en día la novela ‒cualquiera sea su forma, su intento, su voluntad de acción, su simple estructura o su resuelta indiferencia‒ un lugar “concreto” para la escritura que no es más que pura y llana disolución? Si la escritura es una paradoja, ya que avanza y en realidad no hace más que volver para atrás poniendo el pasado por delante ‒tamaño escándalo el de su fenomenología ¿no?‒ pues bien, entonces la novela es una habitación en la que ya se está o se estuvo, a la que se ha ingresado por puertas y ventanas que desaparecen desde mucho antes, como de algún modo ocurre en el final de La sobrina, cuando la casa de la representación teatral es a la vez esa representación y la vida del pasado imposible de representar. El viejo filosofo de las preguntas por las cosas decía que el lenguaje era la casa del ser. Pero qué casa no es también la ambigüedad del paraíso que oculta el infierno, como en el segundo momento de este tríptico se deja leer. Y en una misma continuidad, con relación a la casa que se deja y la casa que se busca, la casa que es la novela por escribir o la novela suspendida y recuperada, ¿cuál sería en esa casa la habitación de los recuerdos ocultos en las cosas? ¿Adónde ubicar el cuarto de los niños que fuimos, el pasado de una iniciación para el escritor que aspiramos ser? ¿Adónde ubicar entonces la ventana del hoy desde la cual se mira lo que ya se ha escrito, pero a la luz del niño que en un momento quiso ser ganado por el deseo de escribir? De La Sobrina, pasando por El paraíso hasta La estela, el tríptico de Sergio en la casa de la novela observa la fundición del arte en lo real. Y uno entonces podría decir que en el lugar donde se escribe pasa lo escrito. ¿París? ¿Santa Fe? Pero decir esto suena grandilocuente, y hasta un tanto falso; por lo cual lo traduzco. El tríptico de Sergio escenifica el pasado por el hecho mismo de que está en fuga, y lo real de esa fuga ‒probablemente la obsesión de la novela desde hace siglos‒ ama ocultarse en las palabras, las cosas, el misterio de lo que florece porque sí.

  Unos árboles, que acaso quedaron afuera de la atención escrita que es Parques, para ser más preciso unos cerezos en flor, ocultando y haciendo visible el camino hacia otras casas ‒la de la profesora de lengua y literatura de un narrador muy joven, por ejemplo‒ me llaman la atención para concluir con esto señalando esas páginas de La estela, acaso lo que queda, la huella inversa que antes que perseguir busca por detrás volver a poseer. ¿Qué es el pasado si no la intimidad que, de a poco, irrumpe, lo gana todo, transforma lo muerto de nuestra decepción en el recuerdo que explica el presente haciendo de lo vivido la materia misma de lo real pero que se separó de los objetos? La representación que Sergio tiene del hecho de escribir está para mi tramada al compás de esa intimidad del pasado que en cada novela se busca una y otra vez. Cada una de ellas se apoya en lo moroso de un desenvolvimiento retórico que es lo que gana terreno al recuerdo. Pero, el recuerdo es una invención que no tiene nada que inventar ‒otra paradoja‒ porque acaso el recuerdo florece como en este pasaje que quisiera leerles: “El pasado revela lentamente y en capas superpuestas, como los pétalos la flor, su intimidad”. 

  Quisiera entonces que olviden mis anécdotas y que llenen lo que sigue, la lectura de este tríptico, con el aroma de esa intimidad que, página a página, acaso florece como el pronto azahar de la primavera que oculta aun nos espera.