El piano como maestro - Francisco Bitar

 

Mis hijas, de tres y ocho años, saben tocar el piano. Más bien tocan el piano, saber hacerlo les importa poco. El instrumento mismo está estucturado de manera tal que la técnica se vuelve accesoria: cualquiera que se siente frente a él —tal como han hecho mis hijas desde el principio, sin haber visto antes a ningún profesional— entiende de inmediato que esta máquina de raros botones blancos y negros funcionará con apenas poner una mano de un lado y otra del otro, y apretar.

O menos: Rosita lo aporrea con las palmas o lo recorre de punta a punta con los dedos índice y mayor de la mano derecha, como si el teclado formara un camino de escalones que se hunden y vuelven a subir, y dos piecitos los pisaran. De hecho, ese es el movimiento que ella usa para hacer andar al hombrecito que se planta frente a playmóbiles y barbies, y que va y viene por la casa. Solo que acá baja y sube: más que como escala, ella entiende a la música (por lo menos la del piano) como el asunto de una única escalera sostenida siempre al mismo nivel. De espíritu movedizo y aventurero, Rosita disfruta los accidentes del teclado, y la maravilla también que esa inestabilidad venga adherida a una delicadeza, la del sonido. Así también entiendo yo el refinamiento, o así es como ella me lo enseña: como un riesgo exquisito.

Sonia, en cambio, es concertista. Algunos años mayor que su hermana, ya ha visto a unos cuantos pianistas en conciertos o en la tele, y copia con gracia sus ceremonias. Pero, donde en los pianistas hay una penosa atención, dividida entre su propia exigencia y la de quien escucha, en ella hay una exhibición divertida: Sonia transmuta, tras su gesto concentrado, la seriedad avejentada del experto en una diversión de aspecto maduro. Quizá todo se deba a la falta de partitura, en la que están cifradas las desdichas del músico. Sonia toca sin instrucciones: no termina (o lo hace por casualidad, cuando se aburre), y tampoco empieza: es como si estuviera tocando desde mucho antes, quizá desde siempre, solo que a veces también con sonido.

Y lo hace maravillosamente, pulsando notas graves, que duran por atrás, al mismo tiempo que adelante va saltando de una a otra tecla aguda. Si el piano viene a ser el instrumento sublime, no lo será por su imagen clásica de orquesta en miniatura, sino porque, con sólo tenerlo enfrente, se asume automáticamente la lógica de los acordes y la melodía. Y esto es así por una mera cuestión fisiológica, de la que el teclado forma parte: el piano ha hecho del lado menos hábil (en general el izquierdo) el lado de un trabajo hosco pero necesario, mientras que la otra mano, más habilidosa, va de acá para allá, como una fugitiva o una locuela. Así, la máquina que es el cuerpo, con sus piezas más o menos pesadas, encastran con esta otra, hecha a su medida. Esto es así al punto de que una cosa no existiría sin la otra, porque excluida la contraparte, se volverían anteriores a sí mismas, y, como tales, incomprobables: si existe el cuerpo es porque existe el piano.

El opuesto del piano es el instrumento de viento, en el que no solo es imposible tocar dos notas a la vez, invocando así el caos ruidoso pero múltiple de donde cualquier cosa podría salir, sino que además excluye todo amague percutivo. En un instrumento de viento se tapan y se destapan tristemente agujeros, con pericia: es necesaria una técnica. El instrumento de viento es el instrumento adulto por definición, y prueba de ello es que lo niños empiezan su escolarización musical con la flauta dulce, el instrumento disciplinador. Su sonido puede resultar agradable sólo si le restamos nuestra experiencia, porque el recuerdo que todos tenemos de ella no es dulce, sino muy amargo: el que designa el paso de la música como juego a la música con reglas, como obligación.

Entre paréntesis: Mozart odiaba la flauta, quizá porque con ella no era capaz de seguir siendo un niño, como sí es posible hacerlo con el piano. De hecho, Mozart constituye la prueba viviente —lo hace su obra eterna, es decir, él mismo— de que el piano es un instrumento hecho para niños, condición de la que se volvería un guardián con el genio como maniobra distractiva. Con su genio, Mozart se salteó la escolarización, ahorrándose las penosas instancias de instrucción que sí debió sufrir, por ejemplo, Beethoven. Ya genial, Mozart visitaba a otros maestros europeos, sobre todo italianos, a los que seguía con algún interés pero desde las alturas. Este genio suyo estaba hecho, no de destreza técnica, o no sólo de ella, sino de inspiración compositiva. Para ello, como lo revela en sus cartas, Mozart se convirtió él mismo, desde muy temprano, en teclado, ahorrándose la necesidad de tener uno a mano y dándole una expresión máxima a la fusión de las máquinas en un solo niño-teclado. La idea de prodigio —de la que Mozart siempre intentaba desmarcarse al punto de considerar sus tempranos viajes como huidas alegres— viene predicada por una mentalidad simplona, adulta: la de separar al niño del piano, para eyectarlo a un estadio responsable. El prodigio es el niño devorado por el adulto, una abominación perpetrada por quienes desesperan de una niñez indoblegable.

Con su genio, Mozart evitó entonces la insoportable demora que se interpone entre la voluntad y su ejecución (genio es esa velocidad que se burla del saber, haciéndole creer a todo el mundo que cumple con las prerrogativas). En este sentido, los niños son tan geniales como descarados. Si, por caso, alguien más se les planta a mis hijas con ejemplaridad de experto, como a veces ha ocurrido entre lo más desagradable de una concurrencia, ellas lo escuchan sin que se les mueva un pelo. Después dicen que también ellas pueden hacerlo y vuelven a ejecutar sus piezas prescolares de manera natural, con la belleza de lo que no ocurrirá una segunda vez. De ese modo, se ahorran el trago amargo de intentar y no poder, para poder directamente. Si, aun así, el experto insiste con la importancia de lo que sabe, ellas desconfían de su vanidad. Y creo que hacen bien: si le hicieran caso, es esto lo que aprenderían de él, que es lo que en general se saca en limpio en estos casos. De un experto no se aprende a tocar el piano sino a compararse con los demás, y así dejar en claro la importancia personal.

Ahora, si alguna de mis hijas insistiera, ¿qué hacer? Es el eterno dilema en que entra el padre, al menos aquel que ha padecido (y aun lo sufre!) el verdugueo de ciertas formaciones. O el que teme ver la voluntad de los hijos, su alegría, ahogada en los rigores de una escolarización. Con todo, alentar los conciertos a mano alzada parece inconveniente: nadie pagará por verlos, aunque este tipo de conciertos podría presentarse como lo artístico verdadero, suma de todas las inutilidades. Lo adecuado parece ser mandarlas ahora a un profesor para ahorrarles un disgusto más adelante, con la esperanza de que, en el transcurso de la formación, algo del goce inicial reingrese al estudio.

Mandarlas con un profesor parece entonces lo indicado, lo que sin embargo se me aparece menos como un modo de aumentar lo vivo que hay en ellas que como un remedio para una enfermedad ajena: la de los otros, que no admiten pianistas sin instrucción. Quizá habría que elegir a un profesor-niño, uno que no olvide la alegría inicial. Con todo, tarde o temprano algo de rigor será inevitable. Es más: con el paso del tiempo y del perfeccionamiento, el rigor se volverá obligatorio. En este punto, serán ellas quienes deberán hacer algo al respecto, antes de que todo, también vivir, se les vuelva insoportable. (Aquí es donde se produce el momento de fatalidad para un padre: salir de escena). Para entonces, supongo que hay dos arreglos posibles: el primero consiste en encontrar la manera interna de engañar a los demás, componiendo su propia música por ejemplo, aunque sea con dos dedos o con uno. El segundo es el de empezar con otra cosa, en calidad de principiante consumado, como niño eterno.