Presentación ausente - Manuel Ignacio Moyano Palacio


 [Noticia: el siguiente texto fue leído en la presentación pública de El país de los sueños de Pablo Farrés y El país de los sueños de Pablo Ferrarese el 4 de agosto de 2023 en The Wine Bar, Buenos Aires]


Él murmuraba palabras obscenas y religiosas, entreveradas, 

porque se daba cuenta que estaba actuando en dos planos, iguales y lejanos.

Marosa di Giorgio


Pablo me envió algún tiempo atrás ambas versiones de El país de los sueños para esta presentación y las leí en esos días. Cuando me puse a escribir este texto, no tenía idea si las había leído o no.

Entonces, me asalta la podredumbre de las preguntas retóricas: ¿puedo presentar un libro que no sé si leí?, ¿cuán chanta puedo llegar a ser a la hora de hablar sobre literatura? Vamos a probar repasando la obra de Pablo.

Con El país de los sueños, el proyecto Farrés conquista un nuevo campo que había sido anunciado en sus últimas publicaciones, Las series infinitas (2021) y El libro del buen olvido (2020). Efectivamente, se trata de una nueva modulación de una literatura cuya fuerza es la deslocalización y fagocitación de todos los puntos de lectura.

Podría hablar entonces de tres nudos: primero tuvimos un Farrés que golpeaba la frase en ese lugar donde aparecía la analidad de la frase y que sabía fabricar una prosa que se comía a sí misma. El punto idiota (2010), El reglamento (2012) y El desmadre (2013) abrieron el campo de ese Farrés que aceleraba la disolución.

Pero con la publicación de Literatura argentina en 2012 se amplió el campo y es como si el terreno hubiera adquirido una vida propia capaz de resistir a la aceleración del desastre. Y pareciera que Farrés hubiera tenido que lidiar con una exterminación que no era solamente destructiva sino también productiva. El campo mismo de su experimentación no terminaba de morir, aunque tampoco de vivir. Ese campo zombie fue el motor de la paranoia acelerada donde también se inscribieron Mi pequeña guerra inútil (2017) y Las pasiones alegres (2018). De ahí la insistencia en la forma de bucle de las frases y en la repetición: había algo que Farrés todavía tenía que matar con su prosa. Pero al intentarlo, el monstruo se multiplicaba cada vez que moría.

En el tercer nudo, los campos de exterminio se volvieron infinitos. La guerra mental que se experimenta con la Literatura Farrés, como la llamó Agustín Conde de Boeck, encuentra con El libro del buen olvido y fundamentalmente con Las series infinitas una expansión de campos y más campos. El movimiento concéntrico inicial se igualó en intensidad al movimiento excéntrico de los últimos libros.

Si les gustan las conclusiones, puedo decir que la Literatura Farrés no huye hacia delante, sino hacia todos los márgenes mientras regresa en simultáneo a un centro en permanente disolución. De ese movimiento centrífugo y centrípeto nace una obra sin interioridad. La tendencia natural de Farrés y sus libros es el Afuera infinito —Afuera de sí mismo.

Y acá empiezan las complicaciones. Ya no podemos hablar de los libros de Farrés. Con El país de los sueños, Pablo Ferrarese entra en escena como el usurpador indeseado de la Literatura Farrés. Vino a mearnos el asado. Al mismo tiempo, la función de unidad que ofrece el libro en tanto objeto queda rota. Ahora tenemos un libro que no es uno sino también otro y un nombre de autor que no es uno sino también otro. No se trata de un gesto metaliterario, sino de una hiperliteratura: la vida en sus nombres y sus muertes se vuelve literaria. Una vida afuera de la vida.  

Pero me sustraigo de este recuento genealógico para entrar de una vez en El país de los sueños, para probar si leí la versión que trato de presentar o definitivamente soy un chanta. Voy con la lectura informativa y resumo su trama así nomás.

El país de los sueños es la historia de una niña de siete años que sueña. Que sueña mientras los hombres deslumbrados por su belleza se desatan y la violan, la ultrajan y la profanan. Es una niña que sueña mientras las mujeres de Tandil le desfiguran la cara con ácido muriático. Es la historia de la niña llamada Amancay Machuca que sueña con el Gran Hotel Argentino, donde la llanura escribe su desesperación y donde vive el Hombre que estaba inventando la literatura y a donde llega el abuelo Arturo Ferrarese con Mussolini en la boca y en la pija.

La historia de esta narración no tiene principio ni final, tal como la lógica onírica. ¿De dónde vienen los sueños? ¿A dónde van? El intento de responder a estas preguntas es el impulso fascista de los habitantes de este país de campos que veremos desfilar en las páginas de una y otra versión del libro.

Pero leer así tampoco prueba nada. Voy a intentar un ejercicio adusto de name dropping para presentar la novela de una vez y no ser tan ladri.

En estas páginas hay un horror vacui permanente que se llama Lovecraft. O un tal Lovecraft que camina con una radiografía en una mano y la pampa en la otra. O mejor todavía, con un ejemplar de Radiografía de la pampa leída en un paseo nocturno por las calles de La Matanza, leída en voz alta y a los gritos para los oídos de un tal Martínez Estrada. Algo que se podría resumir en lo que Fabián Ludueña Romandini llamó oniarquía: y ahí van los dos, uno calvo y el otro con una mandíbula atroz, ahí van mientras hablan de una dictadura cósmica y muy argentina ejercida sobre los hombres, la naturaleza y los seres a través de los sueños.

Sí: podría seguir así, en el name dripping y pintar el cuadro último del libro espejo que es El país de los sueños, seguir así y acusar el destilado filosófico que recorre las páginas de Pablo. Un destilado que reenvía a Metanfetafísica. Ensayo de sobredosis ontológica de Germán Osvaldo Prósperi, apenas publicado, donde se circunscribe el Afuera del Ser en su mudez extrema. Donde aparece un Otro absoluto en el que pensamiento y horror coinciden. A eso Otro está encomendado oníricamente el libro de Pablo. Por eso tuvo que darnos otro libro y otro nombre para escribirlo.

Pero, basta. En mi nombre y en nombre de todos mis nombres es que voy a hablar ahora. De mi imposibilidad como lector de estos libros. Sí, son artefactos que me dejaron en la zona muda, donde no hay respuestas y donde fundamentalmente no hay preguntas. Donde las teorías ya se quemaron. Entonces, quedo justificado ante ustedes: no leí los libros de Pablo, porque no están ahí, pero sí los releí porque ahí están. Juego para niños: están y no están. Por eso, los presento y ausento. Me mueve la política de fantasmas que gobierna este país de ensueños. Y no soy un chanta. Hablo de un libro sobre el que no se puede hablar. Un libro que obliga a escribir literatura cuando precisamente es imposible hablar sobre literatura. Porque en esa imposibilidad, la escritura ritma su tambor atávico con la lectura. Y los ojos escriben y leen astros, arena y sueños que sueños son.

Una tarde de invierno, meses atrás, conocí personalmente a Pablo. Conversábamos sobre libros y la vida. Él fumaba, yo había logrado dejar el tabaco unos meses antes. Mi excusa fue que quise brindar por el encuentro y le pedí un pucho. En la tercera pitada, me mareé. Soñé que Pablo (sus gestos y sus movimientos) no se parecía a sus novelas. No era como Macedonio, Copi o Wilcock que siempre me resultaron idénticos a sus obras. La revelación fue súbita: Pablo Farrés no se parece a su obra porque Pablo Farrés no existe. Y entonces me vi conversando con Pablo Ferrarese. El Red point se hizo cenizas, quedó el filtro entre mis dedos y supe que ya no podíamos seguir hablando de literatura y de la vida. Que había que vivir la literatura. Vivirla para soñarla. Soñarla para morir y para dejar que los gusanos nos succionaran todas nuestras lecturas hasta escribir, por fin, con la boca bien cerrada.