“Foucault pagó caro su desdén por la metafísica”. Conversación con Fabián Ludueña Romandini. Participan Sergio Raimondi, Laura Soledad Romero y Rafael Arce.


[Noticia: Esta conversación empezó, vía mail, en octubre de 2022, por lo que se ha llevado adelante con una lentitud y un trabajo de elaboración del todo ajenos a las velocidades que nos demanda el mundo actual]

 

Sergio Raimondi: Cuando pienso en el conjunto de tu obra publicada hasta el momento, ya más que vasta, además de sus problemas, hipótesis y proposiciones específicas (por ejemplo, obviamente, en relación a un pensamiento sobre y de la espectralidad), detecto tres apuestas más generales: por un lado, la voluntad por operar en la tradición desplazada de las humanidades, mediante la discusión de su tendencia auto-incriminatoria a justificar su utilidad aceptando, desde ese mismo momento, un paradigma que le es ajeno, y también mediante el ejercicio de practicarla, de un modo bastante infrecuente o hasta inédito, en función de cuestiones del más estricto presente, tal como las que plantean la ingeniería genética o los diversos proyectos de Inteligencia Artificial; por otro, o no tanto por otro lado, la insistencia urgente por repensar la función de la universidad o, en todo caso, por aceptar su carácter perimido; y finalmente, la atención ante el dilema de la ordenación de los saberes, desde el diagnóstico de que ese ordenamiento, poco afecto a consideraciones menos desagregadas, estaría por sí mismo inhabilitado para comprender una actualidad que lo desbarata una y otra vez. Humanidades, entonces, universidad y saberes. Tal vez sean demasiadas cuestiones, aun cuando una trama densa las articule. Pero insisto en la sospecha de que una perspectiva indispensable para abordar tu obra está en esa intervención simultánea (y, tal como la entiendo, política) sobre estos tres problemas, no simplemente porque aparecen enunciados como tales en reiteradas ocasiones, sino más bien porque están inscriptos en el movimiento de tu misma escritura. Me gustaría que pudiéramos empezar por acá.

 

Fabián Ludueña Romandini: Querría comenzar de un modo inhabitual para los diálogos filosóficos actuales: agradeciendo vivamente la invitación a esta conversación pues la filosofía no puede ser sino el resultado de una reflexión mancomunada. La pregunta resulta, en efecto, fundamental pues remite al lugar de enunciación de la escritura filosófica en el siglo XXI. Querría comenzar con la universidad. Desde mi punto de vista y tomando aquí en cuenta lo que informa la historia así como mi modesta experiencia personal, yo no diría que la universidad se encuentra perimida. No debemos olvidar que la universidad es una invención medieval. Antes de su aparición eran los monasterios o las iglesias los que organizaban la enseñanza en torno a un maestro (scolasticus). Ahora bien, cuando ese modelo resultó insuficiente, la Iglesia se encargó, en un proyecto institucional de inigualable magnitud, de la fusión de la universitas con el studium para crear así la universidad como dispositivo. Sin embargo, debemos tomar en cuenta que el objetivo de tal desarrollo no era el de proporcionar un espacio a las humanidades. Al contrario, el objetivo de las universidades medievales fue el de producir un cuerpo de administradores para los Estados, eclesiásticos o principescos, que florecían por entonces y necesitaban de profesionales idóneos. Desde ese punto de vista, la universidad tuvo un origen técnico-administrativo con conocimientos dedicados a la administración de las corporaciones. Por esta razón, la enseñanza de la filosofía en estos contextos era completamente propedéutica y secundaria respecto de los conocimientos auténticamente relevantes para el manejo de los arcana imperii de la gran política. Desde ese punto de vista, la universidad goza, hoy más que nunca, de una salud a toda prueba. Se ha vuelto global, omniabarcante, homogénea en sus contenidos e ideología y, más que nunca, plenamente consagrada a producir profesionales a escala planetaria cuyo objetivo no es otro que el gobierno del mundo con la compensación más o menos satisfactoria para los individuos de una determinada riqueza material que habrá de variar según los sectores de la economía y los cargos específicos. De esta manera, la universidad habla hoy, como ayer, pero mejor que nunca el lenguaje de la administración para el cual fue originariamente creada. Y entiendo que, por esa misma razón, su futuro es en extremo promisorio.

En cambio, lo que se halla definitivamente perimido, creo yo, es lo que he denominado la Gran Alianza que en determinado momento se produjo entre la universidad y las humanidades. Esa alianza brilló con hitos admirables a lo largo de los siglos XVIII, XIX y hasta los años setenta del siglo XX con interrupciones y graves problemas en el camino. A partir del último tercio del siglo XX, la Gran Alianza se quiebra y las humanidades son dejadas nuevamente a su suerte. El final de esa alianza no es azaroso pues ha sido el resultado de un programa de obsolescencia de la tarea profesoral en las humanidades mediante mecanismos que, como la evaluación permanente, el diseño tecnocrático de los programas, la burocratización de la tarea profesoral, la pauperización de la experiencia del conocimiento bajo el nombre de especialización, la degradación progresiva del salario profesoral y la destronización de la Crítica, han llevado al colapso de la enseñanza de las humanidades que se han visto afectadas en su misma naturaleza. Por otra parte, cabe destacar que la supresión del ocio como tiempo libre de la contemplación teórica en favor de un paradigma centrado en la productividad de escritos que tiene su perfecto parangón con los objetivos de una producción en serie de mercancías inútiles, ha sido festejada y aceptada por los propios practicantes de las humanidades que, en este aspecto, son co-responsables del hundimiento que hoy vemos en las disciplinas humanísticas con su consecuente reducción de presupuesto, espacio en las universidades, posibilidades de expansión y, finalmente, ausencia de toda importancia de los hipotéticos intelectuales en los asuntos públicos que deciden hoy por hoy la suerte de los pueblos en todo el mundo.

Quienes hoy enseñan todavía alguna disciplina humanística son, como se ha señalado, los últimos profesores de esa tradición en vías de completa extinción. Ahora bien, la filosofía formó parte del programa de las humanidades pero no se identifica con ellas (lo mismo, tal vez, podrán argumentar desde otras disciplinas pero hablo aquí desde mi experiencia personal). Por ello puede todavía practicarse dado que su existencia es secularmente anterior tanto a la universidad como a las humanidades. Ahora bien, la filosofía no puede sino ejercerse como exceso o estallido de alguna disciplina de origen. Un caso paradigmático y, por tanto, útil para señalar el punto es la polémica desatada por Wilamowitz contra Nietzsche a propósito de El nacimiento de la tragedia. Desde el punto de vista de la filología como disciplina humanística, no cabe duda de que los argumentos destructivos de Wilamowitz contra Nietzsche eran rigurosamente correctos. Sin embargo, Nietzsche, creyendo hablar la lengua de la filología germana (por entonces no conocía todavía la lingüística comparada que sería de enorme importancia en las fases maduras de su escritura), no se dio cuenta sino hasta más tarde de que había desbordado ese espacio para transformar sus tesis en una forma de filosofía del más alto cuño teórico. Y, en contrapartida, su propuesta filosófica implicaba una revisión total de los presupuestos de la filología humanística universitaria. Considerados los intereses de la universidad, esta última se impuso: Nietzsche se convirtió en un paria, expulsado de toda institución de enseñanza. Desde el punto de vista de la filosofía, esta ganó una renovación de la cual todavía nos nutrimos pues es muy difícil sostener que se haya sobrepasado el horizonte trazado por Nietzsche para la filosofía. Sin embargo, el precio a pagar sigue siendo también el mismo: quien haga una filosofía auténtica está decididamente condenado al ostracismo. A pesar de las apariencias en contrario, quizá este desgraciado destino sea el que, epocalmente hablando, mejor le conviene a la filosofía en este tiempo: necesidad de un repliegue, casi de una reducción a la condición de un saber que murmura secretamente sus postulados esperando e incubando el tiempo, por ahora completamente incierto, de su renacer. Los practicantes de la filosofía, por tanto, deben aceptar esta condición extrema que hoy plantea su ejercicio. No es la primera vez que la filosofía atraviesa una situación de este tipo y no será, evidentemente, la última. Ahora bien, como cada vez, habrá que ver quiénes están dispuestos a atravesar el camino de una vida de anonimato y quiénes se perderán en la aspiración a un éxito que, como tal, sólo puede coincidir con los deseos de la mercadotecnia pues, al día de hoy, es imposible operar con eficacia de algún tipo por fuera del mercado.

Aun así, quienes se dediquen a la filosofía se enfrentarán al problema de los saberes que no pertenecen al mundo de la hiperciencia: todos ellos y la filosofía en primer lugar tienen una dificultad incomparable para poder aprehender lo que sucede en el mundo contemporáneo: la realidad se escabulle entre sus dedos apenas intentan comprenderla. Hay una excedencia incomprensible de un mundo nuevo en gestación para el cual no tenemos explicación, vale decir, para el cual todavía estamos intentando elaborar los conceptos que lo puedan mínimamente describir (no digo ya proporcionar una configuración razonada). Con todo, aquí o allá, en distintas partes del mundo hay quienes lo intentan. No importa si logran su cometido pues la filosofía es el saber que integra el fracaso como constitutivo de su experiencia permanente. Pero es un compromiso ético ineludible el intentarlo so pena de incurrir en la destrucción completa del saber filosófico en nuestra época. Por todo ello, como se puede ver, esta condición larvaria de la filosofía de nuestro tiempo, exiliada de todo foro de luz pública, puede ser una condición ventajosa dadas las circunstancias imperantes y los desafíos que la esperan.

Dicho esto, ciertamente, político es todo lo que escribo porque mi tesis es que toda metafísica es una política y una ética: existe allí un anudamiento insoslayable. En mis libros hablo mucho de política en diversos tiempos, formas y con objetivos también distintos. Sin embargo, creo que entre los nombres que en esa materia circulan por mis libros hay dos que no se pueden soslayar: un sustantivo común, Revolución y un nombre propio, Max Stirner.

 

Rafael Arce: Somos nosotros quienes te agradecemos que hayas aceptado el convite y que tengas la inmensa generosidad de llamar a esta entrevista una “conversación”. Más aún: esa “reflexión mancomunada” que es la filosofía nos convoca a algunos que tenemos con la filosofía una relación no disciplinar, diletante (en el buen sentido de la palabra y, en mi caso, también en el malo) y oblicua. Se habla mucho hoy de la porosidad de los límites disciplinares. Pienso (pero tal vez me equivoque) que algunos filósofos y escritores contemporáneos están hoy convergiendo en un terreno común, que tal vez sea parte de esa excedencia incomprensible. Cuando digo “escritores”, tal vez uso una noción muy vaga. Pues, en efecto, habría que pensar en la especificidad de la poesía y de la narrativa. La poesía de Sergio Raimondi, como la de Alberto Girri, piensa de una manera distinta a como piensa un texto filosófico. Se puede decir lo mismo de algunos narradores. En tu políptico, como en toda tu obra, hay un diálogo incesante con eso que llamamos literatura. Escribiste un libro sobre Lovecraft. Como lector de tu obra, a menudo me sucede que hay pasajes especulativos en los cuales la imaginación se suelta de la argumentación y, por decirlo de algún modo, se sostiene sola, sin salir sin embargo de la filosofía. En el libro que cierra tu políptico, Filosofía Primera. Tratado de ucronía post-metafísica, directamente procedés, en el comienzo y en el final, como un narrador de ficción, y no es un mero recurso estilístico, sino la plasmación de una manera de pensar, de escribir y de especular que es inherente a tu práctica. Me gustaría continuar un poco por ese lado, tanto en relación con tu obra, como acerca de lo que pensás respecto de esta convergencia contemporánea (si la hay y si es solo contemporánea), así como a los usos y abusos, los malos entendidos, los diálogos.

 

Fabián Ludueña Romandini: Esta es una conversación porque, curiosamente, aunque soy una persona completamente exiliada del mundo (cada día, de hecho, profundizo aún más esta distancia), mi reflexión sería imposible sin los amigos como ustedes. No me canso de repetirlo y, a pesar del riesgo de que parezca una frase de cortesía cuando, en verdad, estoy tratando de enunciar una de las convicciones más caras en mi vida, querría resaltar que sólo escribo para quienes son mis amigos o para tener nuevos. No hay academia, no hay “público lector”, mucho menos “mercado”. Sólo la amistad. Y esta conversación es también otra fase de ese caminar juntos. En estos días, si me permiten la anécdota personal, he publicado un breve texto en la Bitácora de la Filosofía Venidera que lleva por título, de aquí que lo traiga a colación, “Psykhé. Una fábula metafísica”. Aunque no está mencionado ni una sola vez, trato de ser allí fiel al propósito nietzscheano que, como decía en mi intervención anterior, constituye un horizonte que todavía habitamos. Me refiero a su tesis según la cual “el mundo verdadero” acabó convirtiéndose en una “fábula”. Se abre entonces el tiempo de Zaratustra. Pero no importa ahora la inscripción técnica de la tesis de Nietzsche sino el punto que señala pues, precisamente, me parece marcar la razón profunda de la convergencia que has señalado. Si el mundo se ha vuelto una fábula es imposible, entonces, que la filosofía y la literatura no se den cita bajo un mismo paraguas. Pueden acudir al encuentro con distintos ropajes pero, al fin y al cabo, comparecen en la narrativa pues el estado metafísico del mundo así lo demanda y no se trata, por lo tanto, de elecciones individuales o siquiera disciplinares. Eso es lo que nos gustaría, tal vez, creer para tener la oportunidad de conservar la ilusión de cierta autonomía pero es el Zeitgeist y no nuestras elecciones o preferencias el que nos ha llevado a este punto.

Al mismo tiempo, el problema se remonta genealógicamente (otra vez Nietzsche) a los inicios. ¿Acaso es posible identificar un “género filosófico” en sentido propio en la Antigüedad? Es una tarea prácticamente imposible porque la filosofía, desde ese momento y siempre, ha buscado cultivarlos todos. Si tenemos en cuenta que, por ejemplo, el vocabulario sobre el Ser se enuncia en Parménides bajo la forma de un poema inspirado en un cuasi trance chamánico, hay de qué sonreír cuando en los congresos de filosofía actuales se pierde conciencia de la materia con la que estamos tratando. En los inicios era imposible distinguir entre poesía y filosofía. Incluso Platón, hostil a los poetas, no es sino un literario monumental creador de mitos y leyendas que sólo los estudiosos son capaces de reducir a meras empresas teóricas. Sin tomar en cuenta al Platón literario, resulta imposible adentrarse fructíferamente en su obra. Y cuando un filósofo escribe según los rigores de un tratado (y yo mismo he intentado hacerlo), hay que pensar que se trata simplemente de otra forma de un género literario.

Este diagnóstico no deja de ser cierto aún en los períodos en que la filosofía y la literatura parecen más separadas. Es sólo una ilusión pues la literatura es, entre otras muchas cosas, una forma de filosofía radical. En el caso de la filosofía, esta no puede prescindir de la literatura por el simple hecho de que no puede existir sino de manera parasitaria. La filosofía, por sí misma, no posee autonomía de género. Necesita literaturizarse para tener una estilística y existir como escritura. La literatura, por su parte, siempre se ha visto seducida por el extraño ímpetu de ahondar sobre la naturaleza del mundo y de nosotros mismos con idéntico ahínco que cualquier filosofía. Simplemente los equívocos propios de la crítica moderna han pretendido distinguir ambos dominios. Un proyecto que, a mi juicio, nunca se vio afortunadamente coronado por el éxito pero que, indudablemente, colapsó definitivamente en el mundo actual. Aun así, siempre digo que mi modelo de trabajo es Dante Alighieri. No creo que nadie, en su sano juicio, pudiera tener la osadía de querer diferenciar en su Divina Comedia la parte de la literatura de la que corresponde a la filosofía. Hacer algo semejante equivaldría a traicionar la obra de Dante que buscaba, precisamente, indistinguir al filósofo del poeta o del literato.

Justamente, creo que la preocupación de Dante por las lenguas vernáculas nos da una pista de enorme valor. Tanto en la filosofía como en la literatura tratamos con la lengua y salvo la filosofía mal llamada analítica que cree muchas veces refugiarse en la ilusión de los lenguajes formales que no son menos literarios que el lenguaje cotidiano, ese es nuestro punto de convergencia ineludible. En la medida en que filósofos y literatos están obligados a medirse con la lengua y, más profundamente, con el lenguaje en cuanto tal, me parece imposible que la convergencia no sea, nuevamente, una necesidad ineludible. Sólo cuando se olvida que siempre estamos tratando con el lenguaje (aunque no solamente con él pero ineludiblemente con él) en todos los casos, allí aparecen las confusiones. Podría argumentarse también que la literatura y la filosofía tienen distintos criterios de verdad y que eso las distingue más allá de las convergencias. Es posible hasta cierto punto pero, con todo, prefiero pensar como Paul Auster quien escribió que el lenguaje no es la verdad sino nuestra forma de existir en el universo. Ahora bien, podemos existir de maneras diversas y la fenomenología de las diferencias entre literatura y filosofía es de lo más interesante pero, ciertamente, no puede ni debe ocultar el hecho fundamental de que ambas parten del hecho de lenguaje, del misterio de su existencia y, a partir de allí, son cómplices inclaudicables de una misma causa.

Luego, en la proximidad histórica, no hay que olvidar la convergencia de los intereses. Sartre escribía tratados junto con obras literarias. Un filósofo en extremo diferente de las ideas de este último como Alain Badiou, hace exactamente lo mismo con sus obras teatrales. Ninguno de los dos pensó o piensa que hayan dividido sus intereses sino que sus obras son una unidad. En estos momentos, estoy leyendo El expediente H. de Ismaíl Kadaré, un libro formidable donde la cuestión de la filología se transforma en material literario. Especialmente la filología homérica (de allí la H. del título) pues el argumento es indisociable de los legendarios viajes de Milman Parry y Albert Lord en busca de la épica oral serbocroata que fue capital para la comprensión moderna de Homero. Ese libro, a la vez literario y filosófico, nos enseña lecciones invaluables sobre el sentido de la filología que, precisamente, es nuestra materia común. Volvemos así a las lenguas y al lenguaje.

En mi caso personal, sin lugar a dudas, la filología también me despertó la sensibilidad hacia la escritura literaria. A mi modo, busco desarrollar una estilística propia (cuyas características específicas existen, mejores o peores, pero que los lectores suelen pasar por alto) que tiene su base en la literatura y sin la cual no podría escribir filosofía. Herencia probablemente de mi maestro Héctor Ciocchini que de estas cuestiones podía dar testimonio mejor que nadie. Y aquí Raimondi no me dejará mentir sobre este punto.

De igual manera, hay poetas que están presentes de manera decisiva en mi trabajo aun si no me he dedicado a escribir específicamente sobre ellos. Es el caso de Mallarmé, por ejemplo, que es un legado de mis años de formación en Francia donde, en ciertos círculos de la École, creíamos en la importancia inconmensurable de una obra que estudiábamos con veneración. Un poco por todo lo que digo aquí concluyo en la absoluta pertinencia de tu tesis que ha acercado las obras de Pablo Farrés o de Raimondi o de Girri a los textos que pueda haber escrito yo. Salvo que añadiría, probablemente, en el caso argentino, esta convergencia no se debe únicamente a todo lo antedicho sino que se añade un factor más. Ante el ahogo que experimentamos frente al estado del mundo y de la academia o del establishment literario, esta convergencia muestra un modo de buscar respirar aire puro. Y cuando logramos alcanzar un poco del ansiado aire, resulta que nos topamos con el lenguaje y allí estamos otra vez en el punto de partida. Pero con esta salvaguarda de que, en la Argentina, la convergencia es también un modo de buscar una liberación.

 

Sergio Raimondi: Arriesgo que una de las cualidades de tu estilística consiste en una escritura de algún modo refractaria a una percepción sincrónicamente presente, aun cuando de modo constante te ocupes de problemas del presente como el del mundo de la hiperciencia. Además de tu experimentación genérica que me hace acordar a Bruno, porque muchas veces ocurre dentro de un mismo libro, ahí veo por ejemplo el trato explícito y cuidadoso con numerosos lenguajes (el griego, el latín, el alemán, etc.) que inscriben tus reflexiones en esa tradición filológica que mencionás; veo tu configuración incesante de neologismos y veo tu insistencia en la utilización de cierta terminología desusada y con una fuerte impronta etimológica que le da al texto una temporalidad equívoca: “perínclito”, “dehiscencia”, “prognosis”, “prelusión”, “forclusión”, “parerga”, etcétera. Pero ahora que hacés referencia a Ciocchini, e indicás la lengua como una instancia común para la filosofía y la literatura, quisiera preguntarte por tu lectura de esa obra demente del Renacimiento que es la Hypteronomachia Poliphili, de Francesco Colonna, que en el segundo tomo de La comunidad de los espectros ofrecés como una suerte de testimonio –ya en los inicios de la modernidad– de la imposibilidad de cualquier pretensión de una lengua pura, desde el reconocimiento de la matriz delirante que subyace en todo acto de habla… Quiero decir, lo que me intriga de esas reflexiones es tu interés por indagar ese sinsentido o disrupción del sentido para captar, justamente en esa actividad tan históricamente pensada desde lo humano como es la de la lengua, lo que excede a lo humano. Más allá de lo que esto implica en términos de tu pensamiento sobre la subjetividad, la temporalidad o la espacialidad, me apela y conmueve tu afinación para oír una multiplicidad de voces en cualquier voz, y de poder reconocer en la letra y en la voz la apertura hacia una dimensión otra. Porque de algún modo ahí está planteada esa idea hermosa que también aparece en ese mismo libro: la de que la ciencia político-lingüística que necesitamos hoy sería la de la mántica…

 

Fabián Ludueña Romandini: La filología forma parte de mi propia historia personal, al igual que la lingüística de la que debe ser cuidadosamente distinguida aunque tengan ambas un innegable parentesco. En cualquier caso, esto me lleva a señalar que existe allí un interés temprano en las lenguas antiguas que viene desde el liceo, y menciono el caso porque no es accidental para comprender el asunto, un liceo que era una Escuela Normal para la formación de maestros que comenzaba ya en los últimos dos años del bachillerato y que incluía, por más sorprendente que pueda parecer hoy, hasta prácticas en las aulas de la escuela primaria. Esas poquísimas escuelas, dicho sea de paso, fueron barridas con sucesivas reformas (es decir destrucciones programáticas) de la educación argentina y hoy son una reliquia de la que ya nadie tiene memoria en las generaciones más jóvenes que ni sospechan de su pretérita existencia. Allí comenzó todo, si podemos hablar de ese modo. Luego, por supuesto, la filología, especialmente alemana, me influyó de manera indeleble en mi formación de grado. Sólo en un tercer momento, en Francia, en la École y en el Institut Nacional des Langues et Civilisations Orientales, tomó prevalencia la lingüística ruso-francesa en mi camino. Hoy por hoy todo eso convive en una amalgama que nutre mi trabajo filosófico dado que, para mí, resulta imposible separar la filosofía de las lenguas.

Hannah Arendt, como sabemos, ha recordado aquella frase de René Char que se aplica perfectamente al drama de nuestra época: “nuestra herencia no está precedida de ningún testamento”. Ciertamente, ese siempre ha sido mi punto de partida para saber que contaba con la libertad de comenzar desde los escombros como quisiera o, mejor dicho, como modestamente pudiera pero, al menos, con la acojonante certeza que otorga el hecho de saber que hay un pasado que se derrumbó. Pero, también añade Arendt en otra circunstancia, no es cierto que no tengamos ninguna herencia. En realidad tenemos sólo una: la lengua materna. Eso es todo pero ya es muchísimo. De esta forma, siempre me he reivindicado como escritor de la lengua castellana y, cuando ha habido la oportunidad, he preferido que mis textos sean traducidos por otros y no escritos por mí mismo en otras lenguas. Mis tesis de posgrado, por ejemplo, he debido escribirlas, de mi propia pluma, en otra lengua así como he tenido la ocasión de escribir en otras lenguas por deberes de oficio y he comprobado que es un acto que tiene una validez formidable como práctica de instrucción pero que luego es necesario retornar a la lengua materna cuando las cosas se ponen más serias.

Al día de hoy no podría escribir en ninguna otra lengua que no fuera el castellano. Es una decisión ético-política y no lingüística. Forma parte asimismo de mi rechazo radical al Globish de Jean-Paul Nerriere que propone la liquidación de las lenguas vernáculas en pos del mercado y sus códigos. Y, de hecho, el barrido ha tenido éxito. Basta ir a cualquier congreso de especialistas en algo para escuchar el Globish con gente que cree hablar un inglés florido pero que, en realidad, no pasan del nivel de complejidad de un código lingüístico de aeropuerto internacional (por supuesto, no hace falta decir que hay honorables excepciones pero se destacan, justamente, por no ser la norma). Entonces, mi reivindicación del castellano es, en primer lugar, un gesto de política de las lenguas y de política tout court. Ahora bien, mi tendencia decanta por un castellano que me gusta llamar clásico, vale decir, anterior a la influencia del Globish como virus que invade todas las lenguas del mundo (que es la otra pandemia de la que nadie, sorprendentemente, quiere hablar porque hasta pareciera que, secretamente o ya no tanto, se la desea). Un castellano clásico que es vehículo para mi incansable afán de claridad (lo cual no quiere decir que sea exitoso en lograr esa meta) que es buscada en la proliferación de conceptos que, entiendo yo, reflejan lo mejor posible lo que deseo transmitir como contenido filosófico. Pero como tampoco quiero romper con el cristal de la lengua heredada, conservo un cuidado para la creación de neologismos basados en etimologías como no podía escapar a la observación de Sergio y que, por tanto, también es un procedimiento elegido conscientemente con una política de la lengua. Pero, de igual modo, busco la vanguardia que debe desestabilizar la lengua para hacerla decir lo que la etimología no permite: un ejemplo de ello es el concepto de “acosidad” que es esencial en el políptico de La comunidad de los espectros pero que, desde el punto de vista lingüístico, es un barbarismo insalvable aunque conceptualmente necesario. En suma, mi estilística es una tensión entre clasicismo y vanguardia pero siempre sobra la tela de fondo de que la lengua debe ser hospitalariamente cuidada en su acervo pues es lo único que permite, al mismo tiempo, su subversión inventiva y no la destrucción que persigue el Globish.

Ahora bien, si algo enseña la filología es que las lenguas son todas impuras y contienen capas geológicas sorprendentes e insondables. De allí que, al mismo tiempo, cuando hablo del cristal de la lengua no hay que suponer ninguna improbable y falsa pureza. Al contrario, toda lengua es mestiza y hay que saber tratar con las diversas temporalidades de la lengua para deconstruirla mientras se la cultiva. Y en filosofía, como en literatura, nos enfrentamos siempre a términos que son realmente intraducibles y, por tanto, las transformaciones deben operarse con pleno conocimiento de causa de la materia primordial. En esta dirección, una inspiración inagotable para mí es la música (especialmente la desgraciadamente llamada “música académica” por personas que, evidentemente, ignoran lo que es la música aunque sean eruditas) y mi escritura querría tener algún carácter polifónico y, en muchos de los casos, mis libros se asemejan, en su forma, a un espíritu de partitura (quizá malograda pero al menos intentada). Tal vez por ello, Sergio, encontrás cierta afinación en mis textos: si es el caso, proviene de mi concepción musical del acto de escritura. Buscar un empleo moderno de un lenguaje clásico es una tarea no menos osada, en todo caso, que la Hypnerotomachia Poliphili, ese Finnegans Wake del Renacimiento. El hecho es que nadie entiende ese libro aun cuando algunos estudiosos tengan la habilidad de hacer creer que lo dominan. En ese punto, quienes tienen conocimientos de lo arcano, como era el caso de Ciocchini, pueden acceder a una comprensión superior. Pero siempre será parcial porque, en realidad, es un libro cuyo objetivo es ser inaprehensible, mostrar la demencia del lenguaje humano. Cualquier intento de interpretación unificada de un texto de ese porte equivale a traicionar su propósito inicial que subyace, precisamente, en que el libro permanezca incomprendido. Pues para entenderlo verdaderamente hay que participar de la locura. Se puede intentar el procedimiento pero requiere una valentía que por mi parte no he tenido. Pero, con todo, el propósito más profundo de ese libro, creo yo, es demostrarnos que con todas nuestras lenguas vernáculas ocurre lo mismo. Creemos comprenderlas cuando hablamos o escribimos pero es mentira: sólo deliramos. Con una aclaración importante: el delirio de la lengua sólo puede ser fructífero si es abordado con brújulas que cada uno sabrá construirse: de otro modo es sólo abandonarse a un estado de perdición, riesgo último que subyace en toda lengua.

Las presencias, en mis libros, son tan importantes como las ausencias. Por ejemplo, no está mencionada la figura de Victor Klemperer pero, sin embargo, este filólogo ha sido determinante en mi concepción de la lengua. Klemperer sostenía que, al haber sido criados en una lengua, quedamos en su poder para siempre y no podemos apartarnos de ella por ningún procedimiento, por ningún acto de voluntad propia. Dicho en otros términos, todos somos tomados por la locura de la lengua y, cuando escribimos o hablamos, deliramos. La filología, en ese sentido y cuando realmente cumple su tarea junto con la lingüística, son la terapéutica de las lenguas y las que nos permiten tener un hilo de Ariadna para no abismar. Pero también Klemperer decía que el escritor se acerca mucho más a un mago que a un ser racional. De allí que, desde mi labor, reivindique la escritura como mántica, como adivinación dentro de una selva de palabras que son, por naturaleza propia, inhumanas.

En ese sentido, tenés asimismo razón, Sergio, en señalar la figura de Bruno pues es un filósofo que admiro especialmente. Si cuando hablamos deliramos es porque, precisamente, el lenguaje no es humano en su origen. Cuando las ciencias de la lengua estudian su historia realizan un acto invaluable pero también encuentran su límite: nadie sabe con certeza cuándo empezó el lenguaje ni tampoco realmente en qué consiste completamente (fuera de las teorías simplistas de la comunicación). Esa pregunta les corresponde tratar de responderla a la literatura y a la filosofía y creo que, cuando se encuentran con ella, se enfrentan al sinsentido y la locura que es lo que los antiguos atribuían a los dioses. Se puede decir que somos herederos de esa tradición milenaria aún hoy (y, tal vez, hoy más que nunca) pues cuando hablamos, deliramos. Y esto ocurre así dado que el lenguaje es un dispositivo extra-humano que ha tomado nuestra psique y que nos hace parlantes a condición de que hablemos el sinsentido y de llevarnos a la locura a menos que, como la literatura por ejemplo ha hecho desde siempre, se consigan los medios de reconocer esa inhumanidad de toda lengua y se apacigüen sus potencias dotándolas de un sentido, ilusorio y precario, pero que permite que las vidas de los seres hablantes proliferen a pesar de todo. Esta visión no tiene nada de arcaico. Al contrario, la encuentro de la máxima actualidad dado que los seres hablantes probablemente nunca habremos delirado con la lengua tanto como lo hacemos hoy en día, punto en el que alcanzamos un hito insospechado en el sinsentido de toda lengua (entiendo que ese es el soterrado significado de lo que se nomina con el concepto de nihilismo). Y, en parte, esto ocurre porque las proliferaciones de la palabra se han incrementado pero el arte de su apaciguamiento no ha encontrado sucedáneos e, incluso, está prácticamente olvidado (lo que representa, por supuesto, no pocos riesgos para nuestra supervivencia como especie).

Volvemos, de este modo, a la tensión primordial que atraviesa toda mi escritura y de la que hablábamos al comienzo porque si bien mi concepción de la lengua como mántica puede ser vista como un gesto de vanguardia y, de hecho, lo es en el contexto presente del mundo, al mismo tiempo no hago más que reactualizar la concepción platónica de la lengua y, por lo tanto, no podría ser más clásico en el gesto. Por eso es que, finalmente, hay que reírse de quienes acusan a la filosofía de construir sistemas sucesivos de incoherencia que no se reconcilian entre sí. Por supuesto pues ¿qué otra cosa sensata podría hacerse por parte de una disciplina que busca hacerse cargo del excedente delirante de la lengua? Por cierto, la ciencia también delira en su discurso pero la diferencia con la filosofía estriba, por así decirlo, en la impregnación socrática de esta última. La ciencia avanza sin conciencia de su rumbo propio y de allí que sea apropiable, tan fácilmente, por parte de todos los poderes existentes. En cambio, la literatura y la filosofía siempre supieron (aunque a veces lo olviden) que el hablar/escribir es sinónimo de un acto de locura consciente.

 

Laura Soledad Romero: Siguiendo el hilo de la conversación y destacando la transdisciplinaridad a la que apuntan las ciencias humanas y la indiscernibilidad de campos entre la literatura y la filosofía, quisiera volver a un punto que me resulta a todas luces tensionante y que sobrevuela tu diagnóstico del presente y, tal vez, del por-venir, que corresponde a cierta retirada de la metafísica del ámbito del pensamiento contemporáneo. Así como en las humanidades (al menos desde la actualidad académica) se incorporan las actualizaciones acerca del “giro materialista” hasta hacer de él casi un único pensamiento, así también estos “nuevos materialismos” (pienso sobre todo en la escuela anglosajona) parecen un intento por responder en mayor o menor medida a las problemáticas de índole global, tales como la contaminación ambiental, el calentamiento global, etc. Ante este panorama ¿es posible abordar un mundo en emergencia, teniendo en cuenta el espacio cósmico de la política y desde una post-metafísica o metafísica deconstructiva? Dicho en términos heideggerianos ¿qué resta a la filosofía por pensar?

 

Fabián Ludueña Romandini: Muchas de las nuevas tendencias en el terreno de la filosofía, como el nuevo materialismo, enmascaran, precisamente, las condiciones materiales que las hacen posibles. Entre esas condiciones, me temo, hay que considerar el final de las Humanidades como un punto capital. En sus orígenes, iniciativas como el “realismo especulativo” comenzaron en los márgenes de una academia en crisis última: sus propulsores provenían de espacios marginales de la universidad global desde París hasta El Cairo. El “nuevo materialismo”, en cambio, está mucho más enraizado en las universidades globales y sus burocracias de la competencia de mercado. En este caso, el mercado de las ideas que sigue una agenda que, en muchos casos, proviene de determinaciones justamente materiales que permanecen en lo no-dicho porque, de tomarse plenamente en cuenta, habría que asumir el fracaso de las Humanidades en sus formas presentes. En todo caso, importa retener el hecho de que esta crisis final de las Humanidades existe y la prueba de ello es que, salvo a los lectores de filosofía o de literatura, a nadie le importa el nuevo materialismo o cualquier otra tendencia de pensamiento filosófico. No tienen lugar en la agenda global (al contrario, van a la zaga de la misma) y en la política mundial a nadie le importa lo que los filósofos tengan para decir, ya sean estos deconstructivistas o neo-materialistas.

Esta condición material que determina el ejercicio endogámico de un nicho de mercado destinado a sus propios usuarios y que no puede tocar ningún real del mundo me parece que debe ser la constatación que permita ubicarnos, de manera más propia, en el espacio que nos toca habitar en las universidades globales. ¿Acaso la ciencia y los poderes fácticos se ven interpelados por el nuevo materialismo? De ningún modo, evidentemente, pues las Humanidades han sido expulsadas de la policy making global como pronto lo serán definitivamente o, al menos, por mucho tiempo, de las universidades globales. En sí mismo, esto no es un hecho desafortunado pues estimo, como lo he escrito, que en estos momentos a la filosofía le vendría muy bien un tiempo de latencia por fuera de las Academias o en el afuera que siempre existe dentro de las propias universidades en los casos en los que estas todavía persistan. Y antes de que alguien que lea esto piense en volver estos argumentos en mi contra aclaro que, con la escritura y traducción de mis libros, no he ganado nunca un céntimo. Al contrario, me he empobrecido económicamente. Si fuera por los factores financieros, me hubiese convenido no escribir jamás. Esto habla no solamente de las condiciones de trabajo en el tercer mundo sino, también, del estado de las Humanidades antes referido.

Dicho esto, la metafísica posee, desde sus inicios milenarios, un aspecto completamente material que, la mayoría de las veces, ha sido oscurecido por siglos de una exégesis precisamente universitaria. Me refiero al hecho de que si la metafísica resulta insoslayable es porque constituye el espacio donde se elaboran las formas conceptuales con las que se piensa y se gobierna el mundo o, incluso, nuestras más nimias decisiones cotidianas. Es la metafísica la que resuelve el vocabulario de la ciencia, lo sepa esta última o no. Incluso la hiperciencia actual no puede evitar, desde luego, construir una metafísica a pesar de sí misma y sin tener conciencia de ello. Pues sólo con la metafísica se puede pensar, por ejemplo, qué es lo necesario o lo contingente, qué es la política o la economía, o la eficacia de una acción en el mundo. Cuando la metafísica y las ciencias compartieron un período de frágil equilibrio en el pasado, estos interrogantes podían ser más conscientes en ambos ámbitos. Hoy en día, la hiperciencia elabora su propia metafísica, implícita e inconsciente de sí misma, con la que diseña un nuevo orden mundial que apenas está despuntando.

Con estas premisas, la definición de lo “material” demanda una metafísica implícita o explícita de la que, en muchos casos actuales, falta una rigurosidad de ejercicio. Ocurre que la metafísica no es abstracta más que por el hecho de trabajar con ideas o lo que, con el tiempo, se conocerían como conceptos. Pero eso no debe hacernos caer en el equívoco de creer que esas ideas no están plenamente enraizadas en el mundo. Así lo habían comprendido, para empezar, los propios griegos en la Antigüedad. De igual modo, la metafísica se declina en plural. Por eso el final de la metafísica que anunció la filosofía desde Kant hasta Derrida, por colocar límites temporales arbitrarios, lo es de un tipo de metafísica. Pero existen múltiples tipos de metafísica posibles. De allí que sea también factible rehabilitar, atesorando al mismo tiempo lo que la deconstrucción ha aportado en su riqueza, un pensamiento metafísico-especulativo que no tiene por qué autolimitarse en su campo: puede pensar la cosmología pero también el cambio climático o el estado global de un mundo que, cada día queda más claro, escapa a cualquier conceptualización convincente dado que la dirección de su indetenible y vertiginosa metamorfosis resulta inclasificable incluso para quienes la promueven activamente.

Visto desde esa perspectiva, queda para pensar todo de nuevo. Hay que comenzar desde los cimientos. La filosofía debe reinventarse a sí misma en su ethos antes de seguir dividiéndose en nichos de mercado bajo el nombre de supuestas corrientes filosóficas que están más definidas por el marketing del mundo editorial que por categorías emanadas de una reflexión auténtica e independiente proveniente de las filósofas y los filósofos del mundo. De hecho, quienes hoy practican la filosofía o la literatura, están llevados a una feroz competencia de todos contra todos en el mercado de las ideas y de los escasísimos puestos de trabajo universitarios en las humanidades que, cada año, decrecen en número en todo el mundo. En ese espíritu de competencia salvaje, no puede florecer un pensamiento nuevo y creador. Por eso es que insisto en que, con nuevos materialismos o sin ellos, las condiciones materiales del ejercicio filosófico mundial se silencian, con toda intención, por parte de los propios actores involucrados en el mercado global de las ideas.

De allí que la utilidad de un período de latencia, un retiro de la escena pueda ser útil para la filosofía pues debe repensar todo su pasado y su presente para aspirar a tener algún futuro. Mientras tanto, por supuesto, nada impide que siga intentando comprender el mundo aunque no sea escuchada. Salvo que sus practicantes, siempre y cuando sólo piensen en sus estatutos económicos dentro del mercado de la universidad global, no podrán salir de las trampas de los poderes actuales y sólo serán un engranaje más del mundo. En cambio, si la filosofía o la literatura pueden retomar su cauce independiente, las posibilidades de pensar son, literalmente, tan ilimitadas como todo lo que existe en el cosmos y eso incluye, evidentemente, a nuestro mundo y su destino. En mi caso, me he ocupado de la metafísica por medio de la ontología y, ya sea con mi disyuntología o con mi analéptica, lo que busco siempre es pensar al Ser enraizado con el mundo en todas sus manifestaciones.

 

Sergio Raimondi: Así como es posible leer tu obra desde el problema de los saberes, o desde el reconocimiento de las dimensiones delirantes de la lengua, sospecho que también se la podría abordar –por supuesto sin desestimar las perspectivas anteriores con las que está articulada— en términos amorosos. Hay una insistencia en el pensamiento del amor, el cual ya está inscripto en la figura de Sócrates, a la que has vuelto más de una vez, por ejemplo, en Arcana Imperii, desde el reconocimiento de la voluntad platónica por regular “la ingobernabilidad del deseo”, haciendo a la vez un recorrido diferente al del Foucault del “gobierno de sí”. En tu insistencia detecto una tensión nunca resuelta entre la tendencia contemplativa o teorética y la aceptación de ese carácter ingobernable del deseo, que para mí es imposible de separar de tu advertencia sobre la inviabilidad de la distinción entre lo material y lo inmaterial o, dicho de otro modo, entre el cuerpo y todo lo que lo hace posible y lo excede a la vez. Porque tu filosofía nunca oculta esta dimensión corporal, y a la vez parece una filosofía operada por ese démon al que a veces se le otorga el nombre de Eros. Entonces mi pregunta pasa por una palabra insistente, “voluptuosidad”, que te permite plantear tus reservas en torno a las posibilidades actuales de lo revolucionario al detectar ya en la modernidad una separación entre lo que entra en juego en esa palabra y la Revolución, y también por tu afirmación decidida, ya en Filosofía primera, del amor como captación y experiencia de la disyunción (ahí están también las toallitas menstruales de Hipatía para testimoniar contra lo Uno) así como, sobre todo, “única pasión psico-estásica que merece la pena de ser vivida”. Más allá de que entienda que esta insistencia, en sus diferentes modulaciones, funciona como una suerte de contrapeso ante la desvaloración transhumanista del cuerpo y, en particular, de lo sexuado del cuerpo, quisiera saber cómo percibís vos este recorrido y, ya que estamos, si podrías hacernos dos pequeñas (o no) aclaraciones: cuánto en relación a esta dimensión tiene que ver tu trato con Ficino, cuya obra constituye el objeto de tu tesis doctoral, y cuánto tu trato con ese Cavalcanti que en algún momento denominás “filósofo” y cuyos versos el propio Ficino se dedicó a comentar.  

 

Fabián Ludueña Romandini: En efecto, todas las etapas de mi filosofía hasta el presente, tanto en las formas del políptico de La comunidad de los espectros cuanto en los actuales desarrollos de mi Ontología analéptica tratan, de diversas maneras y con registros variados, del problema del amor (cuestión que sigue siendo cierta en el segundo volumen de esta segunda serie). En este sentido, la obra de Michel Foucault me interrogó doblemente. En primer lugar, como filósofo pues, en un arco temporal que comienza alrededor de 1975 (aunque, evidentemente, hay indicios anteriores) y se prolonga hasta su muerte, Foucault reflexionó sobre la Revolución y sobre los placeres en su teoría de la subjetividad. Y teniendo por mi parte una formación filológica, no podía sino también llamar mi atención el gesto foucaultiano de tratar sobre los textos de la Antigüedad greco-latina y, simultáneamente, del cristianismo primitivo. En ambos dominios, mi divergencia interpretativa no podría ser mayor. Filosóficamente hablando, su teoría sobre el “gobierno de sí” reemplaza a su antigua creencia en la Revolución (cuyo último conato se produjo en sus intervenciones acerca de Irán). Ahora bien, buena parte de las tesis de El uso de los placeres descansa en un análisis de Platón y su filosofía de los aphrodisia. Con todo, Foucault aúna en un solo modelo a las prácticas eróticas del socratismo y del platonismo. Ahora bien, la filología de los textos sugiere, más bien, la necesidad de distinguir entre la teoría socrática y la platónica que manifiestan importantes diferencias entre sí que complican la concepción de Foucault y, desde mi punto de vista, ponen en entredicho todo su proyecto desde el punto de vista histórico aunque, por cierto, su teoría filosófica de la subjetividad no creo que se vea afectada por este hecho.

De igual modo, se puede advertir cómo la publicación de Las confesiones de la carne no cambia en nada lo ya conocido sobre el tema de la sexualidad en el temprano cristianismo y tampoco sobre la propia obra de Foucault. No se le pueden achacar aquí los numerosos problemas, tanto filológicos como filosóficos, que existen en ese cuarto tomo de la Historia de la sexualidad, al propio Foucault, pues él mismo no deseaba su publicación y estimaba que no era una obra acabada. Estimo que llevaba la razón. Sólo el tiempo dirá si la negativa, de parte de sus albaceas testamentarios, de preservar la voluntad última de Foucault al respecto ha sido una buena o mala decisión respecto de la apreciación de los esfuerzos del filósofo. No oculto que parto del principio según el cual no todo cuanto escribe un autor debe ser publicado y más aún cuando media una voluntad en contrario expresada por el propio concernido. Es fácil, desde luego, no seguir esos caminos en el caso de Kafka pero también resulta evidente que Foucault no es Kafka. Por tanto, la prudencia impone preguntarse mejor antes de actuar.

Simultáneamente, mi lectura de los textos antiguos sugiere también que Foucault no pudo distinguir un problema ontológico de fondo que afecta la concepción antigua de los placeres, esto es, el postulado de la disyunción que está presente en toda relación sexual y que la torna en un irrealizable. Sin este análisis ontológico, entiendo que el proyecto de Foucault yerra sobre el terreno mismo en el cual pretendía fundarse, vale decir, la comprensión adecuada de los aphrodisia.  Aquí Foucault paga muy caro su desdén por la metafísica, hay que señalarlo. Más aún, todo su proyecto de Revolución es completamente reemplazado por su concepción de la sexualidad homosexual y, particularmente, de las experiencias del sado-masoquismo californiano que tanto lo atrajeron cuando conoció esta sub-cultura norteamericana. Sin embargo, este desplazamiento en la esfera de su propia sexualidad implica un movimiento dentro del campo de su teoría. El puente de pasaje entre ambos dominios es logrado por la adhesión de Foucault al ideario del neoliberalismo que marca su última obra por completo (incluida su concepción de la biopolítica). Lamentablemente, en nuestro país es imposible sostener una discusión seria respecto de este punto puesto que la recepción de Foucault en la Argentina ha sido (y sigue siendo mayoritariamente) la de un pensador netamente progresista (lo que aquí se entiende, en la doxa, por tal término, aclaro).

Sin embargo, estimo que una atenta lectura, no conducida por preconceptos de lo que Foucault debiera ser, no deja sombra de duda: su compromiso ideológico con el neoliberalismo (al menos en un nivel teórico) es un hecho comprobable. De hecho, así lo ha demostrado, en el caso de la bibliografía argentina sobre Foucault, el límpido libro de Luis Diego Fernández a este respecto y que, no casualmente, ha sido oportunamente silenciado en su difusión y efectos académicos. Se puede decir, de esta manera, que Foucault se convierte en buena medida al american way of life más que ningún otro filósofo francés de aquellos a quienes los norteamericanos estimaron como pertenecientes a la French Theory.  De allí que el triunfo rotundo de Foucault en los Estados Unidos (aun cuando fue sometido, asimismo, a serias críticas) procede de su sintonía con el neoliberalismo libertario que informa, muchas veces claramente y otras veces inconscientemente, el modelo de los studies norteamericanos.

De hecho, esta conversión en cierto modo silenciosa de Foucault al neoliberalismo marca, la hipótesis es verosímil, el final de la filosofía europea del siglo XX y su reemplazo por la theory norteamericana que, a partir de allí, tomó el relevo en la prioridad y en la constitución de la agenda del pensamiento llamado continental europeo y global en las Humanidades hasta la actualidad. Todo en mi posición política, en esta faceta completamente opuesto a la perspectiva de Foucault, me llevaba a buscar un pensamiento de la erótica que no estuviese enmarcado por la huella neoliberal y que pudiera abrirse hacia un siglo XXI insurrecto ante el orden imperante; todo en mi posición filosófica, en este aspecto también contrapuesta a Foucault, me inclinaba hacia una metafísica del Eros cósmico expresado en los cuerpos de los seres hablantes de Gaia.

Cuando Foucault adopta las máscaras del neoliberalismo en la política, en la sexualidad y en el pensamiento, la obra del Marqués de Sade pasa a ser vapuleada cuando, en su juventud aún revolucionaria, había sido en cambio ensalzada. Mi lectura, al contrario, trata de mostrar cuán inadecuado es el marco del neoliberalismo para la comprensión de la sexualidad y del género y, al mismo tiempo, para el entendimiento de la obra de Sade que me sigue pareciendo de una irreemplazable importancia aun si nuestra actualidad parece, ciertamente, situarse más allá de algunos de sus postulados. A diferencia de Foucault, una lectura divergente de los Antiguos y de los Modernos, a la hora del análisis de la sexualidad, me ha conducido a sopesar nuevamente la “voluptuosidad” como concepto que sale de mi lectura de Sade y los libertinos de su época para poder pensar ciertos rasgos de una praxis amatoria posible para el siglo XXI. De hecho, parto de una constatación implícita: en los tiempos que corren, mucho se habla de sexo (lo que no es equivalente a la sexualidad) y de género en un gesto altamente necesario. Pero nada se dice acerca de la erótica. Y, precisamente, eso hace encallar a buena parte de la reflexión contemporánea sobre estas temáticas por demás apasionante. Entiendo que nuestra época necesita, de modo perentorio, una nueva Erótica (como la tuvieron los Antiguos y los Modernos).

Dicho en otros términos, nuestro tiempo está ávido de un inédito “arte de amar” que aún sigue sin enunciarse. Todas mis reflexiones sobre el amor tienen este telón de fondo y buscan, ciertamente, un espacio para un cuestionamiento radical del orden existente. Constato, indudablemente, el colapso evidente de la idea de Revolución que, como es visible, ha sido abandonada por completo excepto como recuerdo o cuando se necesita recurrir al mausoleo político. Esto no quiere decir, bien vale aclararlo, que la idea de Revolución no sea sustantiva para mí en lo personal (de hecho lo es aún si pienso que sus postulados y, hasta su nombre mismo, deben cuestionarse y rearmarse de cabo a rabo). Pero no se trata aquí de lo que yo pueda tener en mayor o menor estima sino de lo que políticamente prima en nuestras sociedades.

Ahora bien, si el amor es una de las formas (no la única pero, sin duda, una de las más pregnantes) de captación de la disyunción en el Ser es porque los seres humanos somos perturbados, por la experiencia amorosa y sexual, para conducirnos a un despertar que abarca todo cuanto existe: desde nuestra vivencia del cuerpo, hasta la política y, desde luego, es una de las formas genuinas de acceso a la conmoción que hace posible toda metafísica. Esto significa que, en mi filosofía, el Eros sigue siendo un concepto-actor necesario en tanto y en cuanto resulte tratado como una noción metafísica. Sólo si se comprende la dimensión cósmica de Eros, estaremos en condiciones de entender su dinámica en nuestro mundo y en nuestras relaciones vitales y políticas. En ese sentido, estoy reactualizando uno de los teoremas centrales de la filosofía de Ficino salvo que las premisas difieren por completo pues Ficino es un filósofo de la metafísica del Uno que yo intento cuestionar a fondo con la disyuntología del Ser. Pero la diferencia de los sistemas metafísicos no obnubila la convergencia de fondo sobre el hecho de que debe ser abordado ese démon intermediario designado como Eros y que, en su ocultamiento presente, esconde consigo los secretos de una política posible para el porvenir de los vivientes en Gaia (y no solamente de los seres hablantes).

El caso de Cavalcanti es similar puesto que su obra poética es tan exquisita como indescifrable. Se trata, como en el caso de Dante que mencionábamos antes, de una obra donde es imposible distinguir filosofía y poesía. Salvo que, a título personal y sin ánimos de despertar ninguna controversia, entiendo que la obra de Cavalcanti supera en audacia y sofisticación a la del propio Dante. Mi fascinación con la obra de Cavalcanti es equivalente a mi estudio del dolce stil nuovo, esto es, no sólo de una poética sino de un arte de amar de origen provenzal, uno de los momentos más excelsos del pensamiento humano sobre el Amor. Si bien, de un modo global, necesitamos hoy una erótica completamente diversa respecto de aquella, en el orden de lo particular, hay muchísimos elementos, si se quiere tanto en Cavalcanti como en Ficino, que pueden servir de excelentes instrumentos de elucubración para volverlos utilizables en dispositivos de reflexión y de praxis amatorias que aún deben pensarse por completo. Pues en estos asuntos entiendo que debemos seguir a los Antiguos cuando señalaban que nemo est bellus nisi qui amavit (“nadie está lleno de hermosa gracia a menos que haya amado”).

Llegados a este punto, la noción de “voluptuosidad” lleva consigo el sello de ser un concepto propositivo en mi filosofía pero que marca, precisamente, la ingobernabilidad del deseo y, por lo tanto, extrae toda su pregnancia de la confrontación con ese sin-sentido. Este postulado involucra la idea de que la vía regia de acceso a lo inmaterial es la materialidad del cuerpo. Las tensiones no están, en este campo, pensadas para ser resueltas sino, al contrario, para permanecer como una suerte de obstáculo que nunca permite más que treguas en el mundo del pensamiento que siempre se sitúa en la esfera de lo inacabado y, por tanto, del posible incompleto. Esto no impide el hecho de que esas treguas hagan posible la ilusión necesaria de la vida vivida pues, como ya señalaba Píndaro, los seres hablantes no somos más que la sombra de un sueño.

 

Sergio Raimondi: Si bien ya en Más allá del principio antrópico (2012) planteás cómo el gesto moderno es inseparable de una insistencia sobre la historia y el pasado, e incluso das a entender que aquel giro historicista del siglo XIX ha persistido en sus modulaciones hasta hoy, creo que a la vez se puede reconocer en tu obra una operación específica sobre ese gesto. Quizás un modo inicial de nominarlo podría ser el de pasar de la reflexión sobre la historia a la reflexión sobre el tiempo, de apelar con frecuencia a una temporalidad cósmica y, más todavía, de poner en valor –como se advierte con nitidez en el segundo tomo de La comunidad de los espectros (2016)— una dimensión trans-temporal. En estos movimientos detecto, por ejemplo, la recuperación de Max Stiner como el nombre de una filosofía no teleológica de la historia y, sobre todo, la presencia de Aby Warburg, a quien abordás particularmente en La ascensión de Atlas (2017) y en cuyo método advertís no solo la necesidad de pensar más allá de un tiempo cronológico (entendido como ilusión) sino su postulación de regímenes de simultaneidad temporal. Puedo sospechar que estas pesquisas están exigidas por la dimensión de lo espectral, cuyos modos de actuación parecen desinteresarse de la secuencia pasado – presente – futuro, y me intriga cómo funciona esto tanto en relación a tu recuperación de la teoría de los mundos posibles como, ya en Filosofía primera (2021), a tu postulación de la teoría de los fractos, según la cual ni tiempo ni espacio tendrían existencia salvo en el caso de los mundos actualizados. Desde esta perspectiva, y teniendo en cuenta tu premisa constante de que toda política se asienta siempre en un sistema cosmológico y todo sistema cosmológico implica a su vez un sistema político económico, me pregunto si cuando en ese último libro de la serie señalás que para una ciencia de lo político hace falta hoy un pensamiento dis-locado, considerás, a la vez, la pertinencia actual de un pensamiento des-temporalizado.

 

Sergio Raimondi: Si bien ya en Más allá del principio antrópico (2012) planteás cómo el gesto moderno es inseparable de una insistencia sobre la historia y el pasado, e incluso das a entender que aquel giro historicista del siglo XIX ha persistido en sus modulaciones hasta hoy, creo que a la vez se puede reconocer en tu obra una operación específica sobre ese gesto. Quizás un modo inicial de nominarlo podría ser el de pasar de la reflexión sobre la historia a la reflexión sobre el tiempo, de apelar con frecuencia a una temporalidad cósmica y, más todavía, de poner en valor –como se advierte con nitidez en el segundo tomo de La comunidad de los espectros (2016)— una dimensión trans-temporal. En estos movimientos detecto, por ejemplo, la recuperación de Max Stiner como el nombre de una filosofía no teleológica de la historia y, sobre todo, la presencia de Aby Warburg, a quien abordás particularmente en La ascensión de Atlas (2017) y en cuyo método advertís no solo la necesidad de pensar más allá de un tiempo cronológico (entendido como ilusión) sino su postulación de regímenes de simultaneidad temporal. Puedo sospechar que estas pesquisas están exigidas por la dimensión de lo espectral, cuyos modos de actuación parecen desinteresarse de la secuencia pasado – presente – futuro, y me intriga cómo funciona esto tanto en relación a tu recuperación de la teoría de los mundos posibles como, ya en Filosofía primera (2021), a tu postulación de la teoría de los fractos, según la cual ni tiempo ni espacio tendrían existencia salvo en el caso de los mundos actualizados. Desde esta perspectiva, y teniendo en cuenta tu premisa constante de que toda política se asienta siempre en un sistema cosmológico y todo sistema cosmológico implica a su vez un sistema político económico, me pregunto si cuando en ese último libro de la serie señalás que para una ciencia de lo político hace falta hoy un pensamiento dis-locado, considerás, a la vez, la pertinencia actual de un pensamiento des-temporalizado.

 

Fabián Ludueña Romandini: Una constatación que debemos realizar previamente es subrayar que Más allá del principio antrópico fue un libro programático. Esto no quiere decir que su programa se haya cumplido en el políptico de La comunidad de los espectros de la misma forma en que fue enunciado. Al contrario, han existido muchos desplazamientos y giros epistémicos. Se podría decir, en suma, que los principios enunciados en ese libro de 2012 se han llevado adelante pero de modo diferente al que fueron propuestos allí. Lo mismo puede afirmarse del caso de Aby Warburg cuya obra todavía no ha sido plenamente descubierta en todas las posibilidades que encierra. Pero aun así y señalando que Warburg sigue siendo una referencia ineludible para mí, el libro La ascensión de Atlas es también un señalamiento de los límites de Warburg, alguien que, en muchos casos, ha provocado una moda académica que lo coloca como un pensador insuperable. Y puede que lo sea pues, en su propio conjunto conceptual, todo auténtico pensador puede que sea siempre insuperable. Pero también a medida que nos alejamos un poco de su centro de nociones capitales alcanzamos los límites que un pensamiento, como el de Warburg, puede tener aun si su obra comportará siempre un eslabón ineludible para la filosofía y las Humanidades.

Warburg se asienta, por otro lado, en una ciencia, es decir, una Wissenschaft alemana que hoy ha dejado de existir por el colapso civilizacional que representaron las dos grandes guerras mundiales del siglo pasado y el ascenso de lo que he dado en llamar los Póstumos. En el caso de Warburg se puede detectar una tendencia a privilegiar lo que él ha denominado las “fórmulas de páthos” que se producen precisamente en las gestualidades esenciales del cuerpo biológico humano. El soma es el límite del pensamiento warburguiano y su despliegue. Incluso cuando trata sobre astrología, el interés de Warburg está siempre teñido de un somatismo epistémico que se erige en guardián del páthos. Por esta razón, creo que mi libro warburguiano, sobre todo su última parte, no ha sido aun correctamente comprendido pues hay un llamado a ir más allá del maestro. Alcanzar un nuevo horizonte post-warburguiano, poco importa si con éxito o con fracaso (siempre es más probable lo segundo que lo primero en filosofía), es el intento de Ontología analéptica (2022). Ciertamente, el nivel somático es insoslayable salvo que no puede ser el horizonte último.

Podemos entonces afirmar que la historia, como disciplina y como vivencia de los Modernos, es una ilusión si la comprendemos como lo que es: un dispositivo epistémico de división del tiempo realizado según los caprichos de sus inventores. Es el caso, por ejemplo, de la división en siglos y del concepto de sucesión temporal que, en efecto, he intentado desafiar en mis libros. Pero si la cosmología implica una política es debido al hecho de que toda la vida terrestre encuentra su lugar en un ámbito de origen extra-geodésico. Toda la vida sobre la Tierra es el resultado de procesos cósmicos que ninguna historia puede someter a la cronología salvo como idea regulatoria de la propia ciencia. Admitido esto, hay momentos en que la historia se detiene y, en cierto modo, se des-temporaliza: la tradición moderna los ha llamado “Revolución”.

Cuando las revoluciones resultaron más o menos exitosas (antes de los fracasos que todas tuvieron), se produjo siempre un detenimiento de la historia. Se pone entonces en juego la Historia (con mayúsculas), vale decir, una especie de vórtice donde el tiempo es igual a cero y se alcanza un sentido precario pero transformador. Para quien no haya experimentado una sensación de estado o conato revolucionario esto puede resultar incomprensible (y este hecho se refuerza, sin duda, por el eclipse contemporáneo del ideal de Revolución). Y, en efecto, cada vez más todos los poderes constituidos a escala planetaria no buscan otra cosa que transformar la Historia en historia. Incluso ya ni siquiera eso. Hoy en día ni la historia, otrora opresiva pero también instructiva, resiste el embate. Podríamos decir que toda historia se ha convertido en no más que las veinticuatro horas en las que existe una Insta Story. El camino que se está siguiendo es directo y eficaz: supresión de la Historia política del tiempo cero, luego elisión de la empecible historia cronológica. Finalmente, conversión de la History en Story de apenas algunas horas de duración en la mente de los seres hablantes. Hoy vivimos en ese mundo pero no sabemos todavía cómo introducir en él alguna forma de Historia y, acaso, si algo semejante será alguna vez nuevamente posible.

Por cierto, en el políptico de La comunidad de los espectros es factible deducir un conjunto de principios que afectan la forma en que comprendemos el tiempo. Como no es posible detenernos en cada uno de ellos, baste sólo uno como ejemplo. La teoría de los fractos como tejido de la realidad implica el postulado de la pluralidad de mundos (en un diálogo no tanto con la tradición leibniziana, como podría parecer sino, al contrario, con la filosofía anglosajona) según una lógica muy precisa que condiciona su metafísica. Y dicho postulado implica la hipótesis de la inmortalidad. Por cierto, no se trata de ninguna inmortalidad personal, resurrección de los cuerpos o preservación de una identidad. No es, además, un hecho futuro. Es en el presente de nuestra vida actual que somos inmortales si vivimos en un universo de fractos, como postulo. Y lo mismo ha sido cierto antes de la existencia de los vivientes de nuestra Gaia y seguirá siéndolo cuando nuestro universo haya desaparecido de lo que llamamos convencionalmente existencia.

Este movimiento metafísico conlleva suprimir el concepto limitante de finitud que no es más que el nombre elegante de la muerte o, más precisamente, de la vida-muerte. Ahora bien, esta contestación no es una mera deconstrucción de dichas nociones sino, al contrario, la puesta a prueba de una metafísica que pueda ir más allá de la vida-muerte. Por eso lo que comenzó siendo un programa que buscaba llegar más allá del principio antrópico, según el recorrido conceptual de los libros, ha terminado siendo una búsqueda del más allá de la vida-muerte y, por tanto, resulta crucial considerar los aspectos fructíferos que encierra el nihilismo. En este sentido, también estamos aquí en un ámbito de análisis de la temporalidad que es completamente post-warburguiano. Ya no se trata, por tanto, de la supervivencia de imágenes sino del cuestionamiento de la idea misma de migración parásita de las “fórmulas de páthos” a partir de una distorsión completa de la noción tradicional del tiempo fenomenológico o de la impureza del tiempo histórico de la propuesta de Warburg. La positividad del nihil es, precisamente, el enigma de una política por venir y no porque esta última carezca de fundamento sino en razón de algo mucho más profundo que implica tocar el horizonte de una cosmología filosófica y no solamente científicamente renovada. Pero, como he dicho antes, la cautela enseña que el pasaje de la potencia al acto de una perspectiva semejante es, precisamente, lo que los poderes constituidos han conseguido, hasta ahora, impedir con éxito. Ahora bien, el despunte de un camino por venir me interesa sobremanera y, por eso, mi último libro Leonardo da Vinci, filósofo del futuro. Ontología analéptica II (2023) que acaba de publicarse, marca el comienzo de esa búsqueda, siempre incierta pero necesaria. Aunque ese movimiento, forma ya parte de otra discursividad por ahora en desarrollo y por la que ruego, entonces, un poco de paciencia a los benévolos lectores.

 

Ph: Guido Adler