El ensayo o la forma oscilante de la consciencia infeliz. A propósito de La aventura negativa de Carlos Surghi - Juan B. Ritvo


[Noticia: el siguiente texto fue leído en la presentación de La aventura negativa el 4 de agosto de 2023 en la Feria Internacional del Libro de Rosario]

 

Cuando cada poema nace, todo discurso desaparece

Rubén Sevlever

 

 

El libro de Surghi está precedido por un epígrafe de La fenomenología del espíritu de Hegel, el que sin duda es esencial porque viene a transformar la habitual dualidad que se atribuye al ensayo, entre el arte y el concepto, entre la autonomía formal plena y libre y la sumisión al método combinatorio y experimental, en una estructura triádica: arte, concepto y negatividad.

Transcribo la frase de Hegel: “El espíritu es potencia solo cuando sabe mirar de frente a lo negativo y cuando saber permanecer en lo negativo”.

Pero en el texto de Surghi, la negatividad tiene un lugar ajeno a la potencia de lo negativo de Hegel; un lugar que define por entero el arco complejo de la contemporaneidad.

Es no solo la negatividad sin síntesis –es decir, la negación de la negación– sino una negatividad que está imposibilitada, en su raíz, para superar la infelicidad y el desgarramiento.

Lo negativo no es algo que buscamos (o si lo buscamos no es eso lo que importa): lo negativo es aquello con que nos topamos: lo negativo erosiona el concepto sin que podamos, no obstante, reemplazarlo por algún peregrino saber místico; en el avance de un método ametódico –digo, para retomar expresiones de Adorno que Surghi cita y analiza– el concepto sigue ahí, gangrenado por esa gema dolorosa que es la vida; y lo que se le opone, llamémoslo como queramos, experiencia, deslumbramiento estético, singularidad irreductible, se desliza como arena entre las manos si no recurrimos a un metalenguaje que apele a esa universalidad que es la cruz  del concepto porque siempre está habitada por un exceso y un defecto; no hay universalidad sin un accidente que la descomplete o deshaga sus lazos.

Si queremos retomar la terminología del psicoanálisis, lo negativo encarna un trauma intelectual – lo cual no implica, en absoluto, que deje de complicar al cuerpo.

En el ensayo dedicado al joven Lukacs, remite con un notable sentido de la oportunidad, a los Diarios que este escribió entre 1910 y 1911.

Surghi señala: “A grandes rasgos, cada anotación da cuenta de cómo su autor se debate entre el sentimentalismo de la impresión y el deseo del concepto, pues de un lado el sensualismo del mundo se disuelve en la ascesis de la escritura como obra, y del otro lado, la obra naufraga frente a las inclemencias de la vida”.

Señalamiento que es como un eco de lo que afirma sobre Adorno, en un texto cuyo título dice claramente hacia dónde se dirige:  Adorno: la lección del ensayo, como si se evocase aquella célebre “La lección del maestro” de Henry James: “… desde ya salta a la vista la ausencia de fundamento, el carácter pasional y la fácil acusación de una falta de seriedad en el sujeto que oscila entre el rigor inobjetable de la ciencia y la libertad sublime de la creación artística”.

Destaco el vocablo “oscilación” porque es el que mejor define ese movimiento vacilante y sin embargo persistente entre literatura, filosofía y vida; vacilación que se explica, al menos en parte, porque de esos tres términos, la vida es algo heterogéneo, algo que en ningún caso se puede alinear a secas con los otros dos.

Es que si el ensayo, recuerdo expresiones de Surghi, se orienta hacia lo efímero, lo vago, lo impreciso, es porque allí intenta aprehender esa juntura mítica, en definitiva, entre la experiencia inmediata y la mediación del concepto.

En este respecto, Surghi no ha dejado de mostrar la diferencia entre el primer romanticismo, el de Jena, y el momento de la juventud de Lukács, vieja y decadente desde el punto de vista de aquel movimiento que hizo nacer las determinaciones intelectuales que hoy siguen definiéndonos.

En el mundo del Lukács joven, tan en oposición al último Lukács, el mundo de la novela decimonónica, los dioses ya no rigen, y el héroe problemático vive del lamento y de las empresas que carecen de todo final armónico.

 

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En el ensayo sobre Kierkegaard, destaca Surghi que la vida tiene una característica notoria, tan notoria como inabordable: su indistinción.

Sin duda, cuando subraya esto, Surghi está de alguna manera concernido por Bataille y su pasión por lo continuo, pero también es  cierto que el propio Kierkegaard, con su acento en el carácter vivido  de las ideas –tan vividas como vívidas–, con su acentuación de la carnalidad de las ideas, establece un muro de opacidad entre singularidad y singularidad, de modo tal que las totalidades universales se alejan, se tornan problemáticas, justificando así que a la experiencia, en lo que tiene de inasible por el lenguaje, se la remita a la “gema rara” de César Aira, al punto de apatía de Sade –asociación sorprendente  pero iluminadora– a la voluptuosidad de Bataille, a lo sagrado del propio Kierkegaard.

En este recorrido por la trama negativa que habla de aventura, es decir, de juego y de riesgo, no podía faltar Baudelaire.

Baudelaire está anclado, a su modo anacrónico, al presente; es la pasión por el presente la que mantiene a raya a la melancolía y, agreguemos, al odio, ese odio que esplende en las páginas póstumamente recogidas y denominadas Pobre Bélgica.

El presente –ese presente que Baudelaire acechaba en los salones de exposición– es justamente el presente que falta.

(Al margen: ¿No fue acaso ese gran crítico llamado Louis Marin, quien declaró que el presente de la enunciación es un presente vacío?)

Aquí resplandecen, una vez más, los vínculos que no son de subsunción entre lo particular y lo general. Para Baudelaire, la belleza, que está, gracias a sus caracteres de extrañeza, de imprevisión, de algo que se gesta en el presente pero solo para que pueda ser apreciada en el porvenir, nunca puede reducirse a la universalidad que el filósofo ha buscado y busca sin hacer pie firme en ese páramo que no parece hecho para el ser humano, siempre incapaz, gracias a las limitaciones del lenguaje, de aprehender las nociones de génesis y de causa motriz.

En uno de los mejores ensayos del libro, el dedicado a Blanchot, Surghi cita la frase que resume la paradoja blanchotiana: “La palabra me da lo que significa, pero antes lo suprime”.

Y digo paradoja no solo porque el poder del lenguaje consiste en aniquilarse a sí mismo al tiempo que aniquila lo que significa, mientras declara, a contrario de Heidegger, que el Ser es inhabitable, sino porque la aniquilación del referente lo hace subsistir de un modo encarnizado, en alianza con la irrepresentable muerte.

Así cita el relato de Blanchot Aminadab que entra en contrapunto con el amor, con la pasión intensa de Baudelaire por el esquivo presente. Justamente Aminadab remite a un pasado que ha sido borrado y justamente por ello, las huellas subsisten, casi ilegibles.

¿Qué ha ocurrido antes? Es esta una pregunta tan temible como la que podríamos formular con respecto al futuro: ¿Qué vendrá después?

“Si el sentido es entonces lo que falta comenta Surghi– es porque tal vez sobran palabras como modo inadecuado de llenar el vacío que siempre preocupa”.

Más adelante evoca la mirada de Orfeo, momento culminante no solo del Espacio literario, obra en la cual ensayo y literatura se funden hasta volverse indistinguibles, sino de toda la obra de Blanchot: Eurídice, como el objeto imposible del canto, desaparece no una, sino dos veces. Y no obstante, existe solo en su desaparecer; la literatura, en Blanchot y en la tradición que en él culmina –tradición que incluye taxativamente a Flaubert quien anheló escribir una obra sin tema, una obra perfecta acerca de nada– hace de la literatura algo extraño, total y definitivamente extraño: algo que en virtud de lo que por convención llamamos estilo, existe en tanto desaparece, como si dijéramos existe sin existir, contradicción ilevantable porque cualquier poeta, cualquier narrador, está condenado a producir un mundo de sombras que revive cuando el lector cae sobre estos textos, para volver a su muerte textual cuando el libro se cierra.

El poeta, el narrador, en la incertidumbre, dan vueltas y vueltas a los giros del lenguaje, en la búsqueda insensata de la palabra adecuada e imprescindible, a pesar de saber que todo lo que empeñosamente se escribe lleva el sello de la contingencia y que la lengua exacta abre las puertas de la incertidumbre.

Entonces he aquí repetida la eterna paradoja: la literatura consiste en su muerte, en su desaparición; más la muerte se torna absolutamente irrepresentable, como la experiencia de algo de lo que carecemos de experiencia, y la literatura, está custodiada por palabras que permitirán que la desaparición sea una forma de aparición –que es, dicho sea de paso– la forma más enrevesada y verdadera de definir a la subjetividad.

Surghi cita el párrafo clave en el cual Blanchot, con un ardor seco y casi alucinado, define el lugar de Eurídice, cifra de la obra imposible: Orfeo quiere contemplar a Eurídice no cuando es visible, sino cuando es invisible, y no como la intimidad de una vida familiar, sino al contrario, como la extrañeza que excluye toda intimidad, como una vida que encarna en sí la plenitud de su muerte.

 

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El ensayo dedicado a Walter Benjamin, merece ser destacado porque se rehúsa a hacer de este lo que habitualmente se hace: una suerte de metafísico esotérico y de teólogo mesiánico.

Sin duda, ambas dimensiones no le eran extrañas, pero el valor que hoy nos cautiva depende de otra cosa, de la promesa de felicidad que engendran las reminiscencias de los nombres cuyo microcosmo remite, constelación tras constelación, al macrocosmo que la filosofía, en sus orígenes, procuraba aprehender.

Constelaciones enigmáticas que buscan, ante todo, la concreción: concreción de una obra literaria, de un pasaje vidriado, de una ciudad infinita que rehúsa, una y otra vez, los dispositivos usados para captarla.

Surghi ha puesto el acento en la dispersión temática notoria en la obra de Benjamin: además de sus favoritos Proust, Goethe, Kafka, Baudelaire, figuran textos sobre Julian Green, Leskov, la novela policial, su gigantesca y polifacética e inabordable obra sobre los pasajes de Paris, sin necesidad de mencionar una variedad nada desdeñable de experimentaciones con textos breves que alternan la mención aparentemente caótica del surrealismo, con las evocaciones en un estilo más tradicional del Berlín decimonónico.

Claro: Benjamin suponía que ese constelado movimiento centrífugo tenía una unidad secreta y recóndita, esa unidad que es la unidad del poema.

 

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La última sección del libro, irónicamente bautizada por el propio Surghi “escuela rosarina”, titulada formalmente Prolegómenos a una addenda, o la Escuela Crítica Rosarina, duplica la ironía con el uso de vocablos tan universitarios como Prolegómenos o addenda; está dedicada, sucesivamente a Sergio Cueto, Juan Ritvo, Nicolás Rosa y Alberto Giordano.

El impacto de la ironía –una escuela supone, cuanto menos, un Maestro y la multitud de sus discípulos, que reiteran pulcramente el solfeo de los rollos de la Ley, cosa que aquí, evidentemente, no hay– disminuye largamente si se advierte que Surghi, a propósito de estos autores evidentemente próximos entre sí y con él, continúa con las preocupaciones, temas, obsesiones, que dominan la primera parte.

Ligar el nombre de una ciudad a una obra es una empresa peregrina y condenada de antemano al fracaso metodológico: ¿cómo pasar, pongo por caso, de la Viena finisecular a la obra de Freud, o de Wittgenstein, y no hablemos de la escuela dodecafónica de Schönberg?– lo que es más: ¿cómo establecer vínculos de parentesco profundos entre estos universos artísticos y científicos establecidos genéticamente por el nombre y la historia urbana?

Todo esto es cierto; no es menos cierto que unir el nombre de una ciudad amada/odiada a una obra, la que fuera, le otorga carne y fábula a esa misma obra; razón por la cual nunca renunciamos a establecer dudosas constelaciones que, en definitiva, nos introducen en el mito de la apoteosis y el derrumbe urbanos, tan ligado a la literatura de nuestros tiempos.

A fin de cuentas, Onetti, Faulkner, Joyce, consagraron o una ciudad de ficción, (¿pero todas no lo son, acaso?) o la realidad grisácea de una ciudad de provincia.

Pero bueno, esta es otra historia.