La muerte obra, la vida desobra - Rafael Arce

 

 

Para Carlos Surghi, cuyos relámpagos 

autobiográficos interfirieron la noche de estas páginas

 

Releo por estos días la biografía de Bataille de Michel Surya. De la primera lectura, fervorosa y veloz, no me había quedado casi nada. Surya es, además de un narrador cauto y envolvente, un gran intérprete de la obra batailleana. En esta segunda lectura, más calma, me detengo con atención en los momentos de análisis. Recuerdo entonces que en la primera mi apuro tenía que ver con la ansiedad de llegar al encuentro con Blanchot. Una biografía intelectual me tienta con pormenores novelescos y solo después con la lectura de la obra. Esta separación es, tal vez, inconducente. Si lo es con toda biografía intelectual o artística, más todavía en el caso de Bataille.

De entrada, el personaje es novelesco porque su vida lo es. Familia y época no pudieron ser más sombríos, hijo de la enfermedad, la carencia, la guerra y el fascismo. Amigo o enemigo de los grandes nombres de la inteligencia francesa de izquierda de la primera mitad del siglo XX, Bataille no dejó de armar comunidades que se deshacían, dejándolo solo. Fue escritor antes de escribir y sin hacerlo: después de los cuarenta años, solo ha publicado algunos artículos y una novela erótica (con seudónimo, sin dar a conocer su autoría hasta muchas décadas después). Sin obra, su pensamiento ya está en ciernes en esas pocas cosas sueltas (ha publicado “La noción de gasto”), y en otras tantas inéditas. Eso no le impide ser en los años veinte, junto con Breton, uno de los dos intelectuales más importantes de la Francia de posguerra. Para los cazadores cholulos hay de todo: su primer analista actúa en Le Journal d'un curé de campagne de Robert Bresson, su primera esposa es la preciosa actriz de Partie de campagne de Jean Renoir (curiosa coincidencia en los títulos: la campagne, intraducible al español, será el espacio de esos pueblos destartalados, tenebrosos con su iglesia y su posada, que abundan en las novelas); Sylvia Bataille tiene una hija con él y después de la separación se casa con Lacan. Allí están Alexandre Kojève, que enseñó Hegel a esas camadas, Simone Weil, que lo malquería y quizás por eso lo entendía mejor que sus amigos, Roger Callois, Michel Leiris, André Masson, Walter Benjamin, Theodor Adorno, Albert Camus, los surrealistas, los tránsfugas del surrealismo que capitanea… Etcétera.

Surya deja claro que ni la vida explica la obra ni la obra la vida. Más bien no se pueden distinguir una de otra, pero no en el sentido obvio, y harto banal, de su inseparabilidad, sino más bien de manera mucho más precisa: Bataille vive como piensa. Vive a la altura de su pensamiento, esto es, a la altura de la muerte. Una ética de hierro preside el paso de la acción a la escritura. Revistas, grupúsculos, comunidades, enfrentamientos feroces (llama a los surrealistas esos mierdosos idealistas): antes de escribir su obra, Bataille vive en la agitación desbocada de su desobra (que es también la de su época). De la iglesia pasa al prostíbulo, del amor romántico al desorden sexual, del ahorro a la dilapidación, del proyecto al instante, del sistema a su transgresión, de la fe cristiana a una especie de nihilismo sagrado. Su primera obra maestra, La experiencia interior, publicada cuando ya ha pasado los cuarenta años, ocasiona la iracundia de Sartre. El ataque del gran filósofo francés de ese tiempo lo hiere. Se gasta la herencia de su padre en juego y mujeres mientras lee con fervor a Dostoievski, a Nietzsche y a Sade. Transmuta la afirmación nietzscheana, demasiado solar, en el sí blanchotiano, más lunar. Es uno de los primeros pensadores del siglo XX que escribe sobre las comunidades precolombinas, fascinado con la sangrienta práctica azteca de la alegría ante la muerte. En 1944, ya reconciliado, aunque nunca amigo, baila con Sartre en una fiesta. Escribe poemas de amor a sus mujeres. Novelas a sus prostitutas.

Corroboro, a causa de mis primeros subrayados, que casi me salteé, o leí por arriba, los pasajes más interpretativos. Perplejo por lo que dejé pasar, subrayo muchos de esos pasajes, sorprendido por la profundidad de Surya, que clarifica sin simplificar. De mi lectura desordenada y apasionada de Bataille, con muy poca bibliografía secundaria, corroboro, no sin un orgullo pueril, la centralidad de la Summa Ateológica, una de las grandes obras del siglo XX. En esa trilogía, la ficción, la autobiografía, la introspección y el discurrir del pensamiento vuelven repentinamente necesaria la biografía como ejercicio interpretativo de una obra-vida cuya inseparabilidad es a la vez congénita y consecuencia de una praxis.

El diletantismo filosófico de Bataille, que le valió el reproche-elogio de Derrida, no es el menor de los atractivos para el diletante que yo soy. Quisiera que la palabra se entienda en su sentido positivo. Hay una intuición pre-filosófica en Bataille que vuelve posible un pensamiento tardío y que se cuece a fuego lento, pero que se saja en el cuerpo antes que en la conciencia. No otro es el sentido de la palabra experiencia, que él mismo ayudó a redefinir, pero que permanece refractaria si no se la experimenta en la brecha abierta entre esas dos nadas que son la distancia que me separa del otro y la que me abisma de mi propio pensamiento. Bataille osciló entre la soledad y la comunidad, conservando siempre una prerrogativa asocial que lo volvió fascinante y repelente, sacerdote pagano y demonio, enfermo, obseso, indomesticable.

Además de su encuentro con Blanchot, otro de los chismes que buscaba en mi primera lectura era la relación con Colette Peignot (Laure) y la esotérica sociedad de Acephale (que Surya escribe sin cursivas para diferenciarla de la revista). Al respecto, el biógrafo hace gala de una discreción y una prodigalidad igual y paradójicamente justas. El secreto dejó en las sombras los pormenores, pero las filtraciones permiten las conjeturas que no hacen más que espesar el enigma: el sacrificio humano que no se produjo no porque faltaran voluntarios de víctima (el mismo Bataille se ofreció) sino de verdugos. Negándose a ficcionalizar verosímilmente (y seguir la pulsión novelesca), Surya, con seriedad documental, acicatea la intriga porque las hipótesis dicen sin decir o aluden sin descubrir.

Escribo esto habiendo interrumpido abruptamente la lectura en la página 407. Es un domingo grisáceo, húmedo y cálido, de comienzos de julio en la ciudad de Rosario. En su estudio, Laura (no tengo que decir que me inquieta y me arroba la resonancia de su nombre) prepara su examen de francés. La guerra todavía no terminó: Bataille se instala con su amante Denise Rollin en uno de esos pueblitos “de campagne”, esperando a Lacan y a Sylvia, que al final no llegan. Tengo en mi biblioteca una edición de Le Blue du Ciel comprado hace doce años en el MACBA de Barcelona que nunca terminé y que acaso no empecé nunca. Creo que fue la primera vez que vi el nombre de Bataille cuando, en segundo año de la carrera de letras, leí S/Z de Barthes. Parte de Le Blue du Ciel transcurre en Barcelona. Surya muestra con elocuencia e imaginación que esa novela desaforada anticipa la Segunda Guerra. Cuando se inicia la masacre, Bataille se recluye en su obra laberíntica y magnética, como un monje negro o un hechicero. Probablemente me permito escribir esto porque siento que estoy terminando el cuatrimestre (mañana lunes viajo a Santa Fe a tomar examen) y me daré unos días libres para terminar la biografía. Laura eligió para su examen final hablar sobre la Apología de Sócrates. Para ella, es la vida que vive a la altura de su muerte y que define, en su consecuencia, una ética. Curiosamente, a Bataille le gustaba el personaje, a pesar de su obvio rechazo del platonismo, por esa actitud intransigente que lo lleva a tomar la cicuta. Blanchot lo recuerda a propósito de la definición del filósofo como alguien, no que se asombra, sino que tiene miedo. Yo le leo algunos fragmentos de La muerte obra, porque desdeña las narraciones y más si son extensas.