La juventud de Rubén Darío - César Aira
[Noticia:
El siguiente ensayo de César Aira es inédito. Si bien no está fechado, sabemos -vía
Alberto Giordano, que nos cedió generosamente el manuscrito- que Aira lo leyó en
el V Congreso de Literatura Latinoamericana de Universidad Nacional de La Pampa entre los días 4, 5 y 6 de noviembre de 1993]
La alternativa principal a la que me enfrento
como escritor es la de hacer productos literarios, que valgan por sí, como
mercancía cultural, o concentrarme en el trabajo de hacerlos, en el mito
biográfico del que puedo llegar a ser soporte, y dejar que mis novelas sean nada
más que señales de un itinerario, huellas de un trabajo, sin un valor
específico en sí. Por diversos motivos que sería largo enumerar, me inclino por
la segunda posibilidad. Pero no basta para tomar una decisión tajante. Los dos
caminos no son independientes; si por un lado es cierto que un libro no vale
nada sin un autor que le de peso y realidad, por otro lado un autor no pasa de
ser un grupo patético de narcisismo si sus libros no son buenos. Producción y
producto, vida y obra, se necesitan mutuamente. Pero la alternativa persiste al
margen de la sana razón. Odio pensar que un libro mío pueda ser separado de mí
y circular como una mercancía prestigiosa entre desconocidos y extranjeros,
aunque sé que esto tendría que suceder para que yo pudiera seguir funcionando
como escritor. Si odio esa separación, es porque su modelo, y su realización
plena, es la muerte; la muerte del escritor hace coincidir los dos caminos, es
la síntesis de la contradicción. Pero mientras tanto, mientras estoy vivo, el
problema sigue en pie.
Creo que la existencia de este problema, la
vigencia del “mientras tanto”, deriva del momento histórico en el que estamos. Mientras
estamos vivos, sobrevive una época anterior, la de los autores que amamos, la
de nuestros maestros y nuestras ilusiones; a la época en la que vivimos, solo
la encarnamos y la representamos después de muertos, cuando nuestra persona
deja de hacer obstáculo a la fusión plena de nuestra obra y nuestro tiempo.
Pues bien, el momento actual es el de la disolución del modernismo, la
transición a formas nuevas de crear y consumir arte. Una de las manifestaciones
de este cambio es la al parecer cíclica expansión y contracción del público o
los públicos posibles. Podría parecer una cuestión marginal: para quien nunca
ha tenido ninguna especie de público, se diría una preocupación bizantina. Pero
me refiero al público inmanente del arte, el que lo informa en su génesis
misma. El público: por otro nombre, la calidad.
El público del arte clásico abarcaba a la
sociedad íntegra, siquiera virtualmente, porque sus génesis respectivas, la de
la obra de arte y la del público, respondían a un mismo proceso, que era
lineal, racional e ininterrumpido; era un aprendizaje y asimilación de
habilidades crecientes por el que se transitaba, sin ruptura alguna, desde los
rudimentos a las obras de genio. De la alfabetización a Dante, de la geometría
elemental a Durero, del estribillo infantil a Mozart, no había hiatos.
El arte moderno fue una restricción de público,
justamente porque sí había hiatos. El Pierrot
Lunaire o Las señoritas de Avignon
o Molloy no están en el extremo de
ningún proceso lineal; al contrario, les es connatural la ruptura de ese
proceso, y acaso podría decirse que esa ruptura es su razón de ser. El
modernismo necesitó su público propio (necesitó crearlo, mantenerlo, ampliarlo,
refinarlo), un público que de ninguna manera se identifica con la sociedad
total. No me atrevería a enunciar siquiera una enumeración y una jerarquización
de las causas para que esto pasara; de todos modos, la sobredeterminación es de
rigor. Pero señalo uno de los motivos, en el que quizás, puliendo con cuidado
sus facetas, podrían verse reflejados todos los demás: la globalización de
Europa, por la vía del colonialismo y la expansión del capitalismo. El
modernismo fue la definitiva floración de la civilización europea, y lo fue por
ser la respuesta expresiva al hacerse mundo de Europa: un arte que no ve más
remedio que extremarse y asomar por el otro lado, hipercivilizado hasta el
salvajismo tribal, cargado de sobreentendidos culturales hasta la extrañación
exótica, autogenerado hasta la especialización profesional.
Una diferencia entre la obra de arte clásica y
la modernista está en que el clásico explicita en el contenido las condiciones
sociales de aparición de la obra, el moderno lo hace en la forma. El público se
restringe, en consecuencias, a las personas interesadas en los mecanismos
formales del arte; no se pierde nada, porque la vieja explicitación por el
contenido la asumen los géneros populares: la funciones educativas, excitantes,
sentimentales, de pasatiempo, de socialización, encuentran en los medios
masivos, que nacen para ellos, su vehículo ideal, y descargan al arte de todo
lo que no sea su juego formal. Este juego tiene su pequeño púbico disperso,
ajeno a toda determinación social salvo la más básica. La desaparición de la
red de patronazgos y su reemplazo por la cualificación abstracta del mercado
hace posible esta restricción.
La generación formal inmanente de la obra de
arte modernista apela a ese público azaroso, que se ignora a sí mismo en tanto
público: el camino de la obra de arte se realiza en un movimiento sinuoso,
accidentado, pero instantáneo, ajeno a todo aprendizaje. El espectador lo es
por un accidente milagroso, y nunca podrá estar seguro de que su vecino, o su
hermano, o su cónyuge, lo esté acompañando en la apreciación. El proceso tanto
de la producción como de aprendizaje de la percepción de la obra de arte
moderna es discontinuo, provocativamente irracional. De ahí la incomodidad de
las relaciones del modernismo con las grandes restauraciones racionalistas del
siglo XX, el marxismo y el psicoanálisis.
Creo que hoy podemos ver al modernismo como ese
gran capricho histórico que fue, justamente porque se extingue ante nuestros
ojos. En nuestros tiempos postmodernistas asistimos, no sin sorpresa, a la
reaparición de un público global. Todo el mundo ama a Madonna o a
Schwarzenegger, y ellos sí, como en el mundo clásico, son productos de proceso
racional y lineal.
Esto es una simplificación, por supuesto, pero
apunta en la dirección de mi disyuntiva: ¿la producción, o el producto? ¿El
artista o la obra? Si el postmodernismo es un triunfo del producto, si
asistimos a un regreso masivo del contenido, lo hacemos desde la perspectiva
nostálgica, sino horrorizada, de artistas y público formados en los valores
modernistas, a los que no podríamos renunciar sin pérdida de casi todo lo que
amamos. La solución, de más está decirlo, será matizada, negociada, de
compromiso. Y no la veremos nosotros. Lo que sí podremos llegar a ver es la
transición que se vio en el alba de la modernidad americana, hace justo un
siglo, en condiciones que, si el razonamiento anterior es correcto, son el
reflejo inverso de las actuales.
***
El modernismo hispanoamericano se corresponde
con el europeo en tanto participa de la universalización de Europa. En lo que
tiene de programático, nuestro “modernismo” pretende ser la expresión de un
estado de cosas llamado “lo Moderno”. Es un fenómeno mundial, y tiene dos
caras. Por un lado, es la primera vez que la cultura europea se hace universal;
por otro, sospecho que es la primera vez que la cultura americana se
universaliza plenamente. La incorporación anterior de estilos que se había dado
en América (el barroco, el neoclásico, el romanticismo) no había tenido el
mismo carácter: había sido un préstamo fantasmático hecho por individuos
descontextualizados. Con el modernismo, el artista americano puede proponerse
una creación que siendo europea, desafiantemente europea, responda también a su
medio. Lo hace posible la aparición de grandes ciudades modernas en el
continente.
Los viajes juveniles de Rubén Darío son una
escalada hacia la ciudad moderna, periplo ansioso cuya culminación natural
debería haber sido París, pero fue Buenos Aires. París, más tarde, fue para
Darío la sede del desencanto y la disolución. Fue así porque París es, podría
decirse, el original de la gran ciudad moderna, y eso es un oxímoron
decepcionante, pues la ciudad moderna nunca es un original, siempre es réplica,
réplica de otra ciudad, para poder ser la extraterritorialidad donde se produce
lo moderno. Ya en el siglo XX, toda ciudad será fantasma de otra ciudad, todos
los grandes artistas, aun los más identificados con una ciudad, serán
habitantes de esos espejismos siempre duales. En el XIX, París seguía siendo un
extremo insustituible, demasiado real para los fines de un arte que pretendía
formalizarlo todo, hacerse réplica del mundo.
En este sentido, Buenos Aires fue perfecta. Cosmópolis.
La ciudad de Rubén Darío. Y no es que a Buenos Aires le faltara realidad, todo
lo contrario. Sin una realidad fuerte, la réplica carece de su elemento
operativo. La prosperidad de Buenos Aires en 1893 era muy real. De pronto se
había hecho evidente que habría mejor literatura donde hubiera mayor desarrollo
económico. Eso era nuevo. Antes no era así, salvo por el patronazgo de los
centros virreinales. Caído desde hacía un siglo este patronazgo, el artista
latinoamericano había languidecido en el pastiche. La literatura se había
vuelto mero apéndice del viaje. Aquí habría que hacer una diferencia entre
artes en general (música, pintura, arquitectura) por un lado, y literatura por
el otro. Mientras que las artes pueden superar por su mero movimiento interno
su inautenticidad, la literatura necesita condiciones externas, de pensamiento.
La modernidad se presentó como la ocasión de crear un sistema pleno, en el que
ya no importaba que se tratara de pastiche, porque se había puesto a la
universalidad a trabajar de nuestro lado.
De hecho, la réplica, para no cosificarse y
volverse mero reflejo, debe proseguir el movimiento y replicarse a sí misma. La
ciudad es réplica perfecta, alucinatoria, de otra ciudad. Esto no pasaba con la
ciudad antigua, ni con ningún otro paisaje en el que se hubiera ejercitado la
imaginación poética. La ciudad moderna es el primer escenario intercambiable.
Pero esto sería estéril si se agotara ahí. No lo hace, porque la réplica de la
ciudad es un sujeto. Basta con que el sujeto se postule como moderno (y es lo
primero que hace, casi podría decirse que es lo único que hace) para que todo
su funcionamiento reproduzca fatalmente a la ciudad, o la exprese al modo de la
réplica. Porque el mundo es moderno, esa es la hipótesis de que se parte. Y la
modernidad es ese cambio permanente, esa maquinación de originalidad y novedad,
que se da por excelencia en el sujeto exacerbado, en el neurótico y el raro.
Baudelaire fue el poeta de esta subjetivación
de la ciudad. “La forme de la ville change
plus vite, hélas! que le coeur d’un mortel!” Estos versos han sido
interpretados en general en uno solo de sus sentidos, el nostálgico o
pesimista. Pero es el otro sentido el que ha actuado sobre la literatura
moderna: la creación de una velocidad en la que pueda superarse la
contradicción de lo subjetivo y lo objetivo, la aceleración de las formas, de
la ciudad y del corazón, hasta que se alcancen una al otro y puedan realizar el
sueño final de la literatura, que como bien sabemos es el realismo.
El contraste del modernismo dariano con la
literatura hispanoamericana anterior es decisivo en este aspecto. No miremos
tanto la literatura que se hizo, como los puntos o condiciones en que podría
esperarse encontrar una buena literatura. Antes del modernismo (y en buena
medida también después de él) solo podíamos esperar una gran literatura
americana en términos de realismo social: la universalidad estaba puesta del
lado malo, en contra. El modernismo, mediante este complejo de ciudad y sujeto,
la pone a actuar a favor. Por ser lo que es, el modernismo hará el desgaste
rápido de sus condiciones, y el complejo actúa a pleno solo en el momento de su
nacimiento, durante lo que he llamado “la juventud de Rubén Darío”, en última
instancia en un lugar y fecha precisos: Buenos Aires, 1893.
***
Lo Nuevo se encuentra “au fond de l’Inconnu”, y
para llegar a ese fondo el camino que toma Darío, que viene de los extremos
objetivos del aprendizaje, la imitación y la infancia, es el de la
subjetivación. Según la fórmula inmejorable de Ángel Rama, la “subjetivación
violenta”. El encuentro de Darío con lo nuevo tiene dos etapas: la chilena en
1890, y la de Buenos Aires en 1893. En la primera, la violencia de la
subjetivación tiene un color obsesivo. Tal como podemos verlo en Azul…, al trabajo poético se lo toma por
el lado de sus efectos; lo que resulta de la existencia del poeta es una
galaxia social que gira en torno de él. Mónada o punto de vista en el que se
reproduce lo real de una sociedad, el poeta es la víctima sacrificial de la
opulencia y el epicureísmo burgueses. Marginado, desatendido, rechazado, al fin
es asesinado por esa sociedad.
Es una situación sin salida, una aporía. La
causa es siempre subjetiva, el efecto objetivo. El poeta es causa de su
trabajo, pero el efecto proviene de lo real. La subjetivación violenta, y
masiva, enturbia la historia del crimen que se efectúa en la persona del poeta.
Porque si bien la escena parece repetir la del crimen romántico, las
condiciones han cambiado en un punto sutil pero sustancial: podría decirse que
se han invertido. Mientras el romántico se hallaba exiliado en un mundo
materialista, del cual reclamaba una imposible espiritualización, el moderno
golpea a las puertas de ese mundo filisteo y le pide una sola coda, y muy
concreta: dinero.
Mediante el dinero el poeta sabe que podrá
espiritualizarse, o más bien estetizarse, él mismo, con lo que, de acuerdo con
la lógica de la subjetivación, se estetizará el mundo. El dinero es la
subjetivación misma, la “subjetivación violenta”, pues la violencia va de sí,
con el deseo que pone en marcha la primacía del dinero.
Este desplazamiento de espiritualización a
estetización, del que es emblema la figura de des Esseintes, equivale a un
pasaje a la forma. Y podemos sospechar que el lamento del poeta, por su
miseria, su marginalidad, su falta de lugar, es un argumento pro forma, una
especie de alegoría, o en todo caso una tematización. Las condiciones de la
vida moderna, la emergencia del mercado, del consumo, como tabla rasa de los
deseos, hacen del dinero una tematización generalizada, un pasaje fluido del
contenido a la forma. Si la vida del poeta constituye un problema, a nivel del
tema o del contenido, la solución está en el pasaje a la forma.
Quizás convendría reemplazar aquí la anticuada
terminología de “forma y contenido” por los equivalentes que le dio Wallace
Stevens: “imaginación y realidad”. La imaginación es el proceso de la forma, la
formalización del mundo dentro de los límites del yo; la realidad es el
contenido en tanto otredad irreductible a las maquinaciones el yo, vale decir,
lo inmanejable. En los parámetros de la subjetivación que se dio en el momento
de la constitución de la sociedad moderna, vale decir la subjetivación por el
dinero, la realidad pudo parecerle al joven Rubén Darío pasible de
formalización. Si el dinero puede ser el puente entre imaginación y realidad,
entre forma y contenido, es porque el dinero es la clave de las réplicas, la
replicación absoluta del mundo. Pero la realidad de las réplicas está en los
objetos.
La segunda etapa de la creación del modernismo,
la etapa de Buenos Aires, será el pasaje al acto, la realización, como en un
cuento de hadas, del programa imposible de Azul…
Quiero creer que este status de realidad plena que toma la poesía de Rubén
Darío desde Buenos Aires explica su falta de sustancia en términos
representativos. El crítico que se inclina sobre Prosas Profanas se encuentra en la posición algo incómoda de tener
que hacer a un lado muchos elementos, ignorar los temas, las atmósferas, la
idea… Para explicarse la grandeza de estos poemas prodigiosos, debe cerrar los
ojos a virtualmente todo lo que son estos poemas; si toma algo, así sea muy
poco y muy bien escogido, corre el riesgo de que se le escurra de los dedos
como arena, como cenizas de cursilerías muertas… En efecto, aquí Darío ha
dejado atrás toda tematización, al llegar al trabajo en sí, y la vida del poeta
se vuelve procedimiento de creación de objetos poéticos.
***
El continuo del dinero cubre toda la
modernidad, pero, por ser una subjetivación cuantificada, debajo de él persiste
una discontinuidad: los objetos. Se ha dicho que la era moderna es la era de
los objetos. En efecto, objetos ha habido siempre, pero fue el capitalismo en
su fase superior el que les dio la primacía en el desciframiento del mundo.
Solo los objetos están cargados de sentido pleno; en la medida en que se desengancha
de ellos, el sujeto se vacía y lo invade el spleen o la ensoñación morbosa. Al
menos eso pasaba hace un siglo; después encontramos modos cada vez más eficaces
de no desengancharnos. Entre otras cosas, la modernidad fue un método práctico,
lleno de ejemplos coloridos y extravagantes, de disponer los objetos en el
campo magnético de la subjetividad. Pero durante la juventud de Rubén Darío, en
la época de la emergencia triunfal de los objetos, la subjetividad estaba
todavía en pie de guerra (la “subjetividad violenta”), y el sentido de los
objetos era problemático, huidizo.
Nada ilustra mejor esta situación que la figura
de Sherlock Holmes, sumo sacerdote de la significación de lo objetivo. Su
fascinación sigue actuando, y es difícil imaginar en qué circunstancias, qué
decadencia de la semiótica de los objetos haría que la dejáramos de sentir. El
mito de Holmes es el del hombre que hace hablar a lo inerte. Una mota de polvo
rojizo en un zapato, un recorte de uña bajo un microscopio, pueden contar
largas historias. Pero hasta ahí seguimos en la ficción del mito, en su fábula.
El sentido del objeto es su precio: veinte años de cárcel, o veinte centavos.
Ante todo, y como base de cualquier significado que pueda transportar, lo que
significa un objeto es el lugar social de su propietario, de su portador o de
su ladrón. La superestructura es el complejo simbólico expresivo que está
produciendo todo el tiempo la base económica.
Los objetos artísticos fueron desde siempre
doblemente expresivos, tuvieron dos precios simultáneos. En la articulación de
las dos expresiones, se significaban a sí mismos como objetos preciosos, como
precio o sentido puros. La novedad que aportan los tiempos modernos es que esa
función significativa empiezan a realizarla (también, y quizás sobre todo) los
objetos industriales.
Es
el concepto de objeto lo que se precisa: lo objetivo. El artista, al que el
complejo de lo moderno pone en trance de subjetivación violenta, está mejor
situado que el resto de sus contemporáneos para apreciar estas cualidades: la
perfección objetiva, la exterioridad, el acabado no orgánico. El joven Rubén
Darío puso a actuar las armas de la poesía en la persecución de este acabado
moderno, el lustre de los objetos industriales que podía desear la burguesía de
su época. En su misma persona hay una objetivación: algún biógrafo observa, y
es evidente por las fotografías, que desde su estancia en Chile a los veinte
años Darío abandonó el desaliño bohemio del poeta para adoptar el atildamiento
burgués impersonal, que conservó cualesquiera fueran sus fluctuaciones
económicas; en cierto modo, se trata de volverse objeto uno mismo, incorporarse
las virtudes del objeto, como supremo recurso de la subjetivación.
Y esos objetos, en el caso de Darío, no
son necesariamente afrancesados. La moda puede fluctuar a lo hispánico, lo
americanista, lo medieval, lo norteamericano… Y Darío pudo moverse a través de
todos estos registros. De lo que se trataba era de hacer objetos que pudieran
satisfacer una demanda.
Ahora bien, ¿cómo hacer esos objetos?
¿Cómo hacer los objetos poéticos de la modernidad? ¿Cómo los hizo Darío? Creo
que una vía de la respuesta sería examinar la curiosa dialéctica prosa-verso,
tal como se da a partir de Baudelaire.
***
Si
bien no fue el inventor del poema en prosa, Baudelaire fue el primer poeta en
el que la prosa y el verso funcionaron como piezas de un mecanismo único. En
ese mecanismo se realiza el pasaje de sentido y sonido, de forma y contenido,
en una dialéctica de la que no hemos salido, o quizás estamos en el momento de
salir, inesperadamente.
Esa dialéctica prosa-verso, esa máquina
de transformaciones, es lo que llamamos poesía moderna, y eso fue lo que
inventó Baudelaire. En el momento justo en que la poesía se había vuelto
imposible o anacrónica, en que imaginación y realidad ya no podían seguir
operando en conjunto y parecía necesario optar por una o por otra, el pasaje
que inventó Baudelaire tuvo por mediador esa reversibilidad de la prosa y el
verso, que es la poesía moderna, la poesía de las ciudades. Su genio estuvo en
advertir que se necesitaba una solución simbólica. Sus discípulos, sus tres
grandes discípulos, Mallarmé, Rimbaud, Lautréamont, pero también su
descendencia en general, y en ella hay que incluir a Rubén Darío, hicieron toda
clase de variaciones sobre la reversibilidad prosa-verso. Esas variaciones
terminaron siendo la veta principal de la poesía del siglo XX.
Daré un solo ejemplo, que viene a
cuento de la creación dariana de los objetos poéticos. Es el que ilustran “La
Déclaration Foraine” de Mallarmé y la “Alquimia del Verbo” de Rimbaud. Se trata
de textos en prosa intercalados con poemas en verso. El formato tiene
antecedentes antiguos, medievales, renacentistas (como la pastoral) y
posteriores, pero el modelo de su funcionamiento es más exótico: los diarios de
viaje de poetas japoneses. La página, en prosa, cuenta una salida, al bosque, a
la montaña, un trayecto en bote, una conversación con algún anfitrión
ceremonioso y cortés… “Y entonces escribí este poema”. Y siguen las dos o tres
líneas, una docena de palabras, las sílabas bien contadas: el árbol, la
mariposa, la rana, la cascada… El poema sucede como un relámpago, un relámpago
incomprensible sin la explicación en prosa que lo envuelve, pero el poema sigue
siendo incomprensible, porque su esencia es la lectura perpleja que haremos de
él en alguna antología. El sentido en la poesía es apenas un gadget provisorio
que se usa en el momento de escribirla. No estaba antes, ni está después, y su
autodestrucción es la razón de ser de la poesía. Este papel instrumental del
sentido marca la división interior del discurso entre el tiempo y el instante.
La prosa narrativa del diario, al hacer el discurso paradójico de lo
instantáneo, al poner en el transcurrir exterior la duración psíquica de la
inspiración o el talento, produce un desprendimiento del sujeto. El poeta deja
de existir al hacerse cristalino, al revelar su secreto. Si la prosa es
exhaustiva (y por su naturaleza tiende a serlo) el lector se volverá el poeta,
podrá volver a armar las circunstancias en que el poeta llegó a serlo,
exactamente como pasó en la realidad, y ese rearmado dará el mismo poema que
tiene ante los ojos, que vuelve a escribirse ante sus ojos, y es él quien lo
escribe. Así se realiza la utopía que inscribió Lautréamont en el umbral de la
modernidad, la poesía será hecha por todos, no por uno.
La poesía, es decir, la prosa. Porque
de lo que se trata es de poner en marcha la dialéctica de su transformación.
Lautréamont titula Poesías a sus ejercicios de ready-made modificado con
la prosa de los moralistas franceses; Rimbaud inventa el verso libre y consuma
en las Iluminaciones el diario hiperjaponés de las inspiraciones del
verso en prosa; Mallarmé abandona el verso a los veintiún años para practicar
una peculiar prosa despojada programáticamente del verbo “ser” (el verbo de la
prosa), y para volver en su madurez a una versificación que él llamó “de
naufragio” y que es en realidad de rompecabezas, que sólo se recompone mediante
la prosa exegética (los fragmentos del naufragio del verso flotan en la
superficie del mar de la prosa); uno de sus más perfectos tours de force se
titula precisamente Prosa, en alusión sólo secundaria al sentido
litúrgico de la palabra “prosa”, como sucederá con las Prosas profanas de
Darío.
Esta Prosa de Mallarmé está
dedicada a des Esseintes, el personaje de Huysmans, de quien Darío, que usó el
nombre seudónimo, dijo que era “el tipo finisecular del cerebral y el quintaesenciado,
del manejo de nervios que vive enfermo por obra de la prosa de su tiempo”. La
“prosa de su tiempo” es una expresión que me hace soñar, más allá del sentido
metafórico evidente que tiene aquí, algo así como “la fealdad pedestre o
prosaica de la época”. Porque en el sistema de raíz baudeleriana, la prosa es
tiempo, discurso extenso, en contraste con la anulación del tiempo en el verso
por acción del tiempo y las repeticiones de la rima. Pero con el posesivo, “su
tiempo”, emerge el sujeto, al que el tiempo le es ajeno y al que el tiempo no
puede sino enfermar y neurotizar.
El último avatar de estos juegos, en la
línea iniciada por Baudelaire, es el procedimiento de Raymond Roussel, que
cierra el círculo abierto por los japoneses en una perfecta inversión, porque
usa el verso (la rima, específicamente) para escribir prosa: la enseñanza
última y póstuma de Roussel es que, dominando la versificación, “la novela
podrá ser hecha por todos, no por uno”. Pero esto pasará mucho después; de
hecho, todavía está por pasar.
***
La
infancia de Rubén Darío fue un prolongado juego de niño versificador. Un juego
pueblerino, vacuo, ocioso, que no podía detenerse porque la idea era probarlo
todo. El camino de la prosa en él fue exhaustivo. Por eso tuvo que empezar
temprano, y tuvo que ser niño prodigio.
Veamos uno de estos juegos. A los trece
años, en el colegio de jesuitas, sus condiscípulos lo ponen a prueba con los
llamados bouts-rimés. Era un ejercicio que estaba de moda en la época, y
consistía en dar un puñado de palabras rimadas y hacer un poema con ellas;
cuanto más incoherentes fueran esas palabras, más debía esforzarse el ingenio.
Los niños amigos de Darío recurren a nombres de próceres, y palabras que rimen
con ellos, por ejemplo: Bello, sello, San Martín, retintín. Sale esto:
El inmortal Andrés Bello
estaba poniendo un sello
a una carta a San Martín,
y dijo con retintín…
Por
supuesto, para Darío es fácil, demasiado fácil. La dificultad vendrá mucho
después, tendrá que inventarla, sólo cuando todos estos juegos se hayan
agotado, y la encontrará al otro lado de la prosa. Aun así, es posible ver en
este tipo de juegos la protomecánica de los objetos poéticos. El verso no se
hace sin ripios; el verso sin ripios es prosa. El juego de los bouts-rimés
invierte este procedimiento, al poner el ripio por delante, y construir sobre
él la prosa inmanente del verso, su discurso. Esto es algo bastante definitivo,
y en general puede verse que todos los poetas que abandonaron el verso después
de su adolescencia se detuvieron aquí. Es el caso de Valery, que proponía una función
de bouts-rimés para la versificación, y no pudo volver tras atravesar la
prosa.
Los amigos de Darío debían de saber que
era demasiado fácil, así que pusieron una consigna extra: que el poema fuera
contra los jesuitas. Otras de las rimas con próceres eran: Bolívar (esta es una
rima rara, y por supuesto se les ocurrieron dos), acíbar, almíbar, Olmedo,
enredo. El resultado:
¿Qué es el jesuita -Bolívar
se preguntó una vez a Olmedo-.
Es el crimen, el enredo;
Es el que da al pueblo acíbar
Envuelto en sabroso almíbar.
Uno
podría preguntarse: ¿qué tiene ver los jesuitas con estos formalismos de salón?
Nada, y todo. No importa que el alumno Darío componga para la ceremonia de fin
de cursos un exuberante elogio rimado a la Compañía de Jesús y a Loyola (podría
haber puesto en verso los Ejercicios Espirituales, es asombroso que no lo haya
hecho, ya que estaba). El pro y el contra son intrínsecos al discurso: la
realidad es ambivalente, o indiferente, como lo serán los objetos poéticos, que
serán el realismo de Rubén Darío.
La realidad entrará por la vía de la
necesidad; y la inmanencia de la necesidad la da la versificación, la “sonora
rosa métrica”, que fue la “rosa mística” de Rubén Darío, su rosa alquímica. El
ripio se vuelve oro y el oro envuelve y transfigura el discurso, volviéndolo
procedimiento de autogeneración.
***
Darío
se encontró con la prosa en Chile, donde por primera vez en sus viajes vivió y
trabajó en un ambiente moderno. Es cierto que ya había estado en Europa y en
los Estados Unidos, pero la chilena fue la primera sociedad americana que
conoció donde una burguesía más o menos civilizada, europeizada, podía
organizar su vida cotidiana en el goce de los beneficios de la modernidad. Los
testimonios de ese período lo muestran impresionado sobre todo con los
interiores: muebles, cortinados, alfombras, bibliotecas, cuadros, estatuas.
“Les meubles luisants, polis par les ans…”. Ya no es un museo, o la visión
fugaz del invitado, sino el proyecto de instalarse ahí de por vida. Los años
que pulen esos interiores no son tanto los del pasado como los del porvenir.
Para un americano, es la modernidad la que tiene ir a Mahoma; y una vez que ha
cruzado el océano, no se comporta como montaña sino como prosa del tiempo.
Según Hegel, la poesía es el plano de
lo individual, del “uno por uno”. De ahí que su elemento propio sea la
metáfora, que sólo usa lo general como medio para resaltar lo individual.
Después, en la filogenia de la humanidad, viene la prosa, que se basa en la
metonimia, y por ello se dirige a la comprensión, al ligar a los objetos
individuales en contigüidades causales. El tercer término es la especulación
filosófica, aufhebung de prosa y verso, que recupera la captación de lo
particular en un nivel superior, ya asimiladas y superadas las enseñanzas de la
prosa.
Darío practicaba y dominaba la prosa
desde antes de su llegada a Chile. Pero es en Chile donde se le hace evidente
el encadenamiento casual de los objetos en la sociedad de consumo, ese
encadenamiento que vuelve a los objetos deseables. Es el deseo mismo el que se
hace real, y a esta realidad responde su prosa. Deja atrás la información, la
explicación, la descripción, en favor de un discurso nuevo que mima las
contigüidades de la propiedad de los objetos, volviéndolos objeto él mismo. Es
una mímesis de la mímesis. Mímesis de lo real de la realidad. En el mundo de
réplicas que es la modernidad, la representación tiende al objeto. Lo único que
dice la nueva prosa de Darío, la prosa modernista de Azul…, lo único que
informa, que explica, que describe, es el deseo. Más aun: el deseo del deseo, o
el deseo del dinero. En la sociedad de consumo, el dinero es la contigüidad
definitiva de los objetos, es una simplificación, un factoreo de la
representación.
El alcohol en cambio es un
distanciamiento. Contrapesa la violencia subjetivante de un deseo loco. El de
Darío debió de ser un alcoholismo de la sobriedad. Es sugestivo que toda su
obra de Buenos Aires, con su transparencia perfecta, haya sido escrita en un
permanente estado de enfermedad: crisis alcohólica, depresiva, maníaca. Hay
algo de puesta en escena trascendental en esto. Lo subjetivo y lo objetivo se
encuentran en el teatro del absurdo del cuerpo; el sentido de la obra, y el de
la vida, tienen su punto de origen en este sinsentido. El desprendimiento de la
obra proyecta al autor hacia atrás, como el retroceso de un arma de fuego, lo
arroja al tiempo, donde no le queda más que envejecer y morir. Las estrategias
de autodestrucción, tan penosas en general, son indispensables para invertir
esta secuencia. La enfermedad provocada (y vale la pena notar que en todos sus
textos autobiográficos Darío relaciona el alcoholismo con la sexualidad) pone
un freno a algo que, como la versificación, siempre está en peligro de empezar
a funcionar demasiado bien.
Pero en Chile a Darío le faltan tres
años para llegar a Buenos Aires, donde realizará al fin los objetos poéticos y
culminarán sus años de peregrinaje. Su avance hacia sociedades más
desarrolladas, más modernas, marca su avance en la dialéctica verso-prosa-objeto
poético. Lo “moderno” de las sociedades está dado por la
extraterritorialización de las jerarquizaciones sociales en un entramado
causal. La economía del mercado es la prosa plena, con las determinaciones
puestas en estado inmanente. Lo que encuentra Darío en Buenos Aires es una
sociedad, podría decirse, “abstracta”, casi sin restos telúricos o coloniales:
la sociedad del dinero. El objeto poético es la reproducción lingüística de la
mercancía del capitalismo avanzado en el instante previo a su reificación,
cuando todavía es deseo puro.
Hay pasajes famosos en prosa chilena
(por ejemplo los “cuatro coleópteros de petos dorados”) donde se diría que el
objeto poético ya está constituido. Pero falta la mecánica que los haga
necesarios internamente, que los independice de toda tematización (los
“coleópteros” todavía están transportando a la Reina de los Sueños a la
inspiración, a una psicología todavía biográfica), y será la versificación la
que pondrá en marcha ese mecanismo de objetivación. El mito de la juventud de
Rubén Darío se hará real, en los objetos poéticos de las Prosas Profanas,
en la realidad de estos objetos, que salen del relato de su producción y se
instalan en el mundo.
La palabra clave en la constitución de
su primer gran libro de poemas es “armonía”. Y no por las ensoñaciones sociales
utópicas que Darío también pudo albergar, sino como contraseña de lo que fue
revolucionario en él: la creación de un sistema subjetivo-objetivo no
psicológico en el que todo se sostiene en equilibrio: producción y producto,
vida y obra, realidad y poesía.