La juventud de Rubén Darío - César Aira

 

[Noticia: El siguiente ensayo de César Aira es inédito. Si bien no está fechado, sabemos -vía Alberto Giordano, que nos cedió generosamente el manuscrito- que Aira lo leyó en el V Congreso de Literatura Latinoamericana de Universidad Nacional de La Pampa entre los días 4, 5 y 6 de noviembre de 1993]

 

La alternativa principal a la que me enfrento como escritor es la de hacer productos literarios, que valgan por sí, como mercancía cultural, o concentrarme en el trabajo de hacerlos, en el mito biográfico del que puedo llegar a ser soporte, y dejar que mis novelas sean nada más que señales de un itinerario, huellas de un trabajo, sin un valor específico en sí. Por diversos motivos que sería largo enumerar, me inclino por la segunda posibilidad. Pero no basta para tomar una decisión tajante. Los dos caminos no son independientes; si por un lado es cierto que un libro no vale nada sin un autor que le de peso y realidad, por otro lado un autor no pasa de ser un grupo patético de narcisismo si sus libros no son buenos. Producción y producto, vida y obra, se necesitan mutuamente. Pero la alternativa persiste al margen de la sana razón. Odio pensar que un libro mío pueda ser separado de mí y circular como una mercancía prestigiosa entre desconocidos y extranjeros, aunque sé que esto tendría que suceder para que yo pudiera seguir funcionando como escritor. Si odio esa separación, es porque su modelo, y su realización plena, es la muerte; la muerte del escritor hace coincidir los dos caminos, es la síntesis de la contradicción. Pero mientras tanto, mientras estoy vivo, el problema sigue en pie.

Creo que la existencia de este problema, la vigencia del “mientras tanto”, deriva del momento histórico en el que estamos. Mientras estamos vivos, sobrevive una época anterior, la de los autores que amamos, la de nuestros maestros y nuestras ilusiones; a la época en la que vivimos, solo la encarnamos y la representamos después de muertos, cuando nuestra persona deja de hacer obstáculo a la fusión plena de nuestra obra y nuestro tiempo. Pues bien, el momento actual es el de la disolución del modernismo, la transición a formas nuevas de crear y consumir arte. Una de las manifestaciones de este cambio es la al parecer cíclica expansión y contracción del público o los públicos posibles. Podría parecer una cuestión marginal: para quien nunca ha tenido ninguna especie de público, se diría una preocupación bizantina. Pero me refiero al público inmanente del arte, el que lo informa en su génesis misma. El público: por otro nombre, la calidad.

El público del arte clásico abarcaba a la sociedad íntegra, siquiera virtualmente, porque sus génesis respectivas, la de la obra de arte y la del público, respondían a un mismo proceso, que era lineal, racional e ininterrumpido; era un aprendizaje y asimilación de habilidades crecientes por el que se transitaba, sin ruptura alguna, desde los rudimentos a las obras de genio. De la alfabetización a Dante, de la geometría elemental a Durero, del estribillo infantil a Mozart, no había hiatos.

El arte moderno fue una restricción de público, justamente porque sí había hiatos. El Pierrot Lunaire o Las señoritas de Avignon o Molloy no están en el extremo de ningún proceso lineal; al contrario, les es connatural la ruptura de ese proceso, y acaso podría decirse que esa ruptura es su razón de ser. El modernismo necesitó su público propio (necesitó crearlo, mantenerlo, ampliarlo, refinarlo), un público que de ninguna manera se identifica con la sociedad total. No me atrevería a enunciar siquiera una enumeración y una jerarquización de las causas para que esto pasara; de todos modos, la sobredeterminación es de rigor. Pero señalo uno de los motivos, en el que quizás, puliendo con cuidado sus facetas, podrían verse reflejados todos los demás: la globalización de Europa, por la vía del colonialismo y la expansión del capitalismo. El modernismo fue la definitiva floración de la civilización europea, y lo fue por ser la respuesta expresiva al hacerse mundo de Europa: un arte que no ve más remedio que extremarse y asomar por el otro lado, hipercivilizado hasta el salvajismo tribal, cargado de sobreentendidos culturales hasta la extrañación exótica, autogenerado hasta la especialización profesional.

Una diferencia entre la obra de arte clásica y la modernista está en que el clásico explicita en el contenido las condiciones sociales de aparición de la obra, el moderno lo hace en la forma. El público se restringe, en consecuencias, a las personas interesadas en los mecanismos formales del arte; no se pierde nada, porque la vieja explicitación por el contenido la asumen los géneros populares: la funciones educativas, excitantes, sentimentales, de pasatiempo, de socialización, encuentran en los medios masivos, que nacen para ellos, su vehículo ideal, y descargan al arte de todo lo que no sea su juego formal. Este juego tiene su pequeño púbico disperso, ajeno a toda determinación social salvo la más básica. La desaparición de la red de patronazgos y su reemplazo por la cualificación abstracta del mercado hace posible esta restricción.

La generación formal inmanente de la obra de arte modernista apela a ese público azaroso, que se ignora a sí mismo en tanto público: el camino de la obra de arte se realiza en un movimiento sinuoso, accidentado, pero instantáneo, ajeno a todo aprendizaje. El espectador lo es por un accidente milagroso, y nunca podrá estar seguro de que su vecino, o su hermano, o su cónyuge, lo esté acompañando en la apreciación. El proceso tanto de la producción como de aprendizaje de la percepción de la obra de arte moderna es discontinuo, provocativamente irracional. De ahí la incomodidad de las relaciones del modernismo con las grandes restauraciones racionalistas del siglo XX, el marxismo y el psicoanálisis.

Creo que hoy podemos ver al modernismo como ese gran capricho histórico que fue, justamente porque se extingue ante nuestros ojos. En nuestros tiempos postmodernistas asistimos, no sin sorpresa, a la reaparición de un público global. Todo el mundo ama a Madonna o a Schwarzenegger, y ellos sí, como en el mundo clásico, son productos de proceso racional y lineal.

Esto es una simplificación, por supuesto, pero apunta en la dirección de mi disyuntiva: ¿la producción, o el producto? ¿El artista o la obra? Si el postmodernismo es un triunfo del producto, si asistimos a un regreso masivo del contenido, lo hacemos desde la perspectiva nostálgica, sino horrorizada, de artistas y público formados en los valores modernistas, a los que no podríamos renunciar sin pérdida de casi todo lo que amamos. La solución, de más está decirlo, será matizada, negociada, de compromiso. Y no la veremos nosotros. Lo que sí podremos llegar a ver es la transición que se vio en el alba de la modernidad americana, hace justo un siglo, en condiciones que, si el razonamiento anterior es correcto, son el reflejo inverso de las actuales.

 

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El modernismo hispanoamericano se corresponde con el europeo en tanto participa de la universalización de Europa. En lo que tiene de programático, nuestro “modernismo” pretende ser la expresión de un estado de cosas llamado “lo Moderno”. Es un fenómeno mundial, y tiene dos caras. Por un lado, es la primera vez que la cultura europea se hace universal; por otro, sospecho que es la primera vez que la cultura americana se universaliza plenamente. La incorporación anterior de estilos que se había dado en América (el barroco, el neoclásico, el romanticismo) no había tenido el mismo carácter: había sido un préstamo fantasmático hecho por individuos descontextualizados. Con el modernismo, el artista americano puede proponerse una creación que siendo europea, desafiantemente europea, responda también a su medio. Lo hace posible la aparición de grandes ciudades modernas en el continente.

Los viajes juveniles de Rubén Darío son una escalada hacia la ciudad moderna, periplo ansioso cuya culminación natural debería haber sido París, pero fue Buenos Aires. París, más tarde, fue para Darío la sede del desencanto y la disolución. Fue así porque París es, podría decirse, el original de la gran ciudad moderna, y eso es un oxímoron decepcionante, pues la ciudad moderna nunca es un original, siempre es réplica, réplica de otra ciudad, para poder ser la extraterritorialidad donde se produce lo moderno. Ya en el siglo XX, toda ciudad será fantasma de otra ciudad, todos los grandes artistas, aun los más identificados con una ciudad, serán habitantes de esos espejismos siempre duales. En el XIX, París seguía siendo un extremo insustituible, demasiado real para los fines de un arte que pretendía formalizarlo todo, hacerse réplica del mundo.

En este sentido, Buenos Aires fue perfecta. Cosmópolis. La ciudad de Rubén Darío. Y no es que a Buenos Aires le faltara realidad, todo lo contrario. Sin una realidad fuerte, la réplica carece de su elemento operativo. La prosperidad de Buenos Aires en 1893 era muy real. De pronto se había hecho evidente que habría mejor literatura donde hubiera mayor desarrollo económico. Eso era nuevo. Antes no era así, salvo por el patronazgo de los centros virreinales. Caído desde hacía un siglo este patronazgo, el artista latinoamericano había languidecido en el pastiche. La literatura se había vuelto mero apéndice del viaje. Aquí habría que hacer una diferencia entre artes en general (música, pintura, arquitectura) por un lado, y literatura por el otro. Mientras que las artes pueden superar por su mero movimiento interno su inautenticidad, la literatura necesita condiciones externas, de pensamiento. La modernidad se presentó como la ocasión de crear un sistema pleno, en el que ya no importaba que se tratara de pastiche, porque se había puesto a la universalidad a trabajar de nuestro lado.

De hecho, la réplica, para no cosificarse y volverse mero reflejo, debe proseguir el movimiento y replicarse a sí misma. La ciudad es réplica perfecta, alucinatoria, de otra ciudad. Esto no pasaba con la ciudad antigua, ni con ningún otro paisaje en el que se hubiera ejercitado la imaginación poética. La ciudad moderna es el primer escenario intercambiable. Pero esto sería estéril si se agotara ahí. No lo hace, porque la réplica de la ciudad es un sujeto. Basta con que el sujeto se postule como moderno (y es lo primero que hace, casi podría decirse que es lo único que hace) para que todo su funcionamiento reproduzca fatalmente a la ciudad, o la exprese al modo de la réplica. Porque el mundo es moderno, esa es la hipótesis de que se parte. Y la modernidad es ese cambio permanente, esa maquinación de originalidad y novedad, que se da por excelencia en el sujeto exacerbado, en el neurótico y el raro.

Baudelaire fue el poeta de esta subjetivación de la ciudad. “La forme de la ville change plus vite, hélas! que le coeur d’un mortel!” Estos versos han sido interpretados en general en uno solo de sus sentidos, el nostálgico o pesimista. Pero es el otro sentido el que ha actuado sobre la literatura moderna: la creación de una velocidad en la que pueda superarse la contradicción de lo subjetivo y lo objetivo, la aceleración de las formas, de la ciudad y del corazón, hasta que se alcancen una al otro y puedan realizar el sueño final de la literatura, que como bien sabemos es el realismo.

El contraste del modernismo dariano con la literatura hispanoamericana anterior es decisivo en este aspecto. No miremos tanto la literatura que se hizo, como los puntos o condiciones en que podría esperarse encontrar una buena literatura. Antes del modernismo (y en buena medida también después de él) solo podíamos esperar una gran literatura americana en términos de realismo social: la universalidad estaba puesta del lado malo, en contra. El modernismo, mediante este complejo de ciudad y sujeto, la pone a actuar a favor. Por ser lo que es, el modernismo hará el desgaste rápido de sus condiciones, y el complejo actúa a pleno solo en el momento de su nacimiento, durante lo que he llamado “la juventud de Rubén Darío”, en última instancia en un lugar y fecha precisos: Buenos Aires, 1893.

 

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Lo Nuevo se encuentra “au fond de l’Inconnu”, y para llegar a ese fondo el camino que toma Darío, que viene de los extremos objetivos del aprendizaje, la imitación y la infancia, es el de la subjetivación. Según la fórmula inmejorable de Ángel Rama, la “subjetivación violenta”. El encuentro de Darío con lo nuevo tiene dos etapas: la chilena en 1890, y la de Buenos Aires en 1893. En la primera, la violencia de la subjetivación tiene un color obsesivo. Tal como podemos verlo en Azul…, al trabajo poético se lo toma por el lado de sus efectos; lo que resulta de la existencia del poeta es una galaxia social que gira en torno de él. Mónada o punto de vista en el que se reproduce lo real de una sociedad, el poeta es la víctima sacrificial de la opulencia y el epicureísmo burgueses. Marginado, desatendido, rechazado, al fin es asesinado por esa sociedad.

Es una situación sin salida, una aporía. La causa es siempre subjetiva, el efecto objetivo. El poeta es causa de su trabajo, pero el efecto proviene de lo real. La subjetivación violenta, y masiva, enturbia la historia del crimen que se efectúa en la persona del poeta. Porque si bien la escena parece repetir la del crimen romántico, las condiciones han cambiado en un punto sutil pero sustancial: podría decirse que se han invertido. Mientras el romántico se hallaba exiliado en un mundo materialista, del cual reclamaba una imposible espiritualización, el moderno golpea a las puertas de ese mundo filisteo y le pide una sola coda, y muy concreta: dinero.

Mediante el dinero el poeta sabe que podrá espiritualizarse, o más bien estetizarse, él mismo, con lo que, de acuerdo con la lógica de la subjetivación, se estetizará el mundo. El dinero es la subjetivación misma, la “subjetivación violenta”, pues la violencia va de sí, con el deseo que pone en marcha la primacía del dinero.

Este desplazamiento de espiritualización a estetización, del que es emblema la figura de des Esseintes, equivale a un pasaje a la forma. Y podemos sospechar que el lamento del poeta, por su miseria, su marginalidad, su falta de lugar, es un argumento pro forma, una especie de alegoría, o en todo caso una tematización. Las condiciones de la vida moderna, la emergencia del mercado, del consumo, como tabla rasa de los deseos, hacen del dinero una tematización generalizada, un pasaje fluido del contenido a la forma. Si la vida del poeta constituye un problema, a nivel del tema o del contenido, la solución está en el pasaje a la forma.

Quizás convendría reemplazar aquí la anticuada terminología de “forma y contenido” por los equivalentes que le dio Wallace Stevens: “imaginación y realidad”. La imaginación es el proceso de la forma, la formalización del mundo dentro de los límites del yo; la realidad es el contenido en tanto otredad irreductible a las maquinaciones el yo, vale decir, lo inmanejable. En los parámetros de la subjetivación que se dio en el momento de la constitución de la sociedad moderna, vale decir la subjetivación por el dinero, la realidad pudo parecerle al joven Rubén Darío pasible de formalización. Si el dinero puede ser el puente entre imaginación y realidad, entre forma y contenido, es porque el dinero es la clave de las réplicas, la replicación absoluta del mundo. Pero la realidad de las réplicas está en los objetos.

La segunda etapa de la creación del modernismo, la etapa de Buenos Aires, será el pasaje al acto, la realización, como en un cuento de hadas, del programa imposible de Azul… Quiero creer que este status de realidad plena que toma la poesía de Rubén Darío desde Buenos Aires explica su falta de sustancia en términos representativos. El crítico que se inclina sobre Prosas Profanas se encuentra en la posición algo incómoda de tener que hacer a un lado muchos elementos, ignorar los temas, las atmósferas, la idea… Para explicarse la grandeza de estos poemas prodigiosos, debe cerrar los ojos a virtualmente todo lo que son estos poemas; si toma algo, así sea muy poco y muy bien escogido, corre el riesgo de que se le escurra de los dedos como arena, como cenizas de cursilerías muertas… En efecto, aquí Darío ha dejado atrás toda tematización, al llegar al trabajo en sí, y la vida del poeta se vuelve procedimiento de creación de objetos poéticos.

 

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El continuo del dinero cubre toda la modernidad, pero, por ser una subjetivación cuantificada, debajo de él persiste una discontinuidad: los objetos. Se ha dicho que la era moderna es la era de los objetos. En efecto, objetos ha habido siempre, pero fue el capitalismo en su fase superior el que les dio la primacía en el desciframiento del mundo. Solo los objetos están cargados de sentido pleno; en la medida en que se desengancha de ellos, el sujeto se vacía y lo invade el spleen o la ensoñación morbosa. Al menos eso pasaba hace un siglo; después encontramos modos cada vez más eficaces de no desengancharnos. Entre otras cosas, la modernidad fue un método práctico, lleno de ejemplos coloridos y extravagantes, de disponer los objetos en el campo magnético de la subjetividad. Pero durante la juventud de Rubén Darío, en la época de la emergencia triunfal de los objetos, la subjetividad estaba todavía en pie de guerra (la “subjetividad violenta”), y el sentido de los objetos era problemático, huidizo.

Nada ilustra mejor esta situación que la figura de Sherlock Holmes, sumo sacerdote de la significación de lo objetivo. Su fascinación sigue actuando, y es difícil imaginar en qué circunstancias, qué decadencia de la semiótica de los objetos haría que la dejáramos de sentir. El mito de Holmes es el del hombre que hace hablar a lo inerte. Una mota de polvo rojizo en un zapato, un recorte de uña bajo un microscopio, pueden contar largas historias. Pero hasta ahí seguimos en la ficción del mito, en su fábula. El sentido del objeto es su precio: veinte años de cárcel, o veinte centavos. Ante todo, y como base de cualquier significado que pueda transportar, lo que significa un objeto es el lugar social de su propietario, de su portador o de su ladrón. La superestructura es el complejo simbólico expresivo que está produciendo todo el tiempo la base económica.

Los objetos artísticos fueron desde siempre doblemente expresivos, tuvieron dos precios simultáneos. En la articulación de las dos expresiones, se significaban a sí mismos como objetos preciosos, como precio o sentido puros. La novedad que aportan los tiempos modernos es que esa función significativa empiezan a realizarla (también, y quizás sobre todo) los objetos industriales.

Es el concepto de objeto lo que se precisa: lo objetivo. El artista, al que el complejo de lo moderno pone en trance de subjetivación violenta, está mejor situado que el resto de sus contemporáneos para apreciar estas cualidades: la perfección objetiva, la exterioridad, el acabado no orgánico. El joven Rubén Darío puso a actuar las armas de la poesía en la persecución de este acabado moderno, el lustre de los objetos industriales que podía desear la burguesía de su época. En su misma persona hay una objetivación: algún biógrafo observa, y es evidente por las fotografías, que desde su estancia en Chile a los veinte años Darío abandonó el desaliño bohemio del poeta para adoptar el atildamiento burgués impersonal, que conservó cualesquiera fueran sus fluctuaciones económicas; en cierto modo, se trata de volverse objeto uno mismo, incorporarse las virtudes del objeto, como supremo recurso de la subjetivación.

         Y esos objetos, en el caso de Darío, no son necesariamente afrancesados. La moda puede fluctuar a lo hispánico, lo americanista, lo medieval, lo norteamericano… Y Darío pudo moverse a través de todos estos registros. De lo que se trataba era de hacer objetos que pudieran satisfacer una demanda.

         Ahora bien, ¿cómo hacer esos objetos? ¿Cómo hacer los objetos poéticos de la modernidad? ¿Cómo los hizo Darío? Creo que una vía de la respuesta sería examinar la curiosa dialéctica prosa-verso, tal como se da a partir de Baudelaire.

 

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Si bien no fue el inventor del poema en prosa, Baudelaire fue el primer poeta en el que la prosa y el verso funcionaron como piezas de un mecanismo único. En ese mecanismo se realiza el pasaje de sentido y sonido, de forma y contenido, en una dialéctica de la que no hemos salido, o quizás estamos en el momento de salir, inesperadamente.

         Esa dialéctica prosa-verso, esa máquina de transformaciones, es lo que llamamos poesía moderna, y eso fue lo que inventó Baudelaire. En el momento justo en que la poesía se había vuelto imposible o anacrónica, en que imaginación y realidad ya no podían seguir operando en conjunto y parecía necesario optar por una o por otra, el pasaje que inventó Baudelaire tuvo por mediador esa reversibilidad de la prosa y el verso, que es la poesía moderna, la poesía de las ciudades. Su genio estuvo en advertir que se necesitaba una solución simbólica. Sus discípulos, sus tres grandes discípulos, Mallarmé, Rimbaud, Lautréamont, pero también su descendencia en general, y en ella hay que incluir a Rubén Darío, hicieron toda clase de variaciones sobre la reversibilidad prosa-verso. Esas variaciones terminaron siendo la veta principal de la poesía del siglo XX.

         Daré un solo ejemplo, que viene a cuento de la creación dariana de los objetos poéticos. Es el que ilustran “La Déclaration Foraine” de Mallarmé y la “Alquimia del Verbo” de Rimbaud. Se trata de textos en prosa intercalados con poemas en verso. El formato tiene antecedentes antiguos, medievales, renacentistas (como la pastoral) y posteriores, pero el modelo de su funcionamiento es más exótico: los diarios de viaje de poetas japoneses. La página, en prosa, cuenta una salida, al bosque, a la montaña, un trayecto en bote, una conversación con algún anfitrión ceremonioso y cortés… “Y entonces escribí este poema”. Y siguen las dos o tres líneas, una docena de palabras, las sílabas bien contadas: el árbol, la mariposa, la rana, la cascada… El poema sucede como un relámpago, un relámpago incomprensible sin la explicación en prosa que lo envuelve, pero el poema sigue siendo incomprensible, porque su esencia es la lectura perpleja que haremos de él en alguna antología. El sentido en la poesía es apenas un gadget provisorio que se usa en el momento de escribirla. No estaba antes, ni está después, y su autodestrucción es la razón de ser de la poesía. Este papel instrumental del sentido marca la división interior del discurso entre el tiempo y el instante. La prosa narrativa del diario, al hacer el discurso paradójico de lo instantáneo, al poner en el transcurrir exterior la duración psíquica de la inspiración o el talento, produce un desprendimiento del sujeto. El poeta deja de existir al hacerse cristalino, al revelar su secreto. Si la prosa es exhaustiva (y por su naturaleza tiende a serlo) el lector se volverá el poeta, podrá volver a armar las circunstancias en que el poeta llegó a serlo, exactamente como pasó en la realidad, y ese rearmado dará el mismo poema que tiene ante los ojos, que vuelve a escribirse ante sus ojos, y es él quien lo escribe. Así se realiza la utopía que inscribió Lautréamont en el umbral de la modernidad, la poesía será hecha por todos, no por uno.

         La poesía, es decir, la prosa. Porque de lo que se trata es de poner en marcha la dialéctica de su transformación. Lautréamont titula Poesías a sus ejercicios de ready-made modificado con la prosa de los moralistas franceses; Rimbaud inventa el verso libre y consuma en las Iluminaciones el diario hiperjaponés de las inspiraciones del verso en prosa; Mallarmé abandona el verso a los veintiún años para practicar una peculiar prosa despojada programáticamente del verbo “ser” (el verbo de la prosa), y para volver en su madurez a una versificación que él llamó “de naufragio” y que es en realidad de rompecabezas, que sólo se recompone mediante la prosa exegética (los fragmentos del naufragio del verso flotan en la superficie del mar de la prosa); uno de sus más perfectos tours de force se titula precisamente Prosa, en alusión sólo secundaria al sentido litúrgico de la palabra “prosa”, como sucederá con las Prosas profanas de Darío.

         Esta Prosa de Mallarmé está dedicada a des Esseintes, el personaje de Huysmans, de quien Darío, que usó el nombre seudónimo, dijo que era “el tipo finisecular del cerebral y el quintaesenciado, del manejo de nervios que vive enfermo por obra de la prosa de su tiempo”. La “prosa de su tiempo” es una expresión que me hace soñar, más allá del sentido metafórico evidente que tiene aquí, algo así como “la fealdad pedestre o prosaica de la época”. Porque en el sistema de raíz baudeleriana, la prosa es tiempo, discurso extenso, en contraste con la anulación del tiempo en el verso por acción del tiempo y las repeticiones de la rima. Pero con el posesivo, “su tiempo”, emerge el sujeto, al que el tiempo le es ajeno y al que el tiempo no puede sino enfermar y neurotizar.

         El último avatar de estos juegos, en la línea iniciada por Baudelaire, es el procedimiento de Raymond Roussel, que cierra el círculo abierto por los japoneses en una perfecta inversión, porque usa el verso (la rima, específicamente) para escribir prosa: la enseñanza última y póstuma de Roussel es que, dominando la versificación, “la novela podrá ser hecha por todos, no por uno”. Pero esto pasará mucho después; de hecho, todavía está por pasar.

 

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La infancia de Rubén Darío fue un prolongado juego de niño versificador. Un juego pueblerino, vacuo, ocioso, que no podía detenerse porque la idea era probarlo todo. El camino de la prosa en él fue exhaustivo. Por eso tuvo que empezar temprano, y tuvo que ser niño prodigio.

         Veamos uno de estos juegos. A los trece años, en el colegio de jesuitas, sus condiscípulos lo ponen a prueba con los llamados bouts-rimés. Era un ejercicio que estaba de moda en la época, y consistía en dar un puñado de palabras rimadas y hacer un poema con ellas; cuanto más incoherentes fueran esas palabras, más debía esforzarse el ingenio. Los niños amigos de Darío recurren a nombres de próceres, y palabras que rimen con ellos, por ejemplo: Bello, sello, San Martín, retintín. Sale esto:

         El inmortal Andrés Bello

            estaba poniendo un sello

            a una carta a San Martín,

            y dijo con retintín…

Por supuesto, para Darío es fácil, demasiado fácil. La dificultad vendrá mucho después, tendrá que inventarla, sólo cuando todos estos juegos se hayan agotado, y la encontrará al otro lado de la prosa. Aun así, es posible ver en este tipo de juegos la protomecánica de los objetos poéticos. El verso no se hace sin ripios; el verso sin ripios es prosa. El juego de los bouts-rimés invierte este procedimiento, al poner el ripio por delante, y construir sobre él la prosa inmanente del verso, su discurso. Esto es algo bastante definitivo, y en general puede verse que todos los poetas que abandonaron el verso después de su adolescencia se detuvieron aquí. Es el caso de Valery, que proponía una función de bouts-rimés para la versificación, y no pudo volver tras atravesar la prosa.

         Los amigos de Darío debían de saber que era demasiado fácil, así que pusieron una consigna extra: que el poema fuera contra los jesuitas. Otras de las rimas con próceres eran: Bolívar (esta es una rima rara, y por supuesto se les ocurrieron dos), acíbar, almíbar, Olmedo, enredo. El resultado:

         ¿Qué es el jesuita -Bolívar

            se preguntó una vez a Olmedo-.

            Es el crimen, el enredo;

            Es el que da al pueblo acíbar

            Envuelto en sabroso almíbar.

Uno podría preguntarse: ¿qué tiene ver los jesuitas con estos formalismos de salón? Nada, y todo. No importa que el alumno Darío componga para la ceremonia de fin de cursos un exuberante elogio rimado a la Compañía de Jesús y a Loyola (podría haber puesto en verso los Ejercicios Espirituales, es asombroso que no lo haya hecho, ya que estaba). El pro y el contra son intrínsecos al discurso: la realidad es ambivalente, o indiferente, como lo serán los objetos poéticos, que serán el realismo de Rubén Darío.

         La realidad entrará por la vía de la necesidad; y la inmanencia de la necesidad la da la versificación, la “sonora rosa métrica”, que fue la “rosa mística” de Rubén Darío, su rosa alquímica. El ripio se vuelve oro y el oro envuelve y transfigura el discurso, volviéndolo procedimiento de autogeneración.

 

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Darío se encontró con la prosa en Chile, donde por primera vez en sus viajes vivió y trabajó en un ambiente moderno. Es cierto que ya había estado en Europa y en los Estados Unidos, pero la chilena fue la primera sociedad americana que conoció donde una burguesía más o menos civilizada, europeizada, podía organizar su vida cotidiana en el goce de los beneficios de la modernidad. Los testimonios de ese período lo muestran impresionado sobre todo con los interiores: muebles, cortinados, alfombras, bibliotecas, cuadros, estatuas. “Les meubles luisants, polis par les ans…”. Ya no es un museo, o la visión fugaz del invitado, sino el proyecto de instalarse ahí de por vida. Los años que pulen esos interiores no son tanto los del pasado como los del porvenir. Para un americano, es la modernidad la que tiene ir a Mahoma; y una vez que ha cruzado el océano, no se comporta como montaña sino como prosa del tiempo.

         Según Hegel, la poesía es el plano de lo individual, del “uno por uno”. De ahí que su elemento propio sea la metáfora, que sólo usa lo general como medio para resaltar lo individual. Después, en la filogenia de la humanidad, viene la prosa, que se basa en la metonimia, y por ello se dirige a la comprensión, al ligar a los objetos individuales en contigüidades causales. El tercer término es la especulación filosófica, aufhebung de prosa y verso, que recupera la captación de lo particular en un nivel superior, ya asimiladas y superadas las enseñanzas de la prosa.

         Darío practicaba y dominaba la prosa desde antes de su llegada a Chile. Pero es en Chile donde se le hace evidente el encadenamiento casual de los objetos en la sociedad de consumo, ese encadenamiento que vuelve a los objetos deseables. Es el deseo mismo el que se hace real, y a esta realidad responde su prosa. Deja atrás la información, la explicación, la descripción, en favor de un discurso nuevo que mima las contigüidades de la propiedad de los objetos, volviéndolos objeto él mismo. Es una mímesis de la mímesis. Mímesis de lo real de la realidad. En el mundo de réplicas que es la modernidad, la representación tiende al objeto. Lo único que dice la nueva prosa de Darío, la prosa modernista de Azul…, lo único que informa, que explica, que describe, es el deseo. Más aun: el deseo del deseo, o el deseo del dinero. En la sociedad de consumo, el dinero es la contigüidad definitiva de los objetos, es una simplificación, un factoreo de la representación.

         El alcohol en cambio es un distanciamiento. Contrapesa la violencia subjetivante de un deseo loco. El de Darío debió de ser un alcoholismo de la sobriedad. Es sugestivo que toda su obra de Buenos Aires, con su transparencia perfecta, haya sido escrita en un permanente estado de enfermedad: crisis alcohólica, depresiva, maníaca. Hay algo de puesta en escena trascendental en esto. Lo subjetivo y lo objetivo se encuentran en el teatro del absurdo del cuerpo; el sentido de la obra, y el de la vida, tienen su punto de origen en este sinsentido. El desprendimiento de la obra proyecta al autor hacia atrás, como el retroceso de un arma de fuego, lo arroja al tiempo, donde no le queda más que envejecer y morir. Las estrategias de autodestrucción, tan penosas en general, son indispensables para invertir esta secuencia. La enfermedad provocada (y vale la pena notar que en todos sus textos autobiográficos Darío relaciona el alcoholismo con la sexualidad) pone un freno a algo que, como la versificación, siempre está en peligro de empezar a funcionar demasiado bien.

         Pero en Chile a Darío le faltan tres años para llegar a Buenos Aires, donde realizará al fin los objetos poéticos y culminarán sus años de peregrinaje. Su avance hacia sociedades más desarrolladas, más modernas, marca su avance en la dialéctica verso-prosa-objeto poético. Lo “moderno” de las sociedades está dado por la extraterritorialización de las jerarquizaciones sociales en un entramado causal. La economía del mercado es la prosa plena, con las determinaciones puestas en estado inmanente. Lo que encuentra Darío en Buenos Aires es una sociedad, podría decirse, “abstracta”, casi sin restos telúricos o coloniales: la sociedad del dinero. El objeto poético es la reproducción lingüística de la mercancía del capitalismo avanzado en el instante previo a su reificación, cuando todavía es deseo puro.

         Hay pasajes famosos en prosa chilena (por ejemplo los “cuatro coleópteros de petos dorados”) donde se diría que el objeto poético ya está constituido. Pero falta la mecánica que los haga necesarios internamente, que los independice de toda tematización (los “coleópteros” todavía están transportando a la Reina de los Sueños a la inspiración, a una psicología todavía biográfica), y será la versificación la que pondrá en marcha ese mecanismo de objetivación. El mito de la juventud de Rubén Darío se hará real, en los objetos poéticos de las Prosas Profanas, en la realidad de estos objetos, que salen del relato de su producción y se instalan en el mundo.

         La palabra clave en la constitución de su primer gran libro de poemas es “armonía”. Y no por las ensoñaciones sociales utópicas que Darío también pudo albergar, sino como contraseña de lo que fue revolucionario en él: la creación de un sistema subjetivo-objetivo no psicológico en el que todo se sostiene en equilibrio: producción y producto, vida y obra, realidad y poesía.