Las mutantes - Rafael Arce

 

La obra narrativa de Pablo Farrés ha dado por saldado un tema asediado hasta la náusea por la gran novela modernista del siglo XX: la conciencia. Este problema es, o mejor dicho era, humano, demasiado humano. Por más vueltas filosóficas que le diéramos, siempre terminaba devolviéndonos a la pueril aventura del neurótico. Y por más vueltas psicoanalíticas que le diéramos, cada vez nos mandaba de vuelta a la insoportable soberanía del sujeto. Es decir que la novela, a pesar de los esfuerzos de muchos novelistas, no dejó de ser, autocriticándose y escapando de ella misma, el relato del burgués culpable, la novela familiar del neurótico, la historia del espíritu.

Exagerando, la novela ha sido, por lo menos en su versión distinguida, otro avatar del idealismo. Para sostenerse en sus pretensiones, su arquitectura, su ambición, ha seguido siendo, no el sueño de un loco o el balbuceo de un idiota, sino el petite affaire de un neurótico, a lo sumo de un borracho, de un drogado o de un niño listo que destruye las formas. Marthe Robert distingue dos tipos de novelistas: el niño expósito y el bastardo edípico. Para traducirlo a nuestros términos: César Aira, el niño expósito, Juan José Saer, el bastardo edípico. Uno, el juguetón pre-edípico, inmerso en su etapa imaginaria, fantasioso, surrealista; otro, el realista edípico, que edifica su mundo en tensión con el orden simbólico. Siempre me gustó esa definición de Marthe Robert. Desde luego, es una distinción psicoanalítica. Es histórica, epocal. Es tiempo de pasar a otra cosa. Ya hace rato que comenzó el siglo XXI y seguimos hablando y escribiendo como si estuviéramos en el XX.

El novelista fuera de la clasificación de Robert sería el niño que no constituyó ningún “yo”. Se come sus excrementos, se relaciona con otros sin mediaciones, deviene con los animales, es cruel e inocente, habla de sí mismo en tercera persona, quiere inventar, antes de aprender a hablar, su propia lengua. Ya se sabe: una falla en la constitución de ese yo se denomina esquizofrenia. Una palabra de la que hemos hecho uso y abuso, con dignidad filosófica. Yo mismo la he usado cuando he escrito sobre la obra de Pablo Farrés. Para hacerme entender, hablé de una mezcla de Phillip K. Dick con Osvaldo Lamborghini. De esquizofrenia y de abyección. La distinción misma es esquemática en la medida en que la singularidad del pensamiento farresiano implica un continuo que va desde el bajo materialismo sexual excrementicio hasta la percepción alucinatoria del mundo. Farrés reemplaza el problema filosófico de la conciencia por el biológico del cerebro. Hay una física del cuerpo cuyo sometimiento o su deseo, que acaso son lo mismo, le dan acceso al Multiverso.

En Literatura argentina, su segunda novela, la historia atroz de un campo de concentración de niños criados como perros se mezcla con la historia de dos escritores. Desde luego, ambas son una sola, pero en la esquematización que puede esbozarse ya se dejan ver las filiaciones argentinas: la abyección lamborghiniana y la biblioteca borgiana. Es en este punto que el cerebro (esquizofrénico) opera como mediador. Del niño-perro se pasa al escritor alucinatorio, de la bajeza excrementicia y sexual, y el horror del campo de concentración (situado en La Matanza, donde vive el escritor, alusión al Matadero echevarriano del siglo XIX), al rigor inhumano del aprendizaje de la escritura y de la literatura, al exilio de la lengua, la entrada en la literatura que permite ese exilio.

La narrativa de Farrés es el esquizoanálisis de la literatura argentina. Pero es un esquizoanálisis sin revolución o un esquizoanálisis pos-revolucionario. Un tratamiento como en las peores enfermedades, en los que la medicación enferma más que la cura o no cura sino enfermando de otro modo.

Entiendo que Las series infinitas le llevó varios años a Farrés. Es decir, que él ya pensaba en el Virus (con mayúscula) antes de que retornara la Peste. En la novela, es el HIV, pero ha sufrido una mutación por la cual el contagio implica la transmisión de una carga genética. Esta trasmisión suplementaria es la de los recuerdos y los sueños.  Y los recuerdos y los sueños constituyen la subjetividad. Mejor dicho: la propiedad de los recuerdos y de los sueños. Saer ya había reemplazado el yo pienso cartesiano por el yo recuerdo. Sería muy fácil decir, con Nietzsche, que en Farrés eso recuerda y eso sueña, no yo. Evitemos esa facilidad. Digamos que el sueño y el recuerdo son la vida biológica que las poblaciones del planeta comparten y reparten. El Virus (la ciencia nos dice que es una entidad extraña, que no está viva ni muerta, o que está viva-muerta, como un vampiro o un hombre lobo) es la agencia de la colectivización de los medios de producción de recuerdos y de sueños. Lo que oprime al viviente humano, con sus neurosis burguesas, es la erección de la propiedad privada de los recuerdos y de los sueños. Y aunque los sueños gozan de una mayor libertad, por cuanto los individuos pueden soñar las mismas cosas, es inquietante que alguien sueñe nuestros sueños, viva nuestras vidas, porque entonces tenemos la sospecha de que no estamos soñando nuestros sueños ni viviendo nuestras vidas.

Como buen neurótico obsesivo que soy, cuando leía Las series infinitas no podía evitar traducírmela a mis términos y recurrir al símbolo. Entonces pensaba: cuando el viviente humano inventó le conciencia, inventó también su desdoblamiento, su rumiación mental. Pienso que pienso. ¿No se prestará a la metáfora, conjeturé, esta aventura enloquecedora de algo que pasa de alguien en alguien, sin ser nunca nadie, o siendo siempre nadie? ¿No somos, desde que tenemos conciencia, no uno, tampoco muchos, sino dos? Yo que pienso y yo que me pienso pensar. Pues no pienso nada, sino que pienso el enrosque mental de mi propio pensamiento. No sueño, ni siquiera cuento el sueño, sino que cuento, al analista, mi recuerdo del sueño. Tantas mediaciones nos alejaron de las cosas pensables, es decir, de lo impensado. Puedo verosimilizar esa historia del Virus que parece ser el que va cambiando de rostros humanos, no el viviente el que tiene el Virus, sino el Virus el que tiene al viviente, o mejor dicho los tiene. Estar en la cabeza del otro, ser un parásito cerebral en el cuerpo del otro, es la condición inicialmente esquizo de nuestros neuróticos, pero también de nuestros histéricos, que viven hoy en las texturas digitales, que se ven a sí mismos como si fueran otros. Me parece que toda esta metafórica no lleva a ningún lado, que la literatura de Farrés abomina de las metáforas pero, al mismo tiempo, nuestra neurosis no es otra cosa que búsqueda de significación, de sentido.

El africano de Las series infinitas, el que trae el SIDA a la Argentina como arma biológica, podría vivir en un mundo de sueños. Podría vivir sin la atroz rumiación del pensamiento, ese invento terrorífico o ese opio placentero. La novela no dice, de un modo políticamente correcto: los negros, los enfermos, los pobres, los africanos, también merecen la dignidad humana (en Mi pequeña guerra inútil, para el militar inglés, el negro es apenas un mono depilado y como no puede ser blanco, se contenta con ser un poco más que un mono depilado: entonces es un argentino). La novela dice: África es el sueño de una vida no enajenada por la conciencia, la enfermedad es la destitución de la salud podrida, la pobreza es el principio de ruina del capital. Pero África es una pesadilla, como lo es la infancia de los niños perros. Todo sueño pre-subjetivo es tratado administrativamente como pesadilla pos-subjetiva. Todo recuerdo es encubridor, por lo tanto es mío o mejor dicho yo soy de él. Todo ardor es represión, todo deseo es sin objeto. La infancia de la especie guarda una memoria cerebral que ningún individuo recuerda.

Miguel Bakunin (así han traducido en Argentina su nombre africano), que sobrevivió al genocidio de su pueblo, y a la invención del SIDA como arma biológica, predica en la Argentina el Gran Poema de la Muerte, esto es, la restitución del elemento teológico para la lucha política. El Virus es entonces un dios que pide sacrificios. Hecatombes. Genocidios. Ese Nadie que pasa de individuo en individuo, contagiando, enfermando y dejando morir, es la nueva forma que asume lo Invisible en la era nueva:

 

¿Qué otra cosa significaba el imperativo de escribir con el cuerpo el Poema de la Muerte, qué otra cosa más que la exigencia de penetrar en uno, dos y tres mil hombres y mujeres para que esos hombres y mujeres recibieran el espíritu, y luego metiéndose ellos también dentro de otros miles de hombres y mujeres hicieran de cada ser humano “una obra de arte viviente” y con ello “salvar al hombre del hombre mismo”? Entonces todo me pareció claro y transparente. Aquellas maratones sistemáticas buscando el borde de lo que sus propios cuerpos podían aguantar, no tenían otro destino que hacer de La Matanza una verdadera matanza llenándola de sidosos que entregaban al dios como ofrenda y sacrificio. ¿Pretendía Bakunin seguir con ello los pasos de sus ancestros africanos?, ¿pretendía con su Batallón de Sidosos hacer otra Campaña del desierto o del Desierto su campaña? ¿La africanización de la Argentina, la argentinización de África?

 

En La liebre de Aira, Juan Manuel de Rosas tiene la teoría de que, en el futuro, la Argentina llegará a ser un país negro. Las series infinitas es un largo ejercicio de verosimilización de esa ocurrencia. Esta conexión, que parece arbitraria, no lo es tanto. La lucha de Bakunin es tomada por otra causa rebelde en una escalada infernal, que amenaza con destruir la Argentina: la del general Amancay Amuruyá, el “Carnicero Libertador”, que pretende aniquilar el Orden Blanco e instituir una Nueva Araucaria. Pero ahí termina la aventura de Bakunin, que empezó en África, con la pérdida de su hermano albino y la mutilación y muerte de su madre, siendo hijo de un violador sidoso. Adoptado por una médica argentina, terminó viviendo en los baños de la facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Allí conoció a una militante troskista con la que compartió su credo y convirtió a la causa del Virus. Fue Bakunin quien contagió a Emilia García Ding, novia de un artista plástico estudiante de Puan, la protagonista de esa especie de película de terror en la que una “entidad” la persigue pasando de individuo en individuo. Pero la novela además nos cuenta, “en primera persona”, la aventura de esa “entidad”, por llamarla de alguna manera.

Las novelas de Farrés se han ido alargando. El reglamento y El punto idiota son casi nouvelles. Literatura argentina, El desmadre y Mi pequeña guerra inútil, novelas cortas. Con Las pasiones alegres hay un viraje hacia un experimento de extensión que se continúa con El libro del buen olvido y Las series infinitas. Se trata de novelas cuyo andamiaje posee la factura ingenieril de la gran novela modernista del siglo pasado. La imaginación de Farrés es fractal. Su monotonía acentúa la idea de obra total, pero las variaciones de una novela a otra las hacen mutantes que no pueden sumarse a una misma especie. No obstante, la prosa es la misma, con esa extraña mezcla de exasperación y modulación.

El exceso de Osvaldo Lamborghini puede acaso irritar al lector. Sin embargo, su artificialidad, su radicalidad, pueden también operar como filtros mediadores. Muchas escenas sádico-excrementicias, con su humor y su lenguaje soez de película pornográfica, hacen que el lector se distancie, no pueda identificarse y, en consecuencia, acceda a ellas sin dolor. En Farrés, por el contrario, la lectura es una experiencia de intensidad que difícilmente pueda ser placentera. Sin caer en lo morboso, lo abyecto no puede ser tomado a la ligera. En este sentido, hay un interesante retorno a la seriedad saeriana después de que la frivolidad airiana permitió una superficialidad en mucha narrativa posterior. El mismo Aira lo ha dicho en alguna entrevista: es muy difícil escribir con seriedad, sin ironía, hoy. La obra de Farrés es una respuesta a esta dificultad. No es la única. Pero es tal vez la más interesante por la envergadura de su proyecto. La falta de ansiedad por publicar le permite construir una literatura como se hacía antes: Farrés publica su primer libro a los 35 años y se ha tomado tiempo en sus últimas tres extensas novelas. Es cierto que sus temas y el carácter filosófico de sus textos pueden volverlo apto para sintonizar con corrientes de pensamiento contemporáneas y con cierta agenda crítica. Sin embargo, su pensamiento es irreductible a las tesis y la ambición narrativa lo vuelve un objeto difícil de asediar. En un tiempo en que se habla de la desaparición de la literatura, lo extemporáneo de la obra de Farrés es una celebración orgiástica ante la que nos convocamos como en una sociedad secreta que preside una experiencia sagrada.