La proliferación - Juan José Guerra

 

1.

Parece no haber, en principio, mucho más para agregar acerca de las operaciones de reescritura de Lucio V. Mansilla que están presentes en la obra de César Aira, con especial intensidad en las novelas del ciclo pampeano. Las lecturas críticas que han señalado dicha relación sostienen que las referencias a Mansilla en Aira tienen como objeto casi exclusivo la Excursión, y esto sería rigurosamente cierto de no existir, en primer lugar, un breve prólogo que el autor escribió para la compilación de causeries Esa cabeza toba y otros textos y que lleva el título “Mutilación narcisista”. Allí, Aira presenta una nueva entrega de su galería de ensayos sobre escritores –antes habían sido Copi, Lamborghini, Pizarnik, Arlt, Puig– que gira en torno al concepto huidizo de “mito de escritor”, una noción difícil de precisar pero que en la práctica opera como una herramienta para conectar literatura y vida, o más precisamente procedimientos literarios y vida.

En el caso de Mansilla, el procedimiento de la digresión sería la manifestación en el plano verbal de la dispersión de Mansilla en tanto sujeto histórico. El temor a la disgregación del sujeto engendra en sus escritos una manía digresiva que define el estilo de las causeries y cuya expresión más escandalosa es “El famoso fusilamiento del caballo”. En el prólogo mencionado, Aira dice que la “única defensa [de Mansilla] contra la disgregación era ponerse hablar, y seguir hablando”, por lo que “el cambio de tema fue su estilo y su elegancia”. Curiosamente, convierte aquello que en Mansilla se revelaba como lujo y don –su célebre elocuencia, su virtud de conversador nato– en una estrategia para sobrellevar el desastre. El coronel se ve impelido a sostener hasta el absurdo su discurso porque, si calla, lo amenaza su propia disolución en tanto sujeto. La verbosidad es, entonces, una estrategia dirigida a evitar la pérdida de sí. Pero el problema se agrava, desde el punto de vista de Aira, por motivos estrictamente políticos. Frustrados los distintos intentos de Mansilla por lograr un cargo relevante, el único poder que le queda es el de “poder cambiar de tema”. Solo que si en Mansilla toda anécdota, por variado que sea el repertorio, habla en definitiva de un único tema, es decir, de sí mismo, el imperativo de cambiar de tema produce una conmoción que amenaza con disolver el yo, con lo que se vuelve al peligro de la disgregación personal. Esta lógica intrincada del breve texto de Aira tiene su expresión culminante en la siguiente fórmula: en tiempos de la Organización Nacional, Mansilla –que se ha quedado fuera de las altas esferas políticas– es víctima de la Desorganización Personal, y esta se expresa formalmente, en las causeries, en el frenesí y la velocidad con que se suceden las anécdotas según el método digresivo de la prosa de Mansilla. Si este no puede huir de su estilo, lo mismo se puede afirmar de Aira en la medida en que no renuncia, en “Mutilación narcisista”, a la hipérbole y la imagen disparatada:

 

Su tío el Restaurador, inflando con fuelle a sus enanos, había propuesto un modelo de explosión creadora; se diría que los fragmentos de enanos fueron a incrustarse en la imaginación de Mansilla; cuando él mismo fue objeto de una variante del experimento, con el arroz con leche, se vio obligado a escribir sus mejores páginas, él que ponía todo su refinamiento en no escribir demasiado bien, con demasiado ahínco. Fue la única vez que todos sus temas confluyeron, en el miedo que precede y hace nítidas las catástrofes. Mientras Rosas inflaba sistemáticamente la vejiga y el estómago del chico, observándolo de reojo a la espera del estallido, solidificaba el tiempo leyéndole un larguísimo Mensaje a la Legislatura, uno solo y sin digresiones porque no había cambio posible del único tema, que era la conservación del poder.

 

Con la imagen de un Rosas que infla enanos sirviéndose de un fuelle se produce un intercambio imprevisto por el cual la escena de “Los siete platos de arroz con leche” se ve interferida por la imaginería disparatada de la propia ficción de Aira, a lo que habría que sumar la operación –constante en la poética del autor– de fundir acciones reales con acciones artísticas: aquí, la brutalidad de Rosas es interpretada en clave de una “explosión creadora” cuya onda expansiva tiene efectos sobre la propia escritura del sobrino. Así, una de las escenas emblemáticas del anecdotario de Mansilla es reescrita por Aira a través de un resumen que tiene, de su propia cosecha, la violencia gratuita que, por vía de la hipérbole, termina por convertir a Rosas en una especie de malvado de caricatura.

Una digresión sobre la inflada de enanos. La referencia a los bufones de Rosas aparece también al comienzo de La liebre, cuando el Restaurador concibe el plan de casar a Manuelita con Don Eusebio: “Desde hacía años jugaba con la idea de casarla con Eusebio, uno de sus locos. Era su idea secreta, regocijo escandaloso de lo imposible” (11). Y, luego, se alude nuevamente a la escena del fuelle: “la idea en cuestión la había tenido el día en que Eusebio había estado al borde de la muerte por los excesos del fuelle” (12). Las fuentes de este incidente, que Aira toma en virtud de la potencia inventiva que el episodio tiene para componer la fábula del Restaurador, son numerosas y tienen que ver con la leyenda que se tejió alrededor de las “diabluras” de Rosas. En Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina (1878), Ramos Mejía menciona entre las “diversiones” de Rosas la inflada de los bufones: “Eusebio, Viguá y toda esa cohorte de imbéciles que abofeteaba en sus horas de recreo, y cuyos intestinos hacía insuflar por medio de fuelles para montarlos con espuelas; esos dementes incurables como el Loco de la Federación, a quien hacía arrancar los pelos del perineo por medio de pinzas, dejan vislumbrar todas las asperezas que tenía aquel espíritu en desequilibrio” (114). Para relatar estas prácticas que para él son el síntoma de la locura moral del caudillo, Ramos Mejía toma como referencia principal los libros de Rivera Indarte, Rosas y sus opositores (1853), y de Federico Barbará, Diabluras, diversiones y anécdotas de D. Juan Manuel de Rosas (1859). En este último, publicado con el seudónimo F.B., encontramos una descripción bastante más literal de la “inflada”: “Cada vez que el loco Rosas quería divertirse con sus imbéciles, agarraba a uno de ellos, lo hacía desnudar y le echaba viento con un fuelle, por la parte posterior del cuerpo. El loco tenía que hacer grandes esfuerzos para no dejar escapar el viento comprimido que recibía por medio de tan indecente como brutal procedimiento, de modo, que en menos de un minuto se inflaba la barriga del imbécil, mostrando la figura de una mujer en su mayor estado de preñez” (47). Poco tiempo después del libro de Ramos Mejía, la “diablura” de Rosas pasa a la ficción literaria con El puñal del tirano de Eduardo Gutiérrez: “Su diversión favorita era llenar de viento por medio de un fuelle a las mismas personas que lo rodeaban, aunque fuesen estos sus servidores más leales. Y cuando la barriga del paciente se estiraba hasta amenazar romperse, lo hacía acostar de espaldas, y llamaba a dos o tres soldados para que le bailaran encima un gato o un malambo. Entonces se veía al tirano reír de una manera descomunal e incitar a los bailarines con todo género de dicterios, para que pisasen más fuerte y fuesen mayores los dolores de la víctima. Y plagiando al amo en Palermo, los lacayos de Santos Lugares habían adoptado las infladas, como una diversión oficial” (117-118). Los bufones de Rosas ya habían aparecido en Una tragedia de doce años (1883), novela de Gutiérrez que es citada por José Ingenieros en La locura en la Argentina (1907), libro que recoge esta tradición de textos en torno a los “locos de Palermo”.

En el Diccionario de autores latinoamericanos, Aira reitera su valoración de “Los siete platos de arroz con leche” al mismo tiempo que califica de insustancial e insatisfactorio el Rozas de Mansilla. Encuentra que en la causerie el sobrino de Rosas “ha dejado un cuadro insuperable de vida y autenticidad” (339). Precisamente, destaca en las charlas de Mansilla su carácter confesional, su tono eminentemente autobiográfico: “La lectura completa de la serie resulta una experiencia, única en la literatura argentina, de genuino confesionalismo” (338). Entre el yo que cuenta, cuya presencia se hace sentir a cada momento de la escritura, y el yo disgregado, multiplicado en numerosas máscaras, simulaciones y espejos, Mansilla mantiene la indecisión y de esa indecidibilidad –entre lo identitario y lo disperso– depende, en buena medida, la eficacia de su escritura.

Con todo, hay posiblemente una referencia más a las causeries de Mansilla en una obra tan temprana como el Moreira de Aira. En un texto cuya filiación más clara es Eduardo Gutiérrez, se registra, sin embargo, una alusión a la obra de Mansilla en el diálogo entre Julián Andrade y Paspartú: “Sus causeries abríanse y las cerraban sonoros esputos: plumas a las que golpea una vejiga de sangre. Eran memorias, recriminaciones. Ese contexto…” (11-12). La novela se sostiene sobre la demora en contar el día de la muerte de Juan Moreira, escena a la que Andrade ha asistido. Luego de la promesa interviene la postergación, de tal manera que al caracterizar los diálogos de estos dos personajes como causeries se inaugura, para el relato, una estrategia digresiva que lleva el signo mansillesco. A cada momento las historias que estos personajes se cuentan sufren interrupciones y desvíos que pueden resultar inconducentes e, incluso, ininteligibles: “Nunca encontraremos personas más inconstantes. Algunos discursos incoherentes, a propósito de digresiones… tuvieron que decir antes de retomar el hilo del discurso” (42). Cuando Paspartú interroga a Julián Andrade acerca de los pormenores del día en que murió Juan Moreira, el primero contesta: “Si dijera eso ahora, el resto del cuento no tendría ningún encanto” (13). La eficacia de Moreira descansa enteramente en estirar el discurso, de modo que para llegar al desenlace –la muerte de Moreira– el lector deba pasar por una serie extensa de rodeos. Pero incluso cuando Andrade se decide a cumplir con su promesa narrativa, cuando “por fin sienta las bases de su tantas veces postergado relato” (65), y, por lo tanto, da lugar a la narración de aquello que había sido demorado, lo que ocurre es que la información resulta escamoteada: porque el relato se diluye, no se termina de contar el cuento (de la muerte). La invocación al causeur por excelencia tiene, por lo tanto, un efecto explícito sobre la forma de la narración.

 

2.

El Mansilla de Aira toma forma en Ema, la cautiva, El vestido rosa, La liebre y, en menor medida, Un episodio en la vida del pintor viajero. Por fuera quedan los textos en que la narración transcurre exclusivamente en mundo indígena, sin intervención del hombre blanco: El mensajero, Entre los indios y Eterna Juventud.

         La mirada que se construye en Ema, la cautiva acentúa el refinamiento sobrehumano de indios y habitantes de frontera, entregados por entero a los placeres del ocio, y al hacerlo proporciona la posibilidad de crear una historia alternativa. Como dice Fermín Rodríguez: “Elegantes y snobs, mezclando en proporciones exactas etiqueta y licencia, los indios son inhumanos por exceso, no por defecto” (181). Lejos de la carencia, una proliferación de elementos entra en reunión de manera disonante y sorpresiva: la molicie de los indios que vacacionan en la isla de Carhué, al modo de veraneantes aristocráticos; el sitio de gobierno de Catriel es una ciudad con todos los atributos civilizatorios (palacios, mansiones, avenidas, suburbios, plazoletas y tiendas majestuosas); los métodos de cría del faisán tienen la sofisticación de la ciencia y la técnica propias del siglo XX. En la decisión de narrar no desde la falta sino desde una imaginería del exceso anida la posibilidad de redimir, en el relato, las sustracciones de la historia.

Cuando Cristina Iglesia repara en el primer encuentro con el indio que se narra en la Excursión, se ocupa de establecer la relación intertextual entre esa escena y otras más recientes en la literatura argentina; específicamente, Ema la cautiva y El entenado. Lo que subraya la autora es el desplazamiento escandaloso que se produce en la representación del indio en esos tres casos, desactivando los imaginarios de la barbarie con que se pensó la figura del indio. Porque el indio del capítulo 15 de la Excursión es un acróbata que exhibe sus destrezas con el caballo y la lanza, componiendo un ejercicio que es puro gasto improductivo, tal como si mediante esa acción le dijera a Mansilla: “Cuando te vayas me recordarás como el indio que galopaba a tu encuentro haciendo molinetes con la lanza adornada de plumas rojas y que poco antes de toparte se paró sobre el caballo en un equilibrio tan delicado como inútil” (178-179).

         Algo de ese episodio resuena en Ema, la cautiva, cuando durante la feria de faisanes que ha convocado a caciques del lugar y a la protagonista se pone en escena un número de acrobacias:

 

Un indio con una vara descomunal de seis metros de largo y dos bolas de plumas en los extremos apareció en lo alto de una encina, por un óvalo de hojas. […] Al fin, tras largos preparativos en los que no dejó de sonar el triángulo, se lanzó a caminar, aparentemente, sobre el aire —en realidad iba por una cuerda, invisible desde abajo. Con pasos afeminados muy rápidos, llegó a un punto encima de las cabezas de la multitud que almorzaba afuera y se detuvo. Todos aplaudieron, y el equilibrista, del modo más sorprendente, reinició su marcha precipitada en un ángulo de noventa grados, arrancándole a la gente un murmullo de alarmada sorpresa. Se alejaba hacia la copa deformada de un pino y desapareció por el follaje de agujas en medio de los aplausos (159).

 

A esta evocación se suma el detalle con que se narra, en cada caso, la primera vez que Duval y Ema toman contacto con los indios. Cuando está llegando al fuerte de Azul, el ingeniero se detiene a observar cómo los indios fuman cigarros mientras descansan plácidamente en el suelo, exhibiendo una mirada que está cargada de indiferencia. En cuanto a Ema, su primer contacto se da con los caciques que juegan a las cartas en el casino del fuerte de Pringles, sitio donde blancos y mapuches despliegan su opulencia y se entregan al despilfarro (gastronómico, ludopático, monetario). Es de notar, entonces, que en esas primeras aproximaciones entre dos mundos es posible rastrear, como señala Iglesia, la huella de la Excursión.

La mayor parte de la acción de Ema, la cautiva transcurre no en territorio de los indios sino en la frontera. A la inversa, la trama de La liebre tiene un breve proemio en la Buenos Aires de Rosas para luego trasladarse a Tierra Adentro, a ese espacio donde tiene lugar la aparición del indio acróbata de la Excursión. Después de la entrevista de Clarke con el Restaurador será el momento de la entrevista con Cafulcurá, por lo que el naturalista inglés cubre así todo el arco del poder político de la pampa. Entre paréntesis: en el comienzo de La liebre quien se revela diestro en acrobacias, según la leyenda que se tejió en torno a su fama de buen jinete, es Rosas, quien además es un conversador nato y genio del small talk. De Cafulcurá se da la imagen de un cacique reticente a ejercer su poderío, desde el simulacro de secuestro que finge en La liebre para retirarse como Vagabundo a recorrer el límite del horizonte, hasta la indolencia y el escepticismo con que se lo figura en Entre los indios y Eterna Juventud respectivamente: “Anarquista de alma, estaba persuadido de la perfecta inutilidad del poder. Y si él encarnaba el poder de los mapuches, ¿qué le impedía tomarse una tarde libre?” (96); “No practicaban artes ni religiones ni sentían necesidad alguna de ocupar el tiempo con el trabajo […] y contra la maldición de la política los blindaba el nihilismo del cacique” (58).

Una de las inscripciones de Mansilla en Aira tiene que ver con la insistencia del primero en reemplazar la “s” por la “z” en el apellido de Rosas, de tal manera que en sus escritos se registrará el nombre del caudillo como Rozas. Por su parte, el cacique mapuche Calfucurá aparecerá invariablemente, en Aira, como Cafulcurá, por medio de un desplazamiento en el lugar de la “l”. Desde que hace su primera aparición en Ema, la cautiva, el cacique siempre será nombrado, sin que medie explicación, con la “l” desplazada. Solamente en las últimas novelas de tema mapuche se elabora una justificación de ese deslizamiento. En Eterna Juventud se habla de una tendencia excesiva del cacique a delegar sus funciones:

 

Parecía poseído por la ilusión de llegar un día a vaciarse enteramente de acción. Cuando todo lo suyo lo hicieran otros, pensaba el cacique, su vida al fin sería suya y de nadie más. Había que darle el gusto, haciendo oídos sordos al absurdo: todos los genios tenían sus pequeñas o grandes manías. Y si eso al sobrino lo apartaba por un día o dos de las cavernas, quizás lo acercaba por otro lado; pues se decía que las cabecitas parlantes eran, todas ellas, emanaciones de la cabeza de Cafulcurá. Más precisamente, materializaciones de su decisión de trasladar la letra “l” de la primera a la segunda sílaba de su nombre (42).

 

En Entre los indios también se alude a esta cuestión en el diálogo final entre Cafulcurá y Pillán, cuando el diablo le dice: “Usted, sin ir más lejos… –la sonrisa maliciosa se acentuó– su nombre verdadero es Calfucurá, pero usted viene empleando desde hace veinticuatro años el de Cafulcurá (lingüísticamente aberrante) como contraexorcismo” (113). El capricho gramatical se explica, aquí, por el mito de Piwidén, demonio que puede ser ahuyentado con el sencillo acto de pronunciar su nombre. Claro que resulta una explicación a medias, porque se trata en verdad de una interpretación de Pillán a la que Cafulcurá atiende con desdén, sin proporcionar los motivos de su cambio de nombre.

Si en Ema, la cautiva la perspectiva apuntaba, principalmente, a la desnaturalización del desierto por medio de la saturación de elementos hipercivilizados que daban la imagen de un refinamiento exquisito en los indios, a partir de La liebre aparece con mayor insistencia la afición de estos a filosofar y, más precisamente, a embarcarse en complejos razonamientos lingüísticos. Si en Eterna Juventud los mapuches entienden la lengua como un sistema convencional de signos que es adoptado por una determinada comunidad, en El mensajero Cafulcurá se revela experto en problemas de traducción. Quiere decir que al refinamiento de las costumbres se le agrega la sofisticación conceptual. Ya no se trata tanto, como en la Excursión, de lenguaraces que operan de traductores entre culturas, sino de filósofos del lenguaje. El saber acerca del lenguaje ya no está necesariamente sujeto a una finalidad práctica sino que ha ganado en autosuficiencia, en capacidad de abstracción. Se convierte, así, en un saber que se persigue a sí mismo sin reparar en los usos instrumentales de la comunicación entre hablantes de distintas lenguas. Ahí anida, nuevamente, el procedimiento de usar y llevar al extremo aquello que estaba ya en Mansilla.

 

3.

No hay, no parece haber, marcas textuales que indiquen una presencia de Mansilla en las novelas de Aira que pertenecen al ciclo de Flores. Ahora bien, la perspectiva de análisis que descubre en las novelas del ciclo pampeano un dispositivo de la mirada que recurre a la Excursión podría ser empleada para analizar aquellas novelas –sobre todo La villa, pero también La mendiga, El mármol o Las noches de Flores– en las que la acción se mueve en el territorio fronterizo de Flores que delimita los barrios de clase media urbana de la villa miseria del Bajo de Flores. Con respecto a La villa, Sylvia Saítta señala lo siguiente:

 

De la misma manera en que el desierto de Ema la cautiva (1981) revierte el vacío pampeano del lugar de la barbarie opuesto al lleno civilizatorio de la ciudad, ya que Aira describe al desierto como un espacio demasiado lleno, como un lugar de la hipercivilización, la villa de La villa es también un espacio de civilización, donde perduran las reglas de la solidaridad y de comunidad que el resto de la ciudad ha perdido (100).

 

En línea con esta interpretación, se puede afirmar, entonces, que así como la Tierra Adentro de las novelas del ciclo pampeano es figurada al modo de un territorio donde predomina el refinamiento máximo, la villa miseria de las novelas de Flores no es tanto el lugar de la carencia sino sobre todo el sitio en que se produce la reunión inesperada entre precariedad material y reino encantado. La “lógica de la transmutación” (85-94) –mencionada por Contreras– hace del barrio humilde un portento de luminosidad y brillo y de sus habitantes, anfitriones con delicadas costumbres de hospitalidad. Todavía más, el déficit edilicio de los barrios pobres se convierte en su contrario, ya que el paisaje arquitectónico está poblado de castillos, torres, pirámides y murallas. Los códigos del cuento tradicional vienen a reparar simbólicamente, a redimir, el destino irrevocable de pobreza que le cabe a la villa miseria. Ensueño y felicidad son términos que Aira ha empleado para definir la obra de Copi pero que muy buen pueden aplicarse a sus propias novelas. Ya se trate del desierto argentino, ya de los márgenes de la ciudad, la perspectiva con la que se construye el espacio y que habilita determinados recorridos debe ser pensada en relación con ese imaginario de la felicidad. El relato entregado sin restricciones a la potencia de la invención devuelve la imagen de un mundo más liviano, casi adánico en su simplicidad, y en el que la Historia es menos un recuento de penas que un teatro de aventuras.

 


Bibliografía

Aira, César (1975). Moreira. Buenos Aires: Achával Solo, p. 11-12.

--- (2001). Diccionario de autores latinoamericanos. Buenos Aires: Emecé.

--- (2001). “Mutilación narcisista”. En L. V. Mansilla, Esa cabeza toba y otros textos. Buenos Aires, Argentina: Mate.

--- (2004) [1991]. La liebre. Buenos Aires: Emecé.

--- (2011) [1981]. Ema, la cautiva. Buenos Aires: Eudeba, p. 159.

--- (2012). Entre los indios. Buenos Aires: Mansalva, p. 96.

--- (2017). Eterna Juventud. Santiago de Chile: Editorial Hueders, p. 58.

Barbará, Federico (1859). Diabluras, diversiones y anécdotas de D. Juan Manuel de Rosas. Buenos Aires, Argentina: La Reforma. [La ortografía del original fue modernizada en la cita].

Contreras, Sandra (2002). Las vueltas de César Aira. Rosario: Beatriz Viterbo Editora.

Gutiérrez, Eduardo (1888). El puñal del tirano. Buenos Aires: N. Tommasi & Co.  Editores. [La ortografía del original fue modernizada en la cita]

Iglesia, Cristina (1997). “Mejor se duerme en la pampa. Deseo y naturaleza en Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla". Revista Iberoamericana, vol. LXIII, núm 178-179.

Ramos Mejía, José María (2012) [1878]. Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina. Buenos Aires: Emecé.

Rodríguez, Fermín (2010). Un desierto para la nación. La escritura del vacío. Buenos Aires, Argentina: Eterna Cadencia.

Saítta, Sylvia (2006). “La narración de la pobreza en la literatura argentina del siglo XX”. Revista Nuestra América, núm. 2.