Peluquero - Carlos Surghi
Un día antes
de salir de vacaciones hacia la costa, es decir antes de ser abducido y
apartado de leer y escribir que son para mí las vacaciones a las que me entrego
todo el año, decido ir a cortarme el pelo. Desde hace tiempo Octavio es mi
peluquero de confianza; es tal la confianza que le tengo y nos tenemos que gran
parte de nuestros encuentros transcurren entre chistes, ironías o señalamientos
mutuos respecto a nuestras personalidades distintas, opuestas, pero a su manera,
obsesivas y maníacas. Últimamente en varias ocasiones Octavio se explayó respecto
a las virtudes de los viajes: distracción, ocio, experiencia. Como sabe que
detesto tales aventuras expuestas al percance o la monotonía, creo que lo hace
a propósito, acaso buscando un tema exento de preocupaciones femeninas como las
que a diario escucha. Ni bien comienza a contarme un nuevo periplo ‒lo visito
con una frecuencia de mes y medio, tiempo suficiente como para que el viaje se
imponga en su vida unas cuatro veces al año‒ lo que espera de mi es la
refutación risueña, el fundamento con el cual alimento mi odio a la movilidad
turística, o tal vez la justificación ante el descubrimiento de la felicidad
urbana y hogareña en la que no cedo y me hundo desde hace ya un tiempo.
Octavio sostiene que viajar es un modo de incrementar la
experiencia ‒habría que aclarar que Octavio es gay, de los felices, de los
alegres gayes que detestan a aquellos que militan el deseo, sobre todo el que les
es ajeno; por lo cual, siempre sus incrementos de experiencia terminan en el
elogio del objeto en el cual su deseo se emputece ciudad tras ciudad alrededor
del mundo‒ hecha esta aclaración, habría que entender entonces que para Octavio
la experiencia viene a través de lo discontinuo del paisaje, de la interrupción
de la lengua, cuando no de un modo de divertimento que consiste en desentenderse
de quien uno es. El hecho es que frente a la argumentación de Octavio desconozco
si esta es buena; pero la gran mayoría de las veces, ya que repetimos pasos de
baile en nuestra esgrima verbal, termino diciéndole “¿Realmente hay que salir
para encontrar algo distinto? ¿Por qué no te animás a ser una mónada sin
ventanas?”; a lo que él responde con una carcajada estrepitosa, o con una mueca
sonriente, que veo en el espejo mientras con una mano se señala con el peine y
mueve la cadera en un gesto que reconozco como un señalamiento a lo menos
acertado que podría haberle dicho.
Ya que Mariana
debía ultimar los detalles del viaje ‒detalles que llevan tres días de vueltas
y revueltas‒ voy con mi hijo a la peluquería. Por lo general acuerdo el turno
por WhatsApp; y como no podía ser de otra manera en el intercambio de mensajes comienzan
las bromas; de hecho, una semana antes, Octavio me respondía: “Estoy en
Colombia, no sabes lo que es esto. Y la comida colombiana ni te cuento cuánto
engorda. Lo estoy experimentando todo”, a lo que le contesté: “Me imagino, pero
ahorráme los detalles. Sobre todo, si comiste embutidos. Te espero entonces,
fiel como siempre para mi corte de cabello”; a lo cual su respuesta, como no
podía ser de otra manera, no se hizo esperar: “Estamos muy deconstruidos, no
creemos en la fidelidad. Hay cosas que no se pueden evitar”. Creo que me sonreí
y pensé: ¡Ese es mi peluquero! La típica vanagloria ajena de quien se cree
rodeado por la genialidad. Pero algo intuí de su aventura viajera, entre el
asombro de lo nuevo y la reiteración de lo conocido, que me predispuso a
alegrarme por él.
Cuando entramos con Alessio a la peluquería me
sorprendieron entonces los cambios que ya me había adelantado: “¡Vas a ver
cuando vengas lo distinta que está la pélu!” Octavio había empapelado una de
las paredes del fondo con un estrafalario motivo de flores gigantes, de todos
los colores y tipos, como el estampado de una blusa demodé o una camisa
que yo jamás podría ponerme. Inmediatamente me recordó el fondo dark kitsch del
disco Disintegration de la banda The Cure; un fondo oscuro en el que parece
distinguirse un motivo nocturno y un jardín, flores en estado de descomposición
y nubes aterradoras. El buen gusto de Octavio hace que uno compruebe su
distinción como anatema a lo que comúnmente se dice el buen gusto que bien sabe evitar. Pequeñas sillas Luis XV con
tapizados modernos, un sillón de un cuerpo a color vivo, un escritorio y un
armario vidriado y dresuares antiguos completan el
trajín de clientes los cuales, desde hace años, entran y salen felices de poner
en manos de Octavio sus cabezas llevadas por las olas de la moda. Pero esta vez,
el empapelado de flores fue mucho para mí; disimulé mi sorpresa y creo que
pensé que tal exceso podía ser consecuencia de su reciente idilio colombiano. Con
Alessio nos ubicamos en el sillón; uno por uno él sacó sus juguetes, saludó a
las ayudantes de Octavio que lavan cabezas, alisan cabellos o tiñen raíces,
preparando todo para el acto final: el joven manos de tijeras que traduce en
formas el voluble deseo ajeno de belleza para todes.
Fue ahí cuando de lejos lo escuche contar a un cliente su
reciente viaje; las playas de ensueño, lo paradisiaco en el aire, los percances
siempre a la mano, y esa cuota de asomo a la vida de otros que toda ciudad a
los ojos de un turista no escatima: dimensiones, transporte, arquitectura, idiosincrasia,
intimidad. Bogotá, Medellín, Cartagena. Sin embargo, el viaje de Octavio no
parecía el viaje de Octavio. Es decir, carecía de experiencia, por ningún lado
asomaba lo discutible de ésta; tal vez le faltaba el matiz dado por el tono, la
saña del partener que lo esgrime con ironías y dobles sentidos; claro, ¡faltaba
que él me lo contara a mí! para que así, en el modo de contar, entre ambos
pudiese ser discutida la experiencia respecto a su validez en lo lejano, su
verosimilitud en lo propio, o simplemente su existencia cierta en lo real de
nuestros encuentros. Fue ahí cuando entendí que todo viaje tiene como
posibilidad de ser el ser contado para alguien; y que eso, se lo debo desde
hace tiempo a Octavio.
Flaubert,
que apenas si salió del pequeño Croisset a las orillas del Sena, viajó dos
veces con su amigo Maxíme du Camp; primero en 1846 a la región de Bretaña, y
luego en 1849-1851 a descubrir Italia y Grecia, pero sobre todo Egipto, Jerusalén
y Constantinopla, ciudades que ganarían su imaginación, su fastidio y su
afección futura. Por último, en 1858, su viaje a Cartago consistió simplemente en
documentarse para su novela Salambó, testamento del amor a la forma y comienzo de la historia universal de
la estupidez. Evidentemente fueron viajes en los cuales el objetivo,
aparte de la distracción y el ocio que ya los románticos ingleses habían
exportado a todo el continente, era poder contarlos y que decantaran en
relatos, posibilitando así tal vez el comienzo de Madame Bovary luego
del fracaso de La tentación de San Antonio. Ahí estaban su madre, fiel lectora, y su amigo Louis Bouilhet, estoico
compañero. Ante tales destinatarios Flaubert podía probarse no solo como
cronista de lo que veía, sino también como sujeto de una experiencia. Es
decir, rondar el mundo para luego adentrarse en el lenguaje, para perseguir le
mot just y todas sus consecuencias, ese era el objetivo inconsciente
perseguido por Flaubert en sus cartas las que compuso y envió periódicamente
contando lo que veía. Pero de todos estos viajes Egipto fue sin dudas la
experiencia que más lo impactó. En el viaje al país de las pirámides su obsesión
fue el Nilo, el paisaje que lo rodeaba, y esa especie de adormecimiento que
emana como el incienso de mirra y sándalo que lo dispuso a probarse en la
descripción de todo aquello. Tal vez por eso viajar es esencialmente contar,
porque antes de la escritura la experiencia no existe. Pero también, la
experiencia es atesorar, guardar, conservar en la memoria o en la correlación
objetiva que ésta encuentre con una forma determinada. ¿Acaso el viaje que no
se cuenta no se parece más a un sueño? El Egipto de Flaubert, su río −al que
confunde con un lago o un mar; sus ciudades −a medio camino del pasado y la
decadencia que se inscribe en sus ruinas; el oriente −ya próximo y acaso
figurado en el argumento futuro de la heroína de Salambó, tiene dos formas: la de una fantasía que se desvanecerá al
volver a la fría Francia, o la de un recuerdo al que Flaubert se aferrará cuando
irrumpa la voz de Madame Bovary reclamando su cuota diaria de sensualismo y mal
gusto. Intrépido y vivaz, Flaubert monta en camello, duerme en el desierto,
come con sus manos, ingiere la farmacéutica narcótica a base de perfumes y ungüentos
y, por supuesto, escala y desciende los monumentos mortuorios que han sido
abandonados para transformarse en los primeros parques de diversiones para
europeos: “Sí, hemos tenido buenas experiencias con las pirámides. Hemos
entrado en todas, hemos arrastrado nuestros pechos por estrechos pasadizos,
deslizado por excrementos de murciélagos que revoloteaban alrededor de nuestras
antorchas, y frenado lo mejor que podíamos por la pendiente resbaladiza de las
losas. Hacía un calor de 40 o 50 grados. Al principio te asfixias, pero al poco
rato te acostumbras. Tienen algo de sorprendente esas pirámides, que cuanto más
las miras, más grandes parecen hacerse. A primera vista, al no tener ningún
punto de referencia a su lado, sus dimensiones no te sorprenden. Pero cuando
asciendes por ellas y llegas a la mitad, parecen inmensas. Ya en lo mas alto te
quedas estupefacto”. Evidentemente para Flaubert todo en el mundo era digno de
ser contado; desde un atardecer que refracta sobre la arena prodigando azules y
topacios sobre un cielo blanco; hasta un asesinato salido de las páginas de un
diario que ilumina apenas el fondo oscuro de la vida de provincia. Tal vez esa
sea una de las primeras lecciones que le debe al bello oriente.
Pero contar es también extrañarse a sí mismo en aquello que
se cuenta, en lo que se hace o se ha hecho, en fin, en lo que se hará. Tal vez
el futuro de la escritura de Flaubert esté justamente en estas cartas que
cuentan su viaje remontando el Nilo mientras se despide de quien era; pues de
las descripciones del paisaje a los informes detallados de lo que la rutina le
impone, lo que se destaca es cómo el mismo Flaubert no discierne nada entre uno
y otro extremo; extremos que, acaso se separarán definitivamente, cuando ya la
literatura lo gane para siempre y no haya más tiempo para otro viaje porque el
sacerdocio del arte lo ha consumido, aunque aquí, objetividad e intimidad estén
más próximos de lo que parece y, en tal proximidad, enseñen una lección al
aprendiz de maestro del relato. Tiempo antes, el joven Flaubert se lamentaba de
que su arte aun no estuviese listo para todo lo que quería hacer. Por caso en
sus primeros cuadernos de apuntes señalaba: “Si las frases realmente hicieran
posible el pensamiento, yo podría pintar escenas que todo el mundo vería como
si fuesen cuadros plasmados con un pincel”. Ensimismado en su melancolía,
demasiado doliente y desatento al mundo, ni siquiera dudaba en señalar que “las
ideas son mas positivas que las cosas”. Ahora, de una ciudad a otra, de una embarcación
a una caravana, del desierto a las orillas fangosas, de los oasis a los
cocodrilos la descripción −acaso la prehistoria del realismo− gana por rigor de
verdad, pero también, por confusión; por la figura precisa que nos presenta y
por la simple vaguedad que ésta adquiere de un párrafo a otro hasta mostrarnos
un retrato de Flaubert inédito: “A nuestra izquierda se ve la cordillera
Arábiga, que por la noche se torna violeta y azul. A la derecha las llanuras, y
después el desierto. Las riberas del Nilo se parecen a las orillas del mar; dan
la sensación de estar sobre los arenales del océano. En ocasiones surgen playas
casi tan amplias como las del monte Saint-Michel. El silencio es completo: no
oímos mas que el rumor del agua. Los arenales se extienden sobre sus bordes,
cruzados por los vientos cual playas marítimas. Las proporciones son tales que
no se sabe de que lado fluye la corriente, y muchas veces se tiene la sensación
de estar encerrado en un enorme lago. Los primeros días me puse a escribir un
poco, pero enseguida me di cuenta, a Dios gracias, de que era una necedad. Más
vale ser ojo, sin más. Vivimos, como ves, en una constante pereza, nos pasamos
el día echados en los divanes viendo las cosas pasar, desde camellos y rebaños
de bueyes del Senahar hasta barcos que descienden hacia El Cairo, cargados de
negras y de colmillos de elefantes. Por la mañana estudio griego, leo a Homero;
por la tarde escribo. Con frecuencia nos cargamos los fusiles al hombro y vamos
a cazar”. En lo que Flaubert cuenta ya con atención al detalle y con acierto en
el merodeo de la sugerencia, no solo se nos convence de que al fin el
pensamiento se vuelve forma, sino que también, por detrás de ésta, la experiencia
ha encontrado su valor de atesoramiento. Tal vez en ese instante no valga nada;
tal vez no sea más que un souvenir, un montón de cachivaches comprados a la
salida de un bazar; sin embargo, atesorar es confiar en un incierto futuro.
Sin embargo, aun en la distracción de todo viaje, en la
seducción placentera del olvido que el tiempo y el lugar lejos del día a día suponen,
Flaubert no es más que una esponja que se pasea absorbiéndolo todo sin
necesidad de degustarlo. En el barrio de las prostitutas de El Cairo, un sensualismo
del orden de los cuerpos y no de las ideas lo gana por completo: “Las negras
llevaban vestidos celestes, otras vestían de amarillo, de blanco, de rojo, con
amplias prendas que ondeaban al viento caliente”. De pronto, la escena adquiere
el erotismo propio de lo diverso: “Flotaban olores de especias, y sobre sus
pechos descubiertos, largos collares de piastras de oro tintineaban al menor
movimiento”. Aun así, el detalle pierde a Flaubert que se ve vulnerado como San
Antonio en el desierto: “Sus dientes blancos relucen bajo los labios rojos y
negros, sus ojos de estaño giran como ruedas. Añade a eso el calor. Añade a eso
el sol”. Y, aun así, el padre de la novela moderna procastina: “Resistí
expresamente, por voluntad propia, para conservar la melancolía de esa estampa
y hacer que me quedara profundamente grabada. De hecho, salí de allí tan
fascinado que aun guardo tal sensación. Si hubiera cedido, otra imagen se
habría solapado a esta, y habría atenuado su esplendor”. La escena no solo es
fabulosa por su contenido en sí, sino por el carácter profético que en ella
anida; todo el arte que sigue se conducirá por la senda de la neurosis. Proust
en el encierro absoluto, Joyce en una lengua sin mundo, Beckett en la postración
ridícula. Tal vez los alcances de todo viaje tengan que ver con lo monstruoso
de la literatura como modo de vida, como inteligencia silenciosa que crece y se
propaga, como amante poderosa que es capaz de suplantar el apetito y la carne,
la voluptuosidad de un roce y un desfallecer violento por la conserva
melancólica. ¿Acaso un viaje entonces no nos enfrenta con nosotros mismos? ¿No
nos depara lo monstruoso de nuestras manías? ¿No nos devuelve extenuados de
frecuentarnos tanto al irremediable ámbito de convivir con uno?
Pienso ahora todo esto y me recuerdo pensándolo antes,
bajo la capa negra que anudada a la base de mi cuello me protegía del cabello
que caía, largo y rebelde, deslizándose luego del instante preciso del corte,
destellando en su oscuro brillo de un rizado que aún, frente a la casi nula
presencia de canas, me resta años. No le pregunté esta vez a Octavio sobre su
último viaje, lo dejé que hiciera su trabajo; no sé muy bien por qué lo dejé
que me contara lo que él quisiera. Las distracciones inmaduras de su hermana, las
escenas al teléfono de su madre, y alguna que otra confesión de mi parte sobre
la vida familiar que pudiera resultarle lejanamente familiar pero extrañamente
jocosa llenaron los veinte minutos en los cuales nos vemos. Luego todo fue el
paso a seguir de la misma comedia; pagar, saludarnos y prometerle mi vuelta
mientras todo se desvanecía al ingresar de nuevo con Alessio al trajín de
nuestras vidas. Es extraño, pero al salir siempre de la peluquería siento que
recupero algo que he perdido hace apenas unos instantes. ¿Adónde habré ido
delante de mí mismo mientras mi imagen estaba en manos de otro? Tal vez por eso
recuerdo que, al mirarme al espejo, y próximo a viajar por amor a mi hijo y su
madre, me vino a la mente el mote que Flaubert refiere que los árabes le pusieron:
“Abou-Scheneb”, que significa “el
padre del mostacho”. Creo que amague a volver y contarle a Octavio por qué la
experiencia para ser tal requiere de la literatura. Lo vi ocupado y preferí
irme. Me pregunto entonces si el autor de Un
corazón sencillo, en algún momento de su estadía, buscó en las
inmediaciones del puerto de Alejandría, minutos antes de embarcar rumbo a
Marsella, una barbería donde algún compatriota europeo no solo arreglara su
aspecto maltrecho por la reciente aventura, sino también atendiera a su deseo
irrefrenable por contar lo que en un puñado de cartas ya había escrito a la
espera de lo que luego escribiría.