Arte de la contingencia - Julieta Yelin

 

¡Ser bueno en el no saber, como los artistas!

Friedrich Nietzsche, Prólogo a la 2da. ed. de La gaya ciencia

 

Hace unas semanas, en una conversación con el artista plástico Daniel García en el Museo Castagnino de Rosario, en el marco de una visita guiada a su muestra “Trance y otras pinturas”, un asistente le preguntó por los criterios de selección de las imágenes a partir de las cuales desarrollaba sus cuadros -estas comprenden variadísimos universos y registros de representación: desde antiquísimos jarrones chinos hasta un ratón Mickey o un pato Donald, desde contorsionistas y acróbatas inspirados en carteles de Freak Shows estadounidenses hasta una Eurídice inspirada en fotografías de Eadweard Muybridge-. El pintor contestó que, por motivos que desconocía, algunas figuras llamaban poderosamente su atención, que ese “llamado” podía acontecer en la calle, hojeando una revista, husmeando en Internet, y que la razón le era siempre tan ajena como inapelable: solo sabía que esa imagen pedía ser pintada. Puro azar, pura ofrenda de la intuición. Agregó que con el paso del tiempo solía explicarse y explicar la elección, la investía de justificaciones artísticas o de algún otro tipo, pero que ese argumento era siempre posterior: llegaba cuando la obra ya se había realizado, cuando la intuición había trazado su trayectoria completa.[1]

Me quedé pensando en esa misteriosa relación del artista con la imagen-señuelo, y también en el no menos misterioso lazo que liga al cuadro con esa imagen “originaria”, oculta por la reelaboración -incluso, a veces, vista una vez y extraviada, tal como relata el propio García en su blog- y al mismo tiempo insistentemente señalada por el acto creador. Pensé también en el hecho de que esa imagen pudiera ser cualquier cosa, es decir, en que cualquier imagen podría potencialmente derivar en una obra y, sobre todo, en la circunstancia de que la presencia de la imagen solo fuera accesible como una especie de memoria encriptada del cuadro. Su existencia tiene, así, la forma de una huella: rastro de un encuentro fortuito, inmotivado, irrepetible en tanto son irrepetibles las condiciones de la “aparición”.

Pero estas preguntas y conjeturas tenían un antecedente, o al menos así me lo imagino yo. Las consideraciones de García acerca de su proceso creativo se dibujaron sobre el fondo de la lectura reciente de “¿Qué es el acto de creación?”, ensayo en el que Giorgio Agamben realiza un gesto semejante al evocar la conferencia que, bajo el mismo título, brindó Gilles Deleuze en 1987 en la Escuela Superior de Oficios de Imagen y Sonido de París (FEMIS). Agamben enlaza su escrito, más precisamente, al cierre de la charla, con esos últimos minutos en los que Deleuze define a la creación como acto de resistencia: resistencia a la muerte, a la repartición social de lo profano y lo sagrado, a los modelos de subjetivación de las sociedades contemporáneas. La idea enciende el pensamiento del ensayista, lo invita a establecer un diálogo a través de una cavilación acerca de la naturaleza de esa resistencia, al tiempo que le da la oportunidad de revisar los mecanismos que movilizan su propio deseo de escritura. 

 

Después de tantos años dedicados a leer, escribir y estudiar, ocurre, de vez en cuando, que comprendemos cuál es nuestro modo especial -si tenemos uno- de proceder en el pensamiento y en la investigación. Se trata, en mi caso, de percibir aquello que Feuerbach llamaba la “capacidad de desarrollo” contenida en la obra de los autores que amo. El elemento genuinamente filosófico contenido en una obra -ya sea obra de arte, de ciencia, de pensamiento- es su capacidad para ser desarrollada, algo que ha quedado -o ha sido intencionalmente abandonado- no dicho, y que debemos saber encontrar y recoger. ¿Por qué me fascina la búsqueda de ese elemento susceptible de ser desarrollado? Porque si se va hasta las últimas consecuencias de este principio metodológico, se llega fatalmente a un punto en el que no es posible distinguir entre aquello que es nuestro y aquello que pertenece al autor que estamos leyendo. Alcanzar esa zona impersonal de indiferencia en la que todo nombre propio, todo derecho de autor y toda pretensión de originalidad pierden sentido, me llena de alegría (“¿Qué es?” 35-6).

 

La hipótesis de que una imagen o una idea pueden tener como atributo una  “capacidad de desarrollo” tiene, en efecto, una faceta paradojal: si no existieran los jarrones chinos de García, nada sabríamos del potencial pictórico de los objetos “originales”; sin el ensayo de Agamben, la reflexión deleuziana sobre la creación como acto de resistencia podría parecernos lo suficientemente concluyente. Es decir que la potencia del antecedente solo puede ser desvelada por su eventual desarrollo, lo cual equivale a afirmar que es el acto de creación el que convierte de forma retroactiva una imagen o una idea en un germen “potente”. Esa “captura” de un germen tiene siempre una dimensión azarosa, que es la del hallazgo, el despertar de un deseo de prolongación o sobrevida (“casi un presentimiento”, dice García), y, como observa lúcidamente Agamben, una fuerza desestabilizadora: en esa zona de contacto entre dos actos creadores el sujeto al cual se podría atribuir la creación se desdibuja y la autoría pierde espesor en favor de la afirmación de la naturaleza impersonal de todo acto creador. Nadie crea algo de la nada -de allí la incomodidad que le produce a Agamben el término “creación”, cargado de reminiscencias teológicas, y su preferencia por la noción de “acto poético”-, sino que siempre se participa de una conversación -verbal o no verbal- ya en curso. La “alegría” que invade al filósofo y con la que se cierra el fragmento que acabo de citar dialoga también con un pasaje del abecedario deleuziano. Agamben menciona esta entrevista al referirse a la noción de “potencia”, cuando recupera la respuesta a la pregunta de Claire Parnet acerca de la noción de “Joie” [alegría] y su linaje spinoziano-. Deleuze responde allí que la experiencia de la alegría proviene de la capacidad de efectuar alguna de nuestras potencias. Para ilustrarlo, utiliza (¡qué alegría!) un ejemplo pictórico: yo conquisto -dice-, por poco que sea, un pedazo de color, entro un poco en el color. La alegría a la que refiere Agamben nace, entonces, de ese doble movimiento que supone el despliegue de una potencia que, a su vez, implica un encuentro “íntimo” -en el sentido que le atribuye a la noción de “intimidad” José Luis Pardo-, una fusión con un otrx a través del contacto con las inclinaciones desconocidas que los movilizan, que los hacen vivir.[2] El germen del acto creativo es la alegre y fortuita disolución del yo para desarrollar una potencia (impersonal) a partir de un encuentro -no importa si ese otrx es un filósofo amado, como en el caso del ensayo de Agamben, o un ceramista del oriente antiguo, como en el de la obra de García.

“¿Qué es el acto de creación?”, el ensayo, se aboca, entonces, a pensar la resistencia como fuerza activa del acto poético, pero añade su propia inclinación, su propia lectura, al entenderla como un proceso inmanente que nada tiene que ver con la voluntad consciente del artista, con un afán de transformar el statu quo social, sino que se cifra en la potencia-de-no:

 

Existe, en todo acto de creación, algo que resiste y se opone a la expresión. Resistir, del latín sisto, significa etimológicamente “detener, mantener inmóvil” o “detenerse”. Este poder que detiene y suspende la potencia en su movimiento hacia el acto, es la impotencia, la potencia-de-no. La potencia es, entonces, un ser ambiguo que no solo puede una cosa como su contrario, sino que contiene en sí misma una íntima e irreductible resistencia” (“¿Qué es?” 39-40).

 

Esa cualidad de la obra de arte puede ser pensada como un temblor o una vacilación, pero no se trata, explica Agamben, de una duda detectable, por ejemplo, en un análisis genético que rastree diversas versiones de un mismo texto, con sus marchas y contramarchas, hasta llegar a la versión “final”, o en las sucesivas capas de una pintura, escondidas tras la fachada visible-, sino de la tensión interna que hace posible todo acto poético: el hecho de que potencia y acto no puedan nunca confundirse por estar inevitablemente afectados por una potencia-de-no. En este sentido, el acto poético no es la actualización o concretización de un ideal sino que, en su mismo hacerse, está sometido a un juego de condiciones -internas, y también externas, materiales- en constante transformación. Agamben observa que lo que imprime en la obra el sello de la necesidad es aquello que podría no ser o que podría ser de otra forma: su contingencia. Esta paradoja -a saber, que el aura de “necesidad” de la obra provenga de su naturaleza contingente- se asienta, añado, en la importancia capital que tiene en la creación el impulso impersonal, en tanto no hay nada más ajeno al capricho, nada más singular y concreto que esa realidad sensible. Para pensar la convivencia dialéctica entre esa potencia impersonal -siguiendo a Nietzsche: la animalidad que habita en nosotrxs- y la potencia-de-no -el trazo individual, negatividad que imprime a las obras un sello personal-, Agamben recurre a dos figuras kafkianas: la del narrador del relato póstumo “El gran nadador”, un campeón olímpico que, al retornar a su patria con su gran triunfo, confiesa a la concurrencia que, en realidad, no sabe nadar -afirma que siempre quiso aprender, pero que no se le  presentó la oportunidad-. El otro personaje es Josefina, protagonista de “Josefina la cantora o el pueblo de los ratones”, una artista caracterizada por su capacidad de efectuar un chillido que no se identifica con el canto y que es idéntico al del resto de sus congéneres, solo que investido por una convicción artística cuasi religiosa. En ambos casos, la excepcionalidad está dada por la impronta de la potencia-de-no, que en los relatos no se figura en un saber -nadar o  cantar, en el sentido de “hábito” o “habilidad” que deja su marca-, sino que es caracterizado como una ausencia o deficiencia, reforzando así su negatividad. Agregaría a la interpretación de Agamben una pequeña nota que, creo, suma un matiz al problema de la contingencia: En “Franz Kafka y el proceso de la literatura”, Marthe Robert observa que para el escritor -tanto en sus ficciones como en sus escritos íntimos- el arte usurpa las funciones sagradas de la religión, lo cual le otorga una apariencia majestuosa a la vez que lo condena inevitablemente al fracaso, ya que no es más que una imitación. La Muralla China, en el relato homónimo, es una construcción grandiosa, producto de un decreto providencial, pero al mismo tiempo es fragmentaria e ineficaz, porque sus innumerables agujeros dejan pasar a los Bárbaros del Norte; la máquina de “En la colonia penitenciaria”, cuya escritura se supone conduce al éxtasis, es en definitiva una vulgar máquina de muerte cuya última víctima, por una suerte de justicia inmanente, es aquel que la manipula. El artista, por su parte, es figurado como un creyente obcecado en tareas imposibles, dotado de un carácter arrogante y pueril: el ayunador de “Un artista del hambre” muere porque no puede encontrar ningún alimento que lo satisfaga, y en el ejercicio de su orgullosa impotencia ni siquiera muere de hambre, sino que inferimos es devorado por un puma -imagen acabada del vigor, de la potencia- introducido en su jaula; hacia el final del relato, confiesa que no hay en su inapetencia una voluntad sacrificial, sino que simplemente, en un gesto de impotencia -podríamos decir bartlebyana: prefiere no comer-. Y el protagonista de “Un artista del trapecio” llora como un niño ante el empresario que lo explota porque quiere dos trapecios en lugar de uno, aunque nunca explica cuál es la razón del capricho. Esta concepción del arte como imitación de la religión -dirá Walter Benjamin, refiriéndose a Kafka, que es un creador de parábolas sin contenido[3], y Robert, en la misma línea, que su técnica produce “pseudosímbolos”- y del artista como ejemplo de altiva impotencia, permite hilar dos cuerdas que conducen de nuevo a la cuestión de la contingencia: por un lado, se ilumina la ajenidad o exceso del acto poético respecto del horizonte de la estética, que solo puede capturarlo a costa de la elisión de lo que hay en él de resistente y anómalo. Solo negando su naturaleza contingente -la batalla que libran en su interior las fuerzas personales e impersonales, y su indisoluble relación con la afectividad implicada en toda praxis artística- podría reducirse el arte a criterios estables y universales como la “belleza” o la “perfección”. Por otro lado, la idea del arte como falsificación y la caracterización del artista como falsificador nos conducen directamente al problema de la verdad. En su ensayo sobre “Bartleby, el escribiente”, Agamben recupera la idea de “experimento sin verdad” que Walter Lüssi formuló para pensar la obra poética de Robert Walser, y propone elevar el concepto a paradigma de la experiencia literaria. El experimento sin verdad es aquel que ignora los mecanismos de verificación o falsación de hipótesis, en tanto no remite “al ser o no ser en acto de algo, sino a su ser en potencia. Y la potencia, en cuanto que puede ser o no ser, se sustrae, por su propia definición, a toda condición de verdad y, ante todo, al más firme de todos los principios, al principio de contradicción”. Esta sustracción es deudora de la naturaleza contingente del acto poético, porque como el mismo Agamben precisa enseguida, “Un ser que puede ser y, al mismo tiempo, no ser, recibe en la filosofía primera el nombre de contingente” (“Bartleby” 119-121).

Para recapitular, el arte de la contingencia -que es, en definitiva, el arte de todo arte o de todo acto poético-, a la luz de la lectura de “¿Qué es el acto de creación?”, tiene dos facetas fundamentales : la primera es, como se dijo, el carácter no-necesario de la relación que la obra establece con el germen de la invención artística: a diferencia del científico, que, como señala Deleuze en su conferencia, también inventa y fabrica conceptos, el pintor o el escritor pueden partir de cualquier cosa que despierte un deseo de desarrollo. De hecho, algunos artistas abrazan con tal pasión la agencia de la contingencia que introducen de modo voluntario el azar en sus protocolos creativos. Pienso, por ejemplo, en el recurso al “accidente” de la mancha que propone Francis Bacon en una conversación con Marguerite Duras:

 

No dibujo. Empiezo haciendo todo tipo de manchas. Espero lo que llamo “el accidente”: la mancha desde la cual saldrá el cuadro. La mancha es el accidente. Pero si uno se para en el accidente, si uno cree que comprende el accidente, hará una vez más ilustración, pues la mancha se parece siempre a algo.

No se puede comprender el accidente. Si se pudiera comprender, se comprendería también el modo en que se va a actuar. Ahora bien, este modo en el que se va a actuar, es lo imprevisto, no se lo puede comprender jamás: It's basically the technical imagination: “la imaginación técnica” (“Entrevista”).

 

El “accidente” es aquí el germen de la creación, y la “imaginación técnica” señala las fuerzas contradictorias que permiten al artista desplegar la energía contenida en la mancha para convertirla en una obra. El otrx, en este caso, es un desdoblamiento del yo -aquel que lanza la pintura olvidando que será luego quien se encargue de “interpretar” las manchas-; en otros casos, el otrx será aquel o aquella -venido no importa de qué tiempo o espacio- que generó un “elemento susceptible de ser desarrollado” disponible para una intuición venidera. Uno de los rostros de la contingencia es, entonces, el carácter simpoiético de la actividad artística.[4] La simpoiesis es la forma exterior, observable, de la contingencia que habita en el corazón de todo acto poético, en el sentido de que este se configura siempre a partir del contacto entre elementos heterogéneos. La segunda faceta de la contingencia atañe a la materialidad del trabajo artístico: todos los elementos de la creación -empezando por el cuerpo del artista- están sometidos a condiciones físicas y químicas en continua mutación. El comportamiento -la agencia- del óleo del pintor depende en gran medida de la humedad ambiente; el escritor es afectado por la rigidez de su espalda o por el estado de su estómago, todos esos factores invisibles que en La preparación de la novela Roland Barthes denomina “rasgos de vida” o “regímenes” (298), y que han sido frecuentemente olvidados por la crítica literaria.

La idea deleuziana de resistencia se expande y transforma -como la mancha de Bacon o las imágenes de García- para gestar el ensayo de Agamben. Resignificada por la “potencia-de-no”, de raigambre aristotélica, la resistencia constituye una determinación fundamental del acto poético porque lo somete a la ley de la contingencia. De este modo, lo inscribe en el terreno de la experimentación sin verdad, al tiempo que lo enlaza a una cadena infinita de obras inacabadas, permitiéndonos percibir el sesgo filosófico y político de los enfoques que entienden la labor artística como praxis individual. Así, “¿Qué es el acto de creación” no solo complejiza y enriquece la reflexión acerca del acto poético sino que además lo muestra en su mismo hacerse, con la alegría que suscitan el pensar-con y el descubrimiento.

 


 

Referencias bibliográficas

Agamben, Giorgio. “¿Qué es el acto de creación?” El fuego y el relato. Madrid: Sexto piso, 2016.

---. “Bartleby o de la contingencia”. Preferiría no hacerlo. Bartleby el escribiente de Herman Melville seguido de tres ensayos sobre Bartleby de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo. Valencia: Pre-Textos, 2000.

Barthes, Roland. La preparación de la novela. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France, 1978-1979 y 1979-1980. Buenos Aires: Siglo XXI, 2005.

Benjamin, Walter. “Dos iluminaciones sobre Kafka”. Iluminaciones I. Madrid: Taurus, 1971.

Deleuze, Gilles. “¿Qué es el acto de creación?” (1987). Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=dXOzcexu7Ks

Duras, Marguerite. “Entrevista a Francis Bacon” La quinzane literaire (1971). Disponible en: https://ddooss.org/textos/entrevistas/entrevista-a-francis-bacon-1

García, Daniel. “Acróbatas” (2015). Blog. Disponible en: https://daniel-garcia.blogspot.com/2015/07/acrobatas.html

Pardo, José Luis. La intimidad. Valencia: Pre-Textos, 1996.

Robert, Marthe. Kafka. Buenos Aires: Paidós, 1969.

 



[1] En su blog, García había dado un testimonio semejante en el año 2015 al referirse a la concepción de su serie “Acróbatas”: “Hace unos meses una imagen vista al azar en internet me hizo pensar en contorsionistas. Pensé que tenía ganas de trabajar con eso, con algunas deformaciones o torsiones del cuerpo, de alguna manera relacionadas con ciertas pinturas de Francis Bacon. Estuve un tiempo seleccionando algunas imágenes (creé un tablero en Pinterest con el tema) y realicé unos cuantos dibujos, sin poder recrear esa sensación fugaz, casi un presentimiento, que percibí con esa primer imagen de internet (que, por cierto, nunca pude volver a encontrar). Cuando ya estaba trabajando en otra serie de obras, dí con un par de tapas de revistas de los cincuenta con unas imágenes de pin-ups haciendo contorsiones que dispararon mis asociaciones hacia dos lados distintos”.

[2] Para José Luis Pardo, la intimidad es una interioridad que no refiere en ningún caso a los aspectos privados o secretos de una vida, sino a sus inclinaciones inconfesables –o, más precisamente, y para que “inconfesable” no se confunda con “vergonzante”, a aquellas inclinaciones imposibles de confesar–. Argumenta Pardo en su sexto axioma de la intimidad: tener intimidad es no poder identificarse con nada ni con nadie, y no poder ser identificado por nada ni por nadie (La intimidad 153-162).

[3]  “Las creaciones kafkianas son todas ellas parábolas. Y su miseria y su belleza consisten en que tuvieron que convertirse en algo más que parábolas. No se ponen sin más ni más a los pies de la doctrina, como la hagadah se pone a los pies de la halacha. Una vez que se han sometido, levantan contra ella inadvertidamente una pesada garra” (Benjamin “Dos iluminaciones” 207)

[4] “Simpoiesis” es un término que Donna Haraway utiliza para conceptualizar el modo de generar-con propio de todo proceso vital, reemplazando así la noción de “autopoiesis” formulada por Maturana y Varela en sus trabajos sobre la noción de “vida” (Haraway Seguir 99).