Nieve - Carlos Surghi

 

         Decir que conocí por primera vez la nieve a través de los recuerdos de un niño al que una mañana el registro del invierno lo sorprendió en la cama, es caer en la trampa de las fabulaciones con las cuales nos inventamos un pasado. El hecho mismo de recordar es la falsedad más grande con la que revisitamos ese pasado, ya que nadie recuerda nada, nadie va a ningún lado, y todo se inventa y se proyecta; por lo cual, ese pasado, el pasado de uno y el de todos, no es más que un paisaje inmóvil, una especie de predominio del ánimo que se eleva en la columna del egotismo.

A la inversa de Proust −que se hundía en la angustia nocturna de un beso que no llegaba− el niño al que apelo para mirarme años atrás ansiaba la mañana; añoraba la ilusión blanca de la monotonía, esperaba por el destello cristalino de unas estalactitas dejadas en la parte superior de su ventana, que él, ingenuamente, creía la destilación ambarina de las estrellas. ¿Qué era entonces lo que encontraba bajo el sol radiante de un domingo de julio al levantar su mirada sobre un campo de nieve? Tal vez nada; o acaso, como lo único cierto que uno pueda recordar, la promesa de juegos invernales en la práctica de un ocio congelado.

Tiempo después, cuando ese niño al cual recurro para engañarlos en esto que les leo dejó de despertarse en la fosforescencia de los árboles cubiertos de nieve, ni bien ese niño lo abandonó todo, ese mismo niño creyó también recordar que cualquier paisaje, como toda infancia, estaba tramado sobre el fondo tutelar de la continuidad romántica. Por lo cual, ya no tenía un recuerdo, sino más bien el fragmento de un objeto, las hojas amarillas del árbol y no la fronda verde del bosque. ¿Para qué serviría ese recuerdo, esa invención de un invierno que en su fondo negativo se parece más a una de esas esferas de cristal, las que hacen de suvenir a una visita remota, y que cuando encontramos con la vista en algún rincón de nuestra casa, nos recuerdan quienes somos en ese tiempo que ya no es? Pienso entonces que decir conocí la nieve por primera vez al despertarme es en realidad decir inventé la nieve de una vez y para siempre. Tal vez porque la naturaleza sea simplemente eso: la invención de un nombre.

        


Pero recurro al niño que fui porque en una página de su Dialéctica negativa Adorno señala que en todo niño hay una experiencia metafísica. Me sorprendo y digo, qué temprano comenzó todo, o que desatentos estamos a lo que importa, o cómo convivimos felices, sin mediación alguna, con lo que realmente importa. Por supuesto que esa experiencia metafísica no se trata de un intrincado sistema de representaciones derivadas de premisas, observaciones y síntesis, como acaso le gustaría al espíritu absoluto; sino más bien del encantamiento que las cosas tiene para con uno cuando se alejan, cuando se pierden, cuando están ante nosotros sin otro nombre más que el que podemos darles por impulso afectivo, o por notación desconsiderada respecto a sus facultades evidentes al intentar rescatarlas del olvido. Adorno señala también que, para Proust, en donde encuentra la justificación a lo que quiere explicar, cualquier nombre era una promesa de felicidad, un hallazgo siempre al final del arcoíris.

Me gustaría recordar que tal vez por eso, en los viajes a Balbec, todo ocurra previamente; es decir, el viaje es el simple pronunciar del nombre, lo que éste atrapa y condesa, lo que no deja escapar en las letras que lo componen. Viajar, que en la Recherche es sinónimo de recordar a través de los lugares, es básicamente armar un discurso, tramar el ritmo y escandir la reflexividad de un desplazamiento. Es eso lo que hace el pequeño Marcel cuando sale de vacaciones con su abuela: llevar de vuelta lo real a la forma de un nombre, para luego, ya transformado en escritor, que del interior de los nombres emerjan los espinos blancos, los reflejos del sol sobre el mar, la coloratura primaveral de uno y otro lado de los días en Combray. Pero antes que en el espacio esos nombres nos permiten viajar en el tiempo; romper con ciertas imposibilidades físicas. Solo de este modo cobran sentido todos los descubrimientos del narrador; las catedrales, las playas, las sombras alargadas de los árboles que aparecen y desaparecen en el campo son en realidad el advenimiento futuro de nombres pronunciados que traen el pasado, que lo encierran nuevamente en siete tomos.

Pareciera entonces que sin el nombre en la punta de la lengua no habría realidad para cualquier experiencia perdida que se busque. Pero ¿cuándo irrumpieron esos nombres? ¿De dónde han llegado? Ocurre que tal procedimiento proviene de una anterioridad en la que no hay abstracción alguna, en la que es imposible cualquier universal, aun cuando lo que se busca sea justamente el universal, pero sin el extrañamiento de la cosa. Podríamos llamar a ese tiempo el exabrupto del pasado; o en palabras de Adorno, podríamos decir que el descubrimiento que singularizó a Proust es el capricho de un niño que sólo reconoce los nombres de su infancia, y que aún adulto, enfermo y al borde de la muerte, permanece fiel a estos: “Lo que Proust encontró en Illiers fue análogamente compartido por muchos niños de la misma capa social en otros lugares. Pero para que esto universal −lo auténtico en la descripción de Proust− se forme, uno ha de estar fascinado por un solo lugar, sin mirar de reojo a lo universal. Para el niño es evidente que lo que le encanta de su pequeña ciudad preferida solo se puede encontrar allí, nada más que allí y en ninguna otra parte; se equivoca, pero su error funda el modelo de la experiencia de un concepto que al final sería el de la cosa misma, no la pobre proyección de las cosas”.  Del mismo modo que el niño Proust encontró fascinación por “un solo lugar”, el niño del cual me valgo para hablarles se vio fascinado por un solo paisaje: el de la nieve durante las horas de la mañana, o el paisaje del nombre de la nieve; pero, en este caso, en el poema, o en la extrañeza del verso, pues por afuera de ellos, la nieve, ya nunca más existió.  

         Adorno olvida que la fascinación a la cual se refiere no es más que la que podemos encontrar en la imantación de imágenes con la cual, un puñado de versos, se vuelven un medio para su experiencia. Extrañamente la fascinación de la poesía es común a todos, a quienes creen entender de qué trata −y se vuelven especialistas; o a quienes no entienden nada− y callan como obedientes neófitos; pero más extraño aun es que tal experiencia esté muy lejos de ese “mirar de reojo a lo universal” que tanto inquietaba a Adorno y que le señalaba el lugar de lo intratable. Hay dos poemas de Wallace Stevens que siempre me atrajeron por lo que en ellos me parecía estar mirando, por el saber justamente de lo intratable que jamás llegaba a compartir con nadie. En un principio porque destruían la idealización de lo que yo creía haber visto en una mañana de invierno. Pero también, en un segundo momento, porque simplemente negaban el universal de la naturaleza llevándolo hasta el extremo de quedar reducido a un simple paisaje, lo que a mí me gusta denominar el paisaje del poema. ¿Qué mira entonces el poema, y que miramos en la monotonía de la nieve para que cada uno de nosotros vea ahí no solo el motivo que hace a ese poema, sino también la justificación que hace al paisaje mental que cada uno puede entrañar para sí mismo a través del poema? Creo que a esta pregunta Stevens intentó darle una respuesta: el poema mira al poema cuando habla del paisaje del poema; es decir, el poema atiende a la extrañeza de la nieve, que es la extrañeza misma del poema. Pero entonces, ¿para qué escribir el poema si este ya está en el paisaje? O en todo caso, ¿qué es lo primero y qué es lo segundo?

         Hay unos versos demasiado famosos, pero no por eso menos enigmáticos que hacen al comienzo de esa respuesta. Me refiero a los que leemos en El hombre de nieve, y que dicen algo así como esto que voy a leerles: “Uno debe tener una mente de invierno / Para observar el hielo y las ramas / De los pinos cubiertos por la nieve; // Y haber sentido frío un largo tiempo / Para mirar los enebros cubiertos de hielo, / Y los abetos, agrestes en el brillo lejano // Del sol de enero”. Si sometiéramos a cierta literalidad extrema nuestra lectura, podríamos decir que se trata de la confesión de un pobre muñeco abandonado, fabricado tal vez por la alegría de unos niños que ni bien el sol cae lo abandonan y vuelven al calor de sus casas, desentendiéndose de su criatura tras la ventana. ¿Qué otra cosa le queda entonces al muñeco más que mirar, observar, sentirse solo y rodeado de lo que él mismo es: nieve; blanca, helada, solitaria nieve? ¿O qué otra cosa le queda al pobre muñeco más que escuchar lo que resuena a su alrededor aun cuando eso sea silencio, silencio que está hecho de nieve? Sin embargo, ahí mismo algo sucede y la literalidad se desmorona, ya que el muñeco que es también humano, en su letanía parece estar desde siempre en la contemplación del paisaje y de algo superior que, con el tiempo, Stevens llamará ficción suprema. Desde ya que, si uno se quedara en la literalidad del comienzo, ignoraría lo que hace del poema un objeto extraordinario, me refiero a su condición paradójica.

Hacia el final, el hombre de nieve, o el poeta asumido como una mente de invierno, señala la experiencia de todo poema: el triunfo del asombro en la monotonía.  De repente, entiende de qué se trata su permanencia en el invierno; entiende que nada tiene que ver él con el juego de esos niños, y que nada es más distante que el ornamento del paisaje. En todo caso, si algo justifica la existencia de este monigote es que está allí para transparentar el asombro de lo que el poema hace aparecer y desaparecer; esa especie de imagen absoluta y vacía que a continuación quisiera leerles: “Y no pensar / En ninguna aflicción en el sonido del viento, / En el sonido de unas pocas hojas, // Que es el sonido de la tierra / Llena de ese mismo viento / Que sopla en el mismo desnudo lugar // Para el oyente, el que escucha en la nieve, / Y, en sí mismo nada, contempla / La nada que no está allí y la nada que está”. Tal vez como nadie, Stevens vio en la nieve el origen y el fin de toda poesía, el escándalo de su irresolución, la gratuidad con la cual algo sucede y lo que sucede es nada. Invitación entonces a escuchar en el paisaje la ausencia de la naturaleza; porque el poema solo puede reinventarla como pura negatividad, porque si el poema es la nieve, y la nieve el poema, los dos son nada. Y uno entonces debe volver a su casa, y encontrar consuelo en algo mucho más real, la esfera del invierno, el souvenir de un viaje del cual pudimos regresar sin tanto extrañamiento.  

Aunque parezca extraño, Stevens es un poeta que abunda en paisajes, y sobre todo en paisajes adonde por detrás del imperativo de la impersonalidad, lo que se esconde es una escueta biografía. De su luna de miel en la Florida provienen los cayos de Key West; de un crucero al mar de Cuba las aguas transparentes y nocturnas; de su vicepresidencia en la compañía de seguros en Hartford las postales del invierno. Aun así, no hay poeta que lo transfigure todo como él, no hay poeta que imponga la imaginación por sobre el realismo como forma última de escepticismo. En Stevens toda naturaleza se reduce al paisaje del poema, a una especie de fantasmagoría reconocible y extraña que, en sus aforismos, una y otra vez, nos recuerda que “el poema es una naturaleza creada por el poeta, o un objeto natural”.

Hace unos años le comenté a Sergio Chejfec mi gusto por uno de esos extraños poemas de Stevens, se trata de Camino del autobús. Ahí también la nieve es protagonista, y fue escrito poco antes de que su autor muriera. Para mí era un típico poema de la invención de Stevens, de la abulia en la cual vivía y de la exigencia que persiguió: una poesía pura que lo transfiguraba todo. ¿Qué mejor entonces que hacer de algo simple y cotidiano como la rutina de ir al trabajo versos extraordinarios, herméticos y oscuros? De inmediato, con cierto humor irónico, Chejfec me señaló, “Ya el título es propio de la ambigüedad de Stevens, ¿vos realmente crees que hubiese gastado en el precio del boleto cuando podía ir caminando?” Inmediatamente recordé que entre la casa de Stevens en Hartford y su compañía de seguros había unas cuantas cuadras, las cuales diariamente, el poeta recorría a pie. Sus biógrafos dicen que a la salida de su jornada laboral el autor de las Auroras de otoño volvía repitiendo versos que de inmediato pasaba a un cuaderno. Su compromiso con la poesía era eminentemente nocturno y solitario, casi como un trabajo secreto, del cual, sus compañeros de oficina tenían noticias al leer algún poema en el diario que, entre todo, trataban de descifrar a escondidas. Lo particular de ese camino es que tiene trece estaciones, trece momentos que, como epitafios de un desconocido que en este caso se vuelve celebre, se corresponde con sus Trece modos de mirar a un mirlo. En el frente de un prolijo jardín, adonde una casita de estilo Nueva Inglaterra parece llena de encanto, leemos: “Entre veinte montañas nevadas, / lo único que se movía / era el ojo del mirlo”; más adelante, en una esquina donde grandes avenidas se cruzan, leemos: “Atravesaba Connecticut / en un coche de vidrio. / Una vez, lo traspasó un miedo, / al confundir / la sombra de su equipaje / con mirlos”; y al final, por detrás de una cerca, en la desprolijidad de unos arbustos, leemos: “El río se mueve. / El mirlo debe estar volando”. Alguien los fue poniendo ahí, en los tres kilómetros de ese recorrido que una y otra vez el poeta hiciera; pequeñas piedras de granito oscuro cortadas en forma irregular, que se repiten con las estrofas del poema. Chejfec me dijo entonces que había hecho ese camino, que no era gran cosa, que Hartford era una ciudad administrativa y que muchas de las piedras estaban en jardines privados que el descuido llevaba a tener que buscar con paciencia. Stevens vivió en una casa blanca durante treinta y tres años, tal vez la misma que en las Aurora de otoño sitúa en la playa; vio los setos y los cedros, las clavelinas y las peonias del barrio, pero nada de eso en su poesía es lo que se ve.



Hay sin duda en la poesía moderna un paisaje metafísico que es más que la naturaleza, que en todo caso es la autonomía de una forma, y que discrepa no solo con lo mimético sino también con el viejo animismo romántico. El paisaje metafísico es su denegación, un fondo biográfico e impersonal, el ritmo de los objetos abandonados que están en ningún lado. Sin embargo, ese paisaje es la obstinación de mirar más allá, de perderse en una visión otorgada; es la obstinación de desatender lo inmediato en procura de la dificultad que trae pronunciar un simple nombre; la nieve. En Camino del autobús, el poeta viejo y enfermo repara alrededor de uno de sus días reiterativos y monótonos; cuenta lo que escucha y lo que ve a primera hora, lo transparente de una dicción y lo oscuro de un susurro tan único como la luz de la mañana; el poeta viejo y enfermo, que vivió relativamente poco, y que escribió lo mejor de su obra casi al final de esa vida recluida, cuenta lo que escucha y lo que ve pero en el paisaje del poema, ya muy lejos: “Una ligera nieve, igual que escarcha, ha caído durante la noche. / Sombríamente, el periodista afronta // al hombre transparente en un mundo traducido, / donde él se alimenta de un nuevo conocido, // en una estación, un clima matutino, de elucidación, / un refrescar del frío aire, del frío aliento, // una percepción del frío aliento, más reveladora que / una percepción del sueño, más poderosa // que un poder del sueño, una claridad surgiendo / del frío, algo irisada, algo deslumbrada, // pero una perfección, surgiendo de un nuevo conocido, / un entendimiento más allá del periodismo, // una manera de pronunciar la palabra dentro de la lengua de uno / bajo los árboles invernales de la terraza”.       

A veces, cada vez más, me pregunto hasta qué punto tengo derecho a querer leer y mirar todo desde la obsesión de mi propio pasado. Vuelvo entonces a traer al niño que vio la mañana del invierno; y para concluir esto, lo dejo con ustedes y junto al poeta convaleciente en su cama de hospital, recordando estas líneas que leyera tiempo atrás; acaso porque en ellas él también, recordara la primera y la última vez que vio el invierno, que vio la nieve; la misma que vio el amigo hoy ausente, el perseguidor de la nieve que ya no está junto a nosotros, y que bien sabía que todo, era un problema de nombres y de formas, de un camino a seguir en el que a veces, al final, la decepción nos encuentra: “Uno o dos días antes del Día de Acción de Gracias cayó un poco de nieve en Hartford. Se derritió durante el día y luego volvió a congelarse por la noche, formando una capa delgada y brillosa sobre el césped. Al mismo tiempo, la luna estaba casi llena. Un día después varias horas antes de que aclarara y acostado en la cama oí las pisadas, casi imperceptible, de un gato corriendo sobre la nieve bajo mi ventana. La debilidad y lo extraño del ruido produjeron en mí una de esas impresiones que con tanta frecuencia utilizamos como pretexto para hacer poesía. Supongo que, en esos casos, uno expresa simplemente la propia sensibilidad y que la razón por la cual esa expresión se convierte en poesía es que toma cualquier forma que uno sea capaz de darle”


Fotografía: Sergio Chejfec