Abyección, poder, literatura – Juan B. Ritvo


[Noticia: El siguiente texto, inédito hasta la fecha, fue leído en Noviembre de 1995 en la presentación pública de Villa de Luis Gusmán en Rosario].

 

I

Villa. El nombre propio de un personaje incapaz de apropiarse de su nombre titula escuetamente, sin ecos ni evocaciones, a la última novela de Luis Gusmán.

Villa se puede leer en dos planos, suplementarios entre sí. El primero, quizás el más accesible, nos relata en primera persona la historia de Villa, el “mosca” (“¿Qué es ser un mosca?’ me había preguntado alguna vez Firpo. ‘Un mosca es el que revoletea alrededor de un grande. Si es un ídolo, mejor”) en los tiempos de López Rega, el mayordomo de palacio que llegó a ocupar junto con su corte de los milagros las habitaciones privadas del monarca.

En poco tiempo y a través de la obsecuencia, pasa del servilismo a la abyección. El siervo, lo sabemos, se transforma en un ser abyecto cuando consiente en renunciar a su poder de consentir, lo que equivale a despojarse de toda reserva, de toda íntima inmunidad.

La íntima inmunidad de Villa se espeja en un alfiler de corbata, un caballo de oro que se destaca sobre una corbata “levemente azul” que lleva el Dr. Firpo, un funcionario de Bienestar Social cada vez más desplazado por los nuevos “hombres de confianza del ministro”; antiguo ídolo de Villa, aun resplandecen sus emblemas: el implacable corte del traje príncipe de Gales, los habanos, el fluido manejo del francés y ese magnético poder del caballo de oro (“Esa cabeza de caballo reluciente que admiré tantos años”, dice Villa) que el protagonista se habrá de enterar, casi al culminar la novela, que es replica de dos pisapapeles de bronce veneciano que son réplicas de los caballos de San Marcos.

Cuando Firpo se suicide, Villa se apoderará del alfiler, una de las poquísimas cosas de las que se ha apropiado en su vida. “Lo tomé entre las manos -dice. Pensé que de alguna manera me estaba destinado, que no era un robo, que nadie lo reclamaría, que sólo yo vivía pendiente de ese caballo. Era mío, nadie más tenía derechos sobre él. Me lo llevé conmigo, era el único que me quedaba”.       

Cuando casualmente y ante Villalba, su nuevo amo (“Villa es parte de Villalba” comenta este, sarcásticamente) deja caer el alfiler, su objeto más íntimo queda expuesto a la luz más cruda e inapelable; sórdidamente, los restos de su deseo se manifiestan allí para que cualquier voluntad ávida disponga de ellos. Así Villalba y los que eufemísticamente son denominados “hombres del ministro” (esto es, torturadores vocacionales) disponen de su miedo, como quien dispone del poder de cortar la respiración. Así, si los llamados pactos de sangre establecen la hermandad en el horror, la extracción de lo más íntimo del sirviente, establece el vínculo de abyección entre el verdugo y su sirviente, relación desigual que el verdugo instrumenta a la perfección, puesto que sabe sin vacilar, él que es pura avidez de la mirada intrusiva, de dónde lo tiene tomado a su súbdito, de ese lugar del éste, en definitiva, ha hecho cesión absoluta.

“Mujica no había dicho ni una sola palabra, pero cuando habló sentí que el mundo se me venía encima.

- Alguien como usted, doctor, capaz de robarle a un muerto porque sabemos que se quedó con el alfiler de Firpo como nos contó Villalba, debe ser un hombre de valor…

Villalba me había delatado. La cabeza de caballo me dejaba en sus manos. Ellos tenían razón: yo me encargué de internar el enfermo y ellos se ocuparon de la policía”.

 

II

Pero hay un momento del colapso de Villa más terrible aún: cuando entrega algo precioso –tan precioso que incluso llegaría a condenarlo– y el receptor se rehúsa a recibirlo. Al llegar, tras el golpe militar de 1976, un interventor al despacho, una oscura y violenta coerción lo lleva a salir del colapso del único modo que conoce: entregar –en este caso un informe secreto de las actividades de la Dirección– sin condiciones y sin otro cálculo que la necesidad punzante de escapar a ese temblor que atraviesa el cuerpo y lo agrieta y lo llena de pavor, algo que finalmente lo absolviera sin reparar, sin fatalmente reparar, que lo que él puede dar es aquello que, también fatalmente, no hará más que condenarlo al desprecio. Desprecio por vil, por ineficiente, por borroso, porque su misma abyección lo despeja de astucia y de credibilidad, su figura proyecta una claridad dolorosa sobre los mecanismos del poder y de la abyección que inevitablemente reclama el terrorismo de Estado; si el terrorismo –si es Estado y no una mera sociedad delictiva–, reclama la preservación de un orden de lealtades y de límites al capricho y al miedo cerval. El personaje de la novela que desdeña el informe de Villa, le dice: “- ¿Sabe, Villa? El miedo es paradójico, es la mejor metodología en algunos casos, pero al mismo tiempo escapa a toda metodología. Un hombre con miedo es como una granada siempre a punto de estallar. ¿Sabe cuál es el problema? Cualquier la puede activar. No, Villa, usted no sirve para mí metodología”.

 

III

El segundo plano de la novela, nos muestra la forma desde la cual fue configurada la materia que muy sucintamente he tratado de evocar para ustedes.

El estilo no se pliega, en ningún momento, a la estética del desvío, cuyo defecto raigal consiste en desconocer que la misma norma es un desvío censurado. El autor no se pliega sin duda por razones de verosimilitud, pero antes que nada por razones que, para abreviar, llamaré de artesanía ética.

No emplea términos, giros, sintagmas raros o exquisitos y tampoco consiente los tópicos folk y costumbristas que nutren el periodismo actual. En ciertas y notables ocasiones, el mayor de los desvíos se genera cuando se renuncia al desvío.

Por ejemplo, en una página se habla de Racing, “en el corazón de Avellanada” y a la página siguiente del hospital Fiorito, “también en el corazón de Avellanada”. ¿Se quiere expresión más común, más trillada?

No obstante, los procedimientos del novelista nos muestran que los usos léxicos y sintácticos codificados y estandarizados pueden cambiar de aspecto, valor y significancia si llegan a operar (como es el caso) en el interior de un marco discursivo mitoretórico que es, simultanea e indiscerniblemente, veraz y singular.

Marco que posee un nombre propio, Avellaneda, patria mítica del autor. Distrito rural en tiempos de Alsina, sede del populismo oligárquico y luego bastión del primer peronismo, aquí emerge refractada por la mirada temerosa del sin nombre, Villa, nombre que es, a lo largo de la novela, ritornello de la devaluación: Villa que se desgasta, Villa que se borra, Villa que es una nada disponible, Villa que se complica, por debilidad, en todas las infamias.

Avellaneda del hospital que contiene la muerte y de la muerte exhibida con los cuerpos muertos abandonados entre el hospital y el Matadero; Avellaneda de la Gasógeno que invade con el olor del gas que se pierde y podría estallar; Avellaneda de la laguna que exhala un olor agrio y podrido; Avellaneda del corredor, Delfor Cabrera, que corre incesantemente, que entra victoriosamente en Wembley y que proporciona el modelo para huir del espanto, incluso de la polio blanca,  que pudiera alcanzar al que se quedara inmóvil, siquiera un instante.

Es también la Avellaneda milagrera: “La una de la tarde no era cualquier hora en la vida de Avellaneda: era la hora en que habían anunciado el fin del mundo. Fue una vez, a la una de la tarde, que se vio aparecer en el cielo de Domínico la cara de Evita. La gente comenzó a llegar en camiones”.

El flujo del relato está constantemente interferido por estas figuras que se resisten a desaparecer o a integrarse en la próxima secuencia; más bien se expanden y contaminan el universo narrativo, lo sumen en una atmósfera de desecho, de destrucción, de acciones y pasiones imposibles de metabolizar.

Constelaciones que son masas en movimiento, quiasmo de figuras, seres, cosas, imágenes en ebullición que se dirigen en dos direcciones, absolutamente contrastantes.

La primera, nos introduce, ásperamente, en el horror. El olor nauseabundo, corruptor, encerrante se coaliga con las imágenes de mendigos, tullidos, enfermos que cada vez más, en proliferación monstruosa, recorren las oficinas de Bienestar Social y presagia el olor de la carne lacerada por los torturadores.

La segunda dirección nos conecta con un procedimiento singularmente rioplatense, esto es, hacer restos metonímicos de Europa –el nombre de Wembley, la foto de una plantación que evoca el nombre francés de la familia de los dueños, los ya mencionados caballos de Venecia–, pero despojados de cualquier significación particular; porque están más allá del prestigio y la inteligencia que indudablemente connotan, se transforman en cifras espectaculares y remotas de un cielo y un infierno ambos incomprensibles e inaccesibles.

Desde aquí podemos retornar a la economía narrativa, a sus frases simples, en apariencia neutras, y comprobar qué dimensión de opacidad poseen, cómo traicionan la supuesta transparencia, cómo insidiosamente se entralazan al dolor, a la repugnancia, al rechazo.

Y una muestra de humor negro para el final. El Dr. Firpo, el antiguo líder del mosca Villa, le dice en un momento: “Dijeron que me iban a volar por el aire. Quizás llegó la hora de su mundo, Villa, un mundo mosca en que todo vuela”.

Rosario, Noviembre, 1995.