Oviedo - Carlos Surghi

 

  

A Cecilia Pacella, que en un tiempo nos reunió alrededor de

unas páginas que disimulaban los destellos de un juguete

  

Conocí a Antonio Oviedo en dos oportunidades, en dos situaciones, en la distancia y la celeridad de una y otra; aunque en verdad, debo decir que lo conocí en lo que hay de oculto y manifiesto en el comienzo de cualquier aventura, sobre todo cuando en esta se tiene por protagonista a la amistad y lo que hay de enigmático en ella: el saber leer lo que vendrá.

No sé muy bien por qué, pero últimamente las escenas en las cuales algo comienza ‒las declaraciones de todo inicio‒ se vuelven insistentes en el recuerdo. En realidad, es como si el poder de lo anecdótico, que en esas escenas viene impulsado por la frecuencia futura de lo constante, se singulariza en lo indistinto de un recuerdo que pasa a ser cotidiano y, por lo tanto, reflexivo. Si arrancara por el final del comienzo, debería decir que esa primera vez de dos tuvo su origen en Buenos Aires. Una poeta amiga me preguntó si lo conocía, a lo que le contesté que sí, pero “de nombre”, tal vez la forma más entusiasta de la ignorancia respecto a un otro. Ciertamente el nombre Antonio Oviedo no me decía nada, salvo datos que se le adherían con el correr del tiempo y los señalamientos casi de oídas respecto a que, entre pocos, era imposible ignorarnos. “Pero cómo, ¿no sabés que la revista Escrita es acaso una de las mejores que se hicieron en los años ochenta? ¿No leíste ese cuento fabuloso en el cual hay una mujer que es renga?”



Estos señalamientos sonaron a reto, a puntuar un descuido en mi formación. Sin embargo, esas dos reprimendas a mi ignorancia ‒primero desatender en la proximidad la empresa de editar una revista en el olvido provincial que a veinte años es recordada en Buenos Aires, y segundo, la ignorancia ante la suma de detalles perturbadores que hacen a la distinción en la narrativa de Oviedo‒ habían sido suficiente para despertarme de mi desdén autista y emprender el encuentro con Oviedo. Le escribí un mail a la semana para decirle que tenía unos libros para él, que nos viéramos, que me dijera dónde podía encontrarlo; no le dije que le llevaría unos míos, no esperaba su lectura, pero algo me impulsaba a mostrarle lo que hacía.

Muy correcto me citó en el Museo Carraffa adonde por ese tiempo trabajaba. Era subdirector de éste; aunque en realidad era más un atento observador de todo lo que allí acontecía, de los comportamientos ajenos que se deslizan a su alrededor en el sin fin del laberinto público, pero a la luz de sus manías, las cuales, por supuesto, sabía ocultar y mostrar a pocos. Subí las escaleras del hall principal que llevan a las salas de exposición más grandes, crucé el rectángulo vidriado que mira hacia la avenida con nombre de poeta, y por una puerta que conectaba a los jardines exteriores crucé hacia un ala administrativa donde más allá del centro de documentación y la biblioteca, Oviedo me esperaba en una oficina de la que no recuerdo ningún detalle. Intercambiamos pocas palabras, le di los libros que traía, y con timidez le dije que también le había traído los que hasta el momento había publicado. A los días me escribió un mail diciéndome que le habían gustado, que leía en ellos “cierta obsesión por el trabajo con el lenguaje que a mí también me interesa en lo que hago”. Me pedía entonces que pase de nuevo por el Museo a verlo; ahora era él el que quería darme sus libros. Nos encontramos cerca del mediodía, intercambiamos apenas unas palabras más que la última vez ‒aun hoy, Oviedo habla midiendo al interlocutor‒ y cuando intentó continuar con el elogio de lo mío que iniciara en su mail, recuerdo bien que por timidez cambié bruscamente de tema y le dije: “Nosotros nos vimos fugazmente una vez en la que podríamos habernos conocido. Fue hace unos años”.

Con Silvio Mattoni, Cecilia Pacella y Carlos Schilling a mediados de la década del 2000 nos juntamos para dar vida por segunda vez a El banquete, una revista entusiasta que disimulaba nuestro escepticismo respecto a todo lo que nos rodeaba en el interior del interior. Como revista, El banquete continuaba la senda trazada por Escrita, así que ahí debe haber sido donde por primera vez escuché hablar de Antonio Oviedo. De hecho, este segundo encuentro que voy a contar, y que en realidad es el primero, ocurrió cuando la presentamos. Era fines de noviembre, en medio de un verano adelantado por entregas diarias de altísimas temperaturas habíamos puesto fecha para la nueva salida de El banquete y, por la displicencia propia que nos caracterizaba en ese tiempo ‒casi no publicábamos a nadie de la ciudad‒ y también por el clima, no esperábamos convocatoria alguna. No recuerdo bien, pero debe haber habido cinco o seis personas. Sin embargo, una de ellas era Antonio Oviedo, que llegó ya empezada la presentación, se ubicó al fondo, seguro que con malicia contó el insignificante número de asistentes ‒algo que hasta el día de hoy sigue haciendo‒ y se acercó a saludar, para luego, intempestivamente, decir, “Me tengo que ir porque recordé un compromiso muy importante”. Al final de la noche, en la tórrida soledad que compartimos post-presentación, creo que fue Silvio quien señaló: “Bueno, que haya venido el conde Kuky justifica que saliera otra vez la revista”.

A veces creo que El banquete volvió por admiración al trabajo que Oviedo hiciera treinta años antes con Escrita, o por el simple hecho de que, en el más absoluto olvido, sus relatos siguieran saliendo con la obstinación misma de la extrañeza en la que los pensaba. Así los cuatro formamos en torno a él una constelación secreta que buscaba expandir la distinción de su insólito modo de ver la literatura al que denominábamos, un poco en serio, un poco en broma, la kukyzacion del mundo. Dicho esto, es justo decir que el mejor número que sacó nuestra revista es el que le dedicamos en secreto a la totalidad de su obra, y a cuya presentación, lo hicimos venir engañado. También es justo señalar que, en el último número, Oviedo se integró al consejo editorial, y aceleró la disolución de El banquete. Prometía traducciones que no hacía o no entregaba, y las reuniones eran un constante ejercicio de maldad para con el resto de la ciudad, el país y el universo. Nos reíamos de todo en demasía como para luego ponernos a trabajar. Pero todo se justifica ante esta imagen que hoy vuelve a mí; entre las columnas de vapor, luego de la lluvia torrencial que se levantaba desde el asfalto iluminado, Antonio Oviedo se aleja hacia una playa en busca de su auto, y deja atrás el interés en su enigma ante alguien que, por ese tiempo, respecto a él, lo ignoraba todo.    




Tal vez otra forma de recordar cómo ese enigma se fue expandiendo, sea leyendo hechos materiales; descifrando señales inscriptas en los objetos que, hoy y a la distancia, reconstruyen lo faltante, lo perdido, el corazón de ese enigma. Si la forma es lo primero que llaga a nosotros para luego extraviarnos en el abismo del contenido, la forma de Antonio Oviedo es la forma de sus libros. Editados en escaso número, y atendiendo en ello hasta el último detalle, ya que cada libro es en sí un objeto de culto, un juguete confeccionado con la morosidad de la distracción; su primer libro trae consigo dos inscripciones que lo distinguen.



La primera es el año 1975, en el que para Oviedo todo comenzó a desmoronarse; el año que una y otra vez volverá ‒junto a 1955‒ a ser gravitante en su narrativa. De ahí, de ese largo interregno hecho de silencio, entusiasmo, postergación y olvido, provienen Slater y Lagos, acaso los personajes que más han participado de sus relatos. De ahí también provienen las elipsis respecto a lo que se cuenta en ese continuum del desmoronamiento. ¿Días sucesivos sin nada por contar después de que todo se arruinara? ¿O acontecimientos que irrumpen y hacen temblar la apariencia de lo impasible deteniendo el flujo mismo del contar? En realidad, desde un comienzo en la escritura de Oviedo lo que modula habla de figuras extraviadas que como pueden se acomodan a la historia; pero también, eso mismo hace que dichas figuras solo puedan encontrarse en el tiempo de una ciudad.

En cuanto a lo segundo, que marca la distinción de sus libros, es acaso un detalle que no sea tal en relación con el año antes mencionado: un nombre y una ciudad se vuelven destino. En la tapa de Ultimo visitante y El señor del cielo leemos “Burnichon Editor ~ Córdoba”. Dos nombres que hacen a una misma trama. He llegado a pensar que toda la narrativa de Oviedo se despliega alrededor de esas dos inscripciones, en la tensión que supone contar lo incontable de la tensión que las convoca. Un año después de editado este primer libro, el mismo desaparece junto a su editor. El 24 de marzo de 1976, la vivienda que ocupaba Alberto Burnichon en Villa Rivera Indarte fue tomada por asalto por el Ejército, saqueada e incendiada. Su hijo apareció con vida dos días después; el cuerpo de Burnichon fue hallado en Mendiolaza, con siete heridas de bala en la garganta. ¿Cómo responder a tal violencia? ¿Qué palabra sostener? ¿Qué orientación tomar? Creo que, entre su salida en medio de lo inminente, lo incinerado de su destino y luego su regreso como uno de los tantos libros faltantes, Ultimo visitante y El señor del cielo encontraba su comienzo postergado; pero a la vez, encontraba el hilo invisible que narrar, la tragedia hasta hoy presente de una modernidad siempre postergada por fuerzas siniestras que traman la historia de esa ciudad a la que Oviedo nombra por única vez, y a la que le dedicó su esfuerzo por contar lo incontable.

Con acierto Borges en su madurez había señalado que la ciudad donde vivía llegó a ser un plano de sus humillaciones y fracasos. Aun así, la figura retórica cambiaría con el tiempo hasta la más pasmosa transfiguración: quien dibuja con palabras un orbe, al alejarse, termina viendo que, en realidad, ha dibujado su propio rostro. La relación de Oviedo con la ciudad es a la inversa; la ajenidad del espanto lo lleva a narrar una y otra vez la suerte de sus días; pero la transfiguración que el recelo opera tiene que ver con la proximidad que solo se logra por medio de la literatura; aproximación que finalmente, antes que un rostro, nos presenta la microscópica mueca, el gesto fugaz y visto al pasar de quien descompone un universo en el acercamiento a sus partes. Ocurre que en Oviedo la primera cualidad que detecté fue la extrañeza, esa suerte de distinción negativa; por lo cual, su lectura, obliga a correrse de cualquier horizonte de lectura, ya que leerlo es abandonarlo para encontrarlo en el lugar donde nos exige la lectura de su imposibilidad.

Tanto en Autor de representaciones como en Manera negra ‒editados el mismo año, 1987, pero con apenas dos días de diferencia durante el mes de septiembre‒ la obstinación de Oviedo parece transcurrir en la insistencia con la cual la ciudad aparece y desaparece, es reconocible y por momentos fantasmática, crepúsculo y cenizas de la semejanza y la distorsión. Como si se tratara de la fábula de un origen en donde nada ha perdurado y por lo tanto todo puede inventarse, “la ciudad de las cúpulas y los puentes” solo puede tener un destino: desaparecer, ser intermitente en su oscuridad, abandonarse a lo próximo de un destello que anuncie su catástrofe. Por lo cual, el relato, aquello que Oviedo conduce como nadie, procede por medio de la irrealidad física de un nombre; sigue su curso gracias a la deliberada indiferencia del sueño naturalizado como pesadilla hasta llegar a contar y callar en el lugar difuso de toda certeza; en definitiva, el relato tramado por Oviedo prioriza el estilo, la seguridad y el vértigo de la forma en la que, hasta la literatura, se esfuma, se pierde, desaparece. Por eso la ciudad no es algo por contar, más bien es lo que llama al lenguaje con su alejamiento, lo que pide la asombrosa inmanencia negativa de las palabras.

Delimitada por el titubeo de sus personajes, o cercada por el misterio de incendios que a lo lejos parecen acercarse a la vacilación secreta pero diaria de su existencia, la ciudad no es otra cosa más que un escenario adonde la trama se vuelve ausente; apenas si hay sombras, deslizamientos, susurros entre un silencio y otro. No es casual entonces que a su segundo libro Oviedo lo acompañe de un epígrafe de Novalis en el que el procedimiento a seguir no solo está presente como la condensación de una poética, sino que también actúa como un señalamiento al extravío futuro del lector: “Un acontecimiento enmascarado entre personajes enmascarados”. De este modo, si el estilo es insistencia, la ilustración de tapa de Autor representaciones vuelve una y otra vez sobre eso mismo. El grabado de Achiles Bocchius, que se incluye en Simbolicae quaestiones (1574), remarca justamente que no hay realidad posible si todo descansa en el principio de invención que hace a la expresión de Oviedo: el personaje es la máscara de la persona.



Dónde entonces lo real si no en el afuera mismo del grabado, en lo que ya no importa a sus dos motivos; por un lado, el consabido tema de la indocilidad del alma que se conduce cual un coche tirado por caballos de naturaleza diversa; pero también, por otro lado, lo que jamás veremos pues la máscara está puesta por delante de otra máscara como un motivo antecede a otro en el grabado de Bocchius. No hay entonces nada que pueda hablar de lo real, si la voz de lo real llega desfigurada por la ampliación de ese artefacto antepuesto al origen de la voz, y que nos dice que, en literatura, el discurso es una máscara. Tal vez por eso las máscaras son las personas, y los nombres simples tipografías −Zuns, Boris, Isa− un punto en el cual, desde ya, no hay retorno al fin de la perturbación.

Del mismo modo, pero en Manera negra, no sorprende la irrupción de señalamientos súbitos sobre lo endeble de toda excusa narrativa la cual solo se busca para continuar escribiendo. Oviedo deja al descubierto que se trata de la persistencia del suspenso, la monotonía de una intensidad o, en su defecto, la insignificancia de señales halladas en lo real pero expuestas a la luz del relato donde se escenifican: “En muy poco tiempo la ilusión de un escenario iba a mostrar a unos personajes salidos de la nada”. La nada es el centro de esa escena, el motivo de un diálogo, la atención a una descripción que puede ir desde superficies y fisonomías hasta oníricas atmósferas y vagas topografías. Pero, sobre todo, la nada es el fondo de lo que se persigue en cada representación; es lo que gravita y hace continuar a esos personajes que entran y salen bajo el círculo de una luz, a veces tenue, a veces incandescente, y que apenas si modulan una obsesión o un delirio, una manía o una vaguedad lo suficientemente siniestra o rutilante como para seguirla hasta el detalle de su deslizamiento en el aire: “Había algo hueco a esa hora que suele atraer la atención, flota quizás un halo de recuerdo con sus cintas negras al alcance de la mano”. Tal vez por eso los relatos de Oviedo puedan solo situarse en el país del arte de contar, es decir, en el país de la nada, el país del cual se ha exiliado el objeto sobre el que se cuenta su sustracción a dejarse contar. Son entonces ficciones que no pueden ir más allá de esa insistencia, ya que cuando descubren lo que hay, la fascinación que los conduce no puede detenerse y queda ahí paralizada hasta que, “alguien levanta un telón altísimo y contemplamos el desarrollo de una idea”. Y por eso mismo, porque se trata solo de ideas, de la pasión que acompaña a las ideas, es que “aquí y allá se suceden, ante nuestra despreocupación, las digresiones, los falsos enigmas, el polvo que flota sobre las tablas del piso que nos atrae con su articulada fugacidad.” Es como si Oviedo formara parte de una aristocracia de narradores cuya genealogía puede fácilmente detectarse, pero no así su contemporaneidad. Sus libros, más que objetos son blasones o escudos de palabras que han trazado la proximidad y lo remoto de una tradición que se imposta como origen: Bataille, Blanchot, Saer, Onetti, pero también, Leonor Fini, Hans Bellmer o los pintores metafísicos de una ignota ciudad de provincia. En lo ilegible de Manera negra esa tradición llega a condensarse en la tapa en una lánguida figura que baja una escalera; las manos y el atuendo dan a entender que se trata de una mujer, los cisnes a su alrededor parecen traer al presente el mito de Leda, el poema de Baudelaire sobre el polvo de una ciudad en ruinas; y sin embargo, el aro metálico que con orgullo se erige como cabeza, como rostro, como un gran orificio donde debería divisarse la huella de una voz, señala más bien a un autómata extraviado; acaso la alegoría del paso en falso en el arte de contar ese trayecto que une al mundo con su representación.



Posiblemente en tal proliferación de imágenes la letra M del frente, como un tipo móvil de una imprenta gigantesca, sea lo único legible. ¿Qué hay antes de todo relato y luego de él? ¿Qué hay al final −que es nuevamente su principio− sino una especie de lenguaje devastado, restos en su museo del día a día, piezas de lo que fuera apenas el simulacro de su funcionamiento? En tal sentido el grabado de Max Ernst titulado Lettrine M de 1974 es tal vez en un doble sentido el fantasma de su comienzo, tanto como indicación de ese comienzo, pero también, como la ambigüedad misma de todo comienzo que lleva en sí su capitulación de sentido; lo que conduce al triunfo de la frase, esa forma más compleja del ritmo, casi a medio camino de lo pronunciado y el balbuceo, lo entendible y lo escuchable que, en sus últimos libros, Oviedo ha practicado hasta lo incansable, como si fuera el mascarón de una nave que, en lo incierto de aguas oscuras, se pierde.

Cuando en 1992 se publica El sueño del pantano, el extremo abandono de la razón argumental ha hecho que éste comience de la siguiente manera: “Durante un lapso más o menos largo (fueron alrededor de cinco o incluso seis años) me dediqué a redactar una serie de notas inspiradas por diversos acontecimientos que habían despertado mi curiosidad. Sin embargo, al pasar el tiempo, desvinculados de la curiosidad, esos acontecimientos se habían adormecido y algo distinto, tal vez opuesto a la curiosidad, deambulaba por las frases”. Lo que en la frase deambula excede a la atención de lo que se cuenta; he aquí otro principio de la extrañeza de Oviedo. El comienzo entonces de su tercer nouvelle no sólo es una orientación respecto a las anteriores −los hechos que poco a poco han ido desapareciendo, sino que también parece ser una señal del procedimiento mismo de su autor en un comienzo: sucesivas interrupciones de diez o cinco años separan uno y otro libro, y la atención, que es una forma de soledad en esos años, solo conduce hacia el esmerilado de la frase. Empero, el destello difuso de la frase no es nada sin el destello poético en el cual ésta, por momentos, se apaga para dejar surgir, de la nada, los momentos epifánicos que las aglutinan como notaciones de un sentido rítmico que en su misma evanescencia −el sueño es constitutivo en el mundo de Oviedo− va materializándose en sus imágenes. Cuando en El sueño del pantano el viejo Lagos deambula por los campos en compañía del narrador que ha llegado desde la ciudad en su búsqueda sin otro motivo más que entregar una carta de su padre fallecido y distanciado de éste hace ya varios años −nótese de paso la vaguedad y a la vez lo nimio que impulsa tal desplazamiento− lo que esa búsqueda incierta persigue no es más que el momento en el que la frase adquiere realidad, el momento en el que todo ritmo deja entrever un mundo. Lejos de la ciudad, en las afueras, en el campo donde todo lo anterior a ésta permanece intacto en la indiferencia de sus accidentes, el viejo Lagos confiesa: “Una mañana, en el centro del pantano, pude distinguir, apenas visible a causa de la niebla, el perfil de una nave con el cuello y la cabeza de un cisne adornando su proa. También es posible, lo reconozco, que, en medio de la niebla, las raíces de algunos árboles me hayan hecho ver la nave que le acabo de describir, pero aun así era tal la intimidad de esa imagen, como dibujada con finísimas hebras, que me niego a creer en un encantamiento”.



El encantamiento que se busca anular no es otro más que el profesionalismo de la escritura, el cual Oviedo ha combatido de modo ejemplar. En todo caso, el encantamiento está presente en el motivo de lo difuso, en lo entrevisto que se transforma en visión, en un hallazgo que puede volverse motivo. Reproducción de un antiguo sello alejandrino es el nombre con el cual se nos informa sobre la procedencia que ilustra la tapa del libro. Uno podría creer que en tal hallazgo el extravío es doble; por un lado, ante la proximidad de la ciudad y su reticencia a ser descripta como tal, su evasión o su alejamiento en la extrañeza del tiempo remontándose hasta la anterioridad de la escritura; pero también, por otro lado, el extravío está en el sello de tal alejamiento, de tal evasión que, en vez de enfrentarla o querer resolverla, se pliega a ella guardando un silencio cómplice y pasivo cuando lo que emerge no es más que el rostro impávido y perturbador. Por un lado, tenemos entonces en la cara visible de ese sello lo que justifica el alejamiento de Lagos que deriva en una interpretación de lo enigmático de una ciudad: “Una ciudad es hostil con los individuos, con cada individuo de una manera diferente, nunca lo es con todos o con la mayoría de los habitantes al mismo tiempo. En mi caso, la hostilidad que ella manifiesta conmigo es tan fuerte que a veces me siento anulado, no puedo ni siquiera defenderme, más aún cuando pienso que hasta mis necesidades espirituales más imperiosas se han ido adaptando poco a poco a esta materia desconocida que existe bajo las calles de hormigón y los edificios”. Pero también, por otro lado, en la cara difusa de ese sello visto a trasluz en el reverso de donde descansa, tenemos la sospecha ante tal justificación: ¿hace Oviedo propias las palabras del viejo Lagos? En esos movimientos de un ir y venir espectral donde poco queda de lo representado −cualquier evasiva es una nave fantasma, cualquier espacio un pantano subterráneo− Oviedo encuentra para contar tal experiencia lo único real que nos queda: la maraña de la frase.

En los números 6 y 7 de la revista Escrita, que corresponden a los años 1984 y 1985, un dossier sobre “Escritores/Pintores” hecha algo de luz sobre el efecto de extrañamiento trabajado en estos relatos. Según Oviedo, tal relación entre ambos no es más que “un lazo insistentemente reclamado aun cuando solo sea para favorecer su disolución”. Tal vez porque la pintura y el lenguaje son mutuamente irreductibles, ya que el último se prolonga en la sintaxis, y la primera funda un lugar con la irrupción de la vista, es que entre ambos términos existe “un sutil sistema de oposiciones que prolonga sus intercambios” para mantener esa relación. Oviedo ha pensado toda su literatura en la tensión y la disolución de ese entramado existente entre imágenes que exceden a las palabras, e imágenes que se disuelven en la prosodia del discurso. Siguiendo el Trattato de Pittura de Leonardo Da Vinci, en el cual se afirma que “el pintor hará infinidad de cosas que las palabras ni siquiera podrán nombrar” es que se señala que los límites de la imagen son en realidad resultado del límite de la potencia del lenguaje. El hecho es que no está claro qué antecede a qué en el lugar de tal potencia, ¿al fin de todo la sintaxis, y antes que nada la imagen? En verdad, y la observación de Oviedo es atinada, el humo, el viento, la noche, los paisajes, las llamas, el polvo de las ciudades, todos los motivos imaginables de Da Vinci −que son los motivos de las tres nouvelles de Oviedo− están tramados por palabras: “Harás pavoroso el aire por gracia de oscuras tinieblas que engendran el polvo, la niebla y las espesas nubes”. Pareciera entonces como si el enigma de la visibilidad se volviera reflexivo en el no menos enigmático transcurso del ritmo; acaso como lo que acontece en las pinturas de Klee, en donde “las letras parecen emerger de una arena movediza de manchas coloreadas”. Como consecuencia de esto la síntesis entre uno y otro término, lo que permite que tensión y disolución encuentren una cifra áurea, es anterior y solo posible en el ámbito de un arte menor: las miniaturas (miniare). Allí pintura y escritura al disminuirse en sus cualidades adquieren una única característica en un nuevo objeto de su simbiosis: lo minucioso; acaso aquello que asegura la sorpresa del escueto detalle que se abisma en la certeza poética de “leer la pintura Rubens como ver la poesía de Marino”, según el soneto de Lope de Vega que articula todo el dossier pensado por Oviedo: “Marino gran pintor de los oídos / y Rubens, gran poeta de los ojos”. Por lo cual, podríamos decir que hay mucho para ver y oír en las ínfimas páginas de las diabólicas miniaturas que ha forjado Oviedo.

Llevado entonces por la minucia ha pensado el arte de narrar no tanto como una historia que se despliega en el tiempo, sino más bien como un trazo que irrumpe en el espacio. De ahí que la frase, como unidad de esta poética, actualice lo expresado por Foucault respecto a Magritte: “las letras permiten fijar las palabras, como la línea permite representar la cosa”. Entre esa palabra y esa cosa, entre el ritmo y la imagen, lo que importa son los detalles; no tanto su ontología, sino más bien el fenómeno de su mutuo extrañamiento en una reunión imposible. A eso aspira por caso el comienzo de su última novela, Su cara en las sombras, adonde el lector comprueba que la frase vale tanto por lo que dice como por su modo de llegar tambaleante al sentido y, en ese llegar, su poner todo en duda, su entrega a la vacilación metódica de su pereza compositiva. Aunque parezca extraño, no hay comienzo de Oviedo que no se asemeje tanto a él mismo, no hay arranque más efectivo en el cual, autor y obra, se vuelvan únicos; no hay primera frase que no se parezca al trazo de su escritura; y por supuesto, no hay ritmo que no se parezca a su vigilia expectante: “Lo intempestivo puede iluminar de golpe micro fragmentos no recordados de cualquier vida; carcomer en un santiamén hechos que parecían definitivos; hacer trizas situaciones adormecidas por la dejadez. Puede irrumpir al amanecer, al cambiar una silla de lugar, al hacer una sopa o un huevo duro, al cruzar una calle, al entrar o al salir de una habitación, al postergar una cita, al escuchar una conversación incompleta. O, para no dejar afuera una décima posibilidad, al recibir la invitación a una fiesta. Cualquier acontecer tedioso / incluso / embrollado / intrascendente, así lo pensaba, puede dar un vuelco, dejar sin respuesta a preguntas muchas veces apremiantes. Intentar contestarlas ¿es un esfuerzo digno de ser realizado?”.  

Hace unos años logré que Oviedo me permitiera ver los diversos cuadernos de su Diario, desde que nos conocemos una y otra vez aparecen en la charla como el lugar del registro de la experiencia y la literatura. Muchas veces también me había señalado que la notación circunstancial se transforma en escritura, o resuelve problemas que ésta no sabe cómo sortear. En ocasiones, Oviedo me decía “He pasado toda la noche buscando en el diario una expresión de… que me podría haber servido para lo que estoy escribiendo; pero parece mentira, es como si algo se la hubiera devorado para que tenga que empezar todo de cero. Ya lo dijo Lenin, la realidad es tozuda”. Sin embargo, antes que tal deslizamiento, lo que pude observar −aclaro que la licencia consistió en ver los diarios, no en leerlos− es algo que ya intuía en las dedicatorias de sus libros. Página tras página vi pasar ese flujo ininterrumpido de aquello que se recorta a lo real en la forma de una manía: la observación, el registro, la espera ante la reticencia al advenimiento de la escritura. Y es notable, porque la caligrafía de Oviedo cruza la página en un movimiento doble.




         A simple vista uno detecta la extensión abigarrada de cada letra formando una palabra, y cada palabra tal vez definiendo la atmósfera o la materialidad de un objeto que se recortó a la vista de miles. Imagino que en el diario los trazos hacen al paisaje de lo cotidiano, el que puede consistir en cumplir un trámite en las inmediaciones del barrio, o dar un paseo, prolongar una estancia en París por semanas. Pero luego, lo que emerge a la vista es la profundidad, la elevación de cada letra desviándose en saltos e inmersiones que ocupan la totalidad de la frase. En varias ocasiones, el desvío de la caligrafía, su subterfugio por medio del cual cae, se hunde, baja, abandona la línea imaginaria de una continuidad donde apoya el trazo, se encuentra en el final de las palabras, en el lugar mismo adonde lo negro se olvida y se abandona al blanco de la página. Las “a” finales concluyen en una línea hundida, una suerte de cuerpo que cae hacia un punto de referencia en suspenso al que le sigue el inicio de otra “a”, que se aglutina y, rápidamente, parece conformar la irradiación de formas que dejan leer una palabra que, luego, otra vez, vuelve a encontrar su desvío hacia el silencio, previamente haber dejado una vaga señal de algo inmotivado: “con la amistad de”.      

   


         Por supuesto, Antonio Oviedo no sabe que escribo esto. Me hubiese gustado contar con la posibilidad de mi propio diario y antes que en un ensayo escribirlo ahí, en las sucesivas entradas de un tiempo que hace ya tiempo se prolonga. ¿No es eso la amistad? ¿Una prolongación? ¿Un tiempo en el revés del tiempo que ni siquiera experimentamos todo el tiempo? Me hubiese gustado tener ese diario y poner, por ejemplo, “este domingo almuerza en casa Antonio Oviedo”, que es efectivamente lo que aconteció. Pero me hubiese gustado tenerlo para detallar lo acontecido no tanto porque efectivamente sea una frecuencia que ambos nos permitimos; sino más bien porque ambos sabemos que no nos queda otra cosa por hacer. Y lo señalo porque en un momento los dos nos separamos del resto, hablamos sobre esto y aquello −por caso, la fatalidad de un nombre al ser deformado en su sobrenombre−, nos reímos hasta el punto de la complicidad indolente y, entre esa risa y la maldad que todo juego conlleva, alcancé a escuchar esta especie de pose verbal que él ejecuta siempre cuando está conmigo: “Mi única inteligencia consiste en escribir frases imperfectas, son las primeras que asoman y llaman a esa inteligencia que pretendo ejercer cando escribo. Claro, la inteligencia consiste en que cuando esas frases trastabillan, no sé cómo, pero logro salvarlas de su inminente desmoronamiento. En todo caso, es lo único que he hecho todo este tiempo, pero de seguro, para mí, ha sido todo lo que he hecho”. 


Fotografía: Hugo Suarez
Fotografía: Hugo Suarez