Las fuerzas de Brummell - Emiliano Rodriguez Montiel

 

Arbitro de la elegancia, soberano de la moda, dueño absoluto de la noche londinense, Georges Beau Brummell fue, en palabras de Barbey d'Aurevilly, el dandismo mismo: sin título nobiliario, sin más fortuna que una modesta herencia de 30.000 libras, sin ser incluso del todo agraciado –“su belleza se echaba a perder por la nariz quebrada” llegó a comentar Virginia Woolf–, Brummell supo convertirse en la persona más influyente de la exclusiva Inglaterra de la Regencia. “Quiten al dandy, ¿qué queda de Brummell? –nos pregunta Barbey d'Aurevilly– No tenía aptitudes para ser nada más, pero tampoco nada menos que el dandi más grande de su tiempo y el de todos los tiempos”. Su trampolín o benefactor sería el Príncipe de Gales quien, a cambio de su asesoramiento en el arte de la moderación y el buen vestir, lo premiaría con un privilegiado asiento en las pantagruélicas cenas de la aristocracia londinense. Una sociedad que, fraguada menos por la amistad que por el beneficio mutuo, suscitaría una revolución en el look y guardarropa del futuro rey George IV.



Entre las reformas que la doctrina brummelliana, en nombre de la mesura y la sencillez, promovería sobre el vestir ampuloso Georges IV, sobresaldrían: a) la suntuosa peluca por un sobrio corte de pelo («titus hairstyle»); b) el maquillaje por la cara lavada; c) el perfume por un disciplinado aseo personal; d) los calzones con medias por el pantalón largo; e) los moños y volados de encaje por una camisa de lino y corbata (el gran toque brummellliano); f) la chaqueta corta por el frac; g) el sombrero de copa baja por el sombrero de castor («beaver top hat»); h) los zapatos con moño por la bota hessiana. He aquí la matriz del traje moderno masculino, “el punto culminante de la vida elegante”, según Balzac.

 

Ahora bien, el ocaso de Brummell –tan mítico como su apogeo– es ya bien conocido: muere sin honores, bajo la sombra del anonimato y del exilio, atiborrado de deudas y sumido en la más vergonzosa e indigna pobreza. Virginia Woolf cuenta de forma excepcional el declive del «roi de la mode»: “Brummell, cuyos trajes suscitaron la envidia de los reyes, ya no tenía sino un par de pantalones muy remedados, que disimulaba como mejor podía bajo su abrigo deshilachado. En cuanto a su pelo, lo habían rapado por orden del médico. Todo lo que lo había sostenido y mantenido en vida se disolvió. Cenaba con quien pagara la cuenta, contaba sin cesar la misma historia, el aseo extremado se transformó en negligencia, luego en suciedad repugnante. La gente se oponía a que estuviera presente en el comedor del hotel. En fin, ya no quedó más que un montón de humores, una materia corruptible, un hombre viejo y senil y repugnante, digno solamente de la caridad de las monjas y de la protección de un asilo”.

Se trata ésta de una paradoja acorde a la naturaleza del fenómeno que su existencia motiva: el dandismo universal. A tal punto la semblanza de Brummell define el fundamento del «ser dandi» que, vuelta objeto de reflexión y de interés crítico en la praxis de ciertos dandis escritores –entre ellos: Barbey d'Aurevilly , Balzac y Baudelaire, «les trois b théoriciens»–, su existencia servirá como piedra de toque para establecer, sin más, las reglas de oro del dandismo. Esto es, un puñado de cualidades psicológicas y morales aquí facultadas como fuerzas y vertebradas según cuatro preguntas elementales: qué es un dandy (la fuerza soberana del «egotismo»), por qué lo es (la fuerza suprema de la «originalidad»), según qué medios (las fuerzas necesarias de la «frivolidad», la «sobriedad», la «ociosidad», la «espectacularidad» y la «gratuidad»), cuál es el efecto de su gesto (la fuerza revolucionaria de su transmutación «ética»). En torno a la formulación de estas propiedades comienza, en concreto, el dandismo teórico, un periodo “après Brummell” (1830 en adelante) donde se intenta comprender interdisciplinarmente la esencia del dandismo y en el que, debido a ello, el dandy deviene tipo, figura emblemática de la moda y de las letras. La metamorfosis ontológica del fenómeno va a posibilitar que la experiencia de «Beau», ya conceptualizada, funcione como punto obligado de referencia en la tarea de resignificación dandi del vasto territorio de la historia universal, sin importar la forma en que se decida interrogarla: nombre, personaje, estilo, corriente, entonación, atmósfera. Un dandismo a la vez anacrónico y literario, resultado de la conversión de la persona en mito, cuya mayor destreza será la de poder ir y venir sin ningún tipo de limitación contextual por el riel que organiza la historia de las conductas (de Alcibíades a Oscar Wilde, de Julio César a Rubén Darío, de Petronio a Balzac, de Nerón a Baudelaire). 

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 “¿Qué hombre –se pregunta Balzac– sería lo bastante audaz para asumir sobre su cabeza tan abrumadora responsabilidad? Para emprender un tratado de la vida elegante habría que tener un fanatismo de amor propio inconcebible”. “–Este hombre existe–”, le responde con tono triunfante un dandi allí presente: “–¡Brummell! ¡Brummell! el patriarca de la moda que ha rendido a su patria!”. He aquí, insinuada en esta conversación ficticia, una imagen muy precisa de lo que significaría Brummell para sus coetáneos y de lo que más tarde se cristalizaría universalmente como dandi: alguien cuyo amor propio sería tan grande, tan inmenso, que las reglas y los códigos que homogenizan la “siempre grasienta y maloliente” multitud resultarían íntegramente incompetentes para comprender la excepcionalidad su experiencia. Haría falta que el discurso literario –individualizado en las firmas de Baudelaire, Barbey d'Aurevilly, Thackeray, Stendhal, Woolf y el ya mencionado Balzac, entre otros– sea quien desentrañe, reconociéndole unánimemente su condición de obra de arte, los pormenores de su naturaleza egotista. Pues, este fue sin duda el gran logro de Brummell: no que su frac haya podido producir infinitos imitadores –inundando de «beaux» y «bucks» todo Londres y París– sino, y en subrayado, que su metódico «culte de soi–meme» alrededor de la toilette (léase un hábito en el aseo y en el vestir sometido a la más absoluta lógica del detalle) haya podido ser capaz de elevarse, en el interior del pensamiento literario, al rango de disciplina artística. Una filiación estrechísima entre invención estética y autofabricación dandi –entre singularidad de la obra y materialización de la distinción– cuya empuje, estímulo o determinación estaría dado, en palabras de Baudelaire, por “la necesidad ardiente de hacerse una originalidad”. Tal es, en el fondo, el rasgo esencial de su política, la causa principal del despliegue de su aura: una búsqueda obstinada de individuación, de excepcionalidad o diferencia, que su cuerpo y la fuerza combativa de su clóset impulsarán a través de la pose, su performance por antonomasia.

 Sirviéndose de la savia de cuatro raíces elementales –a saber: frivolidad, sobriedad, ociosidad y espectacularidad–, la pose brummelliana es la función de teatro del dandismo universal, la pista o pasarela donde se monta su ethos disruptivo. En primer término, advierte Baudelaire, no hay que perder de vista que “es la fuerza de la originalidad inglesa imprimiéndose sobre la vanidad humana la que produce lo que llamamos dandismo”. Aquello que la reflexión literaria encarece como una entre las demás artes surge, en otras palabras, como una táctica de evasión suscitada por el más profundo desprecio hacia la “grosera pasión de los mortales vulgares” que lo nivela y asemeja todo a su paso. (De hecho, agreguemos entre paréntesis, sería precisamente la impertinencia de Brummell, su lengua mordaz e incisiva, aquello que le ocasionaría su ruina o, lo que es lo mismo: su pelea y distanciamiento con Georges IV. La historia -que ocupa un lugar central dentro de la caterva de murmuraciones, leyendas y fábulas que rondan su biografía- la cuenta Barbey d'Aurevilly: “una noche Brummell, durante la cena, y para ganar la más irrespetuosa apuesta, habría dado esta orden al príncipe de Gales: ‘Georges, ¡toca!’, mostrándole la campanilla. El príncipe, quien habría obedecido, dijo supuestamente al criado que entró, señalándole a Brummell: Lleve a su cama a este borracho”).

Se trata de un verdadero arte de la frivolidad, de la jactancia y la provocación que sería puesto en práctica, noche tras noche y de manera rigurosa, a través de una coreografía de la simplicidad: la palabra medida y trabajada, el andar ligero y dominante, el vestir sobrio y apacible (el gran axioma de la elegancia dandi: “para estar bien vestido, no hay que hacerse notar”), el rostro inalterable y apático (la gran divisa de la sangre fría inglesa: “provocar sorpresa manteniendo la impasibilidad”), y un uso estratégico del tiempo, entendido éste como ocasión, contingencia o fuego artificial. Brummell -cuenta Barbey d'Aurevilly- “permanecía unos minutos a la entrada de un baile; lo recorría con una mirada, lo juzgaba con una sentencia, y desaparecía, aplicando así el famoso principio del dandismo: ‘En sociedad, mientras no haya producido ningún efecto, quédese: una vez causado el efecto, váyase’”. El éxito de este dispositivo a la vez riguroso y sofisticado, sistemático y ceremonial, no depende, ahora bien, tanto del título heredado, el dinero acumulado y los contactos atesorados como –valiéndose de su mejor posesión: la independencia– del tiempo libre disponible. El dandi puede pasar, si quiere, diez horas arreglándose para ir a contemplar los caballos purasangre al Ascot Racecourse por la mañana, almorzar en White’s Club al mediodía, tomar un café en Watier’s Club por la tarde, asistir al Royal Opera House por la noche. El dandi no escatima en gastar el tiempo, porque es eso, justamente, lo que le sobra: a diferencia del hombre de vida ocupada, el dandi es un ocioso, pavonea sin pudor una vida sin fábrica, sin despacho, sin más cuarto de herramientas que la de su esmerado armario. Una vida ritual que transcurre como si todos los días fueran una fiesta. ¿Y todo para qué? para que simplemente reconozcamos su existencia; que admitamos que es un objetivo vivo; el dandi –dice Carlyle vía Edgardo Cozarinsky– “no solicita vuestra plata o vuestro oro (…) sino una simple mirada de vuestros ojos: miradlo solamente y lo haréis feliz”. No hay dandi sin público, en la medida en que no hay evento comunicativo –función de teatro, concierto de rock, clase escolar, acto político– sin retroalimentación o feedback. En tanto espectáculo, el dandi necesita de la escena social para significar, porque es allí, en ese lugar indiferenciado, multitudinario e inclusivo, donde él –que siempre se quiere marginal y exclusivo– encuentra la palestra ideal para despuntar su diferencia.

Una performance, digámoslo de una vez, impulsada por el más insurgente sentido de la gratuidad. La pose brummelliana hace de la vacuidad una bandera y monta sobre la tríada productivista de su escenario socioeconómico y político emergente –léase Democracia, Capitalismo, Burguesía– un auténtico operativo de transmutación ética que consiste en: la devaluación de los principios ideológicos legitimados (lo útil, lo cronológico, lo natural, lo serial, lo aparatoso y lo masivo) y en el encarecimiento, al mismo tiempo, de su contracara (lo inútil, lo intempestivo, lo artificial, lo original, lo mesurado y lo individual). Es así como, al contraponerse tanto a la revolución industrial como a la revolución democrática de su tiempo, el dandismo de Beau Brummell promueve, paradójicamente, una tercera de carácter ético, la creación a partir de la nada. Tal es, para ser precisos, el gran aporte teórico de Brummell, el motivo primordial por el cual su figura sobrevivirá a su época convirtiéndose –además de objeto de estudio de la historia de las conductas y la teoría de la moda, además de materia prima para la creación literaria– en lo que estaba llamado a ser: una sensibilidad. Al echar por tierra las grandes estructuras que sostienen las consignas de su época, el dandi se cifra, en otras palabras, como una potencia universal, una fuerza indómita propia de un outsider que -concluye Alan Pauls- “no se deja autorizar por nada, ni descansa en ningún saber. porque lo que tiene para dar es menos un hacer que una manera de ser, una práctica existencial. Eso que el rock, alguna vez, llamó actitud”.